Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—¿Cómo vamos a montar todos en tres caballos? —preguntó Kimeran.
—Algunos pueden ir en las angarillas y otros, de dos en dos, a lomos de los caballos. ¿Has pensado alguna vez en montar a caballo? Podrías ir en la grupa con Jonayla.
—Quizá sea mejor que vaya otro en el caballo; yo tengo las piernas muy largas y corro muy rápido —contestó Kimeran.
—No tanto como un caballo —señaló Jondalar—. Los dos hijos de Beladora pueden ir en la angarilla con ella. Será un paseo un poco movido, pero ya lo han hecho otras veces. Podemos pasar la carga de la angarilla de Corredor a la de Gris. Y Levela y Jonlevan pueden montar en Corredor conmigo. Sólo quedáis tú y Jondecam. He pensado que Jondecam podría ir en la angarilla, o conmigo, y entonces Levela y su hijo tendrían que viajar en la angarilla. Y tú puedes montar con Ayla o con Jonayla. Con esas piernas tan largas, tendrías más espacio si fueras con Jonayla, ya que ella se sienta muy cerca del cuello de Gris. ¿Te ves capaz de ir sobre un caballo sujetándote con las piernas? También puedes agarrarte a las cuerdas de la angarilla. La persona que monte conmigo puede cogerse a mí. No iríamos así más que a ratos, o los caballos se cansarían; pero recorreríamos una distancia mucho mayor en menos tiempo si vamos al trote.
—Veo que has estado dándole vueltas —observó Jondecam.
—Sólo desde que Ayla me ha transmitido sus preocupaciones —respondió Jondalar—. ¿A ti qué te parece, Levela?
—No quiero mojarme si puedo evitarlo —contestó ella—. Si Ayla dice que lloverá, la creo. Iré en una angarilla con Jonlevan, como Beladora, si así llegamos antes, aunque sea un viaje un poco movido.
Mientras se calentaba el agua para la infusión, reacomodaron la carga de las angarillas, y Ayla y Jondalar instalaron a todos. Lobo, sentado a un lado, observaba con la cabeza ladeada como si sintiera curiosidad, impresión que la oreja sesgada parecía confirmar. Ayla lo vio y sonrió. Al principio avanzaron despacio; al cabo de un rato, Jondalar cruzó una mirada con Ayla, le dirigió una señal y gritó:
—Preparados, y sujetaos bien.
Ayla se inclinó hacia delante y dio a su yegua la orden de correr. Whinney inició un trote rápido y pronto empezó a galopar. Aunque no iba tan deprisa como sin la parihuela, alcanzó una velocidad considerable. Los caballos que la seguían, imitándola y obedeciendo las órdenes de sus jinetes, avivaron el paso. Lobo corría a su lado. Era una experiencia emocionante para Jondecam y Kimeran, y sobrecogedora, a la vez que un poco terrorífica, para quienes se aferraban a las angarillas, que se sacudían en su avance por aquel terreno abrupto. Ayla permanecía atenta a su yegua, y cuando Whinney comenzó a dar señales de cansancio por el esfuerzo, la obligó a aminorar otra vez el paso.
—¡Vaya! ¡Qué emocionante! —exclamó Beladora.
—¡Ha sido divertidísimo! —dijeron los gemelos al unísono.
—¿Podemos volver a hacerlo? —preguntó Ginadela.
—Sí, ¿podemos? —repitió Gioneran.
—Volveremos a hacerlo, pero ahora tenemos que dejar descansar un poco a Whinney —respondió Ayla. Estaba satisfecha por la distancia cubierta en ese breve arranque de velocidad, pero aún les quedaba un buen trecho por recorrer. Siguieron adelante, pero al paso. En cuanto notó descansada a su montura, vociferó—: Vamos allá otra vez.
Cuando los caballos iniciaron el galope, los jinetes se sujetaron con fuerza, sabiendo ya lo que les esperaba. Quienes antes habían pasado miedo esta vez no se asustaron tanto, pero no por ello era menos emocionante ir a una velocidad superior a la que alcanzarían por su propio pie, incluso quienes tenían las piernas más largas.
Esos tres caballos salvajes, domados pero no domesticados, eran muy fuertes y recios. Sus cascos no necesitaban protección para el suelo pedregoso, podían cargar o arrastrar una carga asombrosamente pesada, y su resistencia era muy superior a la que cabría esperar. Aunque les encantaba galopar, los caballos con una carga mayor de la habitual podían mantener ese paso durante un tiempo limitado, cosa que Ayla tuvo muy en cuenta. Los obligó a reducir la velocidad de nuevo, y cuando les indicó que se echaran a correr por tercera vez, los caballos incluso parecían disfrutar con la carrera, y Lobo también. Para él, aquello era una especie de juego: intentaba prever cuándo empezarían a galopar para salir con ventaja, pero no se alejaba demasiado porque quería ir a la par que ellos y necesitaba saber cuándo volvían a disminuir el paso.
A última hora de la tarde, Ayla y Jondalar empezaron a reconocer el paisaje, aunque todavía no estaban muy seguros, y no querían pasar de largo el camino que se desviaba hacia la caverna de Camora. Antes iban con Willamar, que conocía la región y los guiaba. Como ahora avanzaban más despacio, advirtieron los cambios en el tiempo. Se percibía humedad en el aire y se había levantado el viento. De pronto oyeron el estruendoso retumbo y el fragor del trueno, y poco después, no muy lejos de allí, vieron un relámpago. Todos supieron que estaba a punto de desencadenarse una gran tormenta. Ayla empezó a temblar, pero no era sólo por la fuerza súbita de aquel viento frío y húmedo. El estruendo y el fragor le recordaron demasiado a un terremoto, y nada detestaba más que los terremotos.
Estuvieron a punto de no ver el desvío, pero Willamar y unos cuantos más llevaban varios días vigilando por si llegaban. Jondalar sintió un profundo alivio al distinguir la silueta familiar que les hacía señas. El maestro de comercio había visto acercarse a los caballos desde lejos y enviado a uno de los hombres a la caverna a avisar de su regreso. Desde donde estaba, Willamar no vio a nadie caminar al lado de los caballos y temió que Ayla y Jondalar no hubieran encontrado a los viajeros, pero cuando se aproximaron, divisó más de una cabeza a lomos de los animales y comprendió que los montaban de dos en dos. Luego avistó las angarillas y, poco después, a las personas que viajaban en ellas.
Los habitantes de la caverna corrían ya sendero abajo. Cuando Camora vio a su hermano y su tío, no supo hacia quién correr primero. Ellos resolvieron su dilema: se precipitaron los dos a la vez hacia ella y la abrazaron simultáneamente.
—Corred, que empieza a llover —instó Willamar.
—Podemos dejar las angarillas aquí —propuso Ayla, y subieron todos por el camino.
Los viajeros se quedaron más días de los previstos, en parte para que Camora pudiera pasar más tiempo con sus parientes y su compañero y sus hijos los conocieran. Los habitantes de la caverna vivían bastante aislados, y aunque asistían a las Reuniones de Verano, no tenían vecinos en las inmediaciones. Jondecam y Levela se plantearon la posibilidad de quedarse con la hermana de Jondecam, quizá hasta que los viajeros pasaran a recogerlos en el camino de vuelta. Ella parecía anhelar compañía y noticias de la gente a quien conocía. Kimeran y Beladora tenían la intención de marcharse junto con la Primera. La familia de Beladora vivía al final del viaje propuesto.
La Primera hubiese querido marcharse a los pocos días, pero Jonayla contrajo el sarampión justo cuando se disponían a reemprender el viaje, cosa que demoró su partida. Los tres zelandonia que se hallaban entre los viajeros dieron remedios e instrucciones a los habitantes de la caverna para cuidar de quienes padecieran la contagiosa enfermedad, explicando que probablemente ellos también la contraerían, pero no solía ser grave. El Zelandoni local había tenido ocasión de conocer mejor a la Primera y a Jonokol mientras Ayla y Jondalar iban en busca de los otros y respetaba aún más que antes sus conocimientos.
Los de la Novena Caverna contaron anécdotas de sus experiencias con la enfermedad y la presentaron como algo tan corriente que la gente no temió contraerla. Incluso cuando Jonayla empezó a recuperarse, la Zelandoni decidió que debían aplazar la marcha hasta que la gente de la caverna manifestara los síntomas, y así podrían explicarles cómo atender a los enfermos y qué hierbas y cataplasmas podían ser beneficiosas. Al final, muchos miembros de la caverna enfermaron, pero no todos, lo que llevó a la Primera a pensar que al menos algunas de esas personas ya habían estado expuestas al sarampión.
La Zelandoni y Willamar sabían que había emplazamientos sagrados en la región, y hablaron de ellos con Farnadal y su donier. La Primera había oído hablar de ellos, pero no los había visto; Willamar sí, aunque hacía ya muchos años. Los emplazamientos estaban vinculados a la gran cueva pintada próxima a la Séptima Caverna de los zelandonii de las Tierras del Sur, como lo estaba asimismo la que se hallaba cerca de la Cuarta Caverna de las Tierras del Sur, y eran lugares sagrados, pero, por las descripciones, no había mucho que ver, sólo unas cuantas pinturas toscas en las paredes.
Ya se habían retrasado tanto que la Primera decidió prescindir de esos emplazamientos en esta Gira de la Donier para tener tiempo de visitar otros. Le interesaba más ver el importantísimo lugar sagrado que se hallaba a corta distancia de la caverna de Amelana. Y aún tenían que ir a visitar a sus vecinos los giornadonii, y la caverna de Beladora.
La espera dio a la Novena Caverna la oportunidad de conocer mejor a los miembros de la caverna de Camora, y de paso Jondalar pudo mostrar el lanzavenablos y enseñar a construirlo a quienes quisieron aprender. Jondecam y Levela, por su parte, tuvieron más tiempo para estar con Camora y sus parientes, y cuando los viajeros se marcharon, estaban ya en disposición de irse con ellos. Durante la prolongada visita, las dos cavernas habían entablado relaciones muy cordiales y hablaron de la posibilidad de una visita recíproca en el futuro.
Pese a tanta camaradería, los visitantes estaban impacientes por reemprender su camino, y los de la caverna sintieron cierto alivio al verlos marcharse. A diferencia de la Novena Caverna, situada en medio de una región muy poblada, no tenían por costumbre recibir visitas. Esa era una de las razones por las que Camora aún echaba de menos a su familia y sus amigos. Pensaba asegurarse de que la caverna devolviera la visita, y llegado el momento intentaría convencer a su compañero para quedarse allí.
Una vez en marcha, los viajeros tardaron unos días en acomodarse de nuevo a la itinerancia. La composición del nuevo grupo era muy distinta de la inicial, básicamente porque eran más, e incluía a un mayor número de niños, lo que aumentaba el tiempo de desplazamiento entre un lugar y otro. Mientras sólo estaba Jonayla, que a menudo montaba a lomos de Gris, avanzaban a un ritmo bastante rápido, pero con dos pequeños más que apenas empezaban a caminar, y uno aún menor que quería caminar por imitar a los otros, su avance inevitablemente se hizo más lento.
Por fin Ayla propuso que Gris tirara de una angarilla con los tres niños mientras Jonayla la montaba. De ese modo, los viajeros se desplazaron más deprisa. Establecieron una rutina muy práctica en la que todos, cada uno a su manera, contribuían al bienestar del grupo.
Conforme avanzaba la estación y seguían viaje hacia el sur, los días eran cada vez más cálidos. En general, el tiempo era agradable, salvo por alguna que otra tormenta o período de bochorno. Cuando viajaban o trabajaban con mucho calor, los hombres a menudo llevaban sólo un taparrabos y tal vez un chaleco, además de sus cuentas, que los adornaban e identificaban. Las mujeres solían usar un vestido sin mangas, de gamuza suave o de fibras tejidas, cómodo y holgado, con rajas a los lados para caminar con más facilidad, que se ponían por la cabeza y se ceñían a la cintura. Pero al apretar el calor, incluso la ropa ligera podía resultar excesiva y entonces se desnudaban aún más. A veces tanto hombres como mujeres vestían sólo un pañete o una falda corta con flecos y algunas cuentas, y los niños ni siquiera eso, y sus pieles adquirían un tono tostado. Un bronceado natural, adquirido lentamente, era la mejor protección contra el sol, y aunque ellos no lo sabían, era también una manera saludable de absorber ciertas vitaminas esenciales.
La Zelandoni estaba acostumbrándose a caminar, y a Ayla le pareció que había adelgazado. No le costaba mantener el paso, pero poco antes de llegar a los sitios insistía siempre en subirse a la angarilla. La gente reaccionaba con mucho revuelo al verla en la plataforma tirada por un caballo, lo que, pensaba ella, añadía misticismo a la zelandonia y a la posición de la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra.
Su ruta, trazada por la Zelandoni y Willamar, los llevó hacia el sur a través de bosques y praderas abiertas, bordeando la vertiente occidental de un macizo montañoso, vestigio de una antigua cordillera erosionada por el paso del tiempo, con volcanes que formaban nuevos montes encima de los anteriores. Al cabo de unos días, doblaron al este ciñéndose a la falda de la zona central del macizo y luego siguieron viajando hacia el este entre el extremo sur de las montañas y la costa septentrional del Mar del Sur. En el camino, a menudo veían animales de caza, aves y mamíferos de muchas especies, a veces en manadas, pero no se cruzaban con otros humanos salvo cuando se detenían a visitar asentamientos.
Ayla descubrió que disfrutaba realmente de la compañía de Levela y Beladora, y de la de Amelana cuando no visitaban otra caverna o Reunión de Verano. Hacían cosas juntas con sus hijos. A Amelana empezaba a notársele el embarazo, pero ya no tenía náuseas por las mañanas, y le sentaba bien andar. Se sentía a gusto y su vibrante buena salud, junto con su maternidad manifiesta, la hacían más atractiva a los ojos de Palidar y Tivonan, los ayudantes de Willamar. Pero a medida que continuaban la Gira de la Donier, deteniéndose a visitar sucesivas cavernas, Reuniones de Verano y emplazamientos sagrados, eran muchos los jóvenes que la encontraban igual de atractiva. Y ella disfrutaba con la atención.
Como a menudo Ayla estaba con la Zelandoni, las jóvenes aprendían algunos de los conocimientos que la Primera impartía a su acólita. Escuchaban y a veces participaban en las conversaciones sobre diversos temas —prácticas medicinales, identificación de plantas, maneras de contar, el significado de los colores y los números, los relatos y las canciones de las Historias y Leyendas de los Ancianos—, y la donier no parecía tener inconveniente en transmitirles su sabiduría. Sabía que en situaciones críticas no venía mal tener cerca a más personas que supieran qué hacer si debían actuar como ayudantes.
En su avance hacia el este, a menudo se toparon con ríos que descendían desde el macizo y desembocaban en el Mar del Sur. Como ninguno de ellos era demasiado grande, los viajeros se convirtieron en expertos en vadear cauces. Finalmente llegaron a uno que surcaba un gran valle de norte a sur, y los obligó a bordearlo hacia el norte hasta un afluente que vertía sus aguas desde el noreste, y lo siguieron.