Peor que mi sexo y mi soltería era mi desafortunada nacionalidad. Los escoceses tienen buenos motivos para no despreciar a ningún pueblo más que al inglés, y bajo la fachada de la cooperación colonial, el resentimiento fermenta. No importaba que mis padres fueran escoceses de nacimiento. Yo había llegado del sur, mi acento era inglés, y tenía lo que para ellos eran las costumbres estrafalarias del sur, como ir de aquí para allá sin acompañante, a veces sin sombrero; por no hablar del hecho de que fumara. Mi último defecto era que tenía una situación económica más o menos holgada. Unos orígenes humildes me habrían favorecido más, ya que ninguna especie irrita más a los escoceses que una solterona inglesa independiente en el aspecto económico; a mi modo de ver, eso es una verdad universalmente ignorada.
Pero me estoy apartando del tema. Mi argumento es que, al acusarme, Schlutterhose y su mujer habían escogido una perfecta cabeza de turco para sus propósitos.
Mi siguiente comparecencia ante el juez fue el miércoles 27 de noviembre. A esas alturas la prensa ya había informado del hallazgo del cuerpo de Rose, de la captura de los secuestradores y de mi propio arresto. De momento Ned no había contestado la carta que yo le había enviado, y no soportaba pensar en los venenosos rumores que podían haber llegado a sus oídos.
Realicé una vez más el breve trayecto de la prisión al juzgado de primera instancia en el carro sin ventanas, esta vez acompañada de una celadora joven. Había dormido mal, y a mi mente aturdida no cesaban de acudir imágenes que me resultaban reconfortantes, como el estudio de Merlinsfield. En la nota que le había mandado a Agnes, le había pedido que dejara la jaula donde la había puesto yo, en la mesa junto a la ventana; deseaba con toda mi alma estar allí, junto a ella. Tal vez lo hiciera pronto, porque tenía esperanzas de que esta vez el juez aceptara la solicitud de Caskie de concederme la libertad bajo fianza. Cerré los ojos y traté de recordar el tacto de la jaula bajo mis dedos, la tosca superficie de la madera y la suavidad de los barrotes de bambú.
De pronto oí un estrépito de voces y abrí de golpe los ojos. Los caballos aminoraron el paso y, sin previo aviso, los lados de madera del carro empezaron a retumbar y a vibrar, zarandeados por docenas de manos invisibles. La celadora me miró alarmada mientras el vehículo se detenía bruscamente. Oí gritos furibundos y más golpes. Luego avanzamos dando bandazos durante otro minuto hasta que al final nos detuvimos. Tras una breve pausa, la puerta trasera se abrió y apareció una multitud de rostros irritados: cerca de un centenar de personas se habían congregado en la calle frente al juzgado de primera instancia. Un agente, nervioso, nos hizo bajar mientras su compañero intentaba contener a la muchedumbre. Al apearme me cayó una lluvia de huevos podridos, varios de los cuales se rompieron contra mi pecho y hombros. La multitud se abalanzó hacia delante, desviviéndose en un intento de acercarse más a empujones. Los policías no tardaron en verse desbordados. Alguien me agarró por el cuello y un puño me golpeó la cara. Los siguientes segundos son confusos, pero la joven celadora logró sacarme a rastras de allí y conducirme, a través de una entrada lateral, al interior del edificio.
Me sangraba la nariz y antes de que llegáramos al sótano había estropeado mi pañuelo para intentar cortar la hemorragia. Caskie me esperaba en la celda con otro pliego acusatorio en la mano. Nunca lo había visto tan sombrío. Sin decir una palabra, me tendió la hoja, y casi me fallaron las piernas cuando vi lo que había escrito en ella; habían añadido un segundo cargo, el de asesinato, al primero de secuestro.
Caskie negó con la cabeza.
—Es un mal asunto…, un mal asunto, señorita Baxter. No tengo ni idea de las pruebas que tienen contra usted para acusarla de asesinato, pero le aconsejo que no diga nada hoy, aparte de negar con rotundidad todos esos cargos.
Estaba tan aturdida que no pude hacer más que asentir. Resultó que la vista se retrasó. Esperamos y esperamos. A medida que pasaban los minutos y seguían sin llamarme, Caskie parecía aún más absorto. Me había percatado de que su vaga actitud enmascaraba una naturaleza en exceso cautelosa que casi rayaba en el pesimismo. Intentó disimular su ansiedad, pero me di cuenta de que cuanto más agitado estaba, más se encorvaba. Al final empezó a circular un rumor. Decían que la multitud de la calle había seguido causando disturbios y hasta había retenido al juez. Media hora más tarde llamaron a Caskie. Acto seguido los agentes me llevaron al piso de arriba, hasta la sala del juzgado de primera instancia. Cuando entré, el fiscal, McPhail, me miró con frialdad. El señor Spence, el juez suplente de primera instancia, leía una pila de papeles que habían dejado delante de él. Caskie me miró y se dio unos golpecitos en los labios con el dedo, lo que podía interpretarse como un gesto meditabundo, pero yo sabía que me recordaba que guardara silencio. Y así lo hice cuando el fiscal empezó a interrogarme. Me mordí la lengua.
McPhail enseguida se frustró.
—¿Cómo? —inquirió—. ¿No va a decir nada?
—Niego todos estos cargos —respondí. Pero mi voz sonó tan tímida que tuve que carraspear antes de repetir—: Niego con rotundidad estos cargos.
El juez Spence levantó la vista y me miró sorprendido.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿Qué demonios…?
Por desgracia me empezó a sangrar de nuevo la nariz. Grandes gotas rojas cayeron sobre mi vestido y mancharon el suelo. Spence apeló al secretario y a la celadora.
—¡Rápido…, hagan algo!
El secretario me ofreció un pañuelo, e hice lo posible por limpiarme la cara y el corpiño. Mientras tanto Su Señoría interrogaba a mis escoltas.
—¿Ha sido la muchedumbre de fuera?
Cuando uno de los agentes respondió afirmativamente, el juez meneó la cabeza, luego miró ceñudo las manchas en el parquet y murmuró:
—¡Hay sangre por todas partes!
El hecho de que hubiera «sangre por todas partes» tal vez fuera mi perdición, porque, sin añadir más, el señor Spence dejó la pluma y anunció que me denegaba la libertad bajo fianza. Mi abogado ya estaba en pie, pero Spence rechazó sus objeciones.
—Reserve el aliento para enfriar las gachas, señor Caskie. Sabe bien que no hay fianza posible para el cargo de asesinato. Además, su cliente parece haber combatido seis asaltos contra el Chico Fuerte de Boston. No vamos a soltarla para que la cuelguen de la farola más próxima. Señorita Baxter, permanecerá en prisión sujeta a un proceso penal hasta que sea puesta en libertad de acuerdo con el debido procedimiento legal.
Al día siguiente recibí otra visita de Caskie. Esta vez su semblante era tan sombrío como una lluviosa tarde de domingo. Al parecer no había visto el mandato judicial que la policía había utilizado para examinar mis cuentas bancarias, ni el libro mayor o registro que habían confiscado. De momento no había sido capaz de localizar los recibos de los albañiles que le había mencionado, y empezaba a temer que ese argumento en particular resultara problemático.
—Es una lamentable coincidencia lo de las fechas. Sin los recibos…
—Escribiré de nuevo a Agnes y le pediré que los busque con más ahínco.
Entretanto me aventuré a preguntarle sobre lo que más le preocupaba.
—Todas esas afirmaciones de que pagué dinero a ese hombre en distintas fechas y demás no tienen importancia. No pueden tener cargos contra mí por la simple razón de que no tengo ningún móvil. ¿Por qué querría hacer daño a Rose o a su familia? La sola idea es ridícula. Todos adorábamos a esa niña, y yo siempre le hacía regalos.
—Sí, eso me han dicho.
—Mientras que Schlutterhose y su mujer sí tenían un móvil. Por ejemplo, si vieron en la prensa algo sobre la exposición de Ned, tal vez creyeron, en su ignorancia del tema, que un artista que sale en el periódico tiene que ser rico. ¿Y qué mejor forma de sacarle dinero que secuestrar a su hija? En cambio, ¿por qué iba a mandar yo una nota de rescate? Económicamente, me hallo en mejor situación que los Gillespie. La policía debe de saberlo a estas alturas. ¿No es evidente que yo no tenía ni un solo motivo…, mientras que ese hombre y su mujer sí?
—El problema —dijo Caskie— es que al sistema judicial de este país le traen sin cuidado los móviles. A la policía y al fiscal no les interesa averiguar por qué, señorita Baxter. El por qué no tiene importancia. Lo que quieren saber en realidad es quién.
Suspiré exasperada.
—Por otro lado —continuó Caskie—, he estado investigando un accidente que tuvo lugar en Saint George’s Road, algo que Schlutterhose afirma que ocurrió justo después del secuestro de la niña. Grant y el fiscal no quieren creer ese incidente, o al menos no quieren creer partes de él, pero yo no estoy tan seguro y todavía tengo que hablar con los testigos. Necesitamos averiguar con exactitud qué ocurrió esa tarde. Eso es todo por hoy, salvo… —Hizo una mueca—. Lo siento pero, a riesgo de contrariarla aún más, antes de irme debo mencionar que van a enterrar a Rose esta tarde.
Habíamos esperado esa noticia, pero aun así me sentí de pronto bastante mareada. Tenía la garganta seca y constreñida.
—Puede que quiera evitar los periódicos por un tiempo —añadió Caskie—. Por si llegan hasta su celda. Leer sobre el funeral podría ser… doloroso.
Las celadoras a veces daban a Cullen periódicos viejos y, como era de esperar, unos días después recibió un ejemplar del
Glasgow Herald
del viernes. Lo escondió debajo de su cama, tal vez para no herir mis sentimientos. Al principio seguí el consejo de Caskie, pero al final mi curiosidad pudo más y miré el periódico.
«El funeral de la pequeña Gillespie» dominaba las noticias locales; habían dedicado casi un cuarto de página a la noticia. En el subtítulo citaban una frase de la canción «Ring the bell softly, there’s crape on the door», y, tras una breve introducción, el artículo afirmaba que no había una imagen más triste que un pequeño ataúd blanco en brazos de un padre vestido de luto. Al parecer, Ned en persona había trasladado el pequeño ataúd con los restos de su hija de la casa al coche fúnebre, y del coche fúnebre a la tumba. No podía pesar mucho. El artículo describía la ropa que vestía el artista: un traje oscuro, guantes color marfil y un brazalete de crepé blanco. Ned solía rechazar los convencionalismos en el vestir y, por lo que yo sabía, no tenía guantes blancos, pero tal vez en esa ocasión no había tenido fuerzas para hacer frente a las exigencias de Elspeth. Incluso es posible que, en su sufrimiento, esos signos exteriores de dolor interno fueran importantes para él, como una última muestra de respeto y afecto a su hija.
La niña fue enterrada en el cementerio de Lambhill. Aparte de las inscripciones y una simple rosa tallada, su lápida no tenía adornos. Junto a la tumba, su madre, la señora Annie Gillespie, dejó sobre el ataúd un ramo de pálidas flores de invernadero. Luego, ella y su marido se cogieron de la mano mientras bajaban el ataúd. La señora Elspeth Gillespie, la abuela de la niña, estaba desconsolada, y tuvo que ser atendida por sus amigos, que habían asistido en gran número a la ceremonia. Se hacía notar que Sibyl, la hermana mayor de la difunta niña, no había ido, ya que en esos momentos «se está recobrando en el hospital», después de «resultar herida en un incendio». Según una fuente cercana a la familia, Sibyl había sido informada de la muerte de Rose, y pasaba gran parte de su tiempo rezando o tocando el piano, interpretando himnos en honor de su hermana fallecida.
La madre de la niña no derramó una sola lágrima hasta después del sepelio, cuando rompió a llorar. El señor Gillespie tuvo que sostener a su mujer mientras regresaban a los coches fúnebres, y ella lo ayudó, a su vez, cuando él dio un traspié por el camino y casi se cayó. El artículo concluía que tenían todo el aspecto de ser una joven pareja devota que se brindaba apoyo mutuo tras una terrible tragedia.
Caskie tenía razón, leer el periódico me afectó mucho. Esa noche estuve horas en la cama sin poder dormir; me sentía intensamente desgraciada, abrumada por una sensación de profunda soledad. Tal vez por lo que había leído en el periódico, me encontré a mí misma perdida en el recuerdo de otro funeral, el de mi madre, que se había llevado a cabo muchos años atrás. Mi pobre madre siempre había tenido mala salud y al final murió de lo que creyeron, por los síntomas, que era botulismo, después de comer unos espárragos en conserva del año anterior. Yo solo tenía catorce años y estaba fuera de mí. La mañana del funeral me sentí totalmente sola en el mundo. La tía Miriam, que era la hermana soltera de mi madre, debía de estar tan afectada como yo, pero trató de ocultar su dolor por mí. Me dio sal de amonio justo antes de que nos subiéramos al coche, con la consecuencia de que durante el trayecto al cementerio me sentí bastante eufórica y muy nerviosa.
Mi madre y Ramsay llevaban varios años separados, y él se había ido a vivir a Escocia. Mi tía Miriam le había escrito para darle la noticia de la muerte de su mujer e invitarlo al funeral, pero, como era habitual, no recibió respuesta. Recuerdo, sobre todo, la nerviosa expectación de no saber si aparecería o no mi padrastro mientras nos acercábamos a Swain’s Lane en el coche, y el alivio abrumador que sentí cuando lo vi entre una hilera de otras parejas vestidas de negro, dentro del recinto del cementerio.
Ramsay se quitó su sombrero de copa cuando me vio, y lo sostuvo entre los dos mientras me ponía una mano en el hombro y me murmuraba unas palabras de pésame. Reparé en las sienes más canosas, en los ojos amarillentos, en la cerosa palidez de la tez. Luego, mientras la tía Miriam hablaba en voz baja con él, se concentró en ponerse de nuevo el sombrero en la cabeza y girarlo hacia un lado y hacia otro, alterando el ángulo hasta dar con la posición más cómoda. Pensándolo bien, creo que no le importaba el sombrero; solo quería tener algo en que ocupar las manos.
Encontré un lugar a su lado frente a la tumba. Las mangas de nuestros abrigos se rozaron. Por un momento creí que iba a cogerme la mano, pero no lo hizo, y, en mi ingenuidad, pensé que algo así no habría estado bien visto en un funeral. El brillante ataúd de madera me dejó de una pieza, las cuerdas parecían demasiado delgadas para soportar su peso, luego llegó el pensamiento inverosímil de que un cuerpo, el de mi madre, estuviera encerrado en su interior. Hacía días que no llovía, y el montón de tierra que teníamos delante estaba seco como el polvo. Todo parecía muy precario. Cuando empezaron a bajar el ataúd, la tierra pareció moverse bajo mis pies, y el olor de las primeras lilas era tan penetrante que creí que iba a desmayarme y caerme en el foso.