La velocidad de la oscuridad (37 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—También forma parte del tratamiento para los recién nacidos autistas, aquellos que no fueron identificados y tratados en el útero, o para los niños que sufrieron ciertas enfermedades de la infancia que interfieren en el desarrollo cerebral normal. Lo que hace nuestro nuevo tratamiento es modificarlo, porque funciona así sólo en los primeros tres años de desarrollo, de modo que pueda influir en el crecimiento neural del cerebro adulto.

—Entonces... ¿hace que prestemos atención a los demás? —pregunta Linda.

—No, no... sabemos que eso ya lo hacéis. No somos como esos idiotas de mediados del siglo XX que creían que los autistas simplemente ignoraban a la gente. Lo que hace es ayudaros a captar las
señales
sociales: la expresión facial, el tono de voz, los gestos, ese tipo de cosas.

Dale hace un gesto grosero; el doctor no le hace caso. Me pregunto si de verdad lo ha visto o si ha decidido ignorarlo.

—¿Pero la gente no tiene que ser entrenada, como pasaba con los ciegos, para interpretar nuevos datos?

—Por supuesto. Por eso el tratamiento incluye una fase de formación. Encuentros sociales simulados utilizando caras generadas por ordenador...

Otra diapositiva, ésta de un chimpancé con el labio superior levantado y el labio inferior hacia afuera. Todos soltamos una carcajada incontrolable. El doctor se ruboriza, enfadado.

—Lo siento... es la diapositiva equivocada. Claro que es la diapositiva equivocada. Me refiero a caras humanas y a practicar con interacciones sociales humanas. Estableceremos un baremo y luego tendréis de dos a cuatro meses de formación postratamiento...

—¡Mirando caras de monos! —dice Linda, riéndose tan fuerte que casi llora. Todos nos reímos.

—Ya he dicho que era un error. Tenemos psicoterapeutas entrenados para llevar la intervención... Es un asunto serio.

La cara del chimpancé ha sido sustituida por la foto de un grupo de personas sentadas en círculo; una habla y las demás escuchan con atención. Otra diapositiva, esta vez de alguien en una tienda de ropa hablando con un vendedor. Otra, de una oficina repleta con alguien al teléfono. Todo parece muy normal y aburrido. No muestra una foto de alguien en un torneo de esgrima o de alguien hablando con la policía después de haber sido atacado en un aparcamiento. La única foto con un policía podría titularse
Preguntando direcciones
. El policía, con una sonrisa falsa, tiene un brazo extendido, señalando; la otra persona lleva un curioso sombrero, una mochila y un libro que pone
Guía turística
en la portada.

Parece que posan. En todas las fotos parece que están posando y puede que ni siquiera sean personajes reales. Podrían ser (probablemente lo son) composiciones infográficas. Se supone que nosotros vamos a convertirnos en normales, en personas reales, pero esperan que aprendamos de estas personas irreales e imaginarias que posan en situaciones forzadas. El doctor y sus socios asumen que conocen las situaciones a las que nos enfrentamos o a las que necesitaremos enfrentarnos y nos enseñarán cómo tratar con ellas. Me recuerda a aquellos terapeutas del siglo pasado que creían saber qué palabras necesitaba alguien y enseñaban un vocabulario «esencial». Algunos incluso les decían a los padres que no dejaran a sus hijos aprender otras palabras, no fuera a ser que eso impidiera el aprendizaje del vocabulario esencial.

Esas personas no saben lo que no saben. Mi madre solía recitar un poemita que yo no comprendí hasta que tuve casi doce años, uno de cuyos versos decía: «Los que no saben, y no saben que no saben, son idiotas...» El doctor no sabe que yo necesitaba saber tratar con el hombre del torneo que no aceptaba los botonazos, con el enamorado celoso del grupo de esgrima y con los diversos agentes de policía que tomaron nota de actos de vandalismo y amenazas.

Ahora el doctor habla de la aplicación práctica de las habilidades sociales. Dice que, después del tratamiento y la formación, nuestras habilidades sociales deberían aplicarse a todas las situaciones de la vida cotidiana. Me pregunto qué opinaría de las habilidades sociales de Don.

Miro el reloj. Los segundos van pasando, uno tras otro; las dos horas ya casi han terminado. El doctor pregunta si hay alguna pregunta. Bajo la cabeza. Las preguntas que quiero hacer no son adecuadas en una reunión como ésta, y, de todas formas, no creo que él las vaya a responder.

—¿Cuándo piensan empezar? —pregunta Cameron.

—Nos gustaría empezar con el primer sujeto... esto, paciente, en cuanto sea posible. Podríamos tenerlo todo dispuesto la semana que viene.

—¿Cuántos a la vez? —pregunta Bailey.

—Dos. Nos gustaría tratar a dos a la vez, con tres días de diferencia... Así se garantiza que el equipo médico principal pueda concentrarse en ellos durante los primeros días, que son críticos.

—¿Y si esperan a que los dos primeros terminen el tratamiento para ver si funciona? —pregunta Bailey.

El doctor niega con la cabeza.

—No, es mejor terminarlo todo a tiempo.

—Así se publicará antes —me oigo decir a mí mismo.

—¿Qué? —pregunta el doctor.

Los otros me miran. Yo me miro el regazo.

—Si todos lo hacemos rápido y juntos, entonces usted podrá escribirlo y conseguirá publicarlo antes. De lo contrario, pasará un año o más.

Lo miro rápidamente a la cara; sus mejillas están rojas y brillantes otra vez.

—Ése no es el motivo —dice él, en voz un poco alta—. Los datos son más comparables si los sujetos, si vosotros, os sometéis al tratamiento al mismo tiempo. Porque supongamos que sucediera algo que cambiara las cosas entre el momento en que los dos primeros empezaran y terminaran... Algo que afectara al resto de vosotros...

—¿Como qué, un rayo del cielo que nos vuelva normales? —pregunta Dale—. ¿Tiene miedo que de pronto contraigamos normalidad galopante y seamos sujetos inadecuados?

—No, no —dice el doctor—. Más bien algo político que cambie las actitudes...

Me pregunto qué piensa el Gobierno. ¿Piensan los Gobiernos? Recuerdo el capítulo de
La funcionalidad del cerebro
dedicado a la política de protocolos de investigación. ¿Está a punto de pasar algo, de haber alguna regulación o cambio de política que haría esta investigación imposible dentro de unos meses?

Es algo que puedo averiguar cuando llegue a casa. Si se lo pregunto a este hombre, no creo que me vaya a dar una respuesta sincera.

Cuando nos marchamos, caminamos en ángulo, todos desacompasados. Solíamos mezclarnos acomodándonos a las peculiaridades de los otros, de modo que nos movíamos como un grupo. Ahora nos movemos sin armonía. Noto la confusión, la ira. Nadie habla. Yo no hablo. No quiero hablar con ellos, que han sido mis socios más íntimos durante tanto tiempo.

Cuando regresamos a nuestro propio edificio, nos vamos rápidamente a las oficinas individuales. Me siento y tiendo la mano hacia el ventilador. Me detengo, y entonces me pregunto por qué me he detenido.

No quiero trabajar. Quiero pensar en lo que quieren hacerle a mi cerebro y en lo que eso significa. Significa más de lo que ellos dicen; todo lo que ellos dicen significa más de lo que dicen. Más allá de las palabras está el tono; más allá del tono está el contexto; más allá del contexto está el territorio inexplorado de la socialización normal, enorme y oscura como la noche, iluminada por unas cuantas motas de experiencia similar, como estrellas.

La luz de las estrellas, dijo un escritor, permea el universo entero: todo brilla. La oscuridad es una ilusión, dijo el escritor. Si así fuera, entonces Lucía tiene razón y no existe la velocidad de la oscuridad.

Pero hay simple ignorancia, no saber, e ignorancia voluntaria que se niega a saber, que cubre la luz del conocimiento con el oscuro manto de lo tendencioso. Así que pienso que puede haber oscuridad positiva, y creo que la oscuridad puede tener velocidad.

Según los libros mi cerebro funciona muy bien, incluso tal como es, y resulta mucho más fácil alterar las funciones del cerebro que repararlas. Si las personas normales realmente pueden hacer todas las cosas que se dicen de ellas, sería valioso tener esa habilidad..., pero no estoy seguro de que puedan.

Ellos no siempre comprenden por qué otras personas actúan como lo hacen. Eso resulta obvio cuando discuten sobre sus razones, sus motivos. He oído a alguien decirle a un niño: «Sólo haces eso para molestarme», cuando para mí resulta claro que el niño está haciéndolo porque disfruta del acto en sí... y es ajeno a su efecto sobre el adulto. Yo también he sido ajeno de esa forma, así que lo reconozco en los demás.

Suena el teléfono. Respondo.

—Lou, soy Cameron. ¿Quieres ir a cenar una pizza? —Su voz une las palabras mecánicamente.

—Es jueves —digo yo—. Hola-soy-Jean está allí.

—Chuy y Bailey van a ir, de todas formas, para charlar. Y tú, si vienes. Linda no viene. Dale no viene.

—No sé si quiero ir. Lo pensaré. ¿Cuándo iréis?

—En cuanto sean las cinco.

—Hay sitios donde no es buena idea hablar de esto.

—La pizzería no es uno de esos sitios —dice Cameron.

—Mucha gente sabe que vamos allí.

—¿Vigilancia?

—Sí. Pero es buena cosa ir allí, porque vamos allí. Entonces nos reunimos en otra parte.

—El Centro.

—No —digo, pensando en Emmy—. No quiero ir al Centro.

—Le gustas a Emmy —dice Cameron—. No es muy inteligente, pero le gustas.

—No vamos a hablar de Emmy.

—Vamos a hablar del tratamiento, después de la pizza —dice Cameron—. No sé adónde ir, excepto al Centro.

Pienso en sitios, pero todos son sitios públicos. No deberíamos hablar de esto en sitios públicos. Finalmente digo:

—Podríais venir a mi apartamento.

Nunca he invitado a Cameron a mi apartamento. Nunca he invitado a nadie a mi apartamento.

Él guarda silencio un buen rato. Tampoco me ha invitado a su casa. Finalmente, dice:

—Yo iré. No sé los demás.

—Iré a cenar con vosotros —digo.

No puedo ponerme a trabajar. Enciendo el ventilador y las espirales giratorias y los voladores dan vueltas, pero los reflejos de los colores en danza no me tranquilizan. Sólo puedo pensar en el proyecto que gravita sobre nosotros. Es como la foto de una ola oceánica que se alza sobre alguien en una tabla de surf. El hábil puede sobrevivir, pero el menos habilidoso será arrastrado. ¿Cómo podemos cabalgar esta ola?

Escribo e imprimo mi dirección y las indicaciones para ir desde la pizzería hasta mi apartamento. Tengo que pararme y mirar el plano de la ciudad para asegurarme de que las indicaciones están bien. No estoy acostumbrado a dar indicaciones a otros conductores.

A las cinco, apago el ventilador, me levanto y salgo de mi oficina. No he hecho nada útil durante horas. Me siento embotado y espeso, la música interna como la
Primera sinfonía
de Mahler, ominosa y pesada. Fuera hace frío y me estremezco. Subo a mi coche, consolado por los cuatro neumáticos enteros, un parabrisas entero y un motor que arranca cuando giro la llave. He enviado a mi compañía de seguros una copia del informe policial, tal como sugirió la policía.

En la pizzería, nuestra mesa habitual está vacía; llego más temprano que de costumbre. Me siento. Hola-soy-Jean me mira y aparta la mirada. Un momento después llega Cameron, y luego aparecen Chuy y Bailey y Eric. La mesa parece desequilibrada con sólo cinco de nosotros. Chuy pone su silla en un extremo y los demás nos desplazamos un poquito: ahora es simétrico.

Veo sin dificultad el anuncio de cerveza, con su pauta parpadeante. Esta noche me molesta; me muevo un poco. Todo el mundo está nervioso; yo tamborileo con los dedos sobre las piernas, y Chuy mueve el cuello adelante y atrás, adelante y atrás. El brazo de Cameron se mueve; está meneando los dados de plástico que lleva en el bolsillo. En cuanto hacemos el pedido, Eric saca su boli multicolor y empieza a dibujar sus pautas.

Desearía que Dale y Linda estuvieran aquí también. Me parece extraño estar sin ellos. Cuando llega nuestra comida comemos, casi en silencio. Chuy hace un pequeño «hunh» rítmico entre bocados y Bailey chasquea la lengua. Cuando casi hemos terminado con la comida, me aclaro la garganta. Todos me miran rápidamente, luego apartan la mirada.

—A veces la gente necesita un lugar donde hablar —digo—. A veces puede ser en casa de alguien.

—¿Podría ser en tu casa? —pregunta Chuy.

—Podría.

—No todo el mundo sabe dónde vives —dice Cameron. Sé que él tampoco lo sabe. Es extraño cómo tenemos que hablar sobre algo.

—Aquí está la dirección —digo. Saco los papeles y los pongo sobre la mesa. Uno a uno, los demás toman las hojas. No las miran inmediatamente.

—Algunas personas tienen que levantarse temprano —dice Bailey.

—No es tarde —digo yo.

—Algunas personas tendrán que marcharse antes que otras si otras se quedan hasta tarde.

—Lo sé —digo.

17

Sólo hay dos plazas para visitantes en el aparcamiento, pero sé que hay sitio para los coches de mis visitas: la mayoría de los residentes no tiene coche. Este edificio de apartamentos fue construido en la época en que todo el mundo tenía al menos un coche.

Espero en el aparcamiento hasta que llegan los otros. Luego los conduzco hasta arriba. Todos esos pies suenan con fuerza en las escaleras. No sabía que habría tanto ruido. Danny abre su puerta.

—Oh... hola, Lou. Me preguntaba qué ocurría.

—Son mis amigos —digo.

—Bien, bien —dice Danny. No cierra su puerta. No sé qué quiere. Los otros me siguen hasta mi puerta, y yo la abro y los dejo entrar.

Es muy raro tener a otras personas en el apartamento. Cameron lo recorre y finalmente desaparece en el cuarto de baño. Puedo oírlo allí dentro. Es como cuando vivía en una residencia. No me gustó mucho. Algunas cosas deberían ser privadas: no está bien oír a otra persona en el cuarto de baño. Cameron vacía la cisterna y oigo correr el agua, y luego él sale. Chuy me mira, y yo asiento. Entra también en el cuarto de baño. Bailey está mirando mi ordenador.

—No tengo modelo de mesa en casa —dice—. Uso mi manual para trabajar a través del ordenador del trabajo.

—Me gusta tener éste —digo.

Chuy vuelve al salón.

—¿Y ahora qué?

Cameron me mira.

—Lou, has estado leyendo sobre esto, ¿verdad?

—Sí.

Saco
La funcionalidad del cerebro
del estante donde lo puse.

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