Lo miré expectante.
—¿Sí?
—¿Significa algo ese apellido para usted?
Pensé unos minutos, luego negué con la cabeza.
—Supongo que he conocido a varios Smith en mi vida. Es un apellido muy corriente.
—Ya lo creo. Y por esa misma razón ha tardado tanto la policía en establecer el vínculo. ¿Qué me dice de Christina Smith?
—¿Christina? ¿La criada? Trabajaba para Ned y Annie. La recuerdo vagamente. Al final la despidieron. Una joven muy guapa, pero tengo entendido que con unas costumbres algo disipadas.
—Exacto. Pues resulta que Christina tiene una hermana, y que esa hermana es Belle Schlutterhose. En realidad son hermanastras, pero eso no importa. Son hijas del mismo padre.
Lo miré, incapaz de asimilar las implicaciones de sus palabras.
—Por eso Schlutterhose se ha mostrado tan elusivo y poco convincente al explicar de qué la conocía a usted —continuó Caskie—, y por eso Belle ha dicho tan poco. Quizá están protegiendo a su hermana, para impedir que la detengan.
Me miró con tristeza.
—Pero, señor Caskie, eso es una buena noticia, ¿no? Por eso me escogieron a mí como víctima, porque habían oído mi nombre a través de Christina. Ella y yo coincidimos muchas veces cuando iba a ver a los Gillespie.
Caskie se rascó una parte de la muñeca.
—Ojalá fuera tan sencillo.
—¿Qué quiere decir?
—Verá, después de establecer por fin que las dos mujeres están emparentadas, la policía detuvo a Christina ayer, pero ha vuelto a soltarla esta mañana sin cargos. Por lo visto es muy habladora, pero no hay gran cosa de la que pueda ser acusada. Todo lo que hizo, o todo lo que afirma que hizo, fue arreglar un encuentro entre usted, su hermana y su cuñado. El inspector Grant está muy satisfecho consigo mismo. Dice que será mucho más útil como testigo que como acusada.
—Me gustaría saber en qué sentido.
Caskie miró fijamente el suelo un momento antes de responder:
—Parece saber más sobre usted que Schlutterhose o su mujer…, lo que supongo que tendría sentido. Tal vez tuvo trato con ella cuando iba a ver a los Gillespie.
—El trato que se suele tener con una criada, nada más. Quizá me la encontrara un par de veces por el vecindario.
—Ya —dijo Caskie—. Bueno, según Grant se muestra muy convincente. Afirma que trabó amistad con usted después de que la echaran de la casa de los Gillespie. Dice que intimaron bastante.
—¡Santo cielo!
—También dice que una vez que usted urdió el plan de secuestrar a Rose, le preguntó si conocía a alguien que pudiera llevarlo a cabo. Como sabía que su hermana y su cuñado necesitaban el dinero, ella arregló un encuentro entre ellos y usted.
—¿Y espera que la gente se crea semejante majadería?
—Eso parece. Además, afirma saber (recuerde que es lo que ella afirma) con exactitud por qué quiso usted secuestrar a Rose Gillespie.
Al oír esas palabras, casi me eché a reír.
—¿De veras? ¿Qué demonios dice?
Caskie me sostuvo la mirada.
—Lamentablemente a Grant le gustan los juegos, y me está enseñando la zanahoria sin contarme con exactitud la historia. Pero empiezo a creer que si esa joven sube al estrado, podría complicarnos mucho la existencia. Tendremos que buscar un abogado muy hábil, señorita Baxter.
—Disculpe, señor Caskie, pero cualquiera habría esperado que esa fuera su intención desde el principio.
Me faltaba el aire, y me levanté para acercarme a la ventana. De pronto todo daba vueltas a mi alrededor. Tal vez me había puesto de pie demasiado deprisa. Se me agolpó la sangre en la cabeza y me vi obligada a arrodillarme e inclinar el torso, como un musulmán en actitud de rezar, para evitar desmayarme.
La emoción y el interés que el caso había despertado eran tan grandes que se decidió que el juicio se celebraría en el Tribunal Supremo de Justicia, en Edimburgo. Desde mi detención, la prensa se había abalanzado sobre el más mínimo chismorreo; ninguna insinuación, por sórdida o improbable que pareciera, era indigna de ella. Se había dado a entender, de diversas maneras (burlonas incluso), que yo, Harriet Baxter, era el cerebro femenino de una operación de trata de blancas a escala internacional; que Schlutterhose no solo era mi adlátere sino también mi amante; que Rose había muerto estrangulada al intentar escapar de nuestras garras, y que su cuerpo había sido mutilado y marcado con símbolos satánicos. Es increíble lo que pueden permitirse decir los periódicos.
Se fijó la fecha del juicio para el 6 de marzo de 1890, martes. Me trasladaría de Glasgow a Edimburgo en tren al comienzo de la semana, a una hora temprana de la mañana, después de desplazarme a la estación de trenes en un coche de punto corriente. Tales precauciones se dispusieron para evitar llamar la atención y lograron su objetivo, en el sentido de que no había una turba clamorosa esperándome en las puertas de Duke Street cuando salí ese gélido lunes por la mañana.
Me acompañaban tres guardias: la señora Fee y dos de sus colegas. Todas iban con ropa de calle, en lugar de uniforme, y cruzamos la estación de manera anónima, como cuatro amigas de excursión a la «Vieja Humeante». En el andén ya esperaba el tren, cuyo vagón delantero estaba reservado para nosotras. Se me ocurrió que tal vez nos trasladaran a Belle y a mí juntas, pero las autoridades quizá consideraron que no podríamos contenernos de tirarnos del pelo, por lo que, una vez más, se me separó de la mujer que había sido acusada conmigo. A su marido y a ella iban a llevarlos a la prisión de Calton-hill más tarde esa semana. Sin duda los vería en el juicio, aunque ese no sería el primer encuentro; ya los había visto en febrero, durante la primera sesión. A esas alturas, después de haber pasado tantas horas desocupadas en la celda, me había formado una idea grotesca de Schlutterhose y Belle, una imagen cada vez más exagerada, hasta el punto de que dejé de verlos como seres humanos. Esperaba encontrarme con unas criaturas mugrientas de colmillos amarillos y mandíbula flácida, tal vez incluso deformes. Me sorprendí, por lo tanto, al ver lo normales que parecían ese día en el juzgado de primera instancia de Glasgow. Cuando me llevaron a la sala, ya se encontraban en el banquillo de los acusados. Qué aspecto más aterradoramente corriente tenían. Belle resultó ser una criatura escuálida, bonita pero menos despampanante que su hermana, con los labios más finos y el rostro más duro, vestida con ropa mal confeccionada pero limpia. Schlutterhose tenía el mentón cuadrado y los ojos hundidos. Desaliñado y con bigote, era de constitución corpulenta y pesada. Tal vez fuera mi imaginación, pero me pareció ver en él algo de Frankenstein.
La primera sesión es una simple reunión para confirmar que todas las partes están listas para proceder con el juicio y la de aquel día no duró más de diez minutos. No sucedió nada extraordinario hasta que, cuando estábamos a punto de salir, Belle me escupió en la cara, sin que yo la provocara, y soltó unas palabras subidas de tono mientras Schlutterhose hacía el ademán de rajarse el cuello con una mano y otros gestos amenazadores. Afortunadamente los guardias intervinieron y se llevaron enseguida a la pareja.
Tanta virulencia de dos completos desconocidos me cogió por sorpresa. Tal vez su estallido solo había sido una exhibición delante del juez Spence. Pero si esa había sido su intención, no lograron impresionarlo, porque se limitó a menear la cabeza mientras recogía sus papeles; quizá se había hecho inmune a esta clase de incidentes. Según mi experiencia personal, la gente es capaz de mantener determinada imagen durante un tiempo limitado. Spence debía de saber tan bien como yo que la capa de respetabilidad de esa pareja se había resquebrajado esa tarde, dejando traslucir algo de su verdadera naturaleza. Me pregunté cómo se presentarían los secuestradores a sí mismos más tarde esa semana en el Tribunal Supremo de Edimburgo ante el jurado, la prensa y el público, así como ante lord Kinbervie, el juez que presidiría el juicio.
Del viaje en tren lo único destacable fueron las temperaturas gélidas en nuestro compartimento. Las celadoras estuvieron presentes en todo momento, pero hablaron en voz baja entre ellas, dejándome tranquila con mis atribulados pensamientos. Llegamos a Edimburgo poco después del mediodía, y un breve trayecto en coche de punto nos llevó de Waterloo Place a Regent Road. Vistos de lejos, los edificios de Calton-hill parecían palacios. Dudo que exista otra prisión situada en un entorno más espectacular; era, en efecto, como si hubiera llegado a mi Atenas personal, junto con el Partenón. Por desgracia —y creo que eso es quedarse corto—, el interior de la prisión no estaba a la altura de esas primeras impresiones. Mi celda era un agujero húmedo y lleno de corrientes de aire como no había visto en mi vida. Me dejaron allí sola y no vi a ninguna otra presidiaria. Sin embargo, siempre tenía pequeños motivos para estar agradecida. Había cierto consuelo en el ruido de los trenes, más abajo, cuando entraban y salían de la estación de Waverley a todas horas del día y de la noche, y la anterior vista de las viviendas ennegrecidas que había más allá del perímetro de Duke Street fue reemplazada por un asombroso panorama de las colinas Salisbury Crags y Arthur’s Seat. Para contemplar ese espectáculo me veía obligada a estirar el cuello y atisbar a través de una diminuta rendija. Aun así, era una vista espectacular y la grandiosa escala de ese paisaje adusto parecía, de algún modo, acorde con mis circunstancias.
El miércoles por la mañana me informaron de que Caskie había llegado y quería verme. Le acompañaba el señor Muirhead MacDonald, el prometedor abogado que había escogido para que me defendiera. En realidad yo habría preferido que me representara el decano de la facultad de derecho, pero lamentablemente no estaba disponible en esos momentos. Tengo que reconocer que se me cayó el alma a los pies cuando vi por primera vez al juvenil MacDonald; a sus veintiocho años, a duras penas parecía lo bastante mayor para llevar la defensa de un caso tan prominente. De baja estatura y casi sin cuello, tenía las facciones pequeñas y aplastadas, las mejillas coloradas, y unas orejas protuberantes situadas muy abajo y hacia delante en la cabeza. La impresión general era la de un gnomo, por no decir algo peor. Caskie lo había elogiado, aunque a su manera silenciosa. Al parecer Muirhead era de lo mejor que había entre los nuevos abogados jóvenes, poseía una inteligencia penetrante y una actitud optimista que nos sería muy útil. A mis ojos, tenía más bien el aspecto de un oficial de juzgado novato, y me pregunté si contaba con suficiente experiencia para ganarle la batalla a la Corona, sobre todo teniendo en cuenta que el equipo de la acusación estaría encabezado por James Aitchison, un fiscal con aspecto de halcón, famoso en el gremio por su estilo rimbombante. Había visto sus dramáticos y precisos gestos imitados cientos de veces, por Cullen y otras presidiarias de Duke Street con dotes teatrales. Los rumores que corrían por la prisión daban a entender que Aitchison no era contrario a los trucos sucios en la sala del tribunal y se decía que era capaz de utilizar toda clase de artimañas para manipular al jurado.
—¿Conoce a Aitchison, señor MacDonald? —le pregunté—. ¿Se ha enfrentado antes con él?
—Aún no, señorita Baxter. —Su voz era sorprendentemente sonora y meliflua—. Pero lo he estudiado a fondo. No tema, señorita Baxter. Lo tengo calado. —Y se frotó las manos como si esperara una animada lucha atlética.
—Si solo tuviéramos que preocuparnos por Aitchison —replicó Caskie—. Pero no se olvide de su hombre, Pringle.
Schlutterhose, Belle y yo formábamos el colectivo de los «acusados», pero a la pareja la iba a representar el señor Charles Pringle, el abogado de oficio que les habían asignado. Él y mis abogados no trabajarían juntos. Al contrario, Caskie me había advertido que, habida cuenta del peso de las pruebas contra los dos secuestradores, Pringle tenía pocas posibilidades de impedir que los condenaran. Así, su única opción era demonizarme y presentar a sus clientes como tontos inocentes; intentaría suscitar compasión por ellos con la esperanza de que el jurado solicitara indulgencia en su sentencia, en el caso de que los declararan culpables.
—Pringle será una espina clavada —me reiteró—. Estoy seguro de que presentará a sus clientes como lacayos pagados por usted y oiremos que solo fueron chimpancés dando volteretas a su antojo.
—Ya lo creo —coincidió MacDonald—. Pero, teniendo en cuenta la acusación, la suerte nos sonríe.
—¿Por qué lo dice? —pregunté.
—Bueno, su nombre aparece el último en la acusación escrita, señorita Baxter. Schlutterhose figura el primero, luego su mujer y por último usted. Eso significa que una vez que Aitchison haya presentado a los testigos de la acusación, Pringle los interrogará primero y a continuación yo tendré el uso de la palabra.
—No estoy segura de entenderlo, señor MacDonald.
—Verá, yo seré el último en interrogar a los testigos. Siendo así, podré refutar todas las malditas insinuaciones que haga Pringle.
—Si todo va bien —añadió Caskie.
Su colega más joven soltó una risotada y se dio una palmada en los muslos.
—¡Pero eso es incuestionable!
Después de tantas semanas soportando el cauto pesimismo de Caskie, el abogado era como una bocanada de aire fresco. Incluso desprendía un olor refrescante, como a sábanas recién lavadas. A su lado, Caskie parecía disfrutar del papel de aguafiestas. Me aventuré a preguntar por otro asunto que me parecía preocupante.
—Señor MacDonald, lo habitual en un juicio como el que nos ocupa es que empiece un lunes. Quisiera saber por qué se ha escogido el martes en nuestro caso.
El abogado se encogió de hombros.
—Eso no cambia nada.
—El oficial de juzgado está resuelto a dar por zanjado el asunto el sábado —respondió Caskie—. Eso nos deja solo tres días en los que comprimir nuestra defensa.
MacDonald sonrió.
—Una preocupación razonable, señor. Pero tres días son más que suficientes.
Por supuesto, me alegré de que no viera ningún problema. Pero yo aún temía que el hecho de que empezara tan tarde fuera en contra nuestra. ¡Solo tres días para demostrar mi inocencia, de los cuales por lo menos la mitad estaría a manos de la fiscalía! No parecía posible.
También recelaba de algunos de los testigos de la acusación a los que podrían llamar. Cuando a principios de febrero vi la lista, reconocí el apellido de una o dos personas que podían guardarme cierto rencor.