Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—Yo te saludo, Demoryn —empezó Willamar, tendiéndole las dos manos, y prosiguió con los saludos formales. Luego explicó—: Hemos parado unos días poco antes de llegar aquí para cazar y reabastecernos, y para traeros de regalo un poco de carne. —Vio que el jefe y algunos más asintieron en un gesto de comprensión. Ellos habrían hecho lo mismo—. Al parecer, hemos acumulado una sobrecarga de riquezas. Encontramos una manada de bisontes y nuestros cazadores tuvieron una suerte excepcional. Al final contamos nueve bisontes abatidos, y nuestro grupo asciende sólo a dieciséis, incluidos cuatro niños. Eso es demasiada carne para nosotros, y en todo caso, aun con la ayuda de los caballos, nos es imposible transportar tal cantidad, pero no queremos derrochar los dones de la Madre. Si podéis mandar a unos cuantos miembros de esta caverna para ayudarnos a transportar la carne hasta aquí, con mucho gusto la compartiremos con vosotros. Hemos traído ya un poco, pero hemos dejado allí a varias personas vigilando el resto.
—Sí, claro que os ayudaremos, y compartiremos gustosamente vuestra buena fortuna —contestó Demoryn, y al mirar más atentamente a Willamar, vio el tatuaje en medio de su frente—. Maestro de comercio, tú ya habías estado aquí, creo.
Willamar sonrió.
—No en tu caverna en concreto, pero sí he visitado antes la región. La Primera trae a su acólita, la mujer que controla los caballos, en su Gira de la Donier. Está emparejada con el hijo de mi compañera. Él se ha quedado en el campamento vigilando la carne, junto con mis ayudantes, dos jóvenes comerciantes que seguirán mis pasos, y algunos más. Creo que Amelana tuvo suerte de que tuviésemos previsto emprender este viaje cuando ella se planteó venir. Sentía grandes deseos de volver a su casa y dar a luz a su hijo aquí, cerca de su madre.
—Nos complace tenerla otra vez con nosotros. Su madre se quedó muy triste cuando se marchó, pero ella estaba tan decidida a irse con aquel joven visitante que no pudimos negarnos. Lamento que ahora su compañero camine por el otro mundo: debió de ser una experiencia difícil para su madre y su familia. No lamento, en cambio, ver de nuevo a Amelana. Cuando se fue, pensaba que nunca más la vería —dijo Demoryn—, y puede que la próxima vez no esté tan dispuesta a marcharse de casa.
—Seguramente tienes razón —convino Willamar con una sonrisa de complicidad.
—Supongo que iréis a la Primera Caverna para asistir a la reunión con la zelandonia —observó el jefe.
—Yo no sabía nada de ninguna reunión —dijo Willamar.
—Pensaba que la Primera había venido aquí por eso —respondió Demoryn.
—No estaba al corriente, pero, claro, no sé todo lo que sabe la Primera. —Los dos se volvieron hacia la mujer corpulenta—. ¿Tú sabías que había una reunión de zelandonia? —preguntó Willamar.
—Tengo mucho interés en asistir a ella —respondió la Zelandoni con una sonrisa enigmática.
Willamar se limitó a cabecear. ¿Quién podía conocer de verdad a una Zelandoni?
—Bien, Demoryn, si puedes enviar a unas cuantas personas para ayudarnos a descargar la carne que hemos traído, y regresar con nosotros a por la que queda en el campamento, el resto de nuestros viajeros podrá venir también a visitaros.
Mientras ayudaba a la Zelandoni a descargar su equipaje personal, Ayla preguntó:
—¿Sabías que iba a celebrarse una reunión de la zelandonia cerca de aquí?
—No estaba segura, pero por lo general las reuniones tienen lugar conforme a determinada secuencia de años, y pensaba que este podía ser el año correspondiente a esta región. No lo he mencionado antes porque no quería crear falsas expectativas si estaba equivocada, o no llegábamos a tiempo.
—Parece que tenías razón —observó Ayla.
—La madre de Amelana parecía nerviosa ante los caballos, y por eso no te he presentado de inmediato —explicó la Primera.
—Si los caballos la ponen nerviosa, ¿qué pensará de Lobo? —preguntó Ayla—. Ya nos ocuparemos de las presentaciones formales más tarde. Desengancharé tu angarilla de Whinney y regresaré con ella y con Gris. Podemos construir otra angarilla para que traiga la carne hasta aquí. Aún queda mucha. Me había olvidado de lo grande que es un bisonte. Quizá podamos llevar parte a la reunión de la zelandonia.
—Buena idea. Yo puedo ir detrás de Whinney en mi angarilla, y Jondalar y Jonayla pueden llevar la carne en las suyas —propuso la Zelandoni.
Ayla sonrió para sí. La llegada en la parihuela especial, tirada por un caballo, siempre causaba revuelo, y a la Primera le gustaban las apariciones triunfales. Por lo visto, todo el mundo pensaba que era magia. ¿Por qué la gente lo consideraba tan asombroso? ¿Por qué no entendían que se podía entablar amistad con un caballo? Sobre todo después de ver cabalgar no sólo a Jondalar y a ella, sino también a Jonayla. Eso no tenía nada de mágico. Bastaba con determinación, esfuerzo y paciencia; la magia no era necesaria.
Cuando Ayla saltó a lomos de Whinney, hubo aún más expresiones de sorpresa. Al llegar, no iba montada en el caballo, sino que tiraba de ellos. Como el resto de los visitantes viajaban a pie, Ayla había decidido caminar también. Tivonan y Palidar volverían por su cuenta y guiarían a los miembros de la caverna designados para ayudarlos, pero Ayla podía llegar antes y empezar a construir una parihuela nueva.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Jondalar cuando Ayla llegó al campamento.
—Ya vienen. Me he adelantado para construir otra angarilla con la que Whinney trasladará la carne. Vamos a llevar una parte a otra caverna. Sus miembros se hacen llamar zelandonii que Guardan el Lugar Sagrado Más Antiguo. Amelana es de la Tercera Caverna, pero iremos a la Primera. Hay allí una reunión de zelandonia, ¡y la Primera ya lo sabía! O al menos suponía que podía haberla. Cuesta creer lo mucho que sabe. ¿Dónde está Jonayla?
—Beladora y Levela están vigilándolos a ella y a sus hijos. Esa carne ha atraído a todos los carnívoros de la región, tanto a los que tienen patas como a los alados, y hemos pensado que convenía meter a los niños en una tienda, no dejarlos a la vista. Hemos estado todos muy ocupados protegiendo las piezas cobradas en esa cacería «afortunada» —dijo Jondalar.
—¿Has matado algún animal? —preguntó Ayla.
—En general, nos hemos limitado a espantarlos, gritando y tirando piedras.
Justo en ese momento apareció una manada de hienas. Atraídas por el olor de la carne, fueron derechas hacia la pila de bisontes. Sin pensárselo dos veces, Ayla cogió la honda que llevaba colgada del cuello, echó mano de las piedras que tenía en la bolsa y, con un ágil movimiento, lanzó una piedra en dirección al animal en cabeza. La siguió de inmediato una segunda. La jefa de la manada había caído ya cuando la segunda hiena soltó un gañido que acabó en una risotada. El jefe de una manada de hienas es siempre una hembra, pero todas las hembras poseen seudoórganos masculinos y tienden a ser más grandes que los machos. La manada se detuvo y empezó a correr de aquí para allá, sin orden ni concierto, gruñendo y aullando con su peculiar carcajada después de perder a su jefa. Ayla armó su lanzavenablos y se encaminó indecisa hacia la manada.
Jondalar se plantó ante ella de un salto.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Ahuyento a esa manada de hienas asquerosas —contestó ella, con tono de desprecio y expresión de repugnancia.
—Ya sé que detestas a las hienas, pero no tienes por qué matar a todas las que ves. Es un animal como cualquier otro y tiene su lugar entre los hijos de la Madre. Si nos llevamos a la jefa a rastras, probablemente las demás la seguirán —dijo Jondalar.
Ayla se detuvo y lo miró, sintiendo que su tensión se diluía.
—Tienes razón, Jondalar. Sólo son animales.
Con los lanzavenablos armados, agarraron a la hiena por las patas traseras y la arrastraron. Ayla advirtió que la hiena estaba amamantando, pero sabía que a menudo las hienas amamantaban durante un año hasta que las crías estaban casi del todo crecidas, y la única manera de distinguir una hiena adulta de una joven era por el color del pelaje: las jóvenes eran más oscuras. Entre resoplidos, bufidos y risotadas, la manada los siguió; la otra que había recibido la pedrada cojeaba notablemente. Abandonaron al animal lejos del campamento, y cuando regresaban vieron que los habían seguido otros carnívoros.
—¡Bien! —exclamó Ayla—. Quizá eso mantenga alejados a unos cuantos. Voy a lavarme las manos. Esos animales apestan.
En general, los amigos y parientes zelandonii de Ayla la consideraban una mujer y madre corriente, y ni siquiera se fijaban en su acento, pero cuando hacía algo como enfrentarse a una manada de hienas hambrientas y matar a su jefa de una pedrada sin pensárselo dos veces, de pronto tomaban conciencia de lo distinta que era. No era una zelandonii de nacimiento. Se había criado en un entorno totalmente distinto al de ellos, y su peculiar manera de hablar se hacía entonces más perceptible.
—Tenemos que cortar unos cuantos árboles pequeños para construir una angarilla nueva. Lo ha propuesto la Zelandoni. No creo que quiera que la suya se manche de sangre. Porque la considera suya, ¿sabes? —dijo Ayla.
—Es suya. A nadie más se le ocurriría usarla —contestó Jondalar.
Necesitaron dos viajes para transportar toda la carne obtenida en la feliz cacería. Casi toda la llevaron los habitantes de la zona arrastrando a los animales por los cuernos o empujándolos. Cuando los viajeros acabaron de levantar el campamento, el sol ya había iniciado su descenso para unirse al horizonte, y el cielo se iluminaba con tonos anaranjados y rojos. Cogieron la carne que se habían reservado y partieron en dirección a la caverna. Ayla y Jondalar tardaron un poco más en marcharse: a caballo, podían alcanzarlos fácilmente. Querían echar un último vistazo al campamento abandonado para asegurarse de que nadie se había dejado nada importante.
Saltaba a la vista que aquello había estado habitado. Entre las tiendas habían quedado senderos que ahora conducían a recuadros de hierba aplastada y amarillenta; las fogatas apagadas eran círculos negros de carbón; algunos árboles presentaban cicatrices recientes, madera de color más claro, allí donde les habían arrancado las ramas; y tocones puntiagudos, como mordisqueados por un castor, revelaban la anterior presencia de árboles. Había desechos aquí y allá: un cesto roto cerca de una de las fogatas apagadas; una piel de dormir, minúscula y muy usada, que se le había quedado pequeña a Jonlevan, abierta y abandonada en medio del recuadro de hierba aplanada donde antes estaba la tienda. Esparcidas por el suelo, quedaban esquirlas de pedernal y puntas rotas, así como unas cuantas pilas de huesos y mondas de verduras, que pronto se degradarían y serían absorbidas por la tierra. En cambio, las amplias franjas de anea y carrizo, aunque cosechadas profusamente, no presentaban grandes cambios; la hierba amarillenta y los círculos negros de las fogatas pronto se verían cubiertos de nuevo verdor, y los árboles talados dejarían espacio a otros nuevos. La gente vivía de la tierra sin abusar de ella.
Ayla y Jondalar comprobaron el contenido de sus odres y bebieron. A continuación, Ayla quiso orinar antes de iniciar el camino de vuelta y rodeó la arboleda. En caso de verse inmovilizada por la nieve en pleno invierno, Ayla no dudaba en orinar en un cesto de noche sin importarle quién la viera, pero si era posible, prefería la intimidad, sobre todo porque tenía que bajarse los calzones y no simplemente apartar los faldones de un vestido holgado.
Se desató el cinto y se agachó, pero cuando se irguió de nuevo para subirse los calzones, advirtió para su sorpresa que cuatro desconocidos la miraban fijamente. Se sintió sobre todo ofendida. Aunque se hubieran topado con ella por casualidad, no debían haberse quedado mirándola así. Era una grosería. Reparó entonces en ciertos detalles: la ropa un tanto sucia, las barbas más bien descuidadas, el pelo largo y greñudo y, en especial, la expresión de lascivia. Esto último la indignó, pese a que ellos esperaban que se asustara.
Tal vez debería haberse asustado.
—¿Acaso no sabéis que es de cortesía elemental apartar la mirada cuando una mujer necesita orinar? —preguntó Ayla, mirándolos con desprecio mientras se ceñía el cinto.
Sus palabras desdeñosas sorprendieron a aquellos hombres, en primer lugar porque preveían una reacción de miedo, y también porque percibieron su acento. Extrajeron sus propias conclusiones.
Uno miró a los demás con una sonrisa burlona.
—Es forastera. Probablemente está aquí de visita. No habrá cerca muchos de los suyos.
—Aunque los hubiera, yo no veo a ninguno por aquí —añadió otro hombre, y luego, dirigiéndole una mirada lasciva, se encaminó hacia ella.
Ayla recordó de pronto que, en la visita a los losadunai durante su viaje, había en la zona una banda de matones que acosaban a las mujeres. Se descolgó la honda del cuello y sacó una piedra de la bolsa; a continuación, llamó con un silbido a Lobo y luego a los dos caballos.
Los silbidos sobresaltaron a aquellos hombres, pero las piedras hicieron algo más que sobresaltarlos. El que avanzaba hacia ella dejó escapar un aullido de dolor cuando una pedrada lo alcanzó directamente en el muslo; otra fue a darle en la parte superior del brazo a otro hombre, que reaccionó de manera parecida. Los dos se llevaron la mano al lugar del impacto.
—¡Por la Gran Madre! ¿Cómo lo ha hecho? —preguntó el primer hombre, furioso. Y mirando a los otros dos, añadió—: Que no escape. Me las pagará.
Mientras tanto, Ayla había echado mano del lanzavenablos y, tras armarlo, lo apuntó al primer hombre. De pronto se oyó una voz al otro lado de la arboleda.
—Ya podéis alegraros de que no os haya apuntado a la cabeza, porque ahora mismo estaríais caminando por el otro mundo. Esa mujer acaba de matar una hiena de una pedrada.
Al volverse, los hombres vieron a un hombre alto y rubio que los apuntaba con una lanza colocada en otro de esos artilugios extraños. Había hablado en zelandonii, pero también él tenía un acento extraño, no el mismo que la mujer, pero sí daba la impresión de ser de un lugar lejano.
—Vámonos de aquí —dijo otro hombre, y se echó a correr.
—¡Detenlo, Lobo!
De pronto un gran lobo al que no habían visto se precipitó hacia el hombre. Lo atrapó por el tobillo con los dientes, lo derribó y, gruñendo, se plantó encima de él.
—¿Alguien más quiere huir? —preguntó Jondalar. Examinó a los cuatro hombres y rápidamente se hizo una composición de lugar—. Sospecho que habéis estado causando muchos problemas por aquí. Me temo que tendremos que llevaros a la caverna más cercana para ver qué piensan.