La tierra de las cuevas pintadas (63 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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—Podríamos ir por cualquiera de los dos y acabaríamos en el mismo sitio, ante una pila de rocas al fondo sin más salida que el sitio por donde hemos entrado, pero hay cosas interesantes que ver —explicó el Séptimo.

Fueron por el pasadizo de la derecha, el más estrecho, y encontraron de inmediato unos pequeños puntos rojos en la pared derecha, que el Séptimo les señaló. Había otros en la pared de la izquierda, y un poco más adelante se detuvieron a contemplar un caballo pintado en la pared de la derecha y más puntos, y cerca un león con una cola fantástica, en alto pero enroscada sobre el lomo. Ayla se preguntó si el autor de la imagen había visto acaso un león con la cola rota que había soldado de una manera extraña. Sabía que los huesos a veces se soldaban de un modo anormal.

Después, unos pasos más allá por el estrecho pasadizo, llegaron a un panel en la pared derecha que el Séptimo describió como un ciervo. Al ver el dibujo, Ayla pensó más bien en un megaceros hembra, y recordó que habían visto al ciervo gigante pintado en la cueva sagrada próxima a la Cuarta Caverna de las Tierras del Sur. A la izquierda, justo enfrente, vio dos grandes puntos rojos. Había más puntos rojos pintados en la pared pasado el ciervo, y también en el techo abovedado se veían varias hileras de puntos grandes.

Ayla sintió curiosidad por los puntos, pero temía hacer preguntas. Sin embargo, al final se atrevió.

—¿Sabes qué representan los puntos?

El hombre alto de espesa barba castaña sonrió a la atractiva acólita, cuyas hermosas facciones tenían cierto aspecto extranjero y le resultaban seductoras.

—No significan necesariamente lo mismo para todos, pero yo, cuando mi estado de ánimo me lleva a ello, tengo la impresión de que guían al otro mundo y, más importante aún, muestran el camino de vuelta.

Ayla asintió al oír la respuesta y sonrió. A él le gustó aún más por ese gesto.

Circundaron el bloque situado en medio de la cueva por el pasadizo estrecho, que finalmente se ensanchó. Siguieron girando hacia la izquierda hasta hallarse en dirección opuesta, y avanzaron hacia el lugar de donde habían partido, por un espacio mucho más amplio que a todas luces había sido habitado por osos, probablemente osos en hibernación. Las paredes de piedra caliza presentaban las marcas de sus zarpazos. Cuando se aproximaron a la boca de la cueva, el Séptimo siguió recto, por donde habrían ido si al entrar hubiesen girado a la izquierda.

Recorrieron cierta distancia por un largo túnel, permaneciendo cerca de la pared derecha. Sólo cuando llegaron a una abertura a ese lado vieron más señales: en el techo bajo y abovedado del pasadizo había cuatro huellas rojas de manos en negativo, un poco emborronadas, tres puntos rojos y unas marcas negras. Enfrente de la abertura, vieron una serie de once puntos negros grandes y dos huellas de manos en negativo, que se hacían apoyando la mano en la pared y rociando pintura roja por encima y alrededor. Al retirarse la mano, quedaba en la pared una impresión en negativo rodeada de ocre rojo. El Séptimo dobló a la derecha y entró por la abertura del pasadizo abovedado.

Una vez quedaron atrás las huellas de manos en negativo, la piedra de la pared adquiría un aspecto blando, como si estuviera cubierta de arcilla. La cueva se hallaba a gran altura por encima del lecho de aquel valle fluvial, y el interior se mantenía considerablemente seco, pero era piedra calcárea, un material poroso por naturaleza, y se filtraba por ella continuamente agua saturada de carbonato de calcio. A veces, a lo largo de los milenios, añadiéndose gota a gota cantidades infinitesimales de materia sólida, se formaban columnas estalagmíticas, que parecían surgir del suelo de la cueva de piedra caliza bajo estalactitas de igual tamaño pero distinta forma suspendidas del techo. A veces el agua se acumulaba en la piedra caliza y reblandecía la superficie de las paredes de la cueva hasta el punto de poder trazar marcas con los dedos. En la pequeña sala a la derecha la piedra se había reblandecido en amplias zonas, lo que parecía invitar a los visitantes a dejar sus marcas. Porciones de las paredes se hallaban cubiertas por infinidad de trazos de dedos, en su mayor parte garabatos sin orden ni concierto, aunque una zona incluía el dibujo parcial de un megaceros, identificado por la enorme cornamenta palmeada y la cabeza pequeña.

Allí donde la superficie era relativamente dura había más signos y puntos pintados en rojo y negro, pero salvo por el megaceros, Ayla tuvo la sensación de que la sala estaba llena de marcas desorganizadas sin ningún sentido para ella. Empezaba a comprender que nadie sabía qué significaban todos los elementos de las cuevas pintadas. Lo más probable era que en realidad nadie conociera el significado de un dibujo salvo su autor, y quizá ni siquiera él. Si algo pintado en las paredes de una cueva inspiraba algún sentimiento, ese sentimiento era el propio significado. Podía depender del estado de ánimo, que era variable, o de lo receptivo que uno estuviera. Ayla pensó en lo que dijo el Séptimo cuando le preguntó por las hileras de grandes puntos. Él contestó en términos muy personales y le dijo lo que los puntos significaban para él. Las cuevas eran lugares sagrados, pero ella comenzaba a pensar que su carácter sagrado era personal e individual. Tal vez fuera eso lo que debía aprender en este viaje.

Cuando abandonaron la pequeña sala, el Séptimo cruzó el pasadizo por el que habían llegado hasta allí y se acercó a la pared izquierda. En ese punto el túnel empezaba a girar a la izquierda, y avanzaron junto a esa pared un breve trecho. De pronto el Séptimo levantó el candil, iluminando un panel alargado con animales pintados en negro; eran muchos y estaban superpuestos. Ayla vio en primer lugar los mamuts, muchísimos, y luego los caballos, los bisontes y los uros. Uno de los mamuts aparecía cubierto de marcas negras. El Séptimo no hizo el menor comentario acerca del panel, limitándose a permanecer allí inmóvil el tiempo suficiente para que todos vieran lo que quisiesen ver. Cuando advirtió que la mayoría de la gente comenzaba a perder el interés, excepto Jonokol, que tal vez se habría quedado allí estudiando las pinturas mucho más tiempo, el Séptimo siguió adelante. A continuación les mostró una cornisa con bisontes y mamuts.

Avanzaron lentamente por la cueva, y el Séptimo iba señalándoles las otras muchas marcas y algunos animales, pero el siguiente lugar donde se detuvo era ciertamente extraordinario. En un panel enorme había dos caballos en negro, lomo con lomo, con grandes puntos negros pintados junto a la línea del contorno por el lado interior. Además, había más puntos y huellas de manos alrededor de los caballos, pero el elemento más insólito era la cabeza del caballo orientado hacia la derecha. La cabeza pintada era un tanto pequeña, pero estaba realizada sobre una protuberancia natural de la roca que parecía la cabeza de un caballo y encuadraba la cabeza pintada. La propia forma de la roca había indicado al artista que allí debía pintarse un caballo. Todos los visitantes quedaron muy impresionados. La Primera, que ya había visto antes el panel de los caballos, sonrió al Séptimo. Los dos sabían de antemano con qué se iban a encontrar y les complació obtener la reacción prevista.

—¿Sabes quién pintó esto? —preguntó Jonokol.

—Un antepasado nuestro, pero no lejano. Permitidme que os enseñe unas cuantas cosas que tal vez no observéis a primera vista —dijo el Séptimo, acercándose al panel de piedra. Levantó la mano izquierda por encima del lomo del caballo orientado en esa dirección y dobló el pulgar. Cuando mantuvo su mano junto al contorno rojo de una mano, saltó a la vista que el espacio en negativo no era la huella exacta de una mano, sino la de una mano con el pulgar doblado. Ahora que se lo habían señalado, vieron que había varios contornos iguales, con los pulgares doblados, a lo largo del lomo del caballo situado a la izquierda.

—¿Eso por qué se hizo? —quiso saber un joven acólito.

—Tendrías que preguntárselo al autor, que era Zelandoni —contestó el Séptimo.

—Pero has dicho que fue un antepasado.

—Sí —respondió el Zelandoni.

—Entonces ese antepasado camina ahora por el otro mundo.

—Sí.

—¿Y cómo voy a preguntárselo, pues?

El Séptimo se limitó a sonreír al joven, que frunció el entrecejo y se movió inquieto. Se oyeron algunas risas entre los presentes, y de pronto el acólito se sonrojó.

—No puedo preguntárselo, ¿verdad?

—Tal vez cuando aprendas a caminar por el otro mundo —dijo la Primera—. Algunos zelandonia son capaces de hacerlo, como sabes. Pero es muy peligroso, y algunos prefieren abstenerse.

—No creo que todo lo que hay en ese panel sea obra de la misma persona —dijo Jonokol—. Es probable que lo sean los caballos, y las manos, y la mayor parte de los puntos, pero me parece que algunos se añadieron posteriormente, y también los pulgares doblados, y creo ver un pez rojo encima de ese caballo, pero no está claro.

—Es posible que tengas razón —dijo el Séptimo—. Eres muy perspicaz.

—Es artista —aclaró Willamar.

Ayla había advertido que Willamar solía reservarse sus opiniones, y se preguntó si eso era algo que había aprendido en sus viajes. Cuando uno viajaba mucho y conocía continuamente a personas nuevas, quizá no convenía precipitarse a la hora de dar a conocer las propias opiniones a desconocidos.

El Séptimo les enseñó muchas otras marcas y pinturas, incluida una figura humana con líneas que salían o entraban en el cuerpo, parecidas a las que habían visto en el emplazamiento sagrado de la Cuarta Caverna de las Tierras del Sur, pero después de aquellos insólitos caballos, nada parecía equiparable, excepto por algunas formaciones de roca mucho más antiguas que cualquiera de las pinturas. Grandes discos de calcita formados de manera natural mediante los mismos procesos que habían creado la propia cueva adornaban por sí solos una sala, como si fueran la decoración realizada por la Madre en aquel espacio.

Después de la visita al emplazamiento sagrado, la Primera estaba impaciente por ponerse otra vez en marcha, pero pensó que debía quedarse allí un poco más para cumplir con su función de Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre, sobre todo de cara a los zelandonia. Tenían pocas ocasiones de estar con ella. Para algunos de los grupos que vivían en el territorio zelandonii, la Primera era casi una figura mítica, una personalidad a la que otorgaban su reconocimiento pero a quien rara vez veían, y en realidad no necesitaban verla. Estaban más que capacitados para realizar sus funciones sin ella, pero en su mayoría se alegraban y emocionaban al estar con ella. No es que la consideraran la propia Madre, ni siquiera la encarnación de la Madre, pero era sin lugar a dudas Su representante, y con su gran humanidad, resultaba imponente. Tener una acólita que controlaba a los animales aumentaba su prestigio. Debía quedarse allí un poco más.

Durante la comida de la noche, el Séptimo fue en busca de los visitantes. Se sentó al lado de la Primera con su plato de comida y sonrió; luego le habló en voz baja. No era exactamente un susurro de complicidad, pero Ayla tuvo la certeza de que no lo habría oído si no hubiese estado sentada al otro lado de la Primera.

—Hemos hablado de celebrar una ceremonia especial en la cueva sagrada esta noche, y nos gustaría que tu acólita y tú nos acompañarais si os apetece —propuso.

La Primera le dirigió una sonrisa de aprobación. «Eso podía dar mayor interés a su decisión de prolongar un poco su estancia allí», pensó.

—Ayla, ¿te gustaría asistir a esa ceremonia especial?

—Si tú lo deseas, iré gustosamente —contestó Ayla.

—¿Y Jonayla? ¿Puede cuidar de ella Jondalar? —preguntó la Primera.

—Seguro que sí —respondió Ayla, menos entusiasmada ante la idea de ir al ver que Jondalar no estaba invitado. Pero él, claro, no formaba parte de la zelandonia.

—Vendré a buscaros más tarde —dijo el Séptimo—. Abrigaos bien. Por la noche refresca.

Cuando todo estaba en calma y la mayoría de la gente se había retirado a dormir o a realizar alguna otra actividad —charlar, beber, bailar, jugar o lo que fuera—, el Zelandoni de la Séptima Caverna de las Tierras del Sur regresó a su campamento. Jondalar esperaba con Ayla y la Zelandoni al lado del fuego. No le complacía especialmente que Ayla se fuese de noche a participar en una ceremonia secreta, pero no dijo nada. Al fin y al cabo, ella estaba preparándose para ser una Zelandoni, y parte de eso consistía en celebrar ceremonias secretas con otros zelandonia.

El Séptimo llevaba unas antorchas, que encendió en el pequeño fuego que ardía aún en el hogar. Cuando partieron, precedió a la Primera y Ayla, cada una con su respectiva antorcha. Jondalar los vio enfilar el camino que conducía a la cueva sagrada. Incluso sintió la tentación de seguirlos, pero había prometido vigilar a Jonayla.

Al parecer Lobo sintió la misma inclinación y se fue con ellos, pero no mucho después regresó al campamento. Entró en la tienda y olfateó a la niña; luego salió, miró en la dirección en que se había marchado Ayla, y finalmente se acercó a Jondalar y se sentó a su lado. Pronto apoyó la cabeza en las patas delanteras, con la mirada todavía fija en el lugar por donde ella había desaparecido. Jondalar apoyó la mano en la cabeza del gran cánido y le acarició los cuartos y el lomo varias veces.

—También te ha echado a ti, ¿eh? —dijo Jondalar. Lobo dejó escapar un suave gemido.

Capítulo 22

El Séptimo llevó a las dos mujeres sendero arriba hacia la cueva sagrada. Habían clavado unas cuantas antorchas en la tierra junto al sendero para orientarse, y de pronto Ayla se acordó de cuando, siguiendo los candiles y las antorchas, se adentró en la cueva sinuosa durante la Reunión del Clan hasta toparse con los Mog-ures. Sabía que no debía estar allí y, deteniéndose justo a tiempo, se escondió detrás de una enorme estalagmita para que no la vieran, pero Creb advirtió su presencia. Ahora, en cambio, ella formaba parte del grupo invitado a participar en el encuentro.

Para subir a la cueva sagrada, había que recorrer un buen trecho, y cuando llegaron, tenían la respiración agitada. La Primera se alegraba de haber decidido realizar el viaje en ese momento; pasados unos años, ya no sería capaz. Ayla, consciente de los esfuerzos de la otra mujer, aminoró el paso para que lo sobrellevara mejor. Supieron que ya estaban cerca cuando vieron una hoguera al frente, y poco después advirtieron la presencia de varias personas de pie o sentadas alrededor del fuego.

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