Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
Los allí reunidos las recibieron con entusiasmo. A continuación se quedaron conversando mientras esperaban la llegada de unos cuantos más. Pronto apareció un grupo de tres, Jonokol entre ellos. Había ido de visita al campamento de otra caverna cuyo Zelandoni también se dedicaba a dibujar imágenes. Les dieron la bienvenida, y acto seguido el Séptimo se dirigió a todos ellos:
—Tenemos la gran fortuna de contar con la presencia de la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre. No creo que haya participado nunca en una de nuestras Reuniones de Verano, y gracias a su asistencia esta es una ocasión memorable. La acompañan su acólita y el Zelandoni que fue antes su acólito, y también a ellos nos complace darles la bienvenida.
Siguieron palabras y gestos de bienvenida entre los asistentes; luego el Séptimo continuó.
—Acomodémonos todos alrededor del fuego. Hemos traído cojines para sentarnos. He preparado una infusión especial y quien quiera puede probarla. Me dio las hierbas una Zelandoni de más al sur, de una caverna en las estribaciones de las altas montañas que delimitan el territorio de los zelandonii. Ha sido la guardiana de una cueva muy sagrada de allí durante muchos años y de la que cuida muy bien. Todas las cuevas sagradas son úteros de la Gran Madre, pero en algunas su presencia es tan profunda que sabemos que dentro uno debe de estar excepcionalmente cerca de Ella; la de dicha Zelandoni es una de esas. A mi juicio, esa Zelandoni que la mantiene ha complacido tanto a la Madre que Esta desea permanecer cerca de ella.
Ayla advirtió que Jonokol prestaba mucha atención a las palabras del Séptimo y pensó que quizá fuera porque deseaba aprender a complacer a la Madre para que Ella permaneciera cerca de la cueva blanca. Él nunca lo habría expresado así, pero Ayla sabía que consideraba esa cueva su lugar sagrado especial. También lo era para ella.
Alguien había puesto piedras de cocinar en el fuego y ahora las sacaba con pinzas de madera alabeada para echarlas en un recipiente de trama tupida con agua. Después el Séptimo añadió el contenido de una bolsa de piel al agua humeante. El aroma se propagó por el aire, y Ayla intentó identificar los ingredientes. Le pareció que era una mezcla, y una parte le resultó familiar, pero otra no. Predominaba un intenso olor a menta, que acaso se había añadido para disimular el de algún otro ingrediente o enmascarar un olor o sabor desagradable. Después de dejar reposar la infusión un rato, el Séptimo sirvió un poco en dos vasos, uno más grande que el otro.
—Esta es una bebida poderosa —explicó—. Yo la probé en una ocasión, y me cuidaré mucho de volver a tomarla en exceso otra vez: puede llevarlo a uno muy cerca del mundo de los espíritus. Aun así, creo que todo el mundo puede probarla, si es con moderación. Una de mis acólitas se ha ofrecido a beber una dosis mayor para actuar como camino de acceso, un conducto para todos los demás.
El vaso de mayor tamaño pasó de mano en mano y cada uno tomó un trago pequeño. Cuando llegó a la Primera, olió la infusión, bebió un sorbo y se enjuagó la boca, intentando distinguir los componentes. A continuación, tomó un poco más y entregó el vaso a Ayla. Esta había observado a la Primera con atención, y la imitó. Aquel brebaje era muy potente. El aroma por sí solo era tan fuerte que la mareó un poco. Al beber, sintió un sabor intenso que no era del todo desagradable, pero tampoco era algo que deseara tomar a diario como una infusión cualquiera, y le bastó ese pequeño trago para sentir la cabeza ligera. Deseó saber cuáles eran los ingredientes.
Cuando todos la habían probado, observaron a la acólita del Séptimo beber un vasito. Poco después se puso en pie y, tambaleante, se encaminó hacia la entrada de la cueva sagrada. El Séptimo se apresuró a levantarse para ofrecerle una mano que le permitiera mantener el equilibrio. Los demás zelandonia presentes los siguieron al interior de la cueva sagrada, varios de ellos provistos de antorchas encendidas. Cedieron el paso a la Primera, y luego a Ayla y Jonokol. Aunque dentro el camino era largo, la acólita fue casi directamente a la zona de la cueva donde estaban los caballos cuyo contorno contenía los puntos grandes. Varios de los que portaban teas se acercaron a la pared para alumbrarla.
Ayla aún sentía los efectos del sorbo de aquella bebida y se preguntó qué sensaciones debía de estar experimentando la acólita que había bebido mucho más. La joven se aproximó al panel y apoyó las dos manos en la pared; luego arrimó la mejilla a la áspera piedra como si intentara penetrar en ella. De pronto se echó a llorar. Su Zelandoni le rodeó los hombros con el brazo para tranquilizarla. La Primera dio unos pasos hacia ella y empezó a entonar el Canto a la Madre:
En el caos del tiempo, en la oscuridad tenebrosa
,
el torbellino dio a luz a la Madre gloriosa
.
Despertó ya consciente del gran valor de la vida
,
el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida
.
La Madre sola se sentía. A nadie tenía
.
Todos escucharon, y Ayla sintió aliviarse una tensión en sus propios hombros de la que hasta ese momento no había sido consciente. La joven acólita dejó de llorar, y poco después, los demás, una vez interiorizada la melodía, sumaron sus voces, en especial al llegar a la parte en que los hijos de la tierra salían del útero de la Madre:
Todos los hijos eran distintos, unos terrestres y otros voladores
,
unos grandes y otros pequeños, unos reptantes y otros nadadores
.
Pero cada forma era perfecta, cada espíritu acabado
,
cada uno era un modelo digno de ser copiado
.
La Madre era afanosa. La Tierra cada vez más populosa
.
Todos, aves, peces y animales, eran su descendencia
,
y esta vez la Madre nunca habría de padecer su ausencia
.
Cada especie viviría cerca de su lugar originario
,
y compartiría con los demás aquel vasto escenario
.
Con la Madre permanecerían; de Ella no se alejarían
.
Cuando la Primera acabó, la acólita estaba sentada en el suelo frente al panel pintado. Algunos otros también habían tomado asiento, un tanto aturdidos.
La Primera retrocedió hacia donde se hallaba Ayla, y el Séptimo enseguida se reunió con ella. En voz muy baja, dijo:
—Ha sido increíble cómo se han serenado todos con tu canto. —Señalando a los que estaban sentados, añadió—: Me temo que no han tomado sólo un sorbo. Puede que algunos sigan así un buen rato. Creo que debería quedarme hasta que todos estén en condiciones de volver, pero vosotras no tenéis por qué esperar.
—Nos quedaremos un poco más —dijo La Que Era la Primera, viendo que se sentaban más.
—Iré a buscar unos cojines —ofreció el Séptimo.
Cuando volvió, Ayla estaba deseando sentarse.
—Me parece que el efecto de esa infusión es cada vez mayor —comentó.
—Creo que tienes razón —convino la Primera—. ¿Tienes más? —preguntó al Séptimo—. Me gustaría volver a probarla cuando regresemos a casa.
—Puedo darte un poco para que te lleves —contestó él.
Una vez sentada en el cojín, Ayla volvió a mirar la pared pintada. Parecía casi transparente, como si pudiera ver al otro lado a través de ella. Tenía la impresión de que detrás había más animales listos para salir, preparándose para vivir en este mundo. Mientras observaba, se sintió cada vez más atraída por el mundo del otro lado de la pared, y al final le pareció estar dentro de él, o más bien por encima de él.
Al principio, no le parecía muy distinto de su mundo. Había ríos que cruzaban estepas herbosas y praderas, que avanzaban entre altas paredes rocosas, árboles en zonas resguardadas y bosques en galería a lo largo de las orillas. Muchos animales de todas las especies deambulaban por la tierra. Los mamuts, rinocerontes, megaceros, bisontes, uros, caballos y antílopes saiga preferían los prados abiertos; a los ciervos rojos y otras variedades de ciervo más pequeñas les gustaba refugiarse entre los árboles; el reno y el almizclero se adaptaban bien al frío. Estaban representadas asimismo todas las especies de animales y aves, incluyendo a los depredadores, desde el enorme león cavernario hasta la comadreja más diminuta. Más que verlos, Ayla sabía que estaban allí, pero advertía en ellos ciertas diferencias. Las cosas parecían extrañamente invertidas. Los bisontes, los caballos y los ciervos no eludían a los leones, sino que permanecían ajenos a ellos. El paisaje era luminoso, pero cuando miró al cielo, vio la luna y el sol, y de pronto la luna se colocó ante el sol y lo ennegreció. Luego notó que alguien la sacudía por el hombro.
—Me parece que te has quedado dormida —dijo la Primera.
—Es posible, pero tengo la sensación de haber estado en otro sitio —contestó Ayla—. He visto el sol volverse negro.
—Puede ser, pero es hora de marcharnos. Fuera amanece.
Cuando salieron de la cueva, había varias personas en torno al fuego, calentándose. Un Zelandoni les dio un vaso con un líquido caliente.
—Esto es sólo una bebida matutina —dijo, sonriente—. Para mí ha sido una experiencia nueva —añadió—. Muy poderosa.
—Para mí también —convino Ayla—. ¿Cómo se encuentra la acólita que bebió un vaso entero?
—Sigue bajo los efectos; duran mucho. Pero está bien atendida.
Las dos mujeres regresaron al campamento. Aunque era muy temprano, Jondalar estaba despierto. Ayla se preguntó si se habría acostado. Él sonrió y pareció aliviado al ver llegar a Ayla y la Primera.
—No pensaba que fueras a estar allí toda la noche —comentó Jondalar.
—Yo tampoco —contestó Ayla.
—Me voy al alojamiento de los zelandonia. Puede que hoy quieras descansar —sugirió la Primera.
—Sí, es posible, pero ahora mismo me apetece comer algo. Me muero de hambre.
Los viajeros que participaban en la Gira de la Donier de Ayla tardaron otros tres días en abandonar la Reunión de Verano de los zelandonii de las Tierras del Sur, y durante ese tiempo Amelana sufrió una pequeña crisis. Un hombre muy encantador, un tanto mayor y aparentemente de posición elevada había estado presionándola para que se quedara allí y se emparejase con él, y Amelana se sintió tentada. Dijo a la Primera que necesitaba hablar con ella, y quizá también con Ayla. Cuando se reunieron, empezó a explicar las razones por las que, según creía, debía quedarse y ser compañera de aquel hombre que tanto la deseaba. Mientras hablaba, hacía gestos zalameros y sonreía como si sintiera la necesidad de pedir permiso e intentara conseguir la aprobación de ellas. La Primera ya se había dado cuenta de lo que sucedía, y había hecho indagaciones.
—Amelana, eres una mujer adulta que en su día se emparejó y por desgracia ha quedado viuda, y pronto serás madre, con la responsabilidad de cuidar de la nueva vida que crece dentro de ti. La elección es tuya. No necesitas mi permiso ni el de nadie —declaró la Primera—. Pero como has acudido a mí para hablar, supongo que deseas mi consejo.
—Bueno, sí, supongo —dijo Amelana. Parecía sorprenderle que hubiese sido tan fácil. Esperaba tener que engatusar y persuadir a la Zelandoni para que aceptara el emparejamiento propuesto.
—En primer lugar, ¿has conocido a la gente de su caverna, o a alguno de sus parientes? —preguntó la mujer.
—Más o menos. He compartido algunas comidas con unos primos, pero en general ha habido tantos banquetes y celebraciones que no ha sido necesario comer con su caverna —contestó Amelana.
—¿Recuerdas tus propias palabras al preguntarnos si podías viajar con nosotros? Dijiste que querías volver a casa para estar con tu madre y tu familia al tener a tu hijo. Es más, no te gustó nada cuando Jacharal se marchó a fundar una caverna nueva con sus amigos y parientes, y eso se debió al menos en parte, seguramente, a que no los conocías bien. Ellos estaban muy ilusionados con empezar desde cero en otro sitio, pero tú ya habías dejado atrás lo conocido y te encontrabas en un lugar nuevo. Querías instalarte y que la gente se ilusionara con tu hijo. ¿No es así? —preguntó la Primera.
—Sí, pero este hombre es mayor. Está asentado. No va a fundar una caverna nueva. Se lo he preguntado —adujo Amelana.
La Primera sonrió.
—Al menos le has preguntado eso. Es un hombre encantador y atractivo, pero es mayor. ¿Tienes idea de por qué quiere ahora una nueva compañera? ¿Le has preguntado si ya tiene compañera? ¿O si ha tenido alguna?
—No exactamente. Me dijo que había estado esperando a la mujer adecuada —contestó Amelana, arrugando la frente.
—¿Sólo la mujer adecuada para ayudar a su primera mujer a cuidar de sus cinco hijos?
—¿A su primera mujer? ¿Cinco hijos? —Amelana frunció la frente más aún—. No me ha dicho nada de cinco hijos.
—¿Se lo has preguntado?
—No, pero ¿por qué no me lo ha dicho él?
—Porque no tenía que hacerlo, Amelana. Tú no se lo has preguntado. Su compañera le dijo que buscara a otra mujer para ayudarla. Pero aquí todo el mundo sabe que ese hombre tiene en su hogar a una mujer y los hijos de esta. Como ella es la primera, gozaría del rango más alto y llevaría la voz cantante. En todo caso, es ella quien aporta el estatus a ese acuerdo. Él no tiene mucho más que una buena presencia y unos modales encantadores. Nos vamos mañana. Si decides emparejarte con él, aquí nadie te llevará de regreso a la caverna de tu madre.
—No pienso quedarme aquí —contestó Amelana, airada—. Pero ¿por qué me ha engañado así? ¿Por qué no me lo ha dicho?
—Eres una mujer atractiva, Amelana, pero muy joven, y te gusta ser el centro de atención. Sin duda él encontrará a una segunda mujer, pero no será joven y bonita, sin nadie que la defienda cuando nos hayamos ido. Eso es lo que él preferiría, por eso eres tan adecuada para él. Al final probablemente encontrará a una mujer de mayor edad, quizá no muy atractiva y acaso con un par de hijos propios o, si hay suerte, que no pueda tener hijos, y que se alegre de emparejarse con un hombre encantador, con familia, dispuesto a acogerla e incorporarla a su hogar. Estoy segura de que es eso lo que la primera mujer espera, y no a una joven bonita que se marchará con el primer hombre que le ofrezca algo mejor. Tengo la certeza de que eso es lo que harías, aun cuando significara una pérdida de estatus.
Amelana pareció asombrada ante la franqueza de la Primera, y de pronto se echó a llorar.
—¿De verdad soy tal calamidad?