La velocidad de la oscuridad (34 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
6.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hay mucho ruido en la comisaría de policía. Ante un mostrador alto y largo hay montones de personas haciendo cola. Yo me pongo en la cola pero el señor Stacy sale y me ve.

—Venga —dice. Me conduce a otra habitación ruidosa con cinco mesas cubiertas de papeles. Su mesa (creo que es su mesa) tiene una conexión para su manordenador y una pantalla grande.

—Hogar dulce hogar —dice él, indicándome una silla junto a la mesa.

La silla es de metal gris con un fino cojín de plástico verde en el asiento. Noto el armazón a través del cojín. Huelo a café rancio, a chocolatinas baratas, patatas fritas, papel, el olor a tinta frita de las impresoras y las fotocopiadoras.

—Aquí tiene la copia impresa de su declaración de anoche —dice él—. Léala, mire a ver si hay algún error y, si no, fírmela.

Tantos síes me retrasan, pero me impongo a ellos. Leo rápidamente la declaración, aunque tardo un rato en comprender que el «demandante» soy yo y el «asaltante» es Don. Además, no sé por qué se refieren a Don y a mí como «varones» y no como «hombres» y a Marjory como «hembra» y no como «mujer». Creo que es grosero llamarla «una hembra conocida por ambos varones en un contexto social». No hay ningún error, así que lo firmo.

Entonces el señor Stacy me dice que debo firmar una denuncia contra Don. No sé por qué. Va contra la ley hacer las cosas que hizo Don, y hay pruebas de que las hizo. No debería importar si yo firmo o no. Sin embargo, si eso es lo que requiere la ley, lo haré.

—¿Qué le sucederá a Don si lo declaran culpable? —pregunto.

—¿Vandalismo repetido en escalada hasta un ataque violento? No se librará de una rehabilitación con custodia —dice el señor Stacy—. Un PDP... un chip cerebral programable determinante de personalidad. Es cuando ponen un chip de control...

—Lo sé —digo. Algo hace que me revuelva por dentro; al menos yo no tengo que contemplar la perspectiva de que me inserten un chip en el cerebro.

—No es como en las películas —dice el señor Stacy—. No hay chispas ni destellos... Simplemente, no podrá hacer ciertas cosas.

Lo que he oído (lo que oímos en el Centro) es que el PDP anula la personalidad original e impide que el rehabilitado, el término que les gusta usar, haga nada más que lo que se le dice.

—¿No podría simplemente pagar mis neumáticos y mi parabrisas? —pregunto.

—Reinciden —dice el señor Stacy, rebuscando en un montón de papeles—. Lo vuelven a hacer. Está demostrado. Igual que usted no puede dejar de ser usted, una persona que es autista, él no puede dejar de ser él, una persona que es celosa y violenta. Si se hubiera descubierto cuando era niño, bueno, entonces... Aquí está. —Saca una hoja concreta—. Éste es el impreso. Léalo con atención, firme al pie, donde están las «X», y ponga la fecha.

Leo el informe, encabezado con el sello de la ciudad. Dice que yo, Lou Arrendale, denuncio un montón de cosas que ni siquiera se me habían ocurrido. Creía que sería sencillo: Don trató de asustarme y luego intentó hacerme daño. En cambio el impreso dice que me quejo de destrucción malintencionada de la propiedad, de robo de propiedad valorado en más de doscientos cincuenta dólares, de ataque con intento de asesinato con un artefacto explosivo...

—¿Eso podría haberme matado? —pregunto—. Aquí dice «ataque con artefacto explosivo».

—Los explosivos son armas letales. Es cierto que tal como lo había preparado no estalló como tenía que haber hecho, y la cantidad era mínima: podría haber perdido usted sólo parte de las manos y la cara. Pero para la ley es lo mismo.

—No sabía que un acto como quitar la batería y poner un muñeco de resorte violara más de una ley.

—Ni tampoco lo saben muchos delincuentes —dice el señor Stacy—. Pero es bastante corriente. Digamos que un ladrón entra en una casa mientras los dueños están fuera y roba cosas. Hay una ley para la entrada ilegal y otra ley para el robo.

No me quejé de que Don preparara un explosivo porque no sabía qué estaba haciendo. Miro al señor Stacy; está claro que tiene una respuesta para todo y que no servirá de nada discutir. No parece justo que tantas quejas puedan derivarse de un solo acto, pero he oído a la gente hablar de otras cosas como éstas también.

El impreso sigue reseñando lo que hizo Don con lenguaje menos formal: los neumáticos, el parabrisas, el robo de la batería del vehículo, valorada en 262,37 dólares, la colocación del artefacto explosivo bajo el capó y el ataque en el aparcamiento. Con todo expuesto en orden, queda claro que Don lo hizo, que de verdad pretendía hacerme daño, que el primer incidente fue un claro signo de advertencia.

Sigue siendo duro de comprender. Sé lo que dijo, las palabras que empleó, pero no tienen mucho sentido. Es un hombre normal. Podía hablar fácilmente con Marjory; hablaba con ella. Nada le impedía ser amigo suyo, nada más que él mismo. No es culpa mía que yo le gustara a ella. No es culpa mía que me conociera en el grupo de esgrima; yo llegué primero y no la conocía hasta que vino.

—No sé por qué —digo.

—¿Qué?

—No sé por qué se enfadó tanto conmigo.

Él ladea la cabeza.

—Se lo dijo. Y usted me lo contó.

—Sí, pero no tiene sentido. Me gusta mucho Marjory, pero ella no es mi novia. Nunca he salido con ella. Nunca me ha pedido para salir. Nunca he hecho nada para herir a Don.

No le digo al señor Stacy que me gustaría invitar a Marjory a salir, porque podría preguntarme por qué no lo he hecho y no quiero responder.

—Tal vez no tenga sentido para usted, pero tiene sentido para mí. Vemos muchos casos como éste, de celos que se convierten en furia. No tuvo usted necesidad de hacer nada: todo estaba en él, y en su interior.

—Es normal por dentro.

—No es un disminuido, Lou, pero no es normal. Las personas normales no ponen artefactos explosivos en los coches de la gente.

—¿Quiere decir que está loco?

—Eso tienen que decidirlo los tribunales —dice el señor Stacy. Sacude la cabeza—. Lou, ¿por qué trata de disculparlo?

—Yo no... Estoy de acuerdo en que lo que hizo está mal, pero que te pongan un chip en el cerebro para convertirte en otra persona...

Él pone los ojos en blanco.

—Lou, me gustaría que ustedes (me refiero a las personas que no están dentro de la justicia criminal) comprendieran lo que es el PDP. No se trata de convertirlo en otra persona. Se trata de que sea Don sin la compulsión para hacerle daño a la gente que lo molesta. De esa forma no tendremos que tenerlo encerrado durante años porque es probable que vuelva a hacerlo otra vez... Así no lo hará más. A nadie. Es mucho más humano que lo que solíamos hacer, encerrar a la gente así durante años con otros hombres malos en un entorno que sólo los vuelve peores. Esto no hace daño; no lo convierte en un robot; puede llevar una vida normal... Simplemente, no puede cometer delitos violentos. Es lo único que hemos encontrado que funciona, aparte de la pena de muerte, que reconozco que es un poco extrema para lo que le hizo a usted.

—Sigue sin gustarme —digo—. No me gustaría que nadie me pusiera un chip en el cerebro.

—Hay usos médicos legítimos.

Lo sé; sé lo de la gente con ataques imposibles de tratar o Parkinson o lesiones en la médula espinal: para ellos se han desarrollado chips específicos y bypass, y eso es bueno. Pero de esto no estoy tan seguro.

De todas formas, es la ley. No hay nada falso en el impreso. Don hizo estas cosas. Llamé a la policía por ellas, excepto por la última, de la que fueron testigos. Hay una línea al pie del impreso, entre el cuerpo de texto y el espacio para mi firma, y una línea de texto que dice que juro que todo lo que se dice en la declaración es cierto. Es cierto por lo que sé, y con eso tendrá que bastar. Firmo en la línea, pongo la fecha y se lo entrego al agente de policía.

—Gracias, Lou —dice él—. Ahora la fiscal del distrito quiere conocerlo para explicarle qué sucederá a continuación.

La fiscal del distrito es una mujer de mediana edad con el pelo negro rizado, mezclado con gris. La placa de su mesa dice BEATRICE HUNSTON. Tiene la piel del color de las galletas de chocolate. Su oficina es más grande que la mía y tiene estantes con libros por todas partes. Son viejos, marrones con cuadrados negros y rojos en los lomos. No parece que nadie los haya leído jamás, y me pregunto si son de verdad. Hay una placa de datos sobre su mesa y la luz hace que la parte inferior de su barbilla tenga un color extraño, aunque desde mi lado la mesa parece negra.

—Me alegro de que esté vivo, señor Arrendale —dice—. Tuvo usted mucha suerte. Tengo entendido que ha firmado la denuncia contra el señor Donald Poiteau, ¿no es así?

—Sí.

—Bueno, déjeme explicarle qué sucederá a continuación. La ley dice que el señor Poiteau tiene derecho a ser juzgado si así lo quiere. Nosotros tenemos muchas pruebas de que es la persona responsable de todos los incidentes, y estamos seguros de que las pruebas se sostendrán ante un tribunal. Pero lo más probable es que su consejero legal le diga que acepte un acuerdo. ¿Sabe lo que significa eso?

—No —digo yo. Sé que quiere decírmelo.

—Si no consume los recursos del Estado exigiendo un juicio, el tiempo de condena se convertirá en la implantación y adaptación del PDP, el chip. De lo contrario, si se le condena a prisión, se enfrentará a un mínimo de cinco años de cárcel. Mientras tanto, descubrirá lo que es estar detenido y sospecho que accederá al acuerdo.

—Pero puede que no le condenen.

La fiscal del distrito me sonríe.

—Eso ya no sucede —dice—. No con el tipo de pruebas que tenemos. No tiene usted que preocuparse: no podrá volver a hacerle daño.

No estoy preocupado. O no estaba preocupado hasta que ella ha dicho eso. Una vez que Don estuvo bajo custodia, ya no me preocupé más por él. Si escapa, me preocuparé de nuevo. No estoy preocupado ahora.

—Si no llega a juicio, si su abogado acepta un acuerdo, entonces no tendremos que volver a llamarle a usted —dice ella—. Lo sabremos dentro de unos cuantos días. Si exige un juicio, entonces usted aparecerá como testigo de cargo. Eso implicará pasar algún tiempo conmigo o con alguien de esta oficina preparando su testimonio y luego algún tiempo en el tribunal. ¿Lo comprende?

Comprendo lo que dice. Lo que no dice y tal vez no sabe es que el señor Crenshaw se enfadará mucho si falto al trabajo. Espero que Don y su abogado no insistan en un juicio.

—Sí —digo.

—Bien. El procedimiento ha cambiado completamente en los últimos años, con la creación del chip PDP; ahora es mucho más directo. Menos casos van a juicio. Las víctimas y los testigos no pierden tanto tiempo. Estaremos en contacto, señor Arrendale.

La mañana casi ha terminado cuando salgo por fin del Centro de Justicia. El señor Aldrin dijo que no tenía que ir al trabajo en todo el día, pero no quiero que el señor Crenshaw tenga ningún motivo para enfadarse conmigo, así que vuelvo a la oficina por la tarde. Tenemos otra prueba, una de esas en que se supone que tenemos que encajar pautas en una pantalla de ordenador. Todos somos muy rápidos y acabamos enseguida. Las otras pruebas son fáciles también, pero aburridas. No compenso el tiempo que he perdido esta mañana, porque eso no ha sido culpa mía.

Antes de marcharme a esgrima veo las noticias científicas en la tele porque hay un programa sobre el espacio. Un consorcio de compañías está construyendo otra estación espacial. Veo un logo que reconozco; no sabía que la compañía para la que trabajo tuviera interés en las operaciones basadas en el espacio. El locutor habla sobre los miles de millones que costará y de la intervención de varios socios.

Tal vez éste sea uno de los motivos por los que el señor Crenshaw insiste en que necesita recortar costes. Creo que es bueno que la compañía quiera invertir en el espacio, y desearía tener una oportunidad para ir allí. Tal vez si no fuera autista podría haber sido astronauta o científico espacial. Pero aunque cambie ahora, con el tratamiento, será demasiado tarde para intentar formarme en esa carrera.

Tal vez por eso algunas personas quieren el tratamiento TodaUnaVida para alargar sus vidas, para poder formarse en una carrera que no pudieron seguir antes. Pero es muy caro. No mucha gente puede permitírselo, todavía.

Hay otros tres coches aparcados delante de la casa de Tom y Lucía cuando llego. El de Marjory está. El corazón me late más rápido. Me siento sin aliento, pero no he estado corriendo.

Un viento helado sopla por la calle. Cuando hace frío, es más fácil practicar, pero resulta más difícil sentarse en el patio trasero a charlar.

Dentro, Lucía, Susan y Marjory están hablando. Se detienen cuando entro.

—¿Cómo estás, Lou? —pregunta Lucía.

—Estoy bien —respondo. Noto la lengua demasiado grande.

—Lamento lo de Don.

—Tú no le dijiste que lo hiciera. No es culpa tuya. —Ella debería saberlo.

—No me refería a eso. Es que... lo siento por ti.

—Estoy bien —repito—. Estoy aquí y no... —Cuesta decirlo—. No detenido —digo, evitando decir
no muerto
—. Es duro... Dicen que le pondrán un chip en el cerebro.

—Eso espero —dice Lucía. Su cara se tuerce. Susan asiente y murmura algo que no puedo oír del todo.

—Lou, parece que no quieres que le suceda eso —dice Marjory.

—Da mucho miedo. Hizo algo malo, pero da miedo que lo conviertan en otra persona.

—No es así —dice Lucía. Me está mirando. Ella debería comprenderlo más que nadie: sabe lo del tratamiento experimental; sabe por qué me molesta que Don sea obligado a ser otra persona—. Hizo algo malo... algo muy malo. Podría haberte matado, Lou. Lo habría hecho si no lo hubieran detenido. Si lo convirtieran en un plato de natillas sería justo, pero todo lo que hace el chip es impedir que cause daño a nadie.

No es tan sencillo. Igual que una palabra puede significar una cosa en una frase y otra cosa distinta en otra o cambiar de significado con el tono, un acto puede ser valioso o lesivo dependiendo de las circunstancias. El chip PDP no le da a la gente mejor juicio para decidir qué es dañino y qué no lo es; anula la voluntad, la iniciativa para llevar a cabo actos que a menudo son más dañinos que beneficiosos. Eso significa que también impide que Don haga cosas a veces. Incluso yo lo sé, y estoy seguro de que Lucía lo sabe también, pero lo ignora por algún motivo.

—¡Pensar que confié en él en el grupo tanto tiempo! —dice—. Nunca imaginé que pudiera hacer una cosa así. Esa víbora repugnante... yo misma le arrancaría la cara.

Other books

The AI War by Stephen Ames Berry
Cookie's Case by Andy Siegel
Under Her Spell by Isabella Ashe
Jaxson's Song by Angie West
Distorted Hope by Marissa Honeycutt
Hope Rekindled by Tracie Peterson
Portrait in Death by J. D. Robb
La concubina del diablo by Ángeles Goyanes
No Place by Todd Strasser