Me mintió acerca de su edad, eso está claro, pero ¿acaso no lo hacen muchas mujeres? Y su comportamiento misterioso podría deberse solo a una reserva natural y a un deseo de proteger su intimidad. En cuanto a las referencias laborales, admitiré que todavía tengo algunas dudas acerca de su autenticidad. Pero solo porque podría haber persuadido a unos cuantos amigos para que respondieran por ella, eso no significa que sea culpable de una mentira más grande y siniestra.
He estado pensando también en nuestro pequeño incidente del «Ding Dong Merrily», y estoy empezando a sospechar que mi ansiedad de aquella noche quizá la generó una confusa sensación de
déjà vu
y la música tan poco apropiada en esta época. Al escribir estas memorias, he estado mucho tiempo absorta en mis pensamientos, en recuerdos del pasado. Es bastante posible que, al oír tocar a Sarah, me trasladara mentalmente a otro piso, en Stanley Street, Glasgow, muchos años atrás, y a uno de los pequeños recitales de piano que escuchábamos en el salón. Tal vez no había nada malévolo en la forma de tocar de Sarah, después de todo; es posible que solo me dejara llevar por mi propia imaginación excitable, exacerbada por su uso injustificado del pedal de intensidad.
Qué boba he sido al imaginármela entrando con sigilo en la sala de estar, siempre que podía, para mirar el cuadro de encima de la repisa de la chimenea. Además, la idea de que Sibyl me haya localizado, después de todos estos años, es inconcebible.
Lunes 28 de agosto. Parece ser que la lluvia de ayer fue una anomalía, porque ha vuelto el calor sofocante, tan castigador como siempre. He mandado a Sarah a Gamage para ver si podía encontrar un ventilador eléctrico de mesa. Seguro que tienen algo parecido.
En ausencia de la muchacha he estado trabajando con intensidad en mis memorias. Es fascinante lo que uno se puede sumergir en un mundo que consiste solo en tinta y papel; a menudo tengo la sensación de haber retrocedido en el tiempo. Allí estamos Annie Gillespie y yo, caminando por el West End de Glasgow. O aquí está Ned, justo a mi lado. Si cierro los ojos puedo olerlo: el dulce aroma de su pipa, la fragancia a pino del aguarrás. A veces, si levanto la vista de la hoja, me sorprende descubrir que no está ahí sentado en la esquina, observándome con una sonrisa afectuosa en los labios. Por supuesto, estoy soñando con tiempos más felices, mientras que los acontecimientos narrados en el manuscrito han tomado un triste giro. Ojalá fuera de otro modo.
Martes 29 de agosto de 1933. Anoche permanecí indefensa en la cama mientras Sarah me sujetaba y me inyectaba en el brazo un poderoso sedante, concebido para mantenerme en un estado permanente de parálisis y estupor. Pese a mis forcejeos, ella era más fuerte que yo. Su aguja me atravesaba la carne y la droga me penetraba implacable en las venas. A medida que me recorría el cuerpo notaba cómo perdía la sensibilidad. Sabía que, después de eso, estaría enteramente a su merced. Los brazos y las piernas se me quedaron como sin fuerzas. Ya no podía levantar la cabeza. Estaba inerte, inmovilizada, impotente. Sin duda ese era el fin.
Por alguna razón, cuando estaba a punto de rendirme, hallé fuerzas para forcejear. Con un gran esfuerzo de voluntad luché por liberarme, y de repente desperté, jadeando y agitando los brazos, con el corazón martilleándome dentro del pecho; estaba tan asustada como un pez al que sacan del agua y dejan morir en tierra firme.
Solo era una pesadilla, por supuesto, quizá causada por la visita al médico el día anterior para tomarme una muestra de sangre, pero aun así era terriblemente convincente. De hecho, durante todo el día noté el brazo pesado y entumecido justo donde Sarah me ponía la inyección en el sueño y Derrett me clavó su aguja.
Pero ese horrible
cauchemar
parece haber reavivado parte de mi inquietud hacia Sarah. Todavía me cuesta confiar en ella o aceptar lo que dice. Hoy mis terrores se han concentrado en los pájaros: me preocupa que pueda hacerles daño de algún modo. Cuánto me arrepiento de habérselos confiado, porque si le retiro ahora la responsabilidad corro el riesgo de provocarla, justo lo que estoy tratando de evitar a toda costa.
Por desgracia, al ir a la consulta de Derrett no pude echar la carta al buzón. Esperaba hacerlo justo frente a la consulta, pero apenas puse los pies en la acera, Sarah bajó de un salto del coche de punto y pagó al cochero, y más tarde, al salir, me asió con firmeza por el codo. Tendré que acercarme en algún momento al buzón del otro lado de la calle.
Esta tarde, a modo de experimento, le he pedido a Sarah que quitara el polvo a todos los cuadros de la sala de estar. Quería observarla mientras trabajaba para calibrar su reacción cuando pasara el plumero por el que cuelga sobre la repisa de la chimenea. ¿Se quedaría mirándolo boquiabierta como el otro día que la pillé desprevenida? ¿O lo trataría, aunque fuera con disimulo, con especial reverencia? De cualquier modo le he indicado que utilizara la pequeña escalera de mano para llegar al borde superior de los cuadros más altos, y me he sentado a mi escritorio, situado en la esquina con la intención de revisar mis memorias.
Hacía muchísimo calor, no solo calor, como en las últimas semanas, sino también excesiva humedad. Sarah, como siempre, llevaba demasiada ropa encima para unas temperaturas tan bochornosas: calzado pesado, medias gruesas y un vestido de cuello alto y mangas largas de un tono lodoso, que recuerda (si uno es amable) a una sopa con curry o (si uno no lo es) a un excremento de vaca. La tela se le pegaba al cuerpo de forma poco favorecedora, y se le veían unas manchas oscuras de sudor por la espalda y en las axilas. Quitaba el polvo con parsimoniosa eficiencia; tras arrastrar la escalera de un cuadro al siguiente, subía un escalón tras otro y luego pasaba el trapo con gran cuidado sobre cada marco. Me resultaba bastante fácil vigilarla de forma encubierta mientras fingía corregir el manuscrito.
En la sala de estar hay alrededor de una docena de cuadros, con marcos sencillos, pues por regla general no me gustan los objetos recargados. El que hay encima de la repisa de la chimenea tiene una delicada moldura tipo óvolo. Tal vez sea solo una coincidencia, pero me he fijado en que Sarah dejaba ese marco para el final. A esas alturas jadeaba mucho. Ha subido la escalera y ha pasado el trapo por la parte superior del cuadro y a continuación por los laterales. Al final ha bajado y ha deslizado el trapo por el borde inferior.
—Ya está —ha dicho—. He terminado.
¿Es cosa de mi imaginación o ha sido un poco menos concienzuda con ese cuadro?
—¿Ya has terminado con este?
Ella ha soltado una extraña carcajada.
—Sí, no tenía mucho polvo.
—¿No? Bueno, muchas gracias.
Cuando se ha inclinado para doblar la escalera de mano, una gota de sudor se le ha deslizado por la nariz y le ha colgado brevemente de la punta antes de caer en la chimenea. Aparentemente ajena a esa cascada no deseada de líquidos corporales, se ha limitado a alejarse por el pasillo con la escalera a cuestas, dejando un reguero detrás de ella.
Entonces he cruzado la habitación y he observado el pequeño y grasiento rastro en las baldosas. Por un momento me he irritado. ¿Por qué esa mujer no se vestía de forma más apropiada en lugar de moverse por toda la casa con la gracia de un elefante embutido en prendas gruesas sudando a mares? En esta época en que las mujeres van tan ligeras de ropa, ¿por qué ella siempre iba cubierta de arriba abajo, con blusas bien abotonadas, faldas pesadas y mangas largas?
De repente me ha asaltado un pensamiento: algo obvio que ha estado a la vista todo el tiempo. Siempre me he imaginado que Sarah viste esas prendas semejantes a sudarios para disimular el exceso de peso. Pero de pronto ha aparecido en mi mente Sibyl Gillespie: Sibyl, que quedó desfigurada para siempre al prenderse fuego a sí misma. Los médicos dijeron que las cicatrices de sus brazos y de sus hombros serían para el resto de su vida. El pensamiento que me ha asaltado es el siguiente: Sarah Whittle jamás enseña los brazos o los hombros… Jamás.
Noviembre – diciembre de 1889
Glasgow
De por sí, el trauma de que me detuvieran podría haber afectado mi memoria, pero mi detención no fue el único golpe terrible que recibí aquella fría mañana de noviembre de 1889. Antes de llegar a la ciudad me comunicaron noticias que me horrorizaron aún más que mi grave situación: una revelación de la cual creo que nunca podré recobrarme del todo.
Después de viajar en silencio desde Bardowie, empecé a volver en mí justo cuando nos deteníamos frente a la comisaría de policía del Oeste, en Cranston Street. Me asaltó el pensamiento de que no tenía ni idea de lo que iba a suceder a continuación: podían encerrarme en una celda y tenerme allí recluida durante horas; quizá Stirling y Black se esfumaran y no aparecieran nunca más, dejándome en manos de otros agentes. De pronto se apoderó de mí un deseo de averiguar todo lo posible acerca de mis circunstancias, e irguiéndome en el asiento me dirigí a los agentes con cierto apremio.
—Si no les importa, me gustaría saber con exactitud por qué me han detenido.
El agente Black se detuvo en el acto de abrir la portezuela del coche, con los dedos en la manija. Stirling lo miró antes de volverse hacia mí. Torció la boca hacia un lado con recelo. Al cabo de unos segundos habló.
—¿No lo sabe?
Cuando negué con la cabeza, el subinspector se recostó en su asiento.
—Verá, encontramos el cadáver. El viernes.
Lo miré sobresaltada.
—Estaba junto a Carntyne Road, en las afueras de la ciudad —continuó—. En una tumba improvisada…, cerca de una vieja cantera.
Tuve el terrible presentimiento de que sabía la respuesta, pero aun así me encontré preguntando:
—¿El cadáver de quién? ¿De quién?
Stirling abrió mucho los ojos.
—Vamos… De Rose Gillespie.
Durante un breve lapso me quedé tan pasmada que no sentí nada: ni angustia, ni dolor, solo un extraño aturdimiento, como si estuviera suspendida en el tiempo. Se había hecho un silencio en el interior del coche. Solo se oyó el crujido de la bota de cuero de Black al cambiar de posición el pie. Debía de estar impaciente por entrar en la comisaría. Tal vez tenía frío. O quería tomarse un té o desayunar. Pensé en Agnes, en Merlinsfield, y me pregunté si haría mi cama y encendería las chimeneas, como siempre. Esos fueron los pensamientos banales que me pasaron por la cabeza. Por extraño que parezca, me encontré pensando en las facciones de mi rostro. Tenía la sensación de que se me había paralizado con una expresión en particular, que podría ser descrita como aturdida. Las lágrimas me escocían los ojos, pero no cayeron. Por alguna razón, no podía imaginar mi expresión sin considerar qué pensaría Ned si estuviera presente, si me mirara como me estaban mirando los policías en ese momento. ¿Qué pensamientos acudirían a su mente?
¡Pobre Ned! ¡Y pobre Annie! ¡Qué horrible era todo! Pensar en el sufrimiento de mis amigos era demasiado para mí, y la cabeza se me iba en trivialidades menos angustiosas de contemplar, como el agente Black, por ejemplo. ¿Desayunaba gachas o un panecillo? ¿Quién se lo preparaba? ¿Y tenía esposa?
Mientras el agente se inclinaba para atarse de nuevo los cordones de la bota, Stirling me ofreció un pañuelo, y cuando lo rechacé con un movimiento de la cabeza, se lo guardó de nuevo en el bolsillo, sin apartar ni un momento los ojos de mi cara. Debía de haber transcurrido un minuto desde que me había dado la noticia sobre Rose. Y yo seguía paralizada. Me dije que al final sentiría algo. El dolor me devoraría; tal vez hasta me desgarraría; en algún momento ocurriría. Me estremecí cuando la portezuela de mi lado se abrió de golpe y apareció el cochero del clarence esperando con aire impaciente. Entró una ráfaga de aire helado. El subinspector Stirling me ofreció una mano.
—¿Vamos? —dijo, casi con amabilidad.
Luego me ayudó a bajar y me condujo al interior del edificio.
No recuerdo con claridad qué sucedió durante las siguientes horas. Hay momentos en los que el cerebro no funciona con normalidad. Me habían permitido vestirme antes de dejar Merlinsfield, pero creo que en la recepción de Cranston Street me arrebataron mis pertenencias, entre ellas las llaves, el reloj de pulsera y un monedero con algo de dinero. Apuntaron mis datos, pero no recuerdo con exactitud qué me preguntaron. Tengo el vago recuerdo de que me tomaron la estatura, pero ese detalle ahora me parece incongruente, de modo que tal vez lo he inventado. Sé que me llevaron a una celda; una habitación pequeña y deprimente, cuyo olor habría hecho vomitar a una cabra. Cerraron la puerta con llave y me dejaron allí sola.
Recuerdo que me desplomé en el suelo y me hice un ovillo. La noticia que me había dado Stirling sobre Rose debió de sumirme en un estado de demencia temporal, porque, mientras estaba tumbada en el suelo frío y polvoriento, sentí dentro de mí una presión abrumadora, como si fuera a explotar y desaparecer de la faz de la tierra. Dejaría de existir: mi estado de ánimo era tal que esa improbable perspectiva parecía del todo posible.
Al final me arrastré hasta la cama y me quedé allí tumbada durante unas dos o tres horas, llorando con amargura, a intervalos. Me resistía a dejar que los policías me oyeran, por si creían que solo lamentaba mi arresto, y traté de contener mis sollozos tapándome la cara con la áspera manta. En lo único que podía pensar era en la pobre Rose, y en Ned y Annie, y en cuánto deseaba consolarlos y tranquilizarlos. Cada hora oía girar la llave en la cerradura, lo que me daba unos segundos para secarme los ojos y recobrar la compostura antes de que se abriera la puerta y apareciera un agente para atisbar en el interior desde el umbral y preguntar si todo iba bien. Seguramente me llevaba comida y algo de beber. A su debido tiempo me entregaron una lista de nombres de abogados y me dijeron que escribiera una nota solicitando un representante legal, pero de todos esos trámites apenas recuerdo nada.
En algún momento descubrí que no podía llorar más, y empezó a menguar la sensación de que podía estallar o desaparecer. Esa tarde me escoltaron hasta una sala de interrogatorio, donde me sentaron a una mesa y me pidieron que esperara. La mesa estaba hecha de tablones baratos claveteados entre sí, y la madera era tan blanda que se podía hacer surcos con la uña, por lo que pasé el rato mirando atontada las distintas palabras que habían escrito en su superficie; no todas eran obscenas. Al final entró el subinspector Stirling, acompañado de otro agente a quien nunca había visto: un hombre paticorto de cabello rizado, ojos pequeños y fríos, y una sonrisa poco sincera. Stirling me lo presentó como el inspector Grant. De ello, y de la actitud relajada de Grant, deduje que estaba por encima de Stirling. Se percibía cierta obstinación en su forma de hablar, arrastrando las palabras, y tal vez porque no me fiaba de él y me desagradó a primera vista, salí de mi aturdimiento, de ahí que tenga un recuerdo razonable de lo que sucedió durante el interrogatorio.