La velocidad de la oscuridad (17 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
2.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Por qué no ha aparcado donde se supone que tiene que hacerlo? —pregunta. Parece enfadado.

—Alguien me pinchó los neumáticos.

—Cabritos —dice. Su cara cambia de expresión; sus ojos vuelven a la mesa. Pienso que tal vez está decepcionado por no tener nada con lo que enfadarse.

—¿Cuál es el camino más corto para llegar al edificio Veintiuno? —pregunto.

—Atraviese este edificio, gire a la derecha al final del Quince y luego deje atrás la fuente con la mujer desnuda a caballo. Desde allí se ve su aparcamiento. —Ni siquiera levanta la cabeza.

Atravieso Administración, con su feo suelo de mármol verde y su olor a limón desagradablemente fuerte, y salgo de nuevo al brillante sol. Ya hace mucho más calor que antes. La luz del sol se refleja en las paredes. Aquí no hay parterres de flores; la hierba llega hasta el pavimento.

Cuando llego a nuestro edificio y pongo mi identificación en la cerradura de la puerta estoy sudando. No es un buen olor. Dentro del edificio hace fresco y está casi oscuro y puedo relajarme. El suave color de las paredes, el firme brillo de las anticuadas luces, la quietud del aire fresco... todo esto me tranquiliza. Voy directamente a mi oficina y conecto el ventilador a toda potencia.

Mi ordenador está encendido, como de costumbre, con un icono de mensaje parpadeando. Conecto uno de los voladores y mi música (Bach, una versión orquestal de
Las ovejas pueden pastar a salvo
) antes de recuperar el mensaje: «Llama en cuanto llegues. [Firmado] Sr. Crenshaw, extensión 2313.»

Tiendo la mano hacia el teléfono, pero suena antes de que pueda descolgar.

—Te he dicho que llamaras en cuanto llegaras a la oficina —dice la voz del señor Crenshaw.

—Acabo de llegar.

—Has pasado por la puerta principal hace veinte minutos —dice él. Parece muy enfadado—. No se tardan veinte minutos en recorrer esa distancia.

Yo debería decir que lo siento, pero no lo siento. No sé cuánto tiempo he tardado en llegar desde la puerta, y no sé a qué velocidad podría haber caminado si hubiera intentado caminar más rápido. Hacía demasiado calor para caminar deprisa. No sé cuánto más podría hacer de lo que ya he hecho. Noto el cuello tenso y caliente.

—No me he parado —digo.

—¿Y qué es eso de un neumático pinchado? ¿No sabes cambiar un neumático? Llegas dos horas tarde.

—Cuatro neumáticos —digo—. Alguien acuchilló los cuatro neumáticos.

—¡Los cuatro! Supongo que lo habrás denunciado a la policía.

—Sí.

—Podrías haber esperado a después del trabajo. O podrías haber llamado desde el trabajo.

—El policía ya estaba allí.

—¿Allí? ¿Alguien ha visto cómo te destrozaban el coche?

—No...

Contra la impaciencia y la furia en su voz me debato por interpretar sus palabras; suenan más y más lejanas, menos parecidas a palabras con significado. Es difícil pensar cuál es la respuesta adecuada.

—El policía que vive con... en mi edificio. Vio las ruedas pinchadas. Llamó al otro policía. Me dijo lo que tenía que hacer.

—Debería haberte dicho que vinieras a trabajar —dice Crenshaw—. No había motivo alguno para que te retrasaras. Ya sabes que tendrás que compensar todo ese tiempo.

—Lo sé.

Me pregunto si él tiene que compensar el tiempo cuando algo lo retrasa. Me pregunto si alguna vez se ha encontrado con una rueda pinchada, o con las cuatro ruedas pinchadas, camino del trabajo.

—Asegúrate de no anotarlo como horas extra —dice él, y corta la comunicación. No ha dicho que lamentara que yo tuviera las cuatro ruedas pinchadas. Lo convencional sería decir «lástima», o «qué horrible», pero aunque él es normal, no ha dicho ninguna de esas cosas. Tal vez no lo siente; tal vez no tiene ninguna empatía que expresar. Yo tuve que aprender a decir cosas convencionales aunque no las sintiera, porque eso forma parte de
encajar
y de
aprender a llevarme bien
. ¿Le ha pedido alguna vez alguien al señor Crenshaw que encaje, que se lleve bien?

Sería mi hora de almorzar, aunque voy retrasado y necesito compensar el tiempo. Me siento hueco por dentro; me dirijo a la cocina de la oficina y me doy cuenta de que no tengo nada para almorzar. Debo de haberlo dejado en la encimera cuando he vuelto a mi apartamento para cursar la reclamación al seguro. No hay nada en el frigorífico con mis iniciales. Lo vacié ayer.

No tenemos máquina expendedora de comida en nuestro edificio. Nadie se la comía y se estropeaba, así que se la llevaron. La compañía tiene un comedor al otro lado del campus y hay una máquina en el edificio de al lado. La comida de esas máquinas está asquerosa. Si es un bocadillo, todo el bocadillo está pringoso de mayonesa o salsa de ensalada. Cosas verdes, cosas rojas, carne salpicada de otros sabores. Las cosas dulces (los donuts y rollitos) están pegajosos y dejan manchas repulsivas en las bolsas de plástico de donde se sacan. El estómago se me revuelve al imaginarlo.

Por mí saldría y compraría algo, aunque normalmente no salimos en la hora del almuerzo, pero mi coche sigue en el apartamento, abandonado con sus cuatro ruedas pinchadas. No quiero cruzar andando el campus y comer en esa sala grande y ruidosa con gente que no conozco, gente que piensa que somos raros y peligrosos. No sé si la comida de allí sería mejor.

—¿Te has olvidado el almuerzo? —pregunta Eric. Doy un brinco. Todavía no he hablado con ninguno de los otros.

—Alguien me rajó los neumáticos del coche —digo—. He llegado tarde. El señor Crenshaw está enfadado conmigo. Me he dejado el almuerzo en casa por descuido. Mi coche está en casa.

—¿Tienes hambre?

—Sí. No quiero ir al comedor.

—Chuy va a salir a hacer unos recados en el almuerzo —dice Eric.

—A Chuy no le gusta llevar a nadie.

—Puedo hablar con él.

Chuy accede a traerme algo de almorzar. No va a ir a ningún supermercado, así que tendré que comer algo que pueda encontrar con facilidad. Vuelve con manzanas y una salchicha dentro de un panecillo. Me gustan las manzanas pero no las salchichas. No me gustan los trocitos mezclados de dentro. Pero no es tan mala como otras cosas, y tengo hambre, así que me la como y no pienso mucho en el tema.

Son las 4.16 cuando recuerdo que no he llamado a nadie para que cambie los neumáticos de mi coche. Recupero el directorio local e imprimo la lista de números. Las listas indican la localización, así que empiezo por los que están más cerca de mi apartamento. Cuando contacto con ellos, uno tras otro me dicen que hoy ya es demasiado tarde para hacer nada.

—Lo más rápido —dice uno de ellos— será que compre cuatro neumáticos ya montados y los ponga usted mismo, uno a uno.

Costaría mucho dinero comprar cuatro neumáticos con sus ruedas, y no sé cómo los llevaría a casa. No quiero pedirle a Chuy otro favor tan pronto.

Es como esos acertijos con un hombre, una gallina, un gato y una bolsa de pienso a un lado de un río y una barca que sólo puede llevar a dos y que tiene que utilizar para llevarlo todo al otro lado sin dejar solos al gato y la gallina o la gallina y la bolsa de pienso. Tengo cuatro neumáticos pinchados y una rueda de repuesto. Si pongo la rueda de repuesto y llevo rodando la llanta de esa rueda hasta la tienda de neumáticos, podrán ponerle un nuevo neumático y traerla de vuelta rodando, ponerlo, y luego llevar el siguiente neumático pinchado. Tres de ésos y tendré cuatro ruedas enteras en el coche y podré conducir el coche, con el último neumático pinchado, hasta la tienda.

La tienda de vulcanizados más cercana está a un kilómetro de distancia. No sé cuánto tiempo tardaría en llevar el neumático rodando... más de lo que tardaría con un neumático con aire, supongo. Pero es lo único que se me ocurre. No me dejarían subir al transporte público con una rueda, aunque fuera en la dirección adecuada.

La tienda está abierta hasta las nueve. Si trabajo mis dos horas extra esta noche y puedo volver a casa a las ocho, entonces sin duda que podré llevar ese neumático a la tienda antes de que cierren. Mañana, si salgo del trabajo a tiempo, puede que consiga llevar dos más.

Estoy en casa a las 7.43. Abro el maletero de mi coche y saco con esfuerzo la rueda de repuesto. Aprendí a cambiar una rueda en mis clases de conducción, pero no he cambiado ninguna desde entonces. Es sencillo en teoría, pero requiere más tiempo del que quisiera. Es difícil colocar el gato y el coche no sube muy rápido. La parte delantera se aplasta contra las ruedas; los neumáticos pinchados sueltan un sonido sordo cuando la goma roza contra sí misma. Estoy jadeando y sudando cuando por fin consigo sacar la rueda y colocar en su sitio la de repuesto. Hay algo acerca del orden en que hay que apretar las tuercas, pero no lo recuerdo con exactitud. La señora Melton dijo que era importante hacerlo bien. Son más de las ocho ya y empieza a oscurecer.

—¡Eh...!

Doy un brinco. No reconozco la voz al principio ni la figura fornida que corre hacia mí. Se detiene.

—Oh... eres tú, Lou. Creía que era el vándalo, que venía a cometer más tropelías. ¿Qué has hecho, comprar ruedas nuevas?

Es Danny. Suspiro aliviado.

—No. Es la rueda de recambio. La pondré y luego llevaré la rueda a la tienda y haré que me pongan otro neumático, y luego cuando vuelva podré cambiarla por la mala. Mañana lo haré con otra.

—Pero... pero podrías haber llamado a alguien para que te cambiara las cuatro ruedas. ¿Por qué lo haces de esa forma tan difícil?

—Me han dicho que no podían hacerlo hasta mañana o pasado. En un sitio me han dicho que comprara ruedas nuevas y las cambiara yo mismo si quería hacerlo más rápido. Así que me lo he pensado. He recordado la rueda de repuesto. He pensado en hacerlo yo mismo y ahorrar dinero y tiempo y he decidido empezar cuando llegara a casa...

—¿Acabas de llegar?

—He llegado tarde al trabajo esta mañana. He trabajado hasta tarde para compensar. El señor Crenshaw se ha enfadado mucho.

—Sí, pero... esto te va a llevar varios días. Además, la tienda cerrará dentro de menos de una hora. ¿Ibas a coger un taxi o algo?

—La llevaré rodando —digo. La rueda con su neumático pinchado se burla de mí; ya ha sido bastante difícil echarla a rodar a un lado. Cuando cambiamos el neumático en clase de conducción, tenía aire dentro.

—¿A pie? —Danny niega con la cabeza—. Nunca lo conseguirás, amigo. Será mejor que la metamos en mi coche y yo te lleve. Lástima que no podamos llevar dos... Bueno, lo cierto es que podemos.

—No tengo dos ruedas de repuesto.

—Puedes usar la mía. Tenemos el mismo modelo de rueda.

No lo sabía. No tenemos el mismo modelo de coche, y no todos son del mismo tamaño. ¿Cómo lo sabe?

—¿Te has acordado de apretar las tuercas por pares opuestos? Cuidas bien de tu coche, tal vez nunca has tenido que hacerlo.

Me agacho para apretar las tuercas. Con sus palabras, recuerdo exactamente lo que dijo la señora Melton. Es una pauta, una pauta sencilla. Me gustan las pautas simétricas. Para cuando he terminado, Danny ha vuelto con su rueda de repuesto y está mirando el reloj.

—Vamos a tener que darnos prisa —dice—. ¿Te importa si me encargo yo? Estoy acostumbrado...

—No me importa —digo. No estoy diciendo toda la verdad. Si él tiene razón en que puedo llevar dos ruedas esta noche, entonces eso es una gran ayuda, pero se está metiendo en mi vida, dándome prisa, haciéndome sentirme lento y estúpido. Eso sí que me importa. Sin embargo, actúa como un amigo, ayudando. Es importante agradecer la ayuda.

A las 8.21 las dos ruedas están en la parte de atrás de mi coche: tiene un aspecto raro con las ruedas deshinchadas delante e hinchadas detrás. Las dos ruedas rajadas que quitamos de la parte trasera de mi coche están en el maletero del coche de Danny, y yo estoy sentado junto a él. De nuevo conecta el sistema de sonido y el estrépito sacude mi cuerpo. Quiero salir corriendo de allí: es demasiado sonido, el sonido equivocado. Él habla por encima del sonido, pero no puedo comprenderlo: el sonido y su voz chocan.

Cuando llegamos a la tienda de neumáticos lo ayudo a llevar las ruedas. El empleado me mira casi sin ninguna expresión. Antes de que yo pueda explicar lo que quiero, niega con la cabeza.

—Es demasiado tarde —dice—. No podemos cambiar neumáticos ya.

—Está abierto hasta las nueve.

—El mostrador, sí. Pero no cambiamos neumáticos tan tarde.

Mira la puerta de la tienda, donde hay un hombre delgado con pantalones azul oscuro y una camisa beige con un parche apoyado en el marco, limpiándose las manos en un trapo rojo.

—Pero no he podido llegar antes —digo—. Y tienen ustedes abierto hasta las nueve.

—Mire, amigo —dice el empleado. Un lado de su boca se ha levantado, pero no es una sonrisa, ni siquiera media sonrisa—. Ya se lo he dicho: llega demasiado tarde. Aunque pusiéramos los neumáticos ahora, terminaríamos pasadas las nueve. Apuesto a que usted no se queda hasta tarde para terminar un trabajo que un idiota le echa encima en el último minuto.

Abro la boca para decir que yo sí que me quedo hasta tarde, que me he quedado hasta tarde hoy y que por eso estoy tarde aquí, pero Danny se ha adelantado. El hombre del mostrador de pronto se estira y parece alarmado. Pero Danny está mirando al hombre de la puerta.

—Hola, Fred —dice, con voz feliz, como si acabara de encontrarse con un amigo. Pero por debajo hay otra voz—. ¿Cómo te va últimamente?

—Ah... bien, señor Bryce. Estoy limpio.

No parece limpio. Tiene marcas negras en las manos y las uñas sucias. Sus pantalones y su camisa tienen también marcas negras.

—Eso está muy bien, Fred. Verás... a mi amigo le destrozaron el coche anoche. Ha tenido que trabajar hasta tarde porque llegó tarde al trabajo esta mañana. Yo esperaba que pudieras ayudarlo.

El hombre de la puerta mira al hombre del mostrador. Sus cejas suben y bajan al mirarse. El hombre del mostrador se encoge de hombros.

—Tendrá que cerrar usted —dice. Se vuelve hacia mí—. Supongo que sabrá qué neumático quiere.

Lo sé. Compré neumáticos aquí hace sólo unos meses, así que sé qué decir. Él anota los números y tipos y se lo entrega al otro hombre (Fred), que asiente y se adelanta para recoger mis ruedas.

Son las 9.07 cuando Danny y yo nos marchamos con los dos neumáticos nuevos. Fred los lleva rodando hasta el coche de Danny y los mete en el maletero. Estoy muy cansado. No sé por qué me ayuda Danny. No me gusta la idea de que su rueda de repuesto esté en mi coche: parece extraño, como un trozo de pescado en un guiso de carne. Cuando volvemos al aparcamiento, me ayuda a poner los dos neumáticos buenos en las ruedas delanteras de mi coche y los neumáticos rajados de delante en mi maletero. Sólo entonces me doy cuenta de que eso significa que podré ir en coche al trabajo por la mañana y al mediodía podré cambiar los dos neumáticos rotos.

Other books

Summer of Sloane by Erin L. Schneider
Zombie Fever: Origins by Hodges, B.M.
Tradition of Deceit by Kathleen Ernst
Wait Till Helen Comes by Mary Downing Hahn
Buffalo Jump Blues by Keith McCafferty
Pleating for Mercy by Bourbon, Melissa