La voz de las espadas (62 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—Pues a mí se me ocurre otra explicación —Brint hablaba con el tono de alguien que va a contar la guinda de un chiste—. ¡Y si resulta que está enamorado de la tía esa! —los tres estallaron en un torrente de carcajadas. Un chiste genial. El capitán Jezal dan Luthar enamorado y, para rematarlo, de una chica de una condición tan inferior a la suya. ¡Qué idea más ridícula! ¡Qué ocurrencia más absurda! ¡Qué chiste más bueno!

—Mierda —Jezal ocultó la cabeza entre las manos. A él no le hacía ninguna gracia. ¿Qué le había hecho esa mujer? ¿Qué? ¿Qué tenía esa chica? Daba gusto mirarla, desde luego, y, además, era lista y divertida, y todo eso, pero eso no explicaba nada—. No puedo volver a verla —se dijo—. ¡Y no la veré! —estampó una mano contra la pared. Tenía una voluntad de hierro. Siempre la había tenido.

Hasta que apareciera la siguiente nota por debajo de la puerta. Gimió y se dio una palmada en la sien. ¿Por qué se sentía así? ¿Por qué... apenas si se atrevía a pronunciar la palabra... le gustaba tanto? Pero, de pronto, lo vio claro. Ya lo sabía.

A ella no le gustaba.

Esas medias sonrisas burlonas. Esas miradas de soslayo que a veces le pillaba. Esas pullas un tanto subidas de tono. Por no hablar de las manifiestas muestras de desprecio. Lo que le gustaba era su dinero, sí, seguramente. Lo que le gustaba era su posición social, por supuesto. Lo que le gustaba era su cuerpo, de eso no había duda. Pero, en el fondo, aquella mujer le despreciaba.

Y ese era un sentimiento que jamás había experimentado. Siempre había dado por sentado que todo el mundo tenía que quererle, nunca había tenido motivos para dudar de que fuera un tipo estupendo, digno del máximo respeto. Pero a Ardee no le gustaba, ahora lo veía con total claridad, y eso le daba que pensar. Dejando a un lado la mandíbula, el dinero y las ropas, ¿había algo en él que valiera la pena?

Sabía que se merecía el desdén de aquella mujer. Y cuanto más desdeñosa se mostraba, más le gustaba.

—Qué extraño —musitó Jezal, recostado lastimosamente en la pared del pasadizo—. Qué extraño.

Le entraban ganas de hacerla cambiar de opinión.

La Semilla

—¿Qué tal estás, Sand?

El coronel Glokta abrió los ojos. La habitación estaba a oscuras. ¡Maldita sea, iba a llegar tarde!

—¡Maldita sea! —exclamó mientras apartaba de golpe las sábanas y salía de la cama. Agarró los pantalones de su uniforme, metió las piernas, forcejeó con el cinturón.

—¡No te preocupes por eso, Sand! —la voz de su madre sonaba entre tranquilizadora e impaciente—. ¿Dónde está la Semilla?

Glokta la miró con el ceño fruncido mientras se ponía la camisa.

—¡Madre, ahora no tengo tiempo para esas tonterías! ¿Por qué tienes que empeñarte siempre en saber qué es lo que más me conviene? —echó un vistazo a su alrededor buscando su espada, pero no la vio por ninguna parte—. Estamos en guerra, ¿sabes?

—¡Vaya si lo estamos! —el coronel alzó la vista sorprendido. Era la voz del Archilector Sult—. En dos guerras. Una se lucha con fuego y acero, y la otra es subterránea: una guerra antigua que lleva luchándose desde hace muchos años. —Glokta torció el gesto. ¿Cómo era posible que hubiera confundido a ese viejo charlatán con su madre? Y, además, ¿qué demonios hacía en su cuarto? ¿Qué hacía sentado en la silla que había a los pies de su lecho perorando sobre antiguas guerras?

—¿Qué demonios hace en mis aposentos? —gruñó el coronel Glokta—. ¿Y dónde ha metido mi espada?

—¿Dónde está la Semilla? —de nuevo una voz de mujer, pero no era la de su madre. Era otra persona. No la reconoció. Escrutó la oscuridad, tratando de ver a la persona que había en la silla. Distinguió una silueta difusa, pero estaba demasiado oscuro para identificarla.

—¿Quién es usted? —preguntó secamente Glokta.

—¿Quién fui? ¿O quién soy? —La figura de la silla se revolvió y se puso lentamente de pie—. Fui una mujer paciente, pero he dejado de ser una mujer, y, con los años, mi paciencia se ha ido agotando.

—¿Qué es lo que quiere? —la voz de Glokta se quebró mientras retrocedía con paso vacilante.

Al avanzar hacia él, la figura atravesó un rayo de luna que entraba por la ventana. Una forma femenina, esbelta y grácil. Su rostro, no obstante, permanecía envuelto en sombras. Un súbito temor se apoderó de él, y se pegó a la pared, estirando un brazo para mantener a distancia a la mujer.

—Quiero la Semilla —una mano pálida salió disparada hacia delante como una serpiente y le agarró el brazo que tenía extendido. Un tacto suave, pero frío. Frío como una piedra. Glokta se estremeció, soltó un grito sofocado y apretó con fuerza los ojos—. La necesito. No puedes imaginarte lo mucho que la necesito. ¿Dónde está? —Los dedos de la mujer comenzaron a tentarle la ropa, le cachearon, le registraron, le entraron en los bolsillos, se le metieron por debajo de la camisa, rozándole la piel. Estaban fríos. Fríos como el cristal.

—¿La Semilla? —chilló Glokta medio paralizado del terror.

—Sabes muy bien de lo que te hablo, hombre roto. ¿Dónde está?

—El Creador cayó... —susurró. Las palabras brotaron de sus labios sin que Glokta supiera explicarse de dónde venían.

—Lo sé.

—... envuelto en llamas...

—Lo vi —su cara estaba tan cerca que podía sentir su aliento sobre su piel. Frío. Frío como la escarcha.

—... y se estrelló contra el puente...

—Lo recuerdo.

—... buscaron la Semilla...

—Sí... —le apremió la voz susurrándole al oído—, ¿dónde está? —Sintió un roce en la cara, en la mejilla, en el párpado, un roce suave y viscoso. Una lengua. Fría como el hielo. Se le puso la carne de gallina.

—¡No lo sé! ¡No lograron encontrarla!

—¿No lograron encontrarla? —Los dedos se cerraron sobre su cuello, estrangulándole, apretándole, arrancándole el aliento. Fríos y duros como el hierro—. ¿Crees conocer el dolor, hombre roto? ¡Pues no sabes nada! —El gélido aliento le raspaba la oreja, los dedos de hielo apretaban, apretaban—. ¡Pero yo puedo enseñarte! ¡Yo puedo enseñarte!

Glokta gritaba, se revolvía, daba vueltas en la cama. Se levantó atropelladamente y durante un instante vertiginoso se mantuvo en pie, luego se le dobló la pierna y se precipitó hacia el espacio vacío. La habitación se volteó en la oscuridad y el Inquisidor, con los brazos doblados por delante del cuerpo, se estampó contra los tablones con un estruendo espeluznante. Su frente rebotó contra el suelo.

Se agarró a la pata de la cama y, pegándose a la pared, comenzó a levantarse, respirando entrecortadamente, volviendo sus ojos desorbitados hacia el lugar donde estaba la silla sin apenas atreverse a mirar. Por la ventana entraba un rayo de luna que vertía su luz sobre las ropas revueltas de la cama y la madera pulida del asiento.
Vacío
.

Glokta inspeccionó el resto de la habitación; sus ojos trataban de hacerse a la oscuridad mientras escudriñaban todos los rincones.
Nada. Vacía. Un sueño
.

Y entonces, cuando el martilleo de su corazón comenzó a remitir y su aliento agitado se acompasó, llegó el dolor. Le estallaba la cabeza, tenía la pierna en un grito, su brazo palpitaba con una punzada sorda. Un regusto a sangre se fue esparciendo por su boca, los ojos le lloraban y le picaban, las tripas se revolvían convulsivamente. Soltó un gemido agónico, se lanzó hacia la cama y se quedó tendido en el colchón iluminado por la luna, exhausto y empapado de un sudor frío.

Unos golpes apremiantes resonaron en la puerta.

—¿Señor? ¿Se encuentra bien? —La voz de Barnam. Volvió a llamar.
Es inútil. Está cerrada con llave. Siempre lo está, pero me parece que no me voy a mover. Frost tendrá que echarla abajo
. Pero al cabo de un instante, la puerta se abrió, y Glokta tuvo que taparse los ojos para protegerse de la luz rojiza de la lámpara del anciano criado.

—¿Se encuentra bien?

—Me he caído —farfulló Glokta—. El brazo...

El anciano sirviente se sentó al borde de la cama, le cogió suavemente la mano y le arremangó la camisa. Glokta hizo un gesto de dolor. Barnam chasqueó la lengua. El antebrazo estaba surcado de lado a lado por una gran mancha rosácea que ya había empezado a hincharse y a enrojecer por los bordes.

—No parece que esté roto —dijo el sirviente—, pero de todos modos iré a llamar al médico.

—Sí, sí —Glokta apartó a Barnam con la mano sana—. Vaya a llamarlo.

Glokta vio cómo el anciano sirviente traspasaba apresuradamente el umbral con la espalda doblada, luego le oyó renquear por el estrecho pasillo y descender por las angostas escaleras. Al cabo de un rato se oyó un portazo en la entrada y se hizo el silencio.

Sus ojos se volvieron hacia el manuscrito que había arrebatado al Adepto Histórico. Estaba donde lo había dejado, enrollado sobre el aparador, listo para ser entregado al Archilector Sult.
El Creador cayó envuelto en llamas y se estrelló contra el puente. Qué curioso, los sucesos que nos ocurren durante el día acaban colándose en nuestros sueños. El maldito norteño y su intrusa, la mujer fría. De ahí debo de haberlo sacado
.

Glokta se frotó el brazo, presionando la carne dolorida con la yema de los dedos.
Nada. Sólo un sueño
. Y, sin embargo, había algo que le inquietaba. Miró la parte de atrás de la puerta. La llave brillaba en la cerradura reflejando la luz anaranjada de la lámpara.
No está echada, pero es imposible que no la haya echado. Imposible. Nunca se me olvida
. Glokta volvió la vista hacia la silla vacía.
¿Qué fue lo que dijo el idiota del aprendiz? La magia viene del Otro Lado. El mundo inferior. El infierno
.

De algún modo, en ese momento, tras un sueño así, no resultaba tan difícil de creer. Ahora que volvía a estar solo, el miedo crecía de nuevo en su interior. Estiró la mano ilesa en dirección a la silla. Le temblaba y le trepidaba tanto que tardó una eternidad en alcanzarla. Por fin, sus dedos tocaron la madera.
Fresca, pero no fría. No fría. Ahí no hay nada
. Retiró lentamente la mano y apretó contra el pecho su brazo palpitante de dolor.
Nada. Vacía. Un sueño
.

—¿Qué demonios le ha pasado?

Glokta se chupó las encías con gesto avinagrado.

—Me he caído de la cama —luego se rascó distraídamente la venda que cubría su muñeca. Hasta hacía sólo un instante le había estado dando bastante la lata, pero lo que tenía ante él había hecho que el dolor pasara a un segundo plano.
Podía estar peor. Mucho peor
—. No puede decirse que sea una visión demasiado agradable, desde luego.

—Y que lo diga, maldita sea —pese a tener media cara tapada, no era difícil adivinar que el semblante de Severard estaba contraído en una expresión de asco—. Casi vomito cuando lo vi por primera vez. ¡Yo!

Sujetándose al tronco de un árbol con una mano y apartando con la punta del bastón los helechos para poder ver mejor, Glokta contemplaba con gesto ceñudo una masa informe que había en el suelo.

—¿Sabemos siquiera si se trata de un hombre?

—También podría ser una mujer. Pero está claro que es una persona. Eso de ahí es un pie.

—Cierto. ¿Cómo lo han encontrado?

—Fue ese tipo quien lo encontró —Severard señaló con la cabeza a un jardinero de mirada perdida y rostro lívido que estaba sentado en el suelo junto a un vómito seco que había en la hierba—. Entre estos árboles de aquí, escondido en la maleza. Al parecer, quien lo mató trató de ocultarlo, aunque no debió de ser hace mucho. Está fresco. —
Vaya si lo está. Apenas huele y casi no hay moscas todavía. Muy fresco, tal vez de la noche pasada
—. Podría haber tardado varios días en aparecer si no llega a ser porque a un tipo se le ocurrió mandar que podaran esos árboles. Le tapaban la luz o algo así. ¿Ha visto alguna vez algo parecido?

Glokta se encogió de hombros.

—Sólo una vez, en Angland, cuando aún no habías llegado tú. Uno de los cautivos trató de fugarse. Consiguió alejarse unos cuantos kilómetros, pero el frío acabó con él. Luego un oso se cebó con el cadáver. Hizo un verdadero destrozo, aunque éste lo supera.

—No creo que nadie muriera congelado ayer por la noche. Hacía un calor sofocante.

—Hummm —dijo Glokta.
Está por ver que el infierno sea un lugar caliente. Yo siempre me lo imagino frío. Frío como el hielo
—. En todo caso, hay unos cuantos osos en Agriont. ¿Se sabe algo sobre la identidad de esta... persona? —añadió señalando los restos con el bastón.

—Nada.

—¿Alguna desaparición que haya sido denunciada?

—No que yo sepa.

—En otras palabras, que no tenemos ni la más remota idea de quién es la víctima, ¿no? ¿Por qué demonios nos preocupamos entonces? ¿No tenemos un Mago de pacotilla al que vigilar?

—De eso se trata. Sus nuevos aposentos están ahí mismo —la mano enguantada de Severard señaló un edificio que se encontraba a no más de veinte zancadas—. Los estaba vigilando cuando apareció.

Glokta alzó una ceja.

—Entiendo. Sospechas que puede haber alguna conexión, ¿no es así? —el Practicante se encogió de hombros—. ¿Misteriosos intrusos que aparecen en plena noche, truculentos asesinatos al lado del portal de su casa? Nuestros visitantes atraen los problemas como la mierda a las moscas.

—Ajá —soltó Severard mientras espantaba una mosca con la mano—. También he investigado sobre aquello que me dijo. Lo de los banqueros Valint y Balk.

Glokta alzó la vista.

—¿Ah sí? ¿Y qué hay?

—Poca cosa. Es una casa antigua. Muy antigua y muy respetable. Sus pagarés valen tanto como el oro entre los mercaderes. Tienen delegaciones en todas partes, en Midderland, en Angland, en Starikland, también en Westport y en Dagoska. Incluso fuera de La Unión. Unas gentes muy poderosas, a decir de todos. Me da la impresión de que todo tipo de gente les debe dinero. Lo extraño es que no parece haber nadie que haya conocido personalmente a los tales Valint y Balk. Pero ya se sabe cómo son los bancos. Les encantan los secretos. ¿Quiere que siga escarbando un poco más?

Podría resultar peligroso. Muy peligroso. Si escarbas mucho puede que al final lo que estés escarbando sean nuestras propias tumbas.

—No. Será mejor dejarlo. De momento. Pero mantén los oídos abiertos.

—Mis oídos siempre están abiertos, jefe. Dígame una cosa, ¿quién cree que ganará el Certamen?

Glokta miró al Practicante.

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