La voz de las espadas (43 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—¿Soldados? ¿Esto?

—Oh, sí. Van a enfrentarse a Bethod.

Logen se frotó las sienes.

—Una vez un clan me mandó a su peor guerrero, un tal Forley el Flojo, para que me retara a un duelo. Pero no era más que una manera de expresar su sometimiento. ¿Por qué envía la Unión a combatir a sus peores hombres? —Logen sacudió la cabeza con gesto sombrío—. Con gente así jamás vencerán a Bethod.

—También enviarán otro tipo de gente —Bayaz le señaló otro grupo algo menos nutrido—. Esos de ahí también son soldados.

—¿Ésos? —Un grupo de espigados jóvenes, ataviados con unos llamativos atuendos de brillantes tejidos verdes y rojos, dos de ellos cubiertos con unos sombreros desproporcionadamente grandes. Al menos éstos llevaban una especie de espadas, pero no tenían ninguna pinta de guerreros. De guerreras si acaso. Logen contempló a ambos con el ceño fruncido. A un lado, los mendigos harapientos; al otro, los jóvenes petimetres. No le resultaba nada fácil decidir cuál de los dos le parecía más raro.

La puerta se abrió, acompañada del tintineo de una campanilla, y Logen atravesó el arco de entrada detrás de Bayaz y seguido de Malacus. Tras la deslumbrante luz de la calle, la tienda parecía muy oscura, y los ojos de Logen tardaron un rato en hacerse a la penumbra. Arrimadas a la pared se veían unas planchas de madera pintadas con unos dibujos pueriles que representaban edificios, bosques y montañas. Junto a ellas, se alzaban unos percheros de los que colgaban extraños ropajes: vaporosas togas, armaduras, enormes cascos y sombreros, anillos y joyas, incluso una pesada corona. También había armas en un pequeño estante, una serie de espadas y lanzas profusamente ornamentadas. Logen se acercó a ellas con el ceño fruncido. Eran de mentira. Nada era real. Las armas eran de madera pintada, la corona estaba hecha de láminas de hojalata, las joyas de cristales de colores.

—¿Qué clase de lugar es éste?

Bayaz estaba echando un ojo a los trajes que había junto a la pared.

—Una tienda de utilería teatral.

—¿Una qué?

—A los habitantes de esta ciudad les encantan los espectáculos. Comedias, dramas, todo tipo de teatro. Esta tienda suministra los materiales necesarios para montar las obras.

—¿Fábulas? —Logen propinó un golpe a una de las espadas—. Algunas personas no saben en qué emplear el tiempo que les sobra.

Un hombre bajo y rechoncho apareció por una puerta que había en la parte de atrás de la tienda y miró con gesto desconfiado a Bayaz, Malacus y Logen.

—¿En qué puedo servirles, caballeros?

Bayaz dio un paso adelante y, cambiando sin aparente esfuerzo a la lengua común, dijo:

—Verá, vamos a montar una obra y necesitamos completar el vestuario. Según nos han dicho, ésta es la tienda de utilería teatral más reputada de todo Adua.

El tendero sonrió con nerviosismo mientras sus ojos se fijaban en sus rostros mugrientos y en sus ropas manchadas por el viaje.

—Cierto, cierto... pero... mmm... la calidad tiene un precio, caballeros.

—Por el dinero no se preocupe —Bayaz sacó una abultada bolsa y la soltó con gesto despreocupado sobre el mostrador. La bolsa se abrió y un reguero de pesadas monedas de oro se desparramó sobre la madera.

Los ojos del vendedor se iluminaron.

—¡Ah, muy bien! ¿Qué es exactamente lo que tienen pensado?

—Necesito una toga espléndida, digna de un mago, de un gran hechicero o algo así. Con un aire misterioso, desde luego. Luego necesitaremos algo similar, aunque no tan imponente, para un aprendiz. Y, por último, algo que sea adecuado para un poderoso guerrero, un príncipe del lejano Norte. Algo que lleve pieles, supongo.

—Bien, no creo que haya ningún problema. Voy a ver lo que tengo —el vendedor desapareció por la puerta que había detrás del mostrador.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Logen.

El Mago sonrió.

—Aquí todo el mundo al nacer tiene una determinada condición social. Están los plebeyos, que se ocupan de ir a la guerra, trabajar la tierra y realizar todos los trabajos manuales. Están los burgueses, que se ocupan de comerciar y de las tareas intelectuales. Está la nobleza, que son los dueños de la tierra y mandan sobre los demás. Y luego, claro, está la realeza... —Bayaz echó una ojeada a la corona de hojalata—... que no recuerdo para qué sirve. En el Norte uno puede encumbrarse tanto como se lo permitan sus méritos. Nuestro común amigo Bethod es un buen ejemplo de ello. Pero aquí las cosas son distintas. Se espera que las personas permanezcan toda la vida dentro del estamento en que nacieron. Si queremos que nos tomen en serio, debemos aparentar que somos gentes de alcurnia. Vestidos como vamos ahora no conseguiríamos franquear las puertas de Agriont.

El vendedor le interrumpió al aparecer por la puerta cargado con una pila de ropas brillantes.

—¡Una toga mística, digna del más poderoso de los magos! Durante el festival de primavera del año pasado la usaron para interpretar a Juvens en un montaje de
El fin del Imperio
. No está bien que yo lo diga, pero es una de mis creaciones más logradas —Bayaz alzó el reluciente tejido carmesí para que le diera un poco de luz y lo contempló admirado. Crípticos emblemas, caracteres místicos y símbolos del sol, la luna y las estrellas, todo ello bordado en hilo de plata.

Malacus pasó la mano por el brillante tejido de su estrambótica prenda.

—Me parece que no me habría tomado tan a risa si me hubiera presentado en su campamento vestido así, ¿eh Logen?

Logen hizo una mueca de espanto.

—Yo no estaría tan seguro.

—Y aquí tenemos un magnífico atuendo de bárbaro —el vendedor aupó al mostrador una túnica de cuero negro, adornada con unas escarapelas de latón y unos absurdos festones ejecutados con una primorosa cota de malla. Luego señaló un manto a juego—. ¡Auténtica piel de marta cibelina! —Era una prenda ridícula, tan inservible para proporcionar abrigo como para dar protección.

Logen cruzó los brazos sobre su vieja zamarra.

—¿No pretenderá que me ponga eso?

El vendedor tragó saliva con nerviosismo.

—Le ruego que disculpe a mi amigo —intervino Bayaz—. Es un actor de la nueva escuela. Ya sabe, de los que creen que hay que estar siempre metido en el personaje.

—¿De veras? —soltó con voz chillona el tendero mientras miraba a Logen de arriba abajo—. En fin, supongo que los Hombres del Norte son un tema... de palpitante actualidad.

—Muy cierto. Y le puedo asegurar que no hay nadie que se pueda comparar a maese Nuevededos haciendo ese papel —el anciano mago dio un codazo a Logen en las costillas—. Es el mejor. He tenido ocasión de comprobarlo.

—Si usted lo dice —el vendedor no parecía nada convencido—. ¿Puedo preguntarles qué es lo que van a representar?

—Oh, se trata de una obra original —Bayaz se dio unos golpecitos con un dedo en la calva—. Aún estoy dándole vueltas a algunos detalles.

—¿No me diga?

—Pues sí. Verá, en realidad más que de una obra completa se trata de una escena —Bayaz volvió la vista hacia la toga y admiró los reflejos de la luz en los símbolos arcanos—. Una escena en la que se verá cómo Bayaz, el Primero de los Magos, ocupa por fin su puesto en el Consejo Cerrado.

—Ah —el vendedor asintió con gesto cómplice—. Una obra política. ¿Una mordaz sátira quizás? ¿Tendrá un tinte cómico o dramático?

Bayaz miró de reojo a Logen.

—Eso aún está por ver.

Los bárbaros a las puertas

Jezal corría como una centella por el camino que bordeaba el foso. Sus pies retumbaban sobre los desgastados adoquines y la interminable muralla blanca desfilaba a su derecha, torre tras torre, mientras realizaba su circuito diario por el perímetro de Agriont. Desde que había reducido su consumo de alcohol, su resistencia había experimentado una notable mejoría. Apenas notaba que le faltara el aliento. Era temprano y las calles de la ciudad estaban casi desiertas. Las pocas personas con las que se cruzaba levantaban la vista para mirarle e incluso le lanzaban alguna palabra de ánimo, pero Jezal apenas si se fijaba en ellos. Llevaba los ojos clavados en las remansadas aguas del foso y tenía la cabeza en otra parte.

En Ardee. ¿En qué si no? Había pensado que después de que West le advirtiera que se mantuviera alejado de ella, y después de haberla dejado de ver, sus pensamientos no tardarían en centrarse en otros asuntos y en otras mujeres. Se había entregado en cuerpo y alma a la esgrima y había tratado de centrarse en sus obligaciones como oficial, pero le había resultado imposible concentrarse, y las demás mujeres le parecían ahora unas criaturas burdas, sosas, tediosas. Las largas carreras y los monótonos ejercicios con la maza y la barra de equilibrios le daban amplias posibilidades de ponerse a fantasear. El tedio de la vida del soldado en tiempo de paz —la lectura de soporíferos informes, las guardias para vigilar unos lugares que no necesitaban de ninguna vigilancia— eran lo peor de todo. Inevitablemente acababa distrayéndose y su mente volvía al tema de siempre.

Ardee en rústico atuendo, enrojecida y sudorosa por las duras faenas del campo. Ardee, engalanada como una princesa, cubierta de relucientes joyas. Ardee bañándose en la poza de un bosque, mientras él la contemplaba oculto tras unos matojos. Ardee, pudorosa y recatada, alzando tímidamente la vista hacia él y pestañeando. Ardee, convertida en una prostituta de los muelles, haciéndole señas desde un mugriento portal. Las fantasías presentaban infinitas variantes, aunque el final era siempre el mismo.

Completó el recorrido de una hora por Agriont y atravesó ruidosamente el puente para volver a entrar a la ciudadela por la puerta del sur. Jezal obsequió a los guardas con su ración diaria de indiferencia, trotó por el túnel, subió la larga rampa que daba acceso a la fortaleza y luego enfiló hacia el patio donde le aguardaba el Mariscal Varuz. Durante todo ese tiempo, la imagen de Ardee había seguido rondándole por la cabeza.

Tampoco es que no tuviera nada más en qué pensar. Ya faltaba poco para el Certamen. Muy poco. Pronto estaría combatiendo delante de una enfervorizada multitud, de la que formarían parte su familia y sus amistades. Podría catapultarle a la fama... o hundirle. Lo normal habría sido que permaneciera despierto hasta altas horas de la noche, tenso y sudoroso, repasando una y otra vez las formas, los ejercicios de entrenamiento, los aceros. Pero cuando estaba en la cama no era en eso precisamente en lo que pensaba.

Y luego estaba la guerra. En medio de las soleadas calles de Agriont era fácil olvidarse de que Angland había sido invadida por una horda de bárbaros esclavistas. Pronto marcharía al Norte para entrar en combate al frente de su compañía. Algo así, desde luego, requería toda la atención que uno pudiera prestarle. La guerra era un asunto muy serio, ¿no? Podía quedar malherido, marcado para toda la vida, incluso podían matarle. Jezal trató de evocar el convulso rostro tatuado de Fenris el Temible. Vio legiones de salvajes vociferantes cayendo sobre Agriont. Algo terrible, ciertamente, terrible y muy peligroso.

Hummm.

Ardee era de Angland. ¿Y si Ardee caía en manos de los Hombres del Norte? Jezal, desde luego, correría a rescatarla. No habría sufrido ningún daño. Bueno, nada serio. Tal vez tuviera el vestido un poco desgarrado, un poco, sí. Estaría asustada, y muy agradecida también. Y él, naturalmente, se vería en la obligación de consolarla. ¿Se desmayaría tal vez? Sí, es posible que tuviera que llevarla en brazos, con la cabeza apoyada en sus hombros. Puede que tuviera que tumbarla en algún sitio y aflojarle el vestido. Puede que sus labios se tocaran, un suave roce nada más, entonces Ardee separaría un poco los labios y...

Jezal se paró en seco. Un bulto, pronunciado y placentero a la par, había aparecido en su entrepierna. Muy placentero, sí, pero totalmente incompatible con cualquier tipo de movimiento enérgico. Ya casi había llegado al patio, y en ese estado no podía realizar sus prácticas de esgrima. Miró desesperado a su alrededor en busca de algo que le distrajera y casi se ahogó con su propia lengua. El comandante West, enfundado en su uniforme de esgrima, estaba de pie junto al muro viéndole venir con una expresión extraordinariamente adusta. Por un momento, Jezal se preguntó si su amigo podría adivinar lo que estaba pensando. Tragó saliva con gesto culpable y se dio cuenta de que se había puesto colorado. West no podía saberlo, era imposible. Pero de todas formas estaba claro que había algo que no le tenía nada contento.

—Luthar —le llamó con un gruñido.

—West —Jezal agachó la cabeza. Desde que había pasado a formar parte del estado mayor del Lord Mariscal Burr sus relaciones no habían sido precisamente buenas. Jezal había tratado de alegrarse por su amigo, pero en el fondo no podía dejar de pensar que él estaba más cualificado para el puesto. Al fin y al cabo, su sangre era inmejorable, tuviera o no experiencia en combate. También se interponía lo de Ardee, la desagradable e innecesaria advertencia que le había hecho. Todo el mundo sabía que West había sido el primero en entrar en Ulrioch. Todo el mundo sabía que tenía un genio de mil pares de demonios. A Jezal siempre le había parecido algo bastante divertido, pero ahora le estaba tocando a él padecerlo.

—Varuz está esperando, y no es el único —West descruzó los brazos y se dirigió a grandes zancadas hacia el arco.

—¡Ah no!

—El Mariscal considera que debes acostumbrarte a tener público.

Jezal frunció el ceño.

—Me sorprende que haya alguien a quien pueda interesarle con todo el asunto este de la guerra.

—Pues te sorprenderás. Los combates, la esgrima y cualquier cosa que suene un poco marcial hacen furor. De un tiempo a esta parte, es raro ver a alguien que no lleve espada, aunque no hayan desenvainado una en su vida. La gente anda revolucionada con el Certamen, créeme.

Al entrar en el soleado patio, Jezal parpadeó. A lo largo de uno de los muros habían levantado una tribuna provisional que estaba absolutamente repleta de gente, lo menos había sesenta personas.

—¡Aquí lo tenemos! —exclamó el Mariscal Varuz. El público lo recibió con una salva de aplausos de cortesía. Una sonrisa asomó al rostro de Jezal: entre la multitud había bastante gente importante. Reconoció al Juez Marovia, que se acariciaba su larga barba. Cerca de él se encontraba Lord Isher, con pinta de estar un tanto aburrido. Incluso el propio Príncipe Heredero Ladisla, que repantigado en la primera fila y enfundado en una reluciente cota de malla, aplaudía con entusiasmo. La gente que se sentaba en los bancos de detrás tenía que inclinarse a un lado para que el bamboleo de la pluma que coronaba su espectacular sombrero no les tapara la vista.

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