Read La tierra de las cuevas pintadas Online
Authors: Jean M. Auel
—Lamento que haya sido tan corto —se disculpó él.
—Yo no. Estaba tan a punto como tú, tal vez más.
Se quedaron los dos tumbados un rato, hasta que ella dijo:
—Me gustaría darme un chapuzón en el arroyo.
—Tú y tus baños de agua fría. ¿Te haces una idea de lo helada que está el agua? ¿Te acuerdas del tiempo que pasamos con los losadunai en nuestro viaje? ¿Del agua caliente que salía de la tierra y de los fantásticos baños que construyeron? —preguntó Jondalar.
—Eran fantásticos, pero en el agua fría te refrescas y sientes un hormigueo. Cuando me baño, no me importa que el agua esté fría —respondió ella.
—Y yo ya me he acostumbrado. De acuerdo. Avivemos el fuego para que esto esté caliente cuando regresemos, y vayamos a tomar un baño de agua fría, un baño rápido.
Cuando los glaciares cubrían la región situada no mucho más al norte, las tardes eran frescas a latitudes a medio camino entre el polo y el ecuador incluso en pleno verano. Se llevaron las suaves pieles de gamuza para secarse que les habían regalado sus amigos sharamudoi durante el viaje y, envolviéndose en ellas, corrieron hasta el arroyo, en un punto por debajo de su habitual fuente de abastecimiento de agua, pero sin llegar al lugar donde lavaban el cesto de desechos.
—¡Qué fría está el agua! —protestó Jondalar cuando se metieron en el arroyo a todo correr.
—Sí que lo está —coincidió Ayla, agachándose para que el agua le llegase al cuello y le cubriese los hombros. Se mojó la cara y luego se frotó todo el cuerpo con las manos bajo el agua. Salió corriendo, cogió la toalla de gamuza y, tras envolverse con ella, regresó como una flecha al refugio. Jondalar le pisaba los talones. Se acercaron al fuego y se secaron rápidamente; a continuación colgaron las pieles húmedas en una estaquilla. Se metieron entre sus pieles de dormir y se acurrucaron para darse calor.
Cuando volvieron a sentirse a gusto, él le susurró al oído:
—Si vamos despacio, ¿crees que puedes llegar a estar a punto otra vez?
—Creo que sí, si tú puedes.
Jondalar la besó, abriéndole la boca con la lengua, y ella respondió del mismo modo. Esta vez él no tenía prisa. Quería alargarse, explorar su cuerpo, buscar todas esas zonas especiales que le daban placer, y dejarla a ella encontrar las suyas. Le acarició el brazo y sintió la piel fría que empezaba a entrar en calor; después le tocó el pecho, sintiendo que el pezón se contraía y endurecía bajo la palma de su mano. Lo manipuló con el pulgar y el índice y hundió la cabeza bajo las pieles para tomarlo entre sus labios.
Fuera se oyó un ruido. Los dos levantaron la cabeza por encima de las pieles y aguzaron el oído. Se acercaban unas voces. Al cabo de un momento alguien apartó la cortina de la puerta y entraron varias personas. Se quedaron inmóviles, atentos. Si se iban todos directamente a la cama, podrían continuar con sus exploraciones. Ninguno de los dos se sentía del todo cómodo compartiendo los placeres mientras había alrededor personas totalmente despiertas y charlando, a pesar de que a algunos no parecía importarles. No era algo tan anormal, comprendía Jondalar, e intentó recordar qué hacía él cuando era más joven.
Sabía que se habían acostumbrado al aislamiento durante el año que viajaron juntos de regreso a su hogar, pero él siempre había sido un hombre celoso de su intimidad, incluso en los tiempos en que lo instruía Zolena, sobre todo cuando la instrucción se convirtió en algo más que la relación entre una mujer-donii y su joven discípulo, cuando pasaron a ser verdaderos amantes, y él deseó hacerla su compañera. En ese momento reconoció la voz de ella además de la de su madre y Willamar. La Primera los había acompañado al campamento de la Novena Caverna.
—Voy a poner agua a hervir para una infusión —anunció Marthona—. Podemos coger fuego del hogar de Jondalar.
—Sabe que estamos despiertos —susurró Jondalar a Ayla—. Creo que vamos a tener que levantarnos.
—Me temo que sí —coincidió Ayla.
—Te llevo un poco de fuego, madre —ofreció Jondalar a la vez que apartaba las pieles y alargaba el brazo para coger su bolsa taparrabos.
—Vaya. ¿Os hemos despertado? —preguntó Marthona.
—No, madre —contestó él—. No nos habéis despertado.
Se levantó, buscó un trozo largo y delgado de yesca y lo acercó al fuego hasta que prendió. Luego lo llevó al hogar principal del refugio.
—¿No os apetece tomar una infusión con nosotros? —propuso su madre.
—Bueno, ¿por qué no? —contestó él. Sabía que todos eran conscientes de que habían interrumpido a la joven pareja.
—Además, quería hablar con vosotros —añadió la Zelandoni.
—Permitidme que vaya a abrigarme un poco —dijo él.
Ayla ya se había vestido cuando Jondalar regresó a su pequeño espacio de dormir. Se apresuró a ponerse algo de ropa y los dos salieron al hogar principal, provistos de sus vasos de beber.
—Alguien ha llenado el odre —observó Willamar—. Creo que me has ahorrado la molestia, Jondalar.
—Ayla se ha dado cuenta de que estaba vacío.
—He visto a Lobo y los caballos detrás de la morada, Ayla —señaló Willamar.
—En el campamento no ha habido nadie en todo el día, y un leopardo de las nieves ha intentado atacar a Gris. Whinney y Corredor se han enfrentado a él y lo han matado, pero han roto la cerca y se han escapado —explicó Jondalar.
—Lobo los ha encontrado al final de esta pradera, cerca de las paredes de roca y de un pequeño arroyo. Deben de haberse llevado un buen susto. Al principio incluso nos tenían miedo a nosotros y a Lobo —añadió Ayla.
—Y no estaban dispuestos a volver al cercado por nada del mundo, así que los hemos traído aquí —aclaró Jondalar.
—Ahora los vigila Lobo, pero tendremos que encontrarles otro lugar —explicó Ayla—. Mañana buscaré un sitio donde deshacerme de ese leopardo de las nieves muerto y regalaré la madera del cercado. Puede servir para leña.
—Ese cercado tiene unos cuantos buenos tablones. Servirá para algo más que para leña —observó Willamar.
—Puedes quedártela toda, Willamar. No quiero volver a verla —dijo Ayla, estremeciéndose.
—Sí, decide tú qué hacer con esa madera, Willamar. Hay piezas muy aprovechables —confirmó Jondalar, pensando que el leopardo de las nieves había asustado a Ayla aún más que a los caballos. También la había enfurecido. Probablemente prendería fuego al cercado ella misma sólo por deshacerse de él.
—¿Cómo sabéis que era un leopardo de las nieves? Por aquí no suele haber —comentó Willamar—, y nunca en verano, que yo recuerde.
—Al llegar al cercado, hemos visto los restos del leopardo, pero no había ni rastro de los caballos —respondió Jondalar—. Ayla ha encontrado una cola larga de aspecto sedoso, con pelo blanco grisáceo y manchas oscuras, y la ha identificado como la cola de un leopardo de las nieves.
—Será eso —dijo Willamar—, pero a los leopardos de las nieves les gustan las tierras altas y las montañas, y por lo general cazan íbices, gamuzas y muflones, no caballos.
—Según Ayla, era uno joven, posiblemente macho —contestó Jondalar.
—Tal vez este año los depredadores de las montañas estén bajando antes —señaló Marthona—. Si es así, quizá signifique que el verano será corto.
—Más vale que avisemos a Joharran. Puede que convenga organizar alguna gran cacería cuanto antes y almacenar mucha carne. Un verano corto puede traer un invierno largo y frío —dictaminó Willamar.
—Y tendríamos que recolectar todo lo que esté maduro antes de que lleguen los fríos —añadió Marthona—. Incluso lo que no esté todavía maduro, si es necesario. Recuerdo un año, hace ya mucho tiempo, que recogimos muy poca fruta, y tuvimos que desenterrar raíces con la tierra casi helada.
—Recuerdo ese año —dijo Willamar—. Creo que fue antes de que Joconan fuera jefe.
—Exacto. Tú y yo aún no nos habíamos emparejado, pero estábamos interesados el uno en el otro —señaló Marthona—. Si la memoria no me engaña, por aquel entonces hubo varios años malos.
La Primera no guardaba recuerdo de aquello. Probablemente era aún muy pequeña por esas fechas.
—¿Qué hizo la gente? —preguntó.
—Al principio nadie se creyó que el verano fuera a acabarse tan pronto —explicó Willamar—. Y luego todo el mundo empezó a almacenar comida a toda prisa para el invierno. Y menos mal. Al final la estación fría fue muy larga.
—Habría que prevenir a la gente —recomendó la Primera Entre Quienes Servían a la Gran Madre Tierra.
—¿Cómo podéis estar seguros de que esto significa un verano corto? Sólo ha sido un leopardo de las nieves —dijo Jondalar.
Ayla pensaba lo mismo, pero calló.
—No hace falta estar seguro —contestó Marthona—. Si la gente seca carne o bayas de más, o si almacena más raíces o frutos secos antes de tiempo, y luego no llega el frío, no habrá ningún problema. Simplemente nos durarán más. Pero si no reunimos cantidad suficiente, podríamos pasar hambre, o cosas peores.
—Ya te he dicho que quería hablar contigo, Ayla. He estado preguntándome cuándo deberíamos empezar tu Gira de la Donier. No sabía qué era lo más conveniente, si partir cuanto antes o esperar al final del verano, tal vez incluso hasta pasada la segunda ceremonia matrimonial. Ahora pienso que deberíamos irnos lo antes posible. Ya de paso, por el camino, podemos avisar a la gente de que quizá el verano sea corto —dijo la Primera—. Estoy segura de que la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna se prestará con mucho gusto a oficiar la última ceremonia. En todo caso, no creo que haya muchas parejas. Sólo las pocas que se formen este verano y tomen ya la decisión. Sé de dos parejas que aún no saben si quieren unirse, y otra cuyas cavernas están tardando mucho en llegar a un acuerdo. ¿Podrás estar lista para emprender la marcha dentro de unos días?
—Seguro que sí —contestó Ayla—. Y si nos vamos, no tendré que buscar otro sitio para los caballos.
—¡Mira cuánta gente! —comentó Danella al ver a la muchedumbre que se había congregado en grupos y corrillos en torno al gran alojamiento de los zelandonia. Paseaba con su compañero, Stevadal, el jefe de Vista del Sol, y con Joharran y Proleva.
Observaban a la multitud que se había reunido en torno al refugio para ver quién salía, por más que en el exterior hubiese ya otras cosas dignas de verse. La angarilla especial con asiento construida para la Primera estaba enganchada a la yegua de color pardo amarillento de la mujer forastera de Jondalar, y Lanidar, el joven cazador de la Decimonovena Caverna con un brazo deforme, sujetaba un dogal prendido del cabestro, un artilugio hecho de cuerda que se colocaba en torno a la cabeza del animal. También sostenía el dogal del joven corcel zaino, que llevaba enganchada una angarilla similar, cargada de fardos. La potranca gris estaba a su lado, como si esperara que él la protegiera de la multitud. El lobo se hallaba junto a ellos, sentado, también con la mirada fija en la salida del refugio.
—Cuando llegaron, tú todavía te sentías débil y no estabas aquí —explicó Stevadal a su compañera—. ¿Siempre despiertan tanta atención, Joharran?
—Siempre ocurre lo mismo cuando cargan —respondió Joharran.
—Una cosa es que los caballos estén en los alrededores del campamento principal, y el lobo al lado de Ayla; al final, te acostumbras a ver a los animales relacionarse amistosamente con unas cuantas personas. Pero lo que causa verdadera sorpresa es, creo, cuando les enganchan esos artefactos de los que tiran, y los cargan, cuando les piden a los caballos que trabajen y los caballos acceden —explicó Proleva.
Se produjo un revuelo cuando varias personas salieron del alojamiento de verano. Los cuatro se acercaron a toda prisa para despedirse. Cuando aparecieron Jondalar y Ayla, Lobo se puso en pie, pero se quedó donde estaba. Los siguieron Marthona, Willamar y Folara, varios zelandonia, y por último la Primera. Joharran ya había empezado a planear una gran cacería, y si bien Stevadal se había mostrado un poco reacio a aceptar su advertencia de que se avecinaba un verano corto, estaba más que dispuesto a sumarse a la cacería.
—¿Volverás por aquí, Ayla? —preguntó Danella después de rozarse ambas las mejillas—. Apenas he tenido tiempo de conocerte.
—No lo sé. Eso depende de la Primera —contestó Ayla.
Danella también rozó la mejilla de Jonayla con la suya. La niña estaba totalmente despierta, apoyada en la cadera de su madre y sujeta con la manta de acarreo; parecía percibir la agitación en el aire.
—Lamento no haber tenido tiempo de conocer un poco más a esta pequeña. Es un encanto, y preciosa.
Se encaminaron hacia donde aguardaban los caballos y cogieron los dogales.
—Gracias, Lanidar —dijo Ayla—. Te agradezco la ayuda con los caballos, sobre todo en estos últimos días. Confían en ti, y contigo se sienten a gusto.
—Yo lo he pasado bien. Me encantan los caballos, y vosotros dos habéis hecho mucho por mí. Si el año pasado no me hubieseis pedido que los vigilara, si no me hubieseis enseñado a usar el lanzavenablos y regalado uno, nunca habría aprendido a cazar. Aún seguiría tras los pasos de mi madre recogiendo bayas. Ahora tengo amigos, y cierto prestigio que ofrecer a Lanoga cuando ella tenga edad.
—Aún piensas emparejarte con ella, pues —observó Ayla.
—Sí, estamos haciendo planes —contestó Lanidar. Se interrumpió por un momento, como si quisiera decir algo más. Finalmente añadió—: Quiero daros las gracias a Jondalar y a ti por la morada de verano que les construisteis. Para ellos representó todo un cambio. He dormido allí alguna que otra vez… bueno, casi todas las noches, para ayudarla con los pequeños. Su madre volvió dos veces, no, tres. Tremeda siempre me pide algo, pero al día siguiente, porque por las noches, cuando llega, apenas se tiene en pie. Incluso Laramar durmió allí una noche. Dudo que se diera cuenta de que yo estaba. Se marchó por la mañana nada más levantarse.
—¿Y Bologan? ¿Se queda allí por la noche y ayuda con los niños menores? —preguntó Ayla.
—A veces. Está aprendiendo a hacer barma, y se queda con Laramar cuando él lo prepara. También practica con el lanzavenablos. Yo le he enseñado a usarlo. El verano pasado no parecía interesarle la caza, pero este año, después de ver lo que yo he aprendido, quiere demostrar que él también es capaz.
—Bien. Me alegra oírlo. Gracias por hablarme de ellos y de ti —dijo Ayla—. Si no volvemos aquí después de nuestro viaje, esperaré impaciente a volver a verte el año que viene. —Le rozó la mejilla con la suya y lo abrazó.