La voz de las espadas (44 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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Varuz entregó a Jezal sus aceros, que estaban limpios como una patena.

—¡Más vale que no me deje en ridículo! —le cuchicheó. Jezal tosió nervioso y luego recorrió con la mirada los rostros expectantes del público. De pronto, se le heló la sangre. En medio de la multitud asomaba el semblante desdentado de Glokta, que le miraba con una sonrisa siniestra, y justo detrás estaba... Ardee West. Su expresión no se parecía en nada a la que solía lucir en sus fantasías: un tercio expresaba irritación, otro tercio reproche y el tercio restante mero aburrimiento. Jezal desvió la mirada y clavó la vista en el muro que tenía enfrente mientras se maldecía por ser tan cobarde. Últimamente parecía incapaz de mirarle a nadie a los ojos.

—¡El asalto se realizará con aceros de medio filo! —tronó el Lord Mariscal—. ¡A tres toques! —West ya había desenvainado sus espadas y se dirigía al círculo de tiza blanco que había marcado sobre la alfombra de césped. El corazón de Jezal latía acelerado mientras desenvainaba atropelladamente sus aceros, incapaz de quitarse de la cabeza que los ojos de toda esa gente estaban puestos en él. Se situó en su marca frente a West, poniendo mucho cuidado en afirmar bien los pies en la hierba. West alzó sus aceros, y Jezal le imitó. Durante unos instantes permanecieron inmóviles cara a cara.

—¡Adelante! —gritó Varuz.

De inmediato quedó claro que West no iba a hacerle el favor de dejarse vencer. Le acometió con una ferocidad inusitada, acosándole con una lluvia de tajos. Los aceros de los dos rivales se entrechocaron a un ritmo vertiginoso. Jezal, incomodado por la presencia de todos esos ojos que le miraban, algunos de ellos, encima, pertenecientes a personas muy ilustres, cedió un poco de terreno, pero cuando West le tenía ya al borde del círculo, los nervios de Jezal se evaporaron y su preparación empezó a rendir sus frutos. Se echó a un lado, para ganar un poco de espacio, y paró los tajos con la izquierda y la derecha moviéndose con un juego de piernas demasiado rápido para que pudieran alcanzarle.

El público desapareció, la propia Ardee se había evaporado. Las hojas de sus aceros parecían moverse por sí solas, atrás y adelante, arriba y abajo. Ni siquiera tenía que molestarse en mirarlas. Concentró toda su atención en los ojos de West, se fijó que miraban alternativamente al suelo, a sus aceros, a su juego de piernas, y trató de adivinar sus intenciones.

Intuyó la acometida incluso antes de que se iniciara. Jezal amagó con echarse hacia un lado y se tiró hacia el lado contrario, deslizándose suavemente por la hierba hasta ponerse detrás de West mientras éste se lanzaba hacia delante con todas sus fuerzas. Le bastó con plantar el pie en la culera del pantalón de su adversario para echarle fuera del círculo.

—¡Un toque! —exclamó el Mariscal Varuz.

La caída de bruces del comandante fue saludada con una cascada de risas.

—¡Un toque en el trasero! —se carcajeó el Príncipe Heredero mientras su pluma oscilaba alegremente de atrás a delante—. ¡Ventaja para el capitán Luthar! —West con la cara mordiendo el polvo no resultaba ni la mitad de intimidatorio. Jezal saludó al público haciendo una leve reverencia y, al enderezarse, se aventuró a dirigir una sonrisa hacia donde estaba Ardee. Se llevó un buen chasco al comprobar que ni siquiera le miraba. La joven observaba a su hermano revolviéndose en el suelo con una sonrisa en la que se adivinaba un cierto deje de crueldad.

West se puso lentamente de pie.

—Buen toque —dijo entre dientes mientras entraba de nuevo en el círculo. Jezal apenas pudo reprimir una sonrisa cuando volvió a ocupar su marca.

—¡Adelante! —gritó Varuz.

West volvió a acometerle con todas sus fuerzas, pero Jezal ya estaba entregado de lleno a la faena que tenía entre manos. Un creciente murmullo de admiración se alzó entre las filas del público cuando comenzó a bailotear de un lado para otro. Luego empezó a adornar sus movimientos con florituras, y los espectadores reaccionaron al instante acompañando a Jezal con «ohs» y «ahs» mientras desbarataba una tras otra todas las acometidas de West. Nunca había luchado tan bien, nunca se había movido con tanta agilidad. El hombre de mayor estatura comenzaba a estar un poco cansado, sus estocadas ya no eran tan enérgicas como antes. Los aceros largos de los dos rivales chocaron y Jezal imprimió un giro a su muñeca derecha que hizo que los dedos de West soltaran su acero, luego lo embistió y le hizo un tajo con el brazo izquierdo.

—¡Ay! —El rostro de West se retorció de dolor. Dejó caer el acero corto, se apartó de un salto y se agarró el antebrazo. Unas gotas de sangre cayeron al suelo.

—¡Dos a nada! —exclamó Varuz.

El Príncipe Heredero, encantado con la visión de la sangre, se levantó de un salto y el sombrero se le cayó de la cabeza.

—¡Fantástico! —chilló—. ¡Estupendo! —Siguiendo su ejemplo, una parte del público se puso de pie y prorrumpió en un torrente de aplausos. Jezal, henchido de placer ante aquellas muestras de reconocimiento, sonreía de oreja a oreja mientras un hormigueo de satisfacción le recorría todos los músculos. Ahora entendía para qué se había estado entrenando.

—Buen combate, Jezal. Te has vuelto demasiado bueno para mí —masculló West. Jezal se fijó en el hilo de sangre que corría por su antebrazo.

—Siento lo del corte —Jezal sonrió. No lo sentía en lo más mínimo.

—No es nada. Un simple rasguño —West se alejó con gesto ceñudo sujetándose la muñeca. Nadie prestó atención a su partida. Y Jezal menos que nadie. En los espectáculos deportivos sólo cuentan los ganadores.

Lord Marovia fue el primero en abandonar su asiento para acudir a felicitarle.

—Un joven muy prometedor —dijo mientras dirigía una sonrisa a Jezal—. Pero ¿cree usted que podrá derrotar a Bremer dan Gorst?

Varuz descargó una paternal palmada en el hombro de Jezal:

—Estoy convencido de que, si tiene un buen día, puede ganarle a cualquiera.

—Hummm. ¿Ha visto luchar a Gorst?

—No, pero he oído decir que es algo impresionante.

—Sin duda. Es un auténtico demonio —el Juez Supremo alzó sus espesas cejas—. Estoy deseando ver ese encuentro. Dígame, capitán Luthar, ¿ha pensado alguna vez en dedicarse a las leyes?

La pregunta pilló a Jezal por sorpresa.

—Mmm, no, Señoría, quiero decir que... bueno, soy un soldado.

—Desde luego que lo es. Pero las batallas y todas esas cosas acaban por pasar factura a los nervios. Si alguna vez cambia de idea, puede que tuviera algún puesto para usted. Siempre hay un lugar para un joven tan prometedor.

—Mmm, muchas gracias.

—Entonces, hasta el Certamen. Buena suerte, capitán —le dijo volviendo un instante la cabeza mientras se alejaba. Por la forma de decirlo parecía dar a entender que pensaba que le iba a hacer mucha falta. Su Alteza Real el Príncipe Ladisla se mostró bastante más optimista.

—¡Usted es mi hombre, Luthar! —exclamó ensartando el aire con los dedos como si fueran sendos aceros—. ¡Voy a doblar la apuesta que había hecho por usted!

Jezal se inclinó servilmente.

—Su Alteza es demasiado amable.

—¡Usted es mi hombre! ¡Un verdadero soldado! Un espadachín debe luchar por su país, ¿eh, Varuz? ¿Cómo es que Gorst no es un soldado?

—Me parece que sí, Alteza —dijo con tacto el Lord Mariscal—. Es pariente de Lord Brock y sirve en su guardia personal.

—Oh —durante un instante, el Príncipe pareció confundido, pero se repuso de inmediato—. ¡Es lo mismo, usted es mi hombre! —exclamó dirigiéndose a Jezal, mientras volvía a lanzar un pinchazo al aire y la pluma de su sombrero oscilaba furiosamente de un lado a otro—. ¡Usted es el hombre que yo necesito! —Y, dicho aquello, se alejó con paso danzarín hacia el arco del pasadizo lanzando destellos con su cota de malla de adorno.

—Impresionante —Jezal se volvió en redondo y, de inmediato, retrocedió trastabillando. Glokta se le había acercado por un ángulo muerto y le miraba con una sonrisa siniestra. Para ser un tullido, tenía una habilidad pasmosa para acercarse inadvertidamente a la gente—. Es una suerte para todos que al final decidiera no dejarlo.

—Nunca tuve intención de hacerlo —le espetó gélidamente Jezal.

Glokta se chupó las encías.

—Si usted lo dice, capitán.

—Lo afirmo —le dio la espalda sin la más mínima consideración, con la esperanza de no tener que volver a hablar en su vida con aquel ser abominable, y se encontró cara a cara con Ardee, que estaba a apenas un paso de él.

—Mmm... —titubeó volviendo a dar un paso atrás.

—Jezal —dijo la joven—, hace algún tiempo que no te veo.

—Mmm... —Jezal miró nervioso a su alrededor. Glokta se alejaba renqueando. West hacía tiempo que se había esfumado. Varuz estaba muy atareado soltándoles una perorata a Lord Isher y a un grupo de personas que aún seguía en el patio. Nadie se fijaba en ellos. Tenía que decirle algo. Tenía que decirle a las claras que no podía volver a verla. Era lo menos que podía hacer—. Mmm...

—¿Es que no vas a decirme nada?

—Mmm... —Jezal se volvió sobre sus talones y, con la vergüenza cosquilleándole en los hombros, se fue.

Tras aquel cúmulo de emociones inesperadas, el tedioso turno de guardia en la puerta del sur parecía casi una bendición. Jezal estaba deseando que llegara el momento de pasarse varias horas de pie sin hacer otra cosa que ver a la gente entrar y salir de Agriont mientras escuchaba la cháchara insustancial del teniente Kaspa. O, cuando menos, lo estaba hasta que llegó allí.

Kaspa y el cuerpo de guardia, compuesto como era de costumbre por un grupo de soldados provistos de armadura, se agrupaban en torno a las puertas exteriores frente al puente que cruzaba el foso y daba acceso a las dos enormes torres blancas de la barbacana. Cuando Jezal llegó al final del túnel se dio cuenta de que había alguien con ellos. Un tipo bajo con anteojos que tenía pinta de estar bastante agobiado. Jezal tenía una vaga idea de quién era. Morrow se llamaba, uno de los adláteres del Lord Chambelán. No había ninguna razón para que estuviera allí.

—¡Capitán Luthar, qué feliz coincidencia! —Jezal pegó un bote. El lunático aquel, el tal Sulfur, estaba detrás de él sentado en el suelo con las piernas cruzadas y recostado en el muro de la barbacana.

—¿Qué demonios hace aquí ese tipo? —preguntó Jezal. Kaspa abrió la boca para decir algo, pero Sulfur se le adelantó.

—No se preocupe por mí, capitán. Simplemente estoy esperando a mi señor.

—¿Su señor? —no quería ni imaginarse a qué clase de idiota serviría el idiota aquel.

—Así es. No tardará en llegar —Sulfur entornó los ojos y miró al sol—. Aunque, la verdad, es que se está retrasando un poco.

—¡No me diga!

—Sí —el loco volvió a sonreírle afablemente—. Pero vendrá, Jezal, puede estar seguro.

Que el tipo aquel le llamara por su nombre de pila era ya el colmo. Apenas sabía nada de él, y lo poco que sabía no le gustaba nada. Jezal abrió la boca dispuesto a cantarle las cuarenta, pero entonces Sulfur se puso de pie de un salto, agarró su bastón, que había dejado apoyado en el muro, y se quitó el polvo de unos manotazos.

—¡Ya están aquí! —dijo mirando al otro lado del foso—. Los ojos de Jezal siguieron la mirada del idiota.

Un anciano de porte majestuoso cruzaba el puente con paso decidido, un hombre calvo, con la cabeza erguida, y ataviado con una flamante túnica de refulgentes tonos plateados y carmesíes que se ondulaba mecida por la brisa. Pegado a él venía un joven de aspecto enfermizo, que caminaba con la cabeza ligeramente inclinada, como expresando su reverencia por el anciano, y sostenía ante sí, con las palmas hacia arriba, un largo báculo. Un tipo de aspecto brutal, que sacaba más de una cabeza a los otros dos y vestía un pesado manto de pieles, cerraba la comitiva.

—¿Qué demonios...? —Jezal se interrumpió. Aquel anciano le sonaba de algo. ¿No sería algún Lord del Consejo Abierto? ¿O un embajador? Desde luego, tenía un aspecto imponente. Jezal se estrujó los sesos mientras se acercaban, pero no consiguió identificarlo.

El anciano se detuvo frente a la barbacana, y sus ojos, de un verde brillante, se fueron posando alternativamente en Jezal, en Kaspa y en el cuerpo de guardia.

—Yoru —dijo.

Sulfur se adelantó e hizo una pronunciada reverencia.

—Maestro Bayaz —dijo respetuosamente en un murmullo.

Ya lo tenía. De eso era de lo que le sonaba. Tenía un gran parecido con la estatua de Bayaz que había en la Vía Regia. Había pasado un montón de veces por delante de esa estatua. Tal vez fuera un poco más gordo, pero aquella expresión que rezumaba severidad y sabiduría e imponía respeto era inconfundible. Jezal torció el gesto. Pero de ahí a hacerse llamar Bayaz mediaba un trecho. Le daba mala espina. Como también se la daba la pinta del desgarbado jovenzuelo del báculo. Y más aún la del otro acompañante del anciano.

West le había dicho muchas veces que los Hombres del Norte que podían verse en Adua, por regla general unos seres desarrapados que solían merodear por los muelles o andar borrachos como cubas por los peores barrios de la ciudad, tenían muy poco que ver con el típico habitante del Norte. Los que vivían en libertad en el lejano Norte, siempre prestos a entrar en combate, enfrascados en interminables disputas y festejos y dedicados a todo aquello que gustaban de hacer los habitantes de aquellas tierras, no se les parecían en nada. Jezal los solía imaginar altos, feroces, apuestos y dotados de un toque de romanticismo. Robustos, pero gallardos. Salvajes, pero nobles. Brutales, pero sagaces. El tipo de hombres cuyos ojos miran siempre a la lontananza.

Pero éste, desde luego, no era uno de ésos.

Jamás había visto un hombre con un aspecto más brutal. Comparado con él, hasta Fenris el Temible parecía un ser civilizado. Su rostro surcado de cicatrices hacía pensar en una espalda a la que se hubiera dado de latigazos. Tenía la nariz quebrada y ligeramente desviada hacia un lado. A una de las orejas le faltaba un trozo de carne. Uno de sus ojos parecía estar un poco más alto que el otro y estaba rodeado de una herida con forma de media luna. No había ni una sola parte de su rostro que no estuviera cascada, cuarteada o deformada en mayor o menor medida, parecía un boxeador que hubiera peleado en demasiados combates. Incluso su expresión evocaba a la de un boxeador sonado. Permanecía embobado frente a las torres de la barbacana, con la frente arrugada y la boca abierta, lanzando miradas a uno y otro lado con una expresión de una estupidez casi animal.

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