Logen oyó unos pasos apresurados a su espalda y se dio la vuelta justo a tiempo de ver al joven arrogante de la barbacana trotando por la avenida con la camisa empapada de sudor. No conseguía imaginarse a dónde podía ir con tantas prisas, pero con el calor que hacía ni loco iba a ponerse a correr con él para preguntárselo. Además, aún tenía que resolver muchos otros enigmas.
La avenida desembocaba en un inmenso espacio verde. Era como si unas manos gigantes hubieran arrancado un trozo de campo y lo hubieran arrojado en medio de los colosales edificios. Aunque la verdad es que tenía muy poco que ver con el tipo de campo al que Logen estaba acostumbrado. La hierba era muy lisa, un tapiz de un intenso color verde, y estaba cortada casi al raso. Había flores, pero crecían formando hileras, círculos y líneas rectas de brillantes colores. Había lozanos árboles y arbustos, todos ellos apretujados, cercados y recortados con las formas más extrañas que pueda imaginarse. Incluso había agua: burbujeantes arroyuelos que discurrían sobre unos escalones de piedra y también un enorme estanque plano flanqueado por unos árboles de aspecto tristón.
Las minúsculas piedras grises del camino crujían bajo sus botas mientras Logen deambulaba por el cuadrado de verdor. Mucha gente había acudido a aquel lugar para gozar del sol. Se sentaban en las barcas del lago de miniatura y remaban pausadamente dando vueltas y más vueltas sin ir a ninguna parte. O haraganeaban en la hierba mientras bebían y charlaban. Algunos, al ver a Logen, le señalaban con el dedo y soltaban un grito, otros intercambiaban susurros o se escabullían.
El aspecto de aquella multitud le resultaba sumamente extraño, sobre todo el de las mujeres. Unos seres pálidos y fantasmales, envueltos en complicados trajes, que llevaban el cabello recogido en alto con alfileres y peinetas y lucían unos sombreros diminutos o unas plumas tan enormes como extravagantes. Les pasaba lo mismo que a la gran jarra de la cámara circular: era demasiado estrecha y frágil para tener alguna utilidad y el exceso de decoración sólo servía para afearla. Pero como tenía mucho tiempo, cuando pasaba cerca de ellas, probaba suerte y las sonreía. Algunas parecían conmocionadas, otras se quedaban con la boca abierta del espanto. Logen suspiró. La vieja magia seguía viva.
Un poco más adelante, en otra gran plaza, Logen se detuvo para contemplar un grupo de soldados que hacían la instrucción. En este caso no se trataba de mendigos ni de jóvenes afeminados, sino de unos hombres de verdad, provistos de pesadas armaduras, con unos petos y espinilleras relucientes como espejos, y armados de largas picas que llevaban apoyadas al hombro. Estaban formados muy juntos, cada hombre idéntico al de al lado, en cuatro cuadrados de unos cincuenta hombres cada uno, y se movían tan poco como las estatuas de la avenida.
A la voz de mando de un hombre bajo vestido con una casaca roja —su jefe, supuso Logen— la masa de soldados dio media vuelta, emparejó las lanzas y comenzó a avanzar por la plaza, haciendo resonar las botas sobre el pavimento. Todos ellos uniformados de la misma manera, provistos de las mismas armas y moviéndose al unísono. Era un auténtico espectáculo ver un cuadrado de metal reluciente, encrespado de brillantes puntas, avanzar con paso uniforme como si se tratara de un enorme erizo cuadrado con dos centenares de patas. Un arma letal para enfrentarse en terreno llano contra un enemigo que tuviera delante. Logen, sin embargo, albergaba serias dudas sobre su efectividad en un terreno rocoso, bajo el azote de la lluvia o en un enmarañado bosque. Cargados con el peso de sus armaduras, no tardarían en fatigarse, ¿y qué pasaría si el enemigo lograba romper su formación? ¿Cómo reaccionarían unos hombres acostumbrados a tener siempre a alguien pegado al lado? ¿Sabrían combatir solos?
Logen prosiguió su marcha. Avanzando con paso lento y pesado, cruzó amplios patios, bordeó jardines, pasó junto a burbujeantes fuentes y soberbias estatuas, recorrió cuidadas callejuelas y anchas avenidas. Subió y bajó angostas escalinatas, atravesó puentes que cruzaban arroyos, carreteras u otros puentes más bajos. Vio guardias, ataviados con no menos de una docena de libreas distintas, a cual más espléndida, que custodiaban innumerables verjas, muros y puertas, y ninguno de los cuales se privó de lanzarle una mirada llena de suspicacia. El sol ascendía en el cielo, los altos edificios blancos se sucedían uno tras otro y Logen empezaba a sentir molestias en los pies, estaba desorientado y le dolía el cuello de tanto mirar para arriba.
La única presencia constante durante todo el paseo había sido la monstruosa torre que descollaba sobre todo cuanto la rodeaba, haciendo que hasta los edificios más grandes parecieran pequeños en comparación. Siempre estaba ahí, apareciendo por el rabillo del ojo, asomando en la lejanía por encima de los tejados. Poco a poco, sus pasos se fueron encaminando hacia ella. Por fin, llegó a un descuidado rincón de la ciudadela que se encontraba a su sombra.
Encontró un vetusto banco junto a un trozo de hierba mal cuidada, tras el cual se alzaba un gran edificio en ruinas, comido por el musgo y la hiedra, y cuyo tejado se había desmoronado por el centro y había perdido numerosas tejas. Se dejó caer en el banco, infló los carrillos y contempló con gesto ceñudo la enorme silueta que se alzaba tras los muros: una sombra oscura recortada sobre el cielo azul, una montaña construida por el hombre con una piedra árida, adusta, inerte. Ninguna planta trepaba por la imponente mole, ni siquiera se advertía un mísero mojón de musgo entre los intersticios de los grandes sillares de piedra. La Casa del Creador, así la había llamado Bayaz. No se parecía a ninguna casa que hubiera visto Logen. No tenía tejado y en sus paredes desnudas no se abrían ni puertas ni ventanas. Era simplemente un haz formado por unos descomunales y puntiagudos pilares de roca. ¿Qué necesidad había de construir algo así de grande? ¿Y quién demonios era el tal Creador? ¿Eso era todo lo que había creado? ¿Una casa enorme e inútil?
—¿Le importa que me siente? —Delante de él, mirándole, había una mujer que se ajustaba bastante más a su concepto del sexo femenino que las extrañas criaturas fantasmales que había visto en el parque. Una mujer guapa con un vestido blanco y el rostro enmarcado por una melena morena.
—¿Que si me importa? Claro que no. Es curioso, pero nadie quiere sentarse a mi lado.
La mujer se dejó caer en el extremo opuesto del banco, se agarró la barbilla con las manos, apoyó los codos en las rodillas y, alzando la vista, miró sin mucho interés la torre que se alzaba frente a ella.
—A lo mejor es que le tienen miedo.
Logen se fijó en un hombre que llevaba un fajo de papeles bajo el brazo y que, al pasar por delante de ellos, apretó el paso mientras le miraba con los ojos muy abiertos.
—Eso mismo empezaba a pensar yo.
—La verdad es que tiene usted un aspecto un poco peligroso.
—¿No querrá decir más bien horrendo?
—Yo sé muy bien lo que quiero decir, y quiero decir peligroso.
—Bueno, las apariencias engañan.
La mujer alzó una ceja y lo miró de arriba abajo.
—De modo que es usted un hombre de paz, ¿eh?
—Hummm... no del todo —se estudiaron el uno al otro mirándose de lado. Aquella mujer no parecía tenerle miedo, ni despreciarle; de hecho, ni siquiera parecía que le interesara gran cosa—. ¿Y cómo es que usted no tiene miedo?
—Soy de Angland, conozco a mucha gente como usted. Además —añadió dejando caer la cabeza en el respaldo del banco—, nadie más quiere hablar conmigo. Estoy desesperada.
Logen se miró el muñón de su dedo y lo movió de atrás adelante para ver hasta donde llegaba.
—Sí que debe de estarlo. Yo soy Logen.
—Mejor para usted. Porque yo no soy nadie.
—Todo el mundo es alguien.
—Yo no. No soy nada. Soy invisible.
Logen miró a la mujer con el ceño fruncido: estaba vuelta hacia él, arrellanada en el banco al sol; su cuello, largo y suave, estirado, su pecho subiendo y bajando pausadamente.
—Pues yo la veo.
La mujer alzó la cabeza para mirarle.
—Usted... es un caballero.
Logen soltó una risotada. Le habían llamado muchas cosas en su vida, pero eso nunca. La joven no parecía compartir su regocijo.
—No pertenezco a este lugar —dijo como si hablara consigo misma.
—Ni yo.
—No. Pero éste es mi país —la mujer se levantó—. Adiós, Logen.
—Que le vaya bien, nadie —la mujer se dio media vuelta y se alejó. Logen se la quedó mirando sacudiendo la cabeza. Bayaz tenía razón. El lugar era extraño, pero sus habitantes lo eran aún más.
Logen se despertó sobresaltado, parpadeó y miró desconcertado a su alrededor. Estaba oscuro. No completamente oscuro, por supuesto, ahí seguía el omnipresente resplandor de la ciudad. Le parecía haber oído algo, pero ahora ya no se percibía nada. Hacía calor. Un calor envolvente y sofocante, que el aire pegajoso que entraba por la ventana abierta no contribuía precisamente a aliviar. Soltó un gruñido, se bajó las mantas humedecidas hasta la cintura, se frotó el pecho con las manos para limpiarse el sudor y luego se las secó en la pared que había detrás de la cama. Cerró los ojos, pero la luz le atravesaba los párpados. Aunque tampoco era ése el mayor de sus problemas. Digamos esto de Logen Nuevededos: tenía ganas de orinar.
Por desgracia, en un lugar como aquel no se podía orinar en un simple cacharro. Tenían una cosa especial para eso, una especie de tablón plano con un agujero, que había en una pequeña habitación. Cuando llegaron había estado inspeccionando el agujero tratando de adivinar para que servía. Parecía muy hondo y olía bastante mal. Malacus le había explicado su función. Un invento bárbaro y absurdo. Había que sentarse sobre la dura madera mientras una desagradable corriente de aire te oreaba las partes. Pero, por lo que alcanzaba a entender Logen, en eso consistía la civilización. Unas gentes que, a falta de algo mejor que hacer, empleaban su tiempo en encontrar la manera de que las cosas más sencillas resultaran difíciles.
Salió a trompicones de la cama y avanzó a tientas en la oscuridad en dirección hacia el lugar donde creía que estaba la puerta. Demasiada luz para dormir y demasiada poca para poder ver.
—Maldita civilización —masculló, y, tras descorrer a tientas el cerrojo, posó sigilosamente sus pies desnudos en el suelo de la gran sala circular a la que daban sus aposentos.
Hacía fresco, bastante fresco. Después de haber padecido el calor húmedo del dormitorio, su piel desnuda agradecía aquella sensación de frescor. ¿Por qué no le habían puesto a dormir allí en lugar de en el horno ese de al lado? Con la cabeza embotada aún por el sueño, escudriñó las oscuras paredes tratando de adivinar cuál de las borrosas puertas era la que daba a la tabla para orinar. Dada la mala suerte que solía tener, lo más probable es que se metiera por error en la habitación de Bayaz y le orinara encima al Primero de los Magos. Justo lo que faltaba para acabar de agriarle el humor.
Dio un paso adelante. Su pierna chocó con la esquina de una mesa y se oyó un traqueteo. Soltó una maldición, se agarró su espinilla lastimada y, de pronto, se acordó de la jarra. Se echó hacia delante y la cogió por el borde justo antes de que se cayera. Sus ojos ya empezaban a acostumbrarse a la penumbra y pudo distinguir las flores que decoraban su fría y lustrosa superficie. Se disponía a colocarla de nuevo en la mesa, cuando se le ocurrió una idea. ¿Para qué seguir dando vueltas cuando ahí mismo tenía un cacharro que le podía servir a las mil maravillas? Miró furtivamente a uno y otro lado y luego colocó la jarra en posición... entonces se quedó helado.
No estaba solo.
Había alguien más en la sala, una silueta difusa, alta, esbelta. Logró distinguir una cabellera larga que flotaba movida por la leve brisa que entraba por la ventana. Forzó la vista pero no consiguió disipar la oscuridad.
—Logen... —una voz femenina, baja y suave. No le hacía ni pizca de gracia cómo sonaba esa voz. Hacía frío en la habitación, mucho frío. Logen apretó con fuerza la jarra.
—¿Quién eres? —le pareció que su voz ronca atronaba en medio de aquel silencio sepulcral. ¿No estaría soñando? Sacudió la cabeza y agarró con más fuerza la jarra. Parecía real. Horriblemente real.
—Logen... —la mujer se le acercaba lentamente. La tenue luz que entraba por la ventana le iluminó un lado de la cara. Una mejilla blanca, la órbita de un ojo envuelto en sombras, la comisura de unos labios. Luego volvió a hundirse en la oscuridad. Algo tenía esa cara que le resultaba familiar. Sin dejar de mirar a la silueta, Logen retrocedió para interponer la mesa entre ellos mientras hurgaba en su memoria.
—¿Qué quieres? —tenía una sensación fría en el pecho, una mala sensación. Sabía que debería estar pidiendo ayuda a gritos, que debía despertar a los demás, pero por alguna razón antes tenía que adivinar quién era esa mujer. Necesitaba saberlo. El aire era gélido; Logen casi distinguía el vaho de su aliento delante de su cara. Su esposa estaba muerta, lo sabía, muerta y fría. Había vuelto al barro hacía mucho tiempo, en un lugar muy lejano. Había visto con sus propios ojos la aldea incendiada, reducida a cenizas, sembrada de cadáveres. Su esposa estaba muerta, y, sin embargo...
—¿Thelfi? —susurró.
—Logen... —¡Era su voz! ¡Su voz! La boca de Logen se abrió. Iluminada por la tenue luz de la ventana vio la mano que le tendía la mujer. Una mano blanquecina, de dedos pálidos, de uñas blancas. La habitación estaba helada, completamente helada—. ¡Logen!
—Estás muerta —alzó la jarra dispuesto a rompérsela en la cabeza. La mano se lanzó hacia él con los dedos extendidos.
De pronto, la habitación resplandeció como si fuera de día. Más aún. Resplandecía con un brillo hiriente. Los difusos contornos de las puertas y de los muebles se transformaron en bordes blancos con densas sombras. Logen apretó los ojos, se cubrió con un brazo y retrocedió jadeando hacia la pared. Se oyó un ruido ensordecedor, como si se hubiera producido un corrimiento de tierras, luego un crujido desgarrador como el de un árbol gigantesco que se desplomara, y la sala quedó impregnada de un apestoso olor a madera quemada. Logen entreabrió un ojo y miró por entre los dedos.
La cámara había experimentado una extraña transformación. Estaba otra vez a oscuras, aunque no tanto como antes. En el lugar que ocupara el balcón se abría un enorme boquete por el que se colaba la luz. Dos de las sillas habían desaparecido y una tercera se tambaleaba sostenida sobre tres patas; sus bordes quebrados refulgían como si llevaran un buen rato ardiendo. La mesa, que hacía sólo un instante se encontraba junto a él, estaba partida en dos en el otro extremo de la habitación. Una parte del techo había sido arrancada de cuajo de las vigas y el suelo estaba cubierto de trozos de piedra y escayola, maderas astilladas, fragmentos de cristal. De la misteriosa mujer no había ni rastro.