Trataba de mantener la calma pero no podía evitar sentirme ansiosa, y esa combinación de incredulidad y nervios me hicieron soltar, de pronto, una breve carcajada. Me desconcertó ver cómo Stirling lanzaba una mirada a Black, quien sacó entonces su grasiento cuadernito y escribió unas cuantas observaciones con su afilado lápiz de tres pulgadas de longitud. Esa risa nerviosa no tardaría en volver para atormentarme.
Londres
Viernes 25 de agosto. No es mi intención parecer demasiado melodramática, pero quiero dejar constancia aquí de que he sufrido un terrible shock. Desde ayer por la mañana no he podido trabajar, ni en estas notas ni en mis memorias. Esta es la primera vez que cojo la pluma. Incluso ahora, apenas puedo pensar con claridad.
He pasado la mayor parte del tiempo acostada en la cama, mirando al vacío. Noto un dolor intenso justo debajo de las costillas. El calor es agobiante. A veces me detengo junto a la ventana, aunque no corre brisa. Fuera, en el mundo, la vida prosigue con normalidad. De vez en cuando entra algún Daimler en el patio de abajo y aparca. Los coches se cuecen bajo el sol, y el calor se eleva de sus capós formando ondas en el aire. A veces salen jóvenes arremangándose del garaje. Lavan los vehículos y hacen el payaso, tirándose esponjas y agua unos a otros.
En ocasiones cruzo mi habitación y me detengo junto a la puerta por si me llega algún ruido del resto del apartamento. Maj y Layla pían, como siempre, en el comedor.
Anoche, después del anochecer, cuando oí a la muchacha retirarse a su habitación, pensé en cruzar con sigilo la calle y reservar una habitación en el hotel, pero algo me detuvo, quizá la parte racional que hay en mí, que se niega a creer en mis peores temores. Demasiado nerviosa para entregarme a la inconsciencia del sueño, renuncié a tomar mis habituales pastillas milagrosas. Como consecuencia me pasé toda la noche desvelada; por fin concilié el sueño al amanecer, y dormí un par de horas, hasta que el ruido de un motor acelerando abajo en la calle me despertó. Antes de que abriera siquiera los ojos, regresaron a mi mente los terribles pensamientos de ayer, más amortiguados después del sueño, pero solo un poco menos perturbadores.
Tal vez debería contar lo ocurrido. Ponerlo por escrito quizá me ayude a relativizarlo.
Últimamente tengo la costumbre de bañarme al menos una vez al día, no porque esté obsesionada por la higiene sino porque encuentro que me despeja. Este verano está haciendo muchísimo calor, con una racha tras otra de tiempo achicharrante. Las olas de calor suelen prolongarse días enteros, hasta el punto de que he empezado a sentir náuseas y mareos. Este edificio es insufriblemente sofocante, y a menudo la única manera de mantener la calma es sumergirme en agua fría. En la mayoría de los casos me encierro en el cuarto de baño durante una hora, por la mañana y por la tarde, para bajar mi propia temperatura. Se me ha ocurrido que, mientras estaba así ocupada y era poco probable que saliera, Sarah podía aprovechar para fisgonear. Aunque nunca he notado nada en falta, no he encontrado nada fuera de sitio, ni la he sorprendido haciendo algo, creo que en un par de ocasiones, al volver a mi habitación, he olido a humo de cigarrillo. Hasta ahora mis sospechas eran más una intuición que algo que pudiera verificar.
Pero ayer por la mañana cambió todo.
El primer hecho destacable fue que, entre la correspondencia de la mañana, recibí una respuesta de la señorita Clay de Greenstead, Essex. Había puesto el remite en el dorso del sobre pero, afortunadamente, yo estaba esperando al cartero y logré recoger la carta del felpudo antes de que Sarah saliera siquiera de la cocina. En la intimidad de mi dormitorio, abrí el sobre y leí su contenido. Al parecer, la señorita Clay no tiene absolutamente ninguna queja sobre su anterior empleada. Según ella, Sarah fue una compañera amable y concienzuda, que dejó el empleo solo porque quería trabajar en la ciudad en lugar de en un tranquilo pueblo del campo.
A primera vista la carta parecía creíble. Pero cuanto más la examinaba, más dudas me entraban. No podía evitar preguntarme si, con la caligrafía de trazos delgados e inseguros, la tinta lila y el tono decoroso, no se parecía demasiado a algo escrito por una elegante soltera de los condados rurales.
Sin saber cómo interpretar esa carta, la escondí en mi escritorio. Luego le dije a Sarah que no tenía apetito para desayunar y me encerré en el cuarto de baño para prepararme mi baño matinal. Después de comprobar la temperatura (casi fría, ya que es la única opción con este tiempo infernal), me quité los zapatos, y estaba a punto de desvestirme cuando algo hizo que me detuviera en seco. Verán, aunque había tenido cuidado de esconder la carta de la señorita Clay en el fondo del cajón, había tirado el sobre, sin pensar, en la papelera. Mi preocupación era que Sarah reparara en él si, por ejemplo, le daba por vaciar mi papelera o entraba en mi dormitorio, por alguna razón, mientras yo estaba allí. Si la señorita Clay no hubiera puesto remite, no habría habido ningún problema, pero me disgustaba que el sobre estuviera a la vista. Aunque la carta fuera auténtica, no quería que Sarah supiera que me había puesto en contacto con su anterior empleadora; podría suscitar muchos interrogantes innecesarios en su mente. Reacia a dejar el asunto al azar, decidí que debía esconder el sobre enseguida. Salí del baño y recorrí el pasillo sin hacer ruido, vestida pero descalza. La puerta del salón estaba entreabierta y, mientras me acercaba, algo me llamó la atención.
Mi acompañante.
Estaba sentada en mi butaca, fumando un cigarrillo. De entrada, el desenfado de su postura me desconcertó. Estaba recostada en la butaca como si por la fuerza de la costumbre se hubiera desplomado en ella. Tenía las piernas extendidas y ligeramente cruzadas por los tobillos, con un pie apoyado sobre el otro (¡qué extraño era verla sin zapatos!). Se la veía muy relajada, como una
Hausfrau
aburrida tomándose un respiro en su sala de estar.
Como yo también iba descalza, no hice ruido al cruzar el parquet del pasillo. Sarah estaba vuelta hacia la pared de la chimenea, de espaldas a la puerta. Ni siquiera cuando me acerqué al umbral reparó en mí, por lo que siguió repantigada en la butaca. De hecho, ahora que podía verla mejor, no parecía aburrida sino más bien traspuesta, como si estuviera profundamente ensimismada. Al principio había dado por hecho que miraba al vacío. Pero de pronto caí en la cuenta de que estaba contemplando el cuadro que había sobre la repisa de la chimenea.
La muchacha nunca había mostrado el menor interés por el arte —al menos, que yo supiera—. En mi presencia, apenas mira las numerosas obras que hay en el piso; sin embargo, ahí estaba, contemplando ese cuadro boquiabierta, como hipnotizada. Por alguna razón parecía fascinada, alzando la vista hacia la pared como un gato podría mirar un pájaro. El único movimiento de la habitación procedía de la fina voluta de humo que se elevaba del cigarrillo que tenía en la mano.
Todos los pensamientos acerca del sobre de la señorita Clay se habían borrado de mi mente. Me temblaban las piernas. Como temía que Sarah se volviera de golpe y me viera, me aparté de la puerta y regresé al cuarto de baño, dando un paso silencioso tras otro. Una vez dentro, cerré la puerta sin hacer ruido y eché el pestillo. Sintiéndome débil de pronto, me senté en el borde de la bañera. Ya no tenía ganas de bañarme. Quité el tapón y observé cómo el agua tibia se arremolinaba hasta desaparecer por el desagüe.
Ver a la muchacha contemplando el lienzo me había causado una perturbación que rayaba en la inquietud. Se adueñó de mí una convicción aplastante: no solo había esperado a que yo me fuera para entrar a hurtadillas y mirar el cuadro, sino que había hecho lo mismo en ocasiones anteriores.
El piso está lleno de cuadros. Además de los de la sala de estar, están los de las habitaciones, incluido mi dormitorio, donde hay como media docena. Hasta cuelga uno en la cocina. ¿Por qué demonios estaba tan interesada en el que se encontraba sobre la repisa de la chimenea?
De pronto una nube tapó el sol. El cuarto de baño, con su pequeña ventana, se sumió en la penumbra, y en ese instante se me ocurrió esa espantosa idea de la que no logro desembarazarme.
Poco después oí a la muchacha en el pasillo diciéndome a gritos que se iba a la carnicería. La puerta de la calle se abrió y se cerró; oí cómo el ascensor crujía y gemía al emprender el descenso. Solo entonces me apresuré a volver a mi dormitorio y me encerré en él.
Al cabo de media hora Sarah volvió y llamó a mi puerta para preguntarme si quería comer. Le dije que no me encontraba bien y que no quería que me molestaran. En realidad, la indigestión ha estado dándome bastante la lata; ahora mismo me noto el estómago revuelto. Más tarde rechacé el té que me ofreció, y cuando llamó a la puerta una vez más a las seis para preguntarme si quería que avisara al médico, le respondí que iba a dormir y que quería que me dejaran tranquila.
Esta mañana ya ha venido dos o tres veces a mi puerta para preguntarme si estoy recuperada, y si quiero comer o beber algo. No tengo apetito, pero por suerte hay una jarra de agua en mi mesilla de noche, y guardo una botella de whisky en el armario, por si el insomnio resulta irremediable.
No he dejado de despacharla.
En una ocasión ha probado a girar el pomo, pero la puerta sigue cerrada con llave.
En algún momento tendré que abrir para salir, aunque solo sea por motivos prácticos, que cada vez son más urgentes. Si pudiera abandonar este edificio por otro lugar que no fuera la puerta principal, tal vez lo haría. Pero no hay otra salida. Hasta he examinado la ventana de mi dormitorio como una posible opción. Lamentablemente el alféizar es muy estrecho y hay nada menos que cuatro pisos de caída hasta el patio trasero del garaje.
¿Es posible que Sarah sea Sibyl? Y si es así, ¿se propone hacerme daño?
3.30 de la tarde. Ha bajado a la calle para comprar tabaco en la acera de enfrente y en su ausencia he corrido al cuarto de baño. Me siento un poco mejor, algo más tranquila y menos inquieta.
Este tiempo realmente te trastorna.
He tenido suficiente tiempo para echar un vistazo por el apartamento. No he visto nada raro. Maj y Layla están fuera de peligro, gracias a Dios. La muchacha los ha cuidado bien durante mi exilio autoinfligido en el dormitorio. La jaula está limpia; el bebedero, lleno; y hay alpiste y la mitad de una pera temprana. Están saltando, como siempre, felizmente ajenos a todo.
Oigo el ascensor. Quería encerrarme de nuevo antes de que Sarah volviera, pero no puedo permanecer detrás de puertas cerradas de manera indefinida. Debo ser valiente y salir a la sala de estar. ¡Pero no me atrevo! Debo hacerlo. He de tener el coraje de mirarla a los ojos cuando entre.
10.30 de la noche. Pese al miedo que he experimentado poco antes, no ha sucedido nada alarmante. Cuando Sarah ha regresado de la tabacalera se la veía apagada y normal. Ha asomado la cabeza por la puerta de la sala de estar y expresado su preocupación por mi bienestar. Menos mal que no ha parecido detectar mi nerviosismo. Cuando le he dicho que me encontraba mucho mejor, me ha preguntado si quería beber algo caliente, y se ha retirado caminando con pesadez para preparar té.
No ha mirado una sola vez el cuadro de la repisa.
Sin embargo, desde que he tenido esas dudas extrañas, me siento incapaz de contemplarla del mismo modo.
Cuando ha vuelto por la tarde con el té y las galletas, la he observado detenidamente. Ojalá pudiera ver más allá de su aspecto de mediana edad e imaginarme cómo debía de ser de niña. Pero por más que lo intento, no lo consigo. Tiene el pelo entrecano, la cara cetrina y cansada, y una figura maleable. El paso de los años y los problemas han moldeado su aspecto hasta lograr que se parezca a otras diez mil mujeres de su edad. Tiene unas facciones limpias que podrían haber sido atractivas en otro tiempo, pero han transcurrido casi cincuenta años desde los tiempos de Glasgow, y no puedo estar segura de si hay algún parecido entre esa mujer hinchada y marchita, y la niña que entonces conocí: una criatura delgada y frágil, obsesionada y llena de culpabilidad por la desaparición de su hermana pequeña.
Sábado 26 de agosto. Esta mañana, solo por curiosidad, he llamado al sanatorio de Glasgow. Desde que tengo en la cabeza a Sibyl Gillespie me ha intrigado saber qué fue de ella; ¿la dejaron salir de ese sanatorio, por ejemplo? ¿O sigue siendo una paciente más?
Esperaba obtener algunas respuestas directamente, pero al parecer no les está permitido dar esa información por teléfono, y menos aún en sábado. Debo poner estas preguntas por escrito en una carta dirigida al señor Pettigrew, el secretario del centro, y él me responderá también por escrito. Todo parece demasiado burocrático. Con educación, le he pedido varias veces a la persona con la que he hablado que me diera solo una pista: ¿seguía internada Sibyl Gillespie o no? Aunque le he dicho que soy una vieja amiga de la familia y que en una época tuvimos una relación muy estrecha, la mujer se ha negado a entrar en el tema. Sin otra alternativa, he decidido escribir una carta inquisitiva a ese tal señor Pettigrew.
Mi único dilema es cómo enviarla. Por diversas razones, me incomoda pedirle a Sarah que eche al buzón semejante carta.
Con el correo de la mañana ha llegado una carta de Derrett. Parece ser que en el hospital han perdido los resultados de mi análisis de sangre y se ofrece a hacérmelos él mismo. Tal vez le diga a Sarah que me pida hora. Me parece recordar que hay un buzón frente a la consulta. Si fuéramos en coche de punto hasta allí, podría deslizar la carta por la ranura mientras Sarah paga al cochero.
Domingo 27 de agosto. Esta noche han bajado por fin las temperaturas. Ha empezado a lloviznar, empañando las ventanas pegajosas. Me pregunto si será el fin del buen tiempo. Al final del pasillo, la puerta de la cocina está abierta. Sarah está jugando una partida de patience en la sala de estar; oigo con qué habilidad gira y deja las cartas sobre la mesa.
Empiezo a pensar que me he precipitado un poco. Lo único que hizo la chica fue mirar un cuadro. Después de todo, es una obra de arte maravillosa. Tal vez solo fantaseaba: tal vez fue a la sala de estar para poner orden y se quedó ensimismada mirando la pared. ¿No es mucho más probable que todo lo que he estado maquinando desde ayer?
Admito que cuando la vi mirando el cuadro con tanta atención me dio un buen susto. Por fin todo tenía sentido: su reserva, las mentiras acerca de su edad, incluso su acento, que de pronto vi claro que era de Glasgow (muy disimulado, solo discernible porque a veces acorta las vocales o pronuncia fuerte la «r»). No hay duda de que su acento a veces es extraño. Pero, ahora que me he serenado, ya no estoy segura de la teoría de que sea escocesa de nacimiento. ¿No es más probable que su extraña pronunciación sea simplemente un desafortunado híbrido causado por su costumbre de ir de un lugar a otro?