—¿Cómo puedes pensar en eso con esto delante?
El Practicante se encogió de hombros.
—No creo que le importe —Glokta volvió a mirar el cuerpo destrozado.
Supongo que no
—. Ande, dígame, usted tiene que saberlo. ¿Luthar o Gorst?
—Gorst.
Espero que parta en dos a ese maldito imbécil
.
—¿De veras? La gente dice que es más torpe que un buey. Que lo que pasa es que tiene suerte.
—Bien, pues yo digo que es un genio —sentenció Glokta—. Dentro de un par de años todo el mundo luchará como él, aunque está por ver que a eso se le pueda seguir llamando esgrima. ¡No olvides lo que te digo!
—Gorst, ¿eh? Bueno, puede que me anime a hacer una pequeña apuesta por él.
—Hazlo. Pero, de momento, será mejor que recojas estos despojos y te los lleves a la Universidad. Dile a Frost que te eche una mano, tiene buen estómago para estas cosas.
—¿A la Universidad?
—Bueno, no podemos dejarlos aquí tirados. Si pasa por aquí una de esas peripuestas damas que salen a dar una vuelta por el parque, se puede llevar un susto de muerte —Severard soltó una risita—. Y, además, creo que conozco a alguien que puede arrojar un poco de luz sobre este pequeño misterio.
—Ha hecho usted un hallazgo francamente interesante, Inquisidor —el Adepto Médico interrumpió su trabajo y miró a Glokta a través de su refulgente monóculo con un ojo monstruosamente aumentado—. Un hallazgo en verdad fascinante —musitó, y, acto seguido, se volvió de nuevo hacia el cadáver con su instrumental: levantaba los relucientes trozos de carne, los punzaba, los retorcía, los inspeccionaba entrecerrando los ojos.
Glokta echó una mirada al laboratorio, y sus labios se fruncieron en una expresión de asco. Dos de las cuatro paredes estaban ocupadas por una colección de tarros de todos los tamaños imaginables que contenían un líquido en el que flotaban pedazos de carne. Algunos de ellos podían identificarse con partes del cuerpo humano, pero otros no. Incluso él se sentía un poco incómodo en medio de tan macabra colección.
Me pregunto cómo se los habrá agenciado Kandelau. ¿No acabarán sus visitas flotando troceadas en docenas de tarros? ¡Tal vez yo resultara un espécimen interesante!
—Fascinante —el Adepto aflojó la correa de su monóculo, se lo subió a la cabeza y se frotó el rodal rosáceo que le había dejado alrededor del ojo—. ¿Qué me puede decir al respecto?
Glokta frunció el ceño.
—Estoy aquí para ver qué me puede
usted
decir a
mí
.
—Claro, claro —Kandelau frunció los labios—. Veamos, mmm, en relación con el género de nuestro desdichado amigo, mmm... —se interrumpió.
—¿Y bien?
—Je, je, bueno, ejem, el caso es que los órganos que nos permitirían determinarlo se encuentran... —el Adepto señaló la mesa donde reposaba la carne bajo la cruda iluminación de las llamas que ardían en las lámparas—... ausentes.
—¿Es ésa la única conclusión a la que han llegado sus investigaciones?
—Bueno, hay alguna cosa más, el tercer dedo de un hombre suele ser más largo que el primero, mientras que en el caso de una mujer no tiene por qué ser necesariamente así, pero, ejem, a nuestros restos les faltan demasiados dedos para poder obtener un veredicto. En lo referente al género, por tanto, y en carencia de los dedos, me temo que estamos, como quien dice, ¡en muñones! —El Adepto celebró su chiste con una risita nerviosa. Glokta no le secundó.
—¿Pertenecen a un joven o a un viejo?
—Bueno, ejem, me temo que eso también es bastante difícil de precisar. Los dientes están en bastante buen estado —el Adepto dio unos golpecitos en el cadáver con sus tenacillas—, y la poca piel que queda parece responder a la de una persona joven, aunque, en fin, tampoco es que eso... je, je...
—Concluyendo, ¿qué me puede decir usted sobre la víctima?
—Mmm... bueno... nada —el Adepto se disculpó con una sonrisa—. ¡Pero he hecho algunos hallazgos muy interesantes sobre la causa de su muerte!
—¡No me diga!
—¡Oh, sí, mire esto! —
Preferiría no hacerlo
. Glokta se acercó aprensivamente al banco y escudriñó el punto que señalaba el anciano.
—¿Lo ve? ¿Ve la forma de esta herida? —El Adepto dio un pinchazo a un cartílago.
—No, no lo veo —dijo Glokta—.
Todo esto me parece una única y monstruosa herida
.
El anciano se inclinó hacia él abriendo mucho los ojos.
—Son de un humano.
—¡Ya sabemos que son de un humano! ¡Eso de ahí es un pie!
—No, no, me refiero a esas marcas de dientes... ¡son de un humano!
Glokta frunció el ceño.
—¿Marcas de dientes... humanos?
—¡Sin lugar a dudas! —la radiante sonrisa de Kandelau desentonaba bastante en un entorno como aquél.
Y con el tema también
—. Este individuo ha muerto por las dentelladas de otra persona y, con toda probabilidad, je, je... —añadió, señalando con gesto triunfal los despojos que había en la mesa—. ¡Ha sido parcialmente devorado!
Durante un instante, Glokta miró fijamente al anciano.
¿Devorado? ¿Por qué demonios cada pregunta que obtiene una respuesta da lugar a otras diez preguntas más?
—¿Pretende que le vaya al Archilector con eso?
El Adepto se rió nervioso.
—Bueno, je, je, esos son los hechos, tal como yo los veo...
¿Una persona sin identificar, quizás un hombre, quizás una mujer, tal vez joven, tal vez vieja, es atacada en el parque por un agresor desconocido que la mata a dentelladas a menos de doscientas zancadas del Palacio Real y luego la devora parcialmente?
—Mmm... —Kandelau desvió la vista y miró a la puerta con gesto preocupado. Glokta se volvió para echar un vistazo y frunció el ceño. Acababa de entrar alguien, y lo había hecho sin que él lo oyera. En medio de la penumbra, justo fuera del área iluminada por los brillantes faroles, había una mujer con los brazos cruzados. Una mujer alta, de cabello pelirrojo, corto y puntiagudo, cubierta con una máscara, que escrutaba a Glokta y al Adepto con los ojos entornados.
Una Practicante. Pero no me suena, y eso que las mujeres son una rareza en la Inquisición. Creía que...
—¡Buenas tardes, buenas tardes! —Un hombre entró con paso enérgico en la sala: un tipo enjuto, con una incipiente calvicie, que iba embutido en un largo gabán negro y lucía en su cara una sonrisilla afectada. Una figura desagradablemente familiar.
Goyle, maldito cabrón. Por fin ha llegado el nuevo Superior de Adua. Qué gran noticia
—. ¡Inquisidor Glokta —dijo con voz acaramelada—, cuánto me alegro de volver a verle!
—Lo mismo digo, Superior Goyle. —
Hijo de la gran puta
.
Otras dos figuras entraron pegadas al risueño Superior, haciendo que de pronto la resplandeciente salita pareciera abarrotada. Una de ellas era un fornido kantic de piel oscura, que lucía un grueso aro dorado en una de sus orejas; la otra, un gigantesco norteño con una cara que parecía una losa de piedra. Casi tuvo que doblarse en dos para atravesar el umbral. Ambos llevaban máscaras y estaban enfundados de los pies a la cabeza con el negro uniforme de los Practicantes.
—Le presento a la Practicante Vitari —dijo Goyle con una risilla, señalando a la mujer pelirroja, que se había deslizado hasta el lugar donde se encontraban los tarros y los estaba observando atentamente mientras daba golpecitos al cristal haciendo que los especímenes tembletearan—. Y éstos son el Practicante Halim —el sureño rodeó con paso sigiloso a Goyle y pasó adentro lanzando miradas en todas direcciones— y Byre —el monstruoso norteño, que casi tocaba el techo con la cabeza, bajó la vista para mirar a Glokta—. En su tierra, querrá creerlo, le llaman Quebrantapiedras, pero no creo que eso funcione aquí, ¿eh, Glokta? ¿Practicante Quebrantapiedras, se lo imagina? —se rió para sí mientras hacía un gesto negativo con la cabeza.
¿A esto ha llegado la Inquisición? No sabía que hubiera un circo en la ciudad. Me pregunto si no se dedicaran a hacer equilibrios subiéndose el uno a hombros del otro. O a saltar por anillos de fuego.
—Un surtido muy variado —dijo Glokta.
—Oh, sí —rió Goyle—. Los he ido escogiendo en los distintos lugares adonde me han llevado mis viajes, ¿eh, amigos?
La mujer se encogió de hombros y siguió husmeando entre los tarros. El Practicante de tez oscura inclinó la cabeza. Y el gigantesco norteño permaneció inmóvil en su sitio.
—¡En los distintos lugares adonde me han llevado mis viajes! —repitió entre risas Goyle como si todo el mundo se estuviera riendo con él—. ¡Y tengo varios más! ¡Han sido unos años muy fructíferos! —Se secó una lágrima de alegría y se acercó a la mesa que había en el centro de la sala. Daba la impresión de que todo era una fuente de diversión para él, incluso los despojos que había en la mesa—. ¿Qué es esto? ¡Un cuerpo, si no me equivoco! —Goyle levantó la vista y miró a Glokta con ojos chispeantes—. ¿Un cadáver? ¿Una muerte violenta dentro del perímetro de la ciudad? Entiendo que como Superior de Adua esto entra dentro de mis competencias, ¿no es así?
Glokta hizo una inclinación.
—Naturalmente. No estaba informado de su llegada, Superior Goyle. Y pensé que, dado el carácter excepcional del...
—¿Excepcional? No veo nada de excepcional —Glokta permaneció en silencio.
¿A qué juega este payaso risueño?
—Coincidirá conmigo en que un grado de violencia como éste es... excepcional.
Goyle encogió ampulosamente los hombros.
—Perros.
—¿Perros? ¿De qué tipo, perros domésticos que se han vuelto locos o perros asilvestrados que han escalado las murallas? —inquirió Glokta, incapaz de contenerse.
El Superior se limitó a sonreír.
—Los que usted prefiera, Inquisidor, los que usted prefiera.
—Me temo que no es posible atribuir esto a unos perros —terció en tono pomposo el Adepto Médico—. Precisamente acababa de señalar al Inquisidor Glokta que... estas marcas de aquí, ¿las ven?, y esas otras que hay en ese trozo de piel, son debidas sin ningún género de dudas a unos dientes humanos...
La mujer se apartó de los tarros, se dirigió lentamente hacia el Adepto y se fue pegando más y más a él hasta que su máscara quedó a unos pocos centímetros de su nariz picuda. Kandelau enmudeció.
—Perros —le susurró y, acto seguido, le ladró a la cara.
El Adepto dio un bote.
—Bueno, puedo haberme equivocado, claro está —retrocedió un paso y se topó con el enorme pecho del norteño, que se había desplazado con pasmosa celeridad para situarse justo detrás de él. Kandelau se volvió lentamente y, alzando la vista, le miró con los ojos muy abiertos.
—Perros —recalcó el gigante.
—Perros, perros, perros —canturreó el sureño con un acento muy marcado.
—Perros, claro, por supuesto —farfulló Kandelau— ¡Cómo he podido ser tan estúpido!
—¡Perros! —exclamó Goyle alzando los brazos encantado—. ¡Misterio resuelto! —Ante el asombro de Glokta, dos de los tres Practicantes prorrumpieron en aplausos. La mujer permanecía en silencio.
Jamás pensé que echaría de menos al Superior Kalyne, pero creo que empieza a invadirme la nostalgia
. Goyle se volvió con lentitud haciendo una leve inclinación—. ¡Sólo llevo aquí un día y ya he cogido el ritmo de trabajo! Ya pueden enterrarlo —añadió señalando los despojos mientras dirigía una sonrisa al acoquinado Adepto—. Estará mejor enterrado, ¿eh? —Luego miró al norteño—. ¡De vuelta al barro, como dicen en tu tierra!
El descomunal Practicante no hizo el más mínimo gesto que indicara que alguien acababa de dirigirse a él. El kantic permanecía inmóvil dándole vueltas al aro que tenía en la oreja. La mujer observaba los despojos mientras los olisqueaba desde detrás de su máscara. El Adepto Médico estaba con la espalda pegada a sus tarros, sudando profusamente.
Basta ya de patochadas. Tengo cosas que hacer
.
—Muy bien —dijo secamente Glokta mientras se encaminaba renqueando hacia la puerta—, misterio resuelto. Me parece que ya no se me necesita aquí.
El Superior Goyle se dio la vuelta para mirarle: su buen humor parecía haberse esfumado de golpe.
—¡En efecto! —bufó mirándole con unos ojos tan iracundos que parecían que iban a salírsele de las órbitas—. ¡Ya.. no.. se... le... necesita!
Logen se sentaba encorvado en su asiento bajo un sol de justicia, y sudaba.
Las ridículas ropas que llevaba no servían de mucho para la cuestión del sudor, ni para ninguna otra cosa, de hecho. Era evidente que la túnica no había sido diseñada para sentarse y, cada vez que trataba de moverse, el rígido cuero se le clavaba dolorosamente en la entrepierna.
—Maldito armatoste —gruñó, despegándose por enésima vez la ropa. Tampoco Quai parecía sentirse muy cómodo con su atuendo de mago: el centelleo del oro y la plata no hacía sino resaltar más la palidez enfermiza de su rostro y el constante parpadeo de sus ojos saltones. Apenas había abierto la boca en toda la mañana. De los tres, tan sólo Bayaz parecía estar pasándoselo bien: su rostro lucía una sonrisa radiante mientras miraba a la enfervorizada multitud y su calva morena relucía al sol.
Sus figuras destacaban en medio del bullicioso público como una fruta podrida, y parecían despertar idéntico entusiasmo. A pesar de que la gente se apelotonaba en las gradas hombro con hombro, en torno a ellos se había ido formado una prudencial zona de seguridad en la que nadie quería sentarse.
El estruendo resultaba aún más abrumador que el calor y la muchedumbre. A Logen le zumbaban los oídos. No le quedaba más remedio que aguantarse, porque la otra solución era taparse las orejas y buscar refugio debajo del banco. Bayaz se inclinó hacia él.
—¿Se parecían sus duelos a esto? —Aunque su boca estaba apenas a unos centímetros de la oreja de Logen, tuvo que gritar.
—¡Uh! —Ni siquiera en su combate contra Rudd Tresárboles, cuando gran parte del ejército de Bethod, gritando, chillando y golpeando sus armas contra los escudos, se había dispuesto a su alrededor formando un semicírculo, y las murallas de Uffrith se alzaban sobre ellos repletas de curiosos, había contado con un público tan numeroso y ruidoso como aquél. No debieron de ser más de treinta los hombres que le vieron acabar con Shama el Cruel, acabar con él y luego abrirle en canal como a un cerdo. Al recordar la escena, Logen hizo una mueca de dolor, se estremeció y se encogió aún más en su asiento. Entre corte y corte se lamía la sangre de los dedos ante la mirada horrorizada del Sabueso y las risas y los gritos de ánimo de Bethod. El regusto de la sangre le vino a los labios, sintió un escalofrío y se pasó la mano por la boca.