La tierra de las cuevas pintadas (70 page)

BOOK: La tierra de las cuevas pintadas
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Ayla se dio cuenta de que Lobo había advertido la presencia de algo al frente. Estaba alerta y concentrado, y gimoteaba suavemente.

—Adelante, Lobo, busca —ordenó Ayla.

Cuando Lobo salió disparado, Ayla se descolgó la honda, sacó dos piedras de la bolsa, colocó una en la concavidad de cuero y sujetó los dos extremos. No tuvo que esperar mucho. Con un aleteo repentino, cinco urogallos alzaron el vuelo, espantados por Lobo. Esas aves vivían cerca del suelo, pero podían elevarse en un arranque de velocidad y luego planear. Marrones y negros con motas blancas, parecían pollos regordetes con camuflaje. Ayla lanzó una piedra en cuanto vio a la primera ave, y la segunda antes de que la primera cayera al suelo. Oyó un zumbido y vio que la lanza de Jondalar había abatido un tercer urogallo.

Si sólo hubiesen sido ellos dos, como durante el viaje, con eso les habría bastado, pero el grupo ascendía a dieciséis personas en total, incluidos cuatro niños. Ayla preparaba las aves de tal manera que todo el mundo querría probarlas, y aunque eran de un tamaño aceptable —alcanzando un ave adulta un peso de seis o siete kilos—, tres no eran suficientes para dar de comer a dieciséis personas. Lamentó que no fuera la temporada de puesta de huevos; le gustaba rellenar las aves de huevos y asarlos juntos. Normalmente los nidos consistían en un hoyo en la tierra revestido de hierba u hojas, pero en esa época del año no había huevos.

Ayla llamó otra vez a Lobo con un silbido. El animal acudió al trote. Era evidente que le divertía perseguir aves.

—Tal vez encuentre más —observó Ayla, y luego miró al cazador cuadrúpedo—. Lobo, busca. Busca aves.

El lobo se echó a correr otra vez hacia el campo cubierto de hierba y Ayla lo siguió. Jondalar fue tras ella. Pronto otro urogallo se echó a volar, y aunque la distancia era considerable, Jondalar arrojó un dardo con su lanzavenablos y lo abatió. De repente, mientras Jondalar buscaba el ave que había cazado, emprendieron el vuelo cuatro machos, identificados por la cola y el plumaje de las alas, de colores negro y marrón con marcas blancas, y por las tonalidades amarillas y rojas en el pico y la cresta. Ayla lanzó otras dos piedras con la honda; rara vez fallaba. Jondalar no había visto las aves, pero las había oído, y tardó demasiado en armar el lanzavenablos. Hirió a una, y oyó su graznido.

—Con eso ya es suficiente —dijo Ayla—, incluso si dejamos que Lobo se quede con el último.

Con la ayuda de Lobo, encontraron y recogieron siete aves. La última tenía un ala rota, pero estaba viva. Ayla le retorció el cuello y extrajo el pequeño dardo. Luego indicó a Lobo que podía quedársela. El animal la atrapó entre las fauces y se adentró en el campo hasta perderse de vista. Utilizando la hierba correosa a modo de cuerda, ataron los urogallos de dos en dos por las patas y regresaron al lugar donde pastaban los caballos. Antes de llegar, Ayla volvió a colgarse la honda al cuello.

Cuando volvieron al campamento, los cazadores hablaban de ir a buscar bisontes mientras pulían las astas de las lanzas. Jondalar se reunió con ellos para acabar de hacer las muchas lanzas que necesitaban. Después de tallar las puntas de pedernal, las acoplarían a las astas y las guarnecerían con las plumas rojas de los urogallos que Ayla les daría. Entretanto, Ayla cogió la pala hecha con una cornamenta que todos empleaban para retirar la ceniza del hogar y realizar otras tareas. Pero la pala llana y ancha no servía para cavar. Para eso se usaba una especie de punzón, una robusta hoja de pedernal puntiaguda acoplada al extremo de una empuñadura de madera que podía utilizarse para romper la tierra. Luego la pala se empleaba para retirar la tierra rota. Encontró un lugar cerca de la playa arenosa y cavó un hoyo lo bastante profundo en el suelo blando, encendió un fuego cerca y puso a calentar en él varias piedras de buen tamaño; a continuación, comenzó a desplumar a los urogallos.

Casi todos los demás acudieron a ayudar. Las plumas más fuertes y grandes se entregaron a los que preparaban las lanzas, pero Ayla quería conservar el resto. Beladora tenía una bolsa con algunos utensilios, que vació y le ofreció para guardar las plumas. Todos ayudaron a destripar y limpiar los seis urogallos, apartando las vísceras comestibles, como el corazón, la molleja y el hígado. Ayla las envolvió con heno recién cogido del campo, las empleó para rellenar las aves y luego envolvió las propias aves con más heno.

Para entonces, las piedras ya estaban calientes y, mediante pinzas de madera alabeada, revistieron el fondo y los lados del hoyo con ellas. Luego las taparon con la tierra extraída del hoyo y añadieron hierba y hojas, que los niños ayudaron a reunir. A continuación colocaron las aves encima de las hojas y la hierba. Agregaron verduras —la parte inferior del tallo de carrizos y alforfones, buenas raíces ricas en almidón que habían encontrado las otras mujeres—, envueltas con más hierba y hojas verdes, y las pusieron encima de las aves. Lo cubrieron todo con más hierba y hojas verdes, otra capa de tierra y luego más piedras calientes. Sobre ello echaron una última capa de tierra para cerrarlo. Lo dejarían cociéndose sin tocarlo hasta la hora de la comida de la noche.

Ayla fue a ver cómo les iba a los otros con la fabricación de lanzas. Cuando llegó allí, algunos tallaban ya una muesca en el extremo inferior del asta, que les permitiría encajarla en el gancho de la base del lanzavenablos; otros pegaban las plumas con brea caliente de los pinos. Las plumas se sujetaban previamente con tiras finas de tendón, que llevaban consigo. Jonokol molía carbón, que luego añadió, junto con agua caliente, a un trozo de brea templado y lo revolvió todo. Seguidamente untó un palo en el líquido negro y espeso y con él pintó dibujos, abelanes, en varias astas. Un abelán representaba tanto a una persona como el nombre de esa persona, y hacía referencia al nombre de un espíritu vital. Era un símbolo personal que los zelandonia otorgaban a los niños poco después de nacer. No se escribía, sino que consistía en un uso simbólico de marcas.

Jondalar había hecho lanzas también para Ayla, y se las dio para que las marcara con su abelán. Ella las contó; había dos veces diez, veinte. Trazó cuatro líneas muy juntas en cada asta. Esa era la marca de su símbolo personal. Como no era zelandonii de nacimiento, había elegido ella misma su abelán: unas marcas que coincidían con las cicatrices que tenía en la pierna debido al zarpazo de un león cavernario en la niñez. Por eso Creb había decidido que el León Cavernario era su tótem.

Las marcas se emplearían después para identificar al cazador que se cobraba una presa en particular para poder atribuírsela y permitir una distribución equitativa de la carne. No era que la persona que mataba al animal se quedara toda la carne, pero sí sería la primera en elegir las partes más selectas y se le concedería el mérito de proporcionar comida a quienes recibían una porción, lo que podía ser incluso más importante. Eso conllevaba elogios, reconocimiento y una obligación contraída. A menudo los mejores cazadores entregaban la mayor parte de su carne sólo por ganarse el mérito, en ocasiones para consternación de sus propios compañeros o compañeras, pero eso era lo que se esperaba de ellos.

Levela se planteó acompañarlos en la cacería, y Beladora y Amelana dijeron que con mucho gusto vigilarían a Jonlevan y Jonayla, pero al final Levela decidió no ir. Había destetado recientemente a Jonlevan, y aún le daba el pecho de vez en cuando. No había cazado desde el nacimiento de su hijo, y tenía la sensación de que estaba desentrenada. Pensó que podría ser más un obstáculo que una ayuda.

Para cuando acabaron las lanzas, Jondalar había empleado en la elaboración de las puntas casi todo el pedernal encontrado, se habían usado las mejores plumas, añadidas a las astas para que el tiro fuera más certero, y ya casi había llegado la hora de degustar la comida preparada por Ayla. Varias personas habían recogido muchos más arándanos y habían puesto a secar la mayor parte en tapetes. Con el resto, usando piedras calentadas al fuego, preparaban una salsa en un sólido cesto nuevo tejido con hojas de anea y tallos de junco, que crecía en una zona pantanosa cerca del lago. El único edulcorante para la salsa procedía de la propia fruta, pero a menudo se agregaban los sabores de flores, hojas y corteza de distintas plantas. En esta ocasión, Ayla había encontrado reina de los prados, cuyas florecillas producían una espuma cremosa con aroma a miel; también había echado flores de hisopo, azules y muy aromáticas, que constituían asimismo un buen remedio para la tos, así como hojas y flores de bergamota, de color escarlata. Añadió grasa derretida para dar sabor.

La comida fue, a juicio de todos, una delicia, casi un festín. Los urogallos proporcionaron una carne distinta, un nuevo sabor, un cambio respecto a la carne seca que solían comer, y cocinados en el horno de tierra habían quedado muy tiernos, incluso los machos viejos y correosos. La hierba usada como envoltorio había aportado su propio sabor, y la salsa de fruta añadió un regusto intenso y agradable. Frente a lo que solía ocurrir, quedaron pocas sobras para la mañana siguiente, pero bastarían, sobre todo si agregaban la parte inferior del tallo y las raíces tiernas de las aneas.

Se percibía también gran entusiasmo ante la cacería prevista para el día siguiente. Jondalar y Willamar empezaron a hablar del tema con los demás, pero no podían decidir qué estrategia usar hasta que vieran dónde estaban exactamente los bisontes. Tendrían que esperar a encontrar a los bóvidos. Como aún era de día, Jondalar, en un arranque, decidió recorrer otra vez el sendero para ver si localizaba la manada. Ignoraba cuánto podría haberse desplazado. Ayla y Jonayla lo acompañaron a caballo, más que nada para hacer correr a los animales. Encontraron a los bisontes, pero no exactamente en el mismo sitio. Jondalar se alegró de haber decidido rastrearlos de nuevo, así podía guiar a los cazadores directamente hasta ellos.

A primera hora de la mañana, incluso en pleno verano, siempre hacía un poco de frío. Cuando Ayla salió de la tienda, notó el aire fresco y húmedo. Una niebla fría envolvía la tierra y una capa de bruma flotaba sobre el lago. Beladora y Levela ya se habían levantado y encendían una nueva fogata. Sus hijos también habían despertado y Jonayla estaba con ellos. Ayla no la había oído levantarse, pero la niña podía ser muy silenciosa cuando quería. Al ver a su madre, se acercó corriendo.

—Por fin te has levantado, madre —dijo cuando Ayla tendió los brazos hacia ella y la estrechó contra su pecho.

Ayla no creía que su hija llevara mucho tiempo despierta, pero sabía que el sentido del tiempo de un niño era distinto del de los adultos.

Después de orinar, decidió ir a nadar en el lago antes de volver a la tienda. No mucho después apareció vestida con su traje de caza. Con tanto trajín, despertó a Jondalar, que gustosamente se quedó contemplándola desde sus pieles de dormir; la noche anterior había quedado muy satisfecho. El chaleco sin mangas no abrigaba mucho, pero los cazadores preferían no llevar más ropa de la necesaria, conscientes de que la temperatura aumentaría más tarde. En las mañanas frías tendían a quedarse cerca del fuego y tomar infusiones calientes. En cuanto iniciasen sus actividades, entrarían en calor. La carne de urogallo sabía igual de bien fría, como comida matutina, que la noche anterior. De nuevo dejaron a Gris con Jonayla, pero la niña no quería quedarse.

—Por favor, madre, ¿no puedo acompañaros? Sé montar a Gris —rogó la niña.

—No, Jonayla. Sería peligroso para ti. Pueden ocurrir cosas que tú no prevés, y a veces es necesario apartar el caballo del medio. Y todavía no sabes cazar —respondió Ayla.

—Pero ¿cuándo aprenderé? —preguntó la niña con gran anhelo.

Ayla recordó los tiempos en que ella estaba deseosa de aprender, pese a que en principio las mujeres del clan no debían cazar. Tuvo que aprender por su cuenta, a escondidas.

—Te diré lo que haremos —contestó Ayla—. Le pediré a Jondé que te haga un lanzavenablos, uno pequeño de tu tamaño, para que puedas empezar a ejercitarte.

—¿De verdad, madre? ¿Me lo prometes?

—Sí, te lo prometo.

Jondalar y Ayla tiraron de sus caballos en lugar de montarlos para no dejar rezagados a los demás. Jondalar localizó a los enormes bisontes —de un metro ochenta de altura en la cruz, con unos cuernos gigantescos y un pelaje de un intenso color marrón oscuro no muy lejos de donde los había visto por última vez. Era una manada de tamaño medio, pero ellos no querían tantos animales. Constituían un grupo pequeño y sólo necesitaban unos pocos.

Estudiaron la mejor manera de organizar la cacería de bisontes y llegaron a la conclusión de que lo preferible era rodear la manada a pie, con mucho cuidado para no alterarlos, y ver la disposición del terreno en las inmediaciones. No había cerca ningún desfiladero ciego para conducirlos hacia allí, pero sí un río seco con terraplenes bastante altos en las orillas en determinado trecho.

—Eso podría servir —dictaminó Jondalar—. Habría que encender una hoguera en el extremo inferior, pero no antes de acercar la manada. Yo tendré la leña preparada y la prenderé con una antorcha en cuanto los conduzcamos hasta allí.

—¿De verdad crees que dará resultado? ¿Cómo vamos a obligarlos a moverse?

—Con los caballos y Lobo podemos dirigirlos —respondió Jondalar—. En cuanto entren en el tramo estrecho, alguien puede encender el fuego en el extremo opuesto para obligarlos a reducir la marcha. Otros pueden esperar en lo alto de los terraplenes, preferiblemente tendidos en el suelo, y cuando estén ante vosotros, os levantáis de pronto y usáis el lanzavenablos. Tenemos que reunir un poco de leña y apilarla al final. Luego coger yesca y cualquier material que arda con facilidad.

—Por lo visto lo tienes todo muy bien pensado —observó Tivonan.

—Venía dándole vueltas al asunto, y ya había hablado con Kimeran y Jondecam de las distintas posibilidades —explicó Jondalar—. En nuestro viaje, solíamos separar a uno o dos animales de la manada con la ayuda de los caballos y Lobo. Están acostumbrados a ayudarnos a cazar.

—Así es como aprendí a usar el lanzavenablos montada a caballo —intervino Ayla—. Una vez incluso cazamos un mamut.

—Me parece un buen plan —opinó Willamar.

—Y a mí también, pero no soy un buen cazador —dijo Jonokol—. No he cazado mucho, al menos no hasta que emprendí esta Gira de la Donier.

—Puede que no hayas practicado mucho antes, pero en mi opinión ahora eres un cazador notable —elogió Palidar.

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