Los labios del Archilector Sult se contrajeron en un gesto desdeñoso.
—¿Qué trato pretende que demos a unos traidores, a unos criminales? —gritó con voz atronadora—. ¿Acaso pretende alzar un escudo protector que sirva de cobijo a los súbditos desleales? —descargó un puñetazo en la mesa, como si también ella fuera culpable de alta traición—. ¡Yo, desde luego, no pienso quedarme de brazos cruzados mientras nuestra gran nación es entregada a sus enemigos! ¡Ni a sus enemigos exteriores, ni a sus enemigos internos!
—¡Abajo los Sederos! —gritó alguien desde la galería del público.
—¡Justicia implacable para los traidores!
—¡La justicia del Rey! —bramó un hombre grueso desde las filas de atrás. La sala expresó su asentimiento con una oleada de gritos de indignación y peticiones de justicia implacable y castigos ejemplares.
Brock recorrió con la vista la primera fila en busca de aliados, pero no halló ninguno. El Lord cerró los puños.
—¡Aquí no hay justicia! —gritó señalando a los tres prisioneros—. ¡Esto no vale como prueba!
—¡Su Majestad no es de la misma opinión! —bramó Hoff—. ¡Y no creo que necesite pedirle a usted permiso! —acto seguido, blandió en alto un voluminoso documento—. ¡Este documento certifica la disolución del Gremio de los Sederos! ¡Su licencia queda revocada por edicto real! En los meses venideros la Comisión de Comercio e Intercambios de Su Majestad revisará las solicitudes que se presenten con objeto de adjudicar los derechos comerciales con la ciudad de Westport. Hasta que se encuentren unos candidatos idóneos las rutas comerciales serán gestionadas por unas manos de probaba capacidad y
lealtad
. Las manos de la Inquisición de Su Majestad.
El Archilector Sult inclinó humildemente la cabeza, haciendo caso omiso de las protestas que proferían los representantes y el público de la galería.
—¡Inquisidor Glokta! —prosiguió el Lord Chambelán—, el Consejo Abierto os queda muy agradecido por vuestra diligencia y os encomienda una misión más en relación con este asunto —Hoff alzó un documento algo más pequeño que el anterior—. Aquí tenéis una orden rubricada por el Rey para proceder al arresto del Maestre Kault. Os pedimos que la llevéis a efecto de inmediato —Glokta se inclinó trabajosamente y cogió el documento que le tendía el Lord Chambelán—. Usted —dijo Hoff mirando a Jalenhorm.
—¡Teniente Jalenhorm a sus órdenes, señor! —exclamó el grandullón dando un firme paso adelante.
—No me cuente historias —le espetó Hoff con impaciencia—, coja a veinte hombres de la Escolta Regia y escolte al Inquisidor Glokta a la sede del Gremio de los Sederos. ¡Y asegúrese de que nada ni nadie sale del edificio sin su expresa autorización!
—¡A sus órdenes, milord! —Jalenhorm atravesó la sala y subió por el pasillo a la carrera en dirección a la salida, agarrando la empuñadura de su espada con una mano para impedir que le golpeara en la pierna. Glokta le siguió tanteando los escalones con el bastón y aferrando con el puño la orden de arresto del Maestre Kault. El monstruoso albino, entretanto, había puesto de pie a los prisioneros, que ahora le seguían, traqueteando y dando tumbos, en dirección a la puerta por la que habían accedido al hemiciclo.
—¡Lord Chambelán! —aulló Brock a la desesperada. Jezal se preguntó cuánto dinero habría ganado gracias a los Sederos. Y cuánto había esperado ganar en el futuro. Mucho, evidentemente.
Pero Hoff ni se inmutó.
—¡Milores, se cierra la sesión! —antes de que el Lord Chambelán acabara la frase, Marovia, que evidentemente estaba ansioso por salir de allí, ya se había puesto de pie. Los cartapacios se cerraron de golpe. El destino del Honorable Gremio de los Sederos había quedado sellado. La sala volvió a llenarse de excitados murmullos, que iban creciendo de volumen, y a los que pronto se unió el ruido de los representantes que se levantaban de sus escaños y comenzaban a abandonar la sala. El Archilector Sult permanecía sentado, contemplando a sus adversarios derrotados, que abandonaban de mala gana la primera fila. Los ojos de Jezal volvieron a cruzarse una vez más con la mirada desesperada de Salem Rews mientras éste era conducido hacia la pequeña puerta, pero, de pronto, el Practicante Frost dio un tirón de la cadena, y el mercader desapareció en la oscuridad.
Fuera, la plaza estaba aún más concurrida que antes y el grado de excitación de la muchedumbre iba creciendo a medida que se extendía la noticia de la disolución del Gremio de los Sederos entre las personas que no habían asistido a la sesión. Los había que se quedaban paralizados del asombro; otros, en cambio, corrían de un lado para otro: asustados, sorprendidos, desconcertados. A Jezal le llamó la atención un hombre que le miraba fijamente, aunque no parecía verle. Tenía la cara pálida y las manos le temblaban. Un sedero, quizás, o un hombre comprometido con los Sederos, tan comprometido que tal vez su ruina fuera también la suya. A partir de ahora iban a proliferar mucho los hombres como ése.
De repente, Jezal sintió una especie de cosquilleo en la piel. Ardee West estaba apoyada tranquilamente en un muro que había un poco más adelante. Llevaban cierto tiempo sin verse, en concreto desde el pequeño arrebato alcohólico de la joven, y Jezal se quedó un tanto sorprendido de que le alegrara tanto habérsela encontrado. Probablemente ya la había castigado bastante, se dijo. Al fin y al cabo, a todo el mundo hay que darle la oportunidad de disculparse. Dibujó una sonrisa en sus labios y se apresuró a acercarse a ella. Pero, de pronto, se dio cuenta de que no estaba sola.
—¡El muy cabrón! —dijo entre dientes.
El teniente Brint, vestido con su uniforme de tres al cuarto, charlaba animadamente con Ardee, a una distancia que a Jezal le pareció totalmente indecorosa, subrayando sus comentarios con aparatosos gestos de las manos. Ella asintió, sonrió y, luego, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, mientras propinaba una juguetona palmada al pecho del teniente. El mierda de Brint también se rió. Los dos se reían. Sin que supiera muy bien por qué, Jezal sintió una intensa punzada de rabia.
—Hombre, Jezal, ¿cómo estás? —exclamó Brint sin dejar de reír.
Jezal se acercó a ellos.
—¡Para usted soy el capitán Luthar! —le espetó—. ¡Y cómo esté o deje de estar no es de su incumbencia! ¿Qué pasa, es que no tiene nada que hacer?
Durante un instante, Brint se le quedó mirando estúpidamente con la boca abierta, pero luego sus cejas se fruncieron en un gesto hosco.
—Sí, señor —masculló, y, a continuación, se dio la vuelta y se fue. Mientras se alejaba, Jezal lo miró con un desdén todavía más profundo que el que solía sentir por él.
—Bueno, desde luego eres todo un encanto —dijo Ardee—. ¿Es ésa la forma de comportarse delante de una dama?
—No sé. ¿Por qué lo dices? ¿Es que había alguna mirando?
Al volverse hacia Ardee, le pareció advertir una sonrisa ufana en el rostro de la joven. Una expresión bastante desagradable, como si le hubiera hecho gracia el pronto que había tenido. Durante un estúpido instante se preguntó si no habría sido ella quien había planeado aquel encuentro, si no se habría colocado aposta en aquel lugar en compañía de ese cretino para que él sintiera celos al verlos... pero entonces Ardee le sonrió, soltó una carcajada y el enfado de Jezal comenzó a evaporarse. Estaba muy guapa, pensó, su tez morena reverberaba al sol mientras se reía a placer sin importarle lo que dijera la gente. Muy guapa, sí. Más que nunca, de hecho. En fin, había sido un encuentro casual, ¿qué otra cosa iba a ser? Ardee le miró a la cara con sus grandes ojos oscuros y todas sus suspicacias se desvanecieron.
—¿Hacía falta que te mostraras tan duro con él? —le preguntó.
Jezal encajó las mandíbulas.
—Ese advenedizo arrogante es un don nadie, el hijo bastardo de algún ricachón, probablemente. No tiene ni sangre ni dinero ni modales....
—Seguro que tiene más que yo de esas tres cosas.
Jezal se maldijo por ser tan bocazas. En lugar de arrancarle una disculpa ahora le iba tocar disculparse a él. Buscó desesperadamente una salida para la trampa que él mismo se había tendido.
—¡Ah, pero es que él además es un cretino! —dijo en tono plañidero.
—Tengo que reconocer —y Jezal vio aliviado que las comisuras de los labios de Ardee se curvaban hacia arriba esbozando una sonrisa— que en eso tienes razón. ¿Damos un paseo? —sin darle tiempo de responder, le metió una mano por el brazo y tiró de él en dirección a la Vía Regia. Jezal se dejó guiar entre la multitud de gentes asustadas, excitadas, furiosas.
—¿Entonces es cierto? —preguntó ella.
—¿Es cierto el qué?
—Que los Sederos están acabados.
—Eso parece. Tu viejo amigo Sand dan Glokta ha estado metido en todo el ajo. Una actuación brillante, para un tullido como él.
Ardee bajó la vista.
—Tullido o no, estoy segura de que a nadie le hace ninguna gracia tenerlo como enemigo.
—No —Jezal recordó la mirada de espanto que le había dirigido Salem Rews antes de desaparecer en la oscuridad—. Desde luego que no.
Siguieron paseando en silencio por la avenida, pero no era un silencio incómodo. Le gustaba pasear con ella. Ya no parecía hacer falta que ninguno de los dos se disculpara. Después de todo, era posible que ella tuviera razón en lo de la esgrima, un poco, cuando menos. Ardee pareció leerle los pensamientos.
—¿Qué tal te va con las espadas? —preguntó.
—No muy mal. ¿Y a ti con la bebida?
Ardee alzó una de sus oscuras cejas.
—Inmejorablemente. Ojalá existiera también un Certamen de eso todos los años. Estoy segura de que no tardaría en granjearme el favor del público —Jezal soltó una carcajada, la miró caminar a su lado, y ella le dirigió una sonrisa. Era tan lista, tan aguda, tan audaz. Y tan rematadamente guapa. Jezal empezaba a preguntarse si habría en el mundo alguna mujer que se le pudiera comparar. Qué pena que su sangre no fuera la adecuada, pensó, y que no tuviera un poco más de dinero. Bueno, mucho más dinero.
—¡Abran la puerta en nombre de Su Majestad! —tronó el teniente Jalenhorm por tercera vez, aporreando la madera con su rollizo puño.
Maldito zoquete. Por qué será que los hombres corpulentos suelen tener unos cerebros minúsculos. Quizá se deba a que recurren en exceso a sus músculos y el cerebro se les acaba secando como una ciruela puesta al sol
.
La sede del Gremio de los Sederos era un edificio imponente situado en una plaza bastante concurrida que se encontraba en las proximidades de Agriont. La presencia de Glokta y su escolta ya había atraído a un nutrido grupo de mirones: gentes curiosas, temerosas y fascinadas, cuyo número no paraba de crecer.
Cualquiera diría que huelen la sangre
. La pierna de Glokta palpitaba de dolor debido a la premura con que habían llegado hasta allí, pero aun así dudaba mucho que fueran a pillar a los Sederos completamente desprevenidos. Con gesto impaciente, miró a la escolta de guardias con armaduras, a los Practicantes enmascarados, a los ojos gélidos de Frost, al joven oficial que golpeaba la puerta.
—Abran...
Ya está bien de tanta tontería.
—Escuche, teniente, me parece que le oyen, pero que han decidido no abrirle —dijo secamente Glokta—. ¿Le importaría echar la puerta abajo?
—¿Qué? —Jalenhorm le miró boquiabierto— ¿Cómo voy a...?
El Practicante Frost pasó a su lado como una centella. Se oyó un ruido ensordecedor y un crujir de maderas. La embestida del fornido hombro de Frost había arrancado de sus goznes una hoja de la puerta enviándola contra el suelo de la sala que había al otro lado.
—Tal que así —masculló Glokta mientras traspasaba el umbral entre las astillas que aún flotaban en el aire. Jalenhorm, mudo de asombro, lo siguió, y detrás de él entraron en tropel una docena de soldados.
Un oficial del Gremio les cerraba el paso del corredor que tenían enfrente.
—No pueden... ¡ufff! —soltó al recibir un empellón de Frost que lo estampó contra la pared.
—¡Arresten a ese hombre! —gritó Glokta señalando con el bastón al aturdido oficial. Uno de los soldados lo agarró con su guantelete de hierro y lo arrojó fuera del edificio sin más contemplaciones. Los Practicantes, armados de estacas y con los ojos ardiendo de furia tras sus máscaras, irrumpieron por la puerta destrozada—. ¡Arresten a todo el mundo! —gritó Glokta volviendo la cabeza mientras renqueaba lo más rápido que podía por el pasillo internándose en las entrañas del edificio tras las anchas espaldas de Frost.
Detrás de una puerta abierta vio a un mercader vestido con unos ropajes de vivos colores y con la cara empapada de sudor arrojando desesperadamente pilas de documentos a un fuego.
—¡Cogedle! —chilló Glokta. Una pareja de Practicantes entró en la sala de un salto y la emprendieron a palos con él. El hombre lanzó un grito y cayó al suelo, volcando una mesa y tirando de una patada un montón de libros de cuentas. La sala se llenó de papeles sueltos y de cenizas en llamas que volaban por el aire mientras las estacas subían y bajaban.
Glokta se apresuró a seguir adelante. Los golpes y los gritos se iban extendiendo por todo el edificio. El lugar empezaba a impregnarse de un olor a humo, a sudor, a miedo.
Todas las salidas están custodiadas, pero no cabe descartar que Kault tenga una vía de escape secreta. Es un tipo bastante escurridizo. Ojalá no hayamos llegado demasiado tarde. ¡Esta maldita pierna mía! Ojalá...
Glokta exhaló un suspiro, hizo una mueca de dolor y se tambaleó. Alguien le había agarrado del gabán.
—¡Ayúdeme! —le aulló un hombre pegándosele a la cara—. ¡Soy inocente! —un rostro rechoncho cubierto de sangre. Se había agarrado con tal fuerza a sus ropas que amenazaba con hacerle caer.
—¡Quitádmelo de encima! —gritó Glokta golpeándolo débilmente con el bastón mientras trataba de aferrarse a la pared para no perder el equilibrio. Uno de los Practicantes se acercó de un salto y descargó un estacazo en la espalda del hombre.
—¡Confieso! —tuvo tiempo de gemir el mercader antes de recibir otro estacazo en la cabeza. El Practicante agarró el cuerpo por los brazos antes de que se desplomara y lo arrastró hacia la entrada. Glokta se apresuró a reemprender la marcha, seguido de Jalenhorm, que caminaba a su lado con los ojos muy abiertos. De pronto se encontraron ante una amplia escalinata, y los ojos de Glokta la miraron con profunda aversión.
Mis viejas enemigas siempre me están esperando
. Emprendió la penosa ascensión mientras hacía una seña al Practicante Frost con la mano que tenía libre, indicándole que se adelantara. Un perplejo mercader al que conducían a rastras pasó junto a ellos pateando los peldaños con los talones y gritando algo relacionado con sus derechos.