La voz de las espadas (64 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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Había mucha menos gente y, sin embargo, lo que estaba en juego era mucho más importante. En primer lugar, la vida de los propios contendientes y, luego, la posesión de numerosas aldeas y ciudades o el futuro de clanes enteros. A su combate con Tul Duru no debieron de asistir más de cien personas, pero en esa sangrienta media hora se había jugado el destino del Norte. Si hubiera perdido entonces, si Cabeza de Trueno le hubiera matado, ¿habrían sido igual las cosas? Si Dow el Negro o Hosco Harding o cualquiera de los otros le hubiera mandado de vuelta al barro, ¿tendría ahora Bethod una cadena de oro, se haría llamar a sí mismo Rey? ¿Estaría la Unión en guerra con el Norte? Sólo de pensar en ello le dolía la cabeza. Todavía más.

—¿Se encuentra bien? —le pregunto Bayaz.

—Hummm —farfulló Logen, pero lo cierto es que a pesar del calor estaba temblando. ¿A qué había venido toda esa gente? Simplemente a divertirse un rato. Muy pocos debieron de encontrar divertidos los combates de Logen, Bethod tal vez fuera la excepción. Pocos más—. Esto no tiene nada que ver con mis combates —se dijo en voz baja.

—¿Decía algo? —le interrogó Bayaz.

—No, nada.

—Ah —el anciano miró risueño a la multitud mientras se rascaba su barba gris—. ¿Quién cree que ganará?

A Logen le traía sin cuidado, pero cualquier cosa que le distrajera un poco de sus recuerdos era bienvenida. Echó un vistazo a los cercados, que quedaban relativamente cerca de donde estaba sentado, y se fijó en los dos contendientes. El joven apuesto y orgulloso que les recibió a las puertas de Agriont era uno de ellos. El otro era un tipo pesado y fornido, con el cuello muy grueso, y con pinta de estar casi aburrido. Logen se encogió de hombros:

—Yo no entiendo de estas cosas.

—Pero ¿qué me dice? ¿Usted? ¿El Sanguinario? ¿Un campeón que ha luchado y vencido en diez combates singulares? ¿El hombre más temido de todo el Norte no tiene opinión? ¡Seguro que los combates son muy parecidos en todas partes!

Logen hizo una mueca de dolor y se humedeció los labios. El Sanguinario. Aquello le quedaba ya muy atrás, aunque no todo lo atrás que a él le hubiera gustado. Aún le volvía a veces a la boca un regusto a sal, a sangre. Tocar a un hombre con la punta de una espada y abrirle en canal eran cosas muy distintas, pero de todos modos volvió a echar un vistazo. El joven orgulloso se arremangó, luego hizo una flexión hasta tocarse la punta de los pies y se volvió a uno y otro lado, haciendo molinetes con los brazos, todo ello bajo la atenta mirada de un adusto y veterano soldado ataviado con un inmaculado uniforme rojo. Otro hombre, un tipo alto y con cara de preocupación, le tendió dos espadas muy finas, una más larga que la otra, y el joven las hizo centellear en el aire moviéndolas a una velocidad vertiginosa.

Su contrincante estaba apoyado en la barrera de madera de su cercado, estirando lentamente a un lado y a otro su cuello de toro mientras miraba a su alrededor con indiferencia.

—¿Quién es cada cual? —preguntó Logen.

—El asno presuntuoso de la barbacana se llama Luthar. Y el que parece estar medio dormido, Gorst.

Estaba claro cuál era el favorito de las masas. De cuando en cuando, en medio del barullo, se distinguía claramente el nombre de Luthar, y cada uno de los movimientos que hacía con sus finas espadas era saludado con una salva de aplausos. Parecía rápido y hábil y astuto, pero había algo muy mortífero en la actitud desganada con que esperaba el grandullón, algo muy oscuro en sus párpados caídos. A pesar de su velocidad, puestos a elegir, Logen habría preferido tener que vérselas con Luthar.

—Gorst, supongo.

—¿Gorst? ¿Lo dice en serio? —Los ojos de Bayaz chispearon—. ¿Qué tal si hacemos una pequeña apuesta, eh?

Logen oyó a Quai contener ruidosamente el aliento:

—Nunca apueste con un Mago —le susurró el aprendiz.

Logen no veía que eso cambiara mucho las cosas.

—No sé qué demonios quiere que me apueste.

Bayaz se encogió de hombros.

—Bueno, ¿qué le parece si lo dejamos en una mera cuestión de honor?

—Como quiera. —No era algo de lo que Logen anduviera sobrado, y lo poco que tenía le daba igual perderlo.

—¡Bremer dan Gorst! —Los pocos aplausos que se oyeron fueron acallados por una avalancha de pitos y abucheos en el momento en que aquel pedazo de buey se dirigió con paso cansino hacia su marca, con los ojos entrecerrados mirando al suelo y sus grandes y pesados aceros colgando de sus grandes y pesadas manos. Entre su pelo rapado y el cuello de su camisa, donde debería haber estado su cuello, no había más que un grueso pliegue musculoso.

—Qué feo es el cabrón —murmuró Jezal al verle pasar—. Qué feo es ese maldito cabrón —pero hasta él mismo se daba cuenta de que a sus insultos les faltaba convicción. Le había visto luchar tres combates y aplastar a tres rivales bastante buenos. Uno de ellos seguía guardando cama una semana después. Durante los últimos días, Jezal se había entrenado a fondo para contrarrestar el estilo brutal de Gorst: Varuz y West le habían estado arreando con grandes palos de escoba mientras él los esquivaba moviéndose de un lado para otro. Más de una vez le habían acertado, y aún le escocían los moratones que le habían dejado.

—¡Gorst! —sugirió lastimeramente el árbitro tratando de arrancar algún aplauso más, pero el público no estaba por la labor. Los abucheos arreciaron, y cuando Gorst se dispuso a colocarse en su marca, se unieron a ellos un coro de mofas e imprecaciones.

—¡Eres más torpe que un buey!

—¡Vuélvete a tu granja a tirar del arado!

—¡Bremer el Bruto! —y otras lindezas por el estilo.

El mar de gente se extendía más y más atrás hasta perderse en la oscuridad. Había acudido todo el mundo. Toda la gente del mundo, se diría. Los plebeyos de la ciudad se apelotonaban en las filas más alejadas. Los artesanos y los comerciantes en los bancos de en medio. Los nobles de Agriont, desde los quintos vástagos de los don nadie de alcurnia hasta los grandes magnates de los dos Consejos, se concentraban en la parte delantera. El palco real estaba lleno a rebosar: la Reina, los dos Príncipes, Lord Hoff, la Princesa Terez. Y el Rey, todo un honor, por una vez parecía estar despierto: sus ojos saltones lanzaban miradas en todas direcciones con expresión de asombro. Allí, en alguna parte, estarían también el padre y los hermanos de Jezal, sus amigos y sus camaradas del ejército, poco más o menos todos sus conocidos. Y también Ardee, o al menos eso esperaba.

Un público imponente, en resumidas cuentas.

—¡Jezal dan Luthar! —bramó el árbitro. El confuso murmullo del público dio paso a una ovación atronadora, a una estruendosa manifestación de apoyo. Los gritos y los aullidos resonaban por toda la arena haciendo que el corazón de Jezal latiera acelerado.

—¡Vamos, Luthar!

—¡Luthar!

—¡Mata a ese cabrón!

—Vamos allá, Luthar —le susurró al oído el Mariscal Varuz, dándole una palmada en la espalda y empujándole suavemente en dirección al círculo—, y buena suerte.

Jezal estaba como en una nube. El estruendo de la muchedumbre le penetraba con tal fuerza por los oídos que tenía la sensación de que la cabeza le iba a estallar. Los entrenamientos de los últimos días pasaron fugazmente por su mente. Las carreras, la natación, los ejercicios con el mazo. Los combates, la barra de equilibrios, los interminables ensayos de las formas. Todo para poder llegar hasta allí. A los siete toques. El primero en llegar a cuatro. Al final todo se reducía a eso.

Se colocó en su marca, frente a Gorst, y contempló los ojos entrecerrados de su contrincante. Le devolvían una mirada fría y tranquila que parecía concentrarse en algún punto lejano, casi como si él no estuviera delante. Aquello le sacó de quicio: alzó su noble barbilla e intentó no pensar en ello. No iba a permitir, no
podía
permitir, que ese palurdo le venciera. Demostraría a toda esa gente el valor de su temple, de su sangre, de su talento. Él era Jezal dan Luthar. Ganaría. Era un hecho incontestable. Estaba seguro.

—¡Adelante!

El primer tajo lo dejó tambaleante, acabó con su seguridad en sí mismo, con su aplomo y a punto estuvo de acabar también con su muñeca. Había visto combatir a Gorst y sabía que saldría atacando, pero no había esperado que el primer contacto fuera tan devastador. Al igual que él, la multitud contuvo la respiración al verle trastabillar hacia atrás. Todos los meticulosos planes que había trazado, todos los atinados consejos que le había dado Varuz se evaporaron en el aire. En su rostro se dibujaba un gesto de dolor y aturdimiento, su mano aún vibraba por la fuerza del golpe, sus oídos seguían zumbando tras el estruendo que había producido el choque de los aceros, tenía la boca abierta, las rodillas le temblaban.

No era un comienzo demasiado prometedor, pero la siguiente estocada se abatía ya sobre él con una potencia aún mayor si cabe. Jezal saltó hacia un lado y se escabulló para tratar de hacerse con un poco de espacio y ganar tiempo. Tiempo para elaborar una estrategia, para pensar en alguna treta que pudiera poner coto a aquella implacable lluvia de acero. Pero Gorst no parecía dispuesto a concederle un respiro. Ya había soltado otro gruñido y su acero largo comenzaba a trazar en el aire una parábola destinada a convertirse en un golpe irresistible.

Jezal trataba de esquivar los golpes siempre que podía, y cuando no le era posible, procuraba pararlos; las muñecas cada vez le dolían más debido al incesante castigo al que se estaban viendo sometidas. En un principio tenía la esperanza de que Gorst acabara cansándose. Nadie podía aguantar mucho tiempo lanzando esos armatostes de metal de la forma en que él lo hacía. Dentro de no mucho aquel ritmo endiablado le pasaría factura, entonces los movimientos del gigantón se ralentizarían, flaquearía y sus pesados aceros perderían buena parte de su mordiente. En ese momento Jezal contraatacaría con tesón, haría sudar la gota gorda a su contrincante y ganaría.

El problema era que Gorst no parecía cansarse. Aquel hombre era una máquina. Llevaban ya luchando varios minutos y en los ojos entrecerrados de su rival seguía sin advertirse el más mínimo signo de fatiga. Las pocas veces que Jezal se había atrevido a apartar la vista de las vertiginosas espadas de su adversario no había descubierto en sus ojos ni un atisbo de emoción. El enorme acero largo subía y bajaba, subía y bajaba, segando brutalmente el aire, y el acero corto siempre estaba presto a frustrar los tímidos contraataques de Jezal, sin titubear ni un instante, sin bajar la guardia ni un solo milímetro. La potencia de sus golpes no decrecía, los sonidos guturales que emanaban de su garganta sonaban tan vigorosos como al principio. La multitud, al no tener nada que celebrar, se había sumido en un apesadumbrado silencio. De hecho, era Jezal quien comenzaba a sentir que sus piernas se movían con más lentitud, que su frente se empapaba de sudor, que el pulso con que cogía sus aceros cada vez era menos firme.

Lo vio venir con bastante antelación pero no pudo hacer nada para impedirlo. Había ido retrocediendo hasta llegar al límite del círculo. Había estado parando y esquivando golpes hasta que los dedos casi se le habían quedado insensibles. Esta vez, cuando alzó su dolorido brazo y los metales se entrechocaron con un estruendo, el cansancio hizo que uno de sus pies resbalara. Jezal soltó un grito, perdió el equilibrio y se precipitó fuera del círculo de costado mientras sus dedos daban una sacudida y dejaban caer el acero corto. Se estampó contra el suelo de cara y se tragó un buen bocado de arena. Una caída dolorosa y bochornosa a partes iguales, pero estaba tan machacado y exhausto que ni siquiera se sintió demasiado desilusionado. En cierto modo era un alivio que el castigo se hubiera interrumpido, aunque sólo fuera momentáneamente.

—¡Uno para Gorst! —exclamó el árbitro. Se oyó una tímida salva de aplausos, que fue acallada de inmediato por una oleada de abucheos. No daba la impresión de que al grandullón le afectara mucho. Regresó a su marca con paso cansino para prepararse para el siguiente asalto.

Jezal se dio la vuelta, se puso a cuatro patas, flexionó sus manos doloridas y se tomó un tiempo para levantarse. Necesitaba un momento para recuperarse y para tratar de pensar en una estrategia. Gorst le aguardaba: grande, silencioso, inmóvil. Mientras se sacudía la arena de la camisa, la mente de Jezal trabajaba febrilmente. ¿Qué podía hacer para vencerle? ¿Qué? Volvió a colocarse cautamente en su marca y alzó los aceros.

—¡Adelante!

Esta vez Gorst arremetió con más fuerza todavía: sus tajos cortaban el aire como si estuviera segando trigo, y obligaron a Jezal a bailotear alrededor del círculo para esquivarlos. Uno de ellos le pasó tan cerca del lado izquierdo de la cara que pudo sentir en su mejilla el aire que había levantado. El siguiente no le acertó en el lado derecho por un margen apenas mayor. A continuación, Gorst descargó un revés contra su cabeza y, de pronto, Jezal vio un hueco por donde colarse. Se agachó y pasó por debajo, convencido de que la hoja del acero debía de haberle afeitado los pelos de la coronilla. Luego cerró la distancia mientras el golpe del acero pasaba de largo y estaba a punto de dar al árbitro en la cara en el retroceso. El costado derecho de Gorst había quedado desprotegido.

Jezal entró a fondo contra él, convencido de que ya tenía el empate. Pero Gorst detuvo la acometida con su acero corto y la desvió hacia un lado; los guardamanos de ambos aceros se rasparon y luego quedaron engarzados. Jezal atacó ferozmente con su acero corto, pero Gorst consiguió levantar a tiempo su otra espada y detuvo la hoja de Jezal justo antes de que le diera un toque en el pecho.

Durante un instante los cuatro aceros se engarzaron: empuñadura contra empuñadura, los rostros apenas separados por unos centímetros. Jezal enseñaba los dientes y gruñía como un perro, los músculos de su rostro formaban una tensa máscara. Las pesadas facciones de Gorst apenas reflejaban tensión alguna. Parecía un hombre orinando: una tarea rutinaria y un tanto desagradable que conviene quitarse de en medio lo antes posible.

Durante un instante las hojas de sus aceros se engarzaron. Jezal tensaba su desarrollada musculatura y empujaba con todas sus fuerzas: las piernas hacían fuerza contra el suelo, el abdomen hacía fuerza para retorcer sus brazos, los brazos hacían fuerza para empujar sus manos y las manos aferraban la empuñadura de los aceros con ciega determinación. Empleaba cada músculo de su cuerpo, cada tendón, cada fibra. Sabía que su posición era mejor, que el grandullón estaba desequilibrado, que bastaría con hacerle retroceder un paso... un solo milímetro.

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