La verdad de la señorita Harriet (41 page)

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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Desgraciadamente, por lo que se refiere al correo, estábamos a merced de la celadora. Las cartas siempre «se extraviaban», y, según Cullen, era un milagro que recibiéramos alguna. Entre las primeras respuestas que recibí había una nota de Elspeth. Se disculpaba por lo ocurrido el viernes por la mañana, diciendo que Annie estaba «tan nerviosa» desde la visita a la cárcel que se había encerrado en su habitación. Al parecer la policía seguía en posesión de los restos de Rose, pero el funeral se llevaría a cabo en cuanto entregaran el cuerpo. Con Annie incapacitada, Ned había ido solo a hablar con el director de la funeraria, pero, abrumado por lo terrible de la misión, había salido corriendo del establecimiento antes de que acabara de explicar siquiera qué lo había llevado hasta allí. En consecuencia, su madre se había hecho cargo de los preparativos del entierro, los coches, las invitaciones y demás. Acababa asegurándome que iría a verme antes de la próxima vista, si era posible.

Sin embargo, por varias razones, de las cuales no era la menor que su última visita había terminado en una refriega, había ciertas dudas acerca de si se debía autorizar o no la entrada de los Gillespie en la prisión.

Transcurrieron el sábado y el domingo con pocos percances que rompieran la monotonía. Las horas de oscuridad fueron las más difíciles de sobrellevar. Me despertaba sobresaltada varias veces por la noche, con el pulso acelerado, y, aunque mi cuerpo parecía alerta y casi electrizado, listo para la acción, siempre tardaba varios segundos en recordar por qué me encontraba allí o en formar algún pensamiento racional.

Mis compañeras de celda hacían lo posible por darme ánimos, y no tardé en darme cuenta de que no eran tan desagradables como me habían parecido al principio. Mulgrew, con sus grandes mejillas con hoyuelos y sus expresiones alicaídas, era un alma inofensiva, hasta leal, y Cullen me distraía con anécdotas sobre sus distintas actividades fraudulentas, sobre todo en la difusión de cientos de cartas en las que solicitaba donativos declarándose la víctima de una asombrosa serie de extraños infortunios. Por supuesto, sus delitos no podían condonarse, pero en mi amargo estado anímico, me pareció que alguien lo bastante estúpido para dejarse engañar por semejantes trucos merecía que se le arrebatara su dinero. Para entretenernos, Cullen hacía una pantomima de los distintos infortunios descritos en sus cartas suplicantes: se moría de frío por no tener abrigo, languidecía por falta de medicamentos; su madre la había vapuleado; un caballo le había dado una patada en la cabeza, o había caído enferma y agonizaba. Pese a sus esfuerzos, el tiempo pesaba como una losa sobre nosotras, y yo a menudo estaba al borde de la desesperación.

El lunes recibí otra visita de mi abogado. El viernes, después de dejarme, había intentado ver a Belle Schlutterhose, pero ella se negó a hablar con él. Sin embargo, desde entonces había podido interrogar a su marido, y también había hablado, de manera extraoficial, pero de forma bastante extensa, con el subinspector Stirling. Huelga decir que yo estaba muy interesada en oír sus conclusiones acerca de esos encuentros. Junto con lo que había averiguado por Cullen y a través de los periódicos que me había llevado Caskie, me ayudaron a hacerme una idea bastante aproximada de lo que había conducido a la detención de los secuestradores. La pareja había evitado ser capturada durante meses, pero ni Schlutterhose ni su mujer era lo que se dice un cerebro, y habían cometido un error increíblemente estúpido, que había llevado a la policía derecha a su puerta.

Al parecer, el viernes 15 de noviembre por la mañana, un recadero se adentró en un bosque cerca de Carntyne Road y reparó en un pedazo de arpillera que sobresalía de la tierra removida. Pensando que podría utilizarlo como saco, tiró de él, y se quedó sorprendido cuando salió de la tierra con lo que parecía un conjunto de huesos mezclados con harapos. Los huesos eran tan pequeños que, de entrada, creyó que pertenecían a un animal. Sin embargo, tras examinarlos con detenimiento, vio que los harapos eran en realidad ropa, un vestido de niña y unas enaguas, y comprendió que había exhumado un cuerpo humano, en cierto estado de descomposición, que ya había sido parcialmente desenterrado, tal vez por zorros o perros.

En menos de una hora el recadero había informado de su hallazgo en la comisaría de Tobago Street. Los agentes acudieron con él al bosque, y el cuerpo fue desenterrado con cuidado y trasladado al depósito de cadáveres. En cuanto se confirmó que los huesos pertenecían a una niña pequeña, la policía empezó a sospechar que habían desenterrado a la niña desaparecida de Woodside. Los agentes de la división oriental avisaron a sus colegas del oeste, en Cranston Street, y llevaron a Ned sin más dilación al depósito de cadáveres, donde identificó a su hija por la ropa que, aunque raída, seguía siendo reconocible. Por fin, casi siete meses después de su desaparición, habían encontrado a Rose Gillespie.

A continuación, mientras el subinspector Stirling acompañaba de nuevo a un Ned inconsolable a Stanley Street, la policía empezó a examinar las últimas pruebas. Al parecer, poco antes de colocarla en la tumba, habían envuelto a la niña en una vieja chaqueta y la habían metido en el saco de arpillera. El saco llevaba el sello de Scotstoun Mill, un molino que se hallaba justo en las afueras de la ciudad, en Partick. Por desgracia para la policía, esos sacos de harina estaban en todas partes y era casi imposible averiguar su procedencia. La chaqueta tampoco tenía nada destacable: era la clásica prenda marrón de un hombre trabajador, sin etiqueta ni otra marca que lo identificara. Tenía una gran mancha de sangre en la pechera, lo que quizá explicaba por qué la habían enterrado con el cuerpo. El registro de los bolsillos resultó infructuoso y, en ausencia de más información, mandaron a agentes a interrogar a los empleados de Scotstoun Mill. Aunque el hallazgo del cadáver era un avance importante en el caso, la policía estaba decepcionada de no contar con más pistas.

Una vez identificada Rose, la investigación fue debidamente traspasada a la división occidental. Esa noche trasladaron la caja de las pruebas con la chaqueta y el saco a la comisaría de Cranston Street, donde el inspector Grant la examinó. Al no hallar nada de interés se marchó a su casa, dando instrucciones al subinspector Stirling de guardar la caja en el armario de la pruebas.

Y ahí habría quedado el asunto si Stirling hubiera seguido las instrucciones de Grant. Sin embargo, el subinspector era un hombre metódico, que estaba resuelto a llevar a los tribunales a los responsables de la muerte de Rose. Era la primera vez que veía las nuevas pruebas y, por iniciativa propia, inspeccionó durante un minuto el contenido de la caja. Fue al examinar la chaqueta manchada de sangre cuando descubrió una singular «pista» que llevó a un importante avance. Al advertir que la costura del interior de los bolsillos se había descosido, deslizó la mano por el agujero del forro y, palpando entre las dos capas de tela, encontró algo que habían pasado por alto tanto su superior como sus colegas de la división oriental: un fino papel, gastado y brillante por el tiempo.

Esa prueba clave resultó ser un recibo salarial del departamento de almacenaje de Dennistoun Bakery, fechado en otoño del año anterior. El papel detallaba, con letra manuscrita, las fechas en que había empezado y terminado el empleo del asalariado (solo había durado tres semanas), y la totalidad que se le había pagado en libras, chelines y peniques. Para deleite de Stirling, en una casilla con el rótulo «Empleado» figuraba un nombre: Hans Schlutterhose.

Incluso en Alemania, Schlutterhose era un apellido poco común. En esos momentos solo había un habitante en todo Glasgow que se llamara así, y, para su desgracia, ya era vagamente conocido por la policía: Hans Schlutterhose de Camlachie.

Nadie había olvidado las historias de un extranjero alto y fornido corriendo por West Prince’s Street con una niña en los brazos. Schlutterhose respondía en líneas generales a la descripción física de ese hombre, pero lo habían pasado por alto en la búsqueda de Rose, por varios motivos. Sus fechorías siempre habían sido de poca monta, como broncas en estado ebrio y asuntos por el estilo, cometidas sobre todo en las puertas de alguna taberna de la Gallowgate. Además, en la época de la desaparición de Rose, la policía se había limitado a interrogar a los habitantes y trabajadores de los alrededores inmediatos de Vinegarhill. La casa de Schlutterhose, un apartamento de una sola habitación en Coalhill Street, quedaba justo fuera de esa zona.

El sábado por la mañana, las divisiones occidental y oriental hicieron causa común, y una delegación de agentes e inspectores rodearon la vivienda de los Schlutterhose. Derribaron la puerta del primer piso y capturaron al alemán cuando intentaba escapar por la ventana trasera. Se lo llevaron detenido y la policía empezó a registrar la casa.

Pronto se hizo evidente que las pruebas contra él eran abrumadoras. El recibo salarial enterrado con el cuerpo era suficiente, pero durante el registro del pequeño apartamento se encontraron muestras de la caligrafía de Schlutterhose que se parecían a la nota del rescate. Esas muestras ponían de manifiesto que acostumbraba a cometer errores característicos, como confundir
gut
por «bien» o
non
por «no»; errores que coincidían con los de la nota de rescate.

En la repisa de la chimenea se encontró un recibo de un artículo empeñado. Lo llevaron a la casa de empeño más cercana en la Gallowgate y lo presentaron en el mostrador; a cambio, el dueño entregó unas pequeñas botas con botones del tamaño de una niña; ese mismo día Ned las identificó como pertenecientes a Rose. El dueño de la casa de empeño informó a la policía de que había recibido las botas varios meses atrás de manos de la mujer de Schlutterhose, Belle. Cuando comprobaron las fechas en el registro de la tienda, descubrieron que ella las había empeñado en mayo, unos días después de la desaparición de Rose. Eso hizo pensar que tal vez había estado involucrada en el secuestro de la niña, si no en su muerte. También hizo pensar que Rose podía haber fallecido al poco tiempo de ser secuestrada.

Durante un registro del jardín trasero se encontró, justo debajo casi de la ventana de la casa de Schlutterhose, una piedra lisa con una mancha roja oscura que podría ser óxido o sangre. La piedra había permanecido allí enterrada durante mucho tiempo, porque la hierba de debajo se había marchitado. Parecía que esa piedra podía ser una posible arma asesina.

Belle no estaba en su casa la mañana que la policía llevó a cabo el registro, pero un grupo de agentes se quedaron esperando que regresara. Al final la vieron, alrededor del mediodía, abriéndose paso por la calle en estado ebrio. Se acercaron a ella desde distintos lugares, y Belle se dio cuenta de su apuro. La vieron llevarse las manos al cuello y dejar caer algo al suelo poco antes de que la arrestaran. Al registrar la cuneta descubrieron que había intentado desprenderse de un collar de nácar que se parecía mucho al que llevaba Rose el día de su desaparición, con el nombre de la niña grabado en el engaste plateado. Poco después Ned lo identificó como el colgante que le había regalado a su hija la Navidad anterior.

Schlutterhose y Belle permanecieron callados mientras estuvieron bajo arresto el sábado por la noche y el domingo. El lunes por la mañana, en el juzgado de primera instancia, los interrogaron por separado, y de entrada ambos se negaron a hablar, aparte de para confirmar su identidad. Belle mantuvo con rotundidad que no tenía nada que decir sobre la acusación. Sin embargo, cuando el juez le recalcó a Hans que esa vista podía constituir su única oportunidad para establecer su posición, y el fiscal le informó de que, entre los cargos que se le imputaban, podía figurar el de asesinato a sangre fría de una niña inocente, Schlutterhose se agitó mucho y gritó:

—¡Asesinato no! ¡Asesinato no!

A continuación hizo una declaración en la que confesaba haber secuestrado a Rose, y afirmaba que la niña había muerto poco después, como consecuencia de un trágico accidente. No había llevado a cabo el secuestro de Rose Gillespie por propia iniciativa. En realidad, jamás habría soñado con cometer semejante delito. No, él solo fue un simple ayudante, un lacayo que actuaba bajo órdenes y que había sido camelado para hacer una fechoría insólita. Como lo expresaba en su declaración: «Solo fui un león en este asunto», lo que tuvo un efecto grotescamente cómico cuando se leyó en voz alta durante el juicio. (Había querido decir «peón».)

Debió de percatarse de que las pruebas contra él y su mujer eran abrumadoras, y se inventó una historia en la que incriminaba a alguien más como instigador. ¡Y menuda historia! Porque, según Schlutterhose, la idea del secuestro había partido nada menos que de mí, la señorita Harriet Baxter, una dama inglesa y amiga íntima de la familia Gillespie.

¿Por qué me había escogido precisamente a mí ese rufián deleznable? El grito eterno del preso: ¿Por qué yo? No me malinterpreten, he pensado mucho en ello. Mientras estuve en prisión, a veces consideraba los principios del budismo y la idea de que podía estar sufriendo un castigo por algún delito cometido, sin saberlo, en una vida anterior. En ese momento no era consciente de que hubiera una relación entre los Schlutterhose y yo, y, según Caskie, la policía no había podido establecer nada que nos vinculara, lo que era nuestra única oportunidad. Pensé que tal vez habían reparado en mí cuando apareció la caricatura de Ned y yo en
The Thistle
o al oír los necios rumores que esta desató. O tal vez solo había sido una elección arbitraria por su parte, puesto que, en todos los demás aspectos, no habían demostrado tener ni una pizca de discernimiento o sentido común.

Fuera como fuese, fui demonizada con facilidad, y la prensa local del momento disfrutó lo suyo destacando ciertos atributos míos que sin duda apelarían a los prejuicios innatos de sus lectores. Para empezar, era mujer. Eso tal vez no parezca un inconveniente en los tiempos que corren, ahora que tenemos el sufragio, pero no olviden que esos sucesos acontecieron casi cincuenta años atrás, cuando el mundo era un lugar muy diferente. No solo era mujer, sino que estaba soltera: a los treinta y seis años, era demasiado vieja para ser de utilidad a alguien y, aunque los periódicos se referían a mí como una «solterona», no era más que un eufemismo de «bruja». Si tienen ustedes cierta edad, tal vez recuerden incluso las bromas y las caricaturas que hubo durante el juicio. Se recomendaba a los caballeros que no leyeran el periódico de la mañana, por si su mirada caía sin querer en un boceto de mi semblante, una imagen, se decía, tan espantosa que «quitaría a cualquier hombre las ganas de comerse las gachas».

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