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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

La Sombra Del KASHA (22 page)

BOOK: La Sombra Del KASHA
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Aún no había descartado por completo pasarse por la comisaría local. Si la muerte de la madre de Shoko había sido un accidente, tenía que existir un expediente. Honma podía haberle pedido a Funaki que llamara a la comisaría para anunciar su visita. Todo hubiera sido más fácil y rápido, aunque claro, aquello también despertaría la curiosidad de su colega que se habría empeñado en que se lo contara todo con pelos y señales. Habían pasado dos años y dos meses desde la muerte de la madre de Shoko. Durante aquel tiempo, nadie había sospechado nada sobre las circunstancias de su muerte. Su hija había cobrado el dinero del seguro. La policía había cerrado el caso. ¿Qué prisa tenía?

Primero contrastaría los hechos, se centraría en el testimonio de los vecinos. Y si finalmente fuera necesario, recurriría a la policía.

Pasaron unos veinte minutos hasta que el conductor detuvo el taxi y dijo:

—Es por aquí. —Había una farola a la entrada de una calle estrecha y sin salida de donde colgaba un cartel: «Ichozakacho 2010».

—El número 2005 está al final de la calle —explicó el taxista.

La puerta automática se cerró lentamente y el automóvil se alejó a toda velocidad. Honma estaba totalmente desorientado. Desde el momento en el que había salido de la estación, se había sentido aturdido por la total ausencia de relieve de Utsunomiya. No le extrañaba, la ciudad quedaba en el corazón de la llanura de Kanto que descendía extendiéndose sobre la bahía de Tokio. Aun así, el nombre Ichozaka (Colina del Gingko) le había confundido: esperaba encontrarse un terreno más irregular, con más cuestas y pendientes. ¿En qué lugar de aquella ciudad se levantaban escalones lo suficientemente altos como para que una persona cayera por ellos y muriera en el acto?

Ichozakacho era una zona residencial tranquila. En cierto modo, se parecía bastante a su vecindario, aunque apenas había complejos de apartamentos. Las casas eran, en su mayoría, anticuadas, caóticas; simples moradas unifamiliares. Hogares reales arraigados a una tierra.

Una pareja joven pasó cogida de la mano. La mirada de la chica se posó un momento en la pierna de Honma, antes de apresurarse a desviarla. El chico seguía con sus payasadas, sin percatarse de nada. Honma reparó en un salón de belleza en cuya puerta colgaba un cartel:

Salón L'Oréal. Al otro lado de la calle había un pequeño colegio en donde se enseñaba a los niños a utilizar el ábaco. Junto a éste, se levantaba un gran edificio de tres pisos con un taller de reparación en la planta baja y una hilera de ropa sobresaliendo de las ventanas. A unos dos metros, en la otra acera, se alzaba un edificio de apartamentos de estuco de dos pisos. Sobre la puerta de metal corrediza de la entrada, colgaba una placa antigua en la que se había escrito a mano: Akane Villa. Número 2005.

Honma se metió las manos en los bolsillos del abrigo, dispuesto a entrar en acción. Justo en aquel instante, la puerta se abrió y salió una pareja de colegiales. Un chico y una chica, ésta última algo más mayor. La chica se detuvo a cerrar la puerta que se resistía a ceder. Tal vez se hubiera quedado atrancada porque no tenía aspecto de ser muy pesada. Cuando finalmente lo logró, tomó de la mano al chico, y tiró de él hacia la calle. No había nadie más por allí.

—Hola —dijo Honma.

Los niños se detuvieron y Honma reparó en sus zapatos, iguales, con el mismo motivo de dibujos animados. La niña llevaba un gran colgante al cuello. Le devolvió el saludo y enmudeció.

Honma se agachó, con las manos en las rodillas, sonriendo:

—Chicos, ¿vivís en este edificio?

La chica asintió y el pequeño se limitó a mirarla, muy intrigado.

—¿Sí? Pues ¿sabéis qué? Yo conozco a alguien que vivía aquí. Estoy buscando a esta persona. He venido desde Tokio para encontrarla. Sería mejor que preguntara al casero. ¿Sabéis dónde está el casero?

—No lo sabemos —repuso la chica con tono seguro.

—¿Sabéis si vive en el vecindario?

—No lo sabemos. Nunca hemos conocido al casero.

—Oh… —De acuerdo. Sólo por seguir conversando, Honma le preguntó por el colgante, cuya cadena no dejaba de acariciar con la mano que le quedaba libre—. Es precioso. ¿Qué es?

—Es un silbato.

Vaya.

—Este es un barrio muy peligroso —añadió la chica sin rodeos—. Pero el silbato es muy potente. Por eso me lo compró mi madre. ¿Quiere oírlo?

No, a no ser que quisiera tener esa charla con la policía antes de lo esperado.

—No, gracias. ¿Está tu madre en casa?

—No. —Alternó el peso de una pierna a otra y su hermano la imitó, como un sidecar acoplado a una moto—. Está justo ahí. —La niña señaló detrás de Honma.

Honma se apresuró a darse la vuelta, medio esperando ver a la mujer fulminándolo con la mirada. Pero no había nadie, tan sólo el cartel del Salón L'Oréal.

—Mi madre también tiene un silbato —añadió la chica.

Casi treinta minutos después de que Honma cruzara la chirriante puerta, haciendo sonar el timbre que anunciaba la llegada de un nuevo cliente, apareció la peluquera, Kanae Miyata. Una mujer poco atenta teniendo en cuenta que trabajaba en el sector servicios y, además, era una madre joven.

Honma fue directo al grano: tenía unas cuantas preguntas sobre Shoko Sekine, la prometida de su sobrino. Le enseñó su tarjeta de visita.

—Si se ha metido en algún problema, no quiero saber nada.

—No, no es eso. Ha desaparecido sin decir nada a nadie. Mi sobrino sólo quiere asegurarse de que está bien. —Esperaba que aquello sonara lo suficientemente convincente.

Ella asintió.

—Es una pena cómo murió la vieja señora Sekine. —Al parecer, la señora Miyata conocía mejor a la «vieja señora Sekine» que a la hija, con la que apenas tuvo un breve intercambio en el funeral, cuando se acercó para darle el pésame.

A la señora Miyata no le supuso ningún problema informar a Honma sobre los detalles de la muerte de la madre. Yoshiko Sekine se había caído por la escalera de un viejo edificio, a unos cuantos kilómetros de allí, cerca de Hachiman Park.

—Es un edificio de tres plantas; un banco ocupa las dos primeras. La señora Sekine era cliente habitual de un bar llamado Tagawa, situado en la tercera planta. Solía pasar por allí una o dos veces por semana para tomar una copa. Verá, en la fachada del edificio, hay una escalera de emergencia de hormigón. No se trata de la típica escalera de incendios, ya sabe, la que desciende zigzagueando, sino una escalera muy empinada que baja recta desde la tercera planta. Sólo hay un pequeño descansillo en el segundo piso.

A Yoshiko Sekine la encontraron en el suelo de la planta baja.

—Probablemente cayó desde la tercera. Y eso reduce drásticamente las posibilidades de salir ileso. Según dijeron, se partió el cuello. Todos saben que es un edificio viejo y demás. Pero lo grave es que no cumple con la normativa de seguridad. Se publicó un artículo en el periódico. Bueno, más bien una pequeña columna en la sección de sucesos.

No parecía haber mucho movimiento en aquel diminuto salón de belleza. Sólo había una esteticista, aparte de la propietaria, que en aquel momento estaba de compras. Honma reparó en un único cliente, una mujer mayor sentada sobre una silla de piel escarlata, cabeceando mientras la señora Miyata terminaba de ponerle rulos en el pelo.

Honma no conseguía ponerse cómodo en el banco donde se sentaba y se cambió a una de las sillas reclinables que llevaba acoplado uno de esos secadores de pelo que se encajaban sobre la cabeza. No se molestó en pedir permiso a la señora Miyata, pero a ella tampoco pareció importarle. Se la veía cansada, probablemente porque tenía que lidiar con dos niños pequeños.

—Tuvo que ser un suceso muy sonado.

—Sí, claro. Pero esa escalera… Si le soy sincera, no nos pilló por sorpresa. La gente llevaba mucho tiempo diciendo que era un peligro. Y al final, mire lo que pasó.

—¿Intervino la policía?

—Creo que sí. Pero estaba claro que era un accidente, así que no pudieron hacer gran cosa.

Emborrachar a alguien hasta que no pueda mantenerse en pie y empujarla después por una escalera… Si se hace bien, nadie tiene por qué sospechar nada.

—¿Alguien presenció lo ocurrido?

—No lo sé. —Ladeó la cabeza, desconcertada.

Honma decidió optar por una estrategia diferente.

—¿Conocían usted y su familia a la señora Sekine?

—Más o menos —repuso ella. Explicó que vivía con su marido y los dos niños en Akane Villa 201, y que la señora Sekine residía en el piso de abajo, el 101—. Llevaba unos diez años viviendo allí.

—El alquiler tuvo que ir subiendo cada vez que renovara el contrato. Me sorprende que no se mudara.

—Ah, cómo se nota que es usted de Tokio. He oído que lo que se paga de alquiler allí es un robo a mano armada. Aquí no sucede lo mismo. Si hablamos de un apartamento moderno, en un rascacielos cerca de la estación, bueno, eso sí que es caro. Pero en un barrio modesto como Akane, el alquiler nunca es demasiado alto, se lo aseguro.

—¿Es muy común que una persona permanezca en la misma casa durante diez años seguidos? —Viviendo demasiado tiempo en una casa, al final uno se acomoda y termina perdiendo el interés por cambiar de aires.

—Mudarse puede ser toda una odisea. Tienes que hacerlo todo tú solo… en nuestro caso, mi marido no movió ni un dedo. —Su expresión se ensombreció y sus párpados se entrecerraron. Las yemas de sus dedos mantenían un ritmo constante, pese a que apenas echaba un vistazo a lo que hacía mientras ponía los rulos a aquella mujer.

—¿Y cuándo se mudaron ustedes a Akane Villa?

—Veamos… llevamos cinco años aquí.

—¿Conoció a la señora Sekine nada más mudarse?

Ella asintió.

—Sí, por los niños. Siempre estaban saltando sobre las sillas o haciendo alguna trastada. Así que iba directa a la gente y me presentaba. Pensaba que era mejor que sentarme a esperar que fueran ellos quienes vinieran a quejarse.

—Y por aquel entonces, ¿Shoko aún seguía yendo y viniendo?

—¿La hija?… La habré visto un par de veces. Supongo que venía a casa durante las vacaciones de verano y Año Nuevo. —Kanae Miyata colocó el último rulo, le echó un rápido vistazo a la mujer en el espejo, y después fue a por una toalla.

—¿Era guapa?

—Claro, era una chica preciosa.

Honma no había visto aún el rostro de la verdadera Shoko Sekine. Sólo tenía sus suposiciones.

—¿Un poco demasiado despampanante, diría?

La señora Miyata estaba ocupada rodeando la cabeza de su cliente con una toalla. Su única respuesta fue un ligero tic en el ojo.

—Al parecer, trabajaba en un bar.

La peluquera aseguró la toalla con una enorme cinta de goma. —No sé si debería decirle esto, pero la chica tenía problemas con unos prestamistas. ¿O no lo sabía?

—Sí, lo sabía.

Era obvio que había esperado sorprenderlo, porque se la veía bastante decepcionada.

—Es una vergüenza que esos acreedores acosaran a la señorita Sekine. Hubo una vez que incluso tuvo que llamar a la policía.

—¿Cuándo ocurrió eso?

La señora Miyata enmudeció, con la botella de laca en la mano.

—A ver… Bueno, debió de ocurrir en los ochenta. De eso no cabía duda.

»A propósito, hablando de deudas, he oído que los padres no tienen por qué pagar un céntimo si uno de sus hijos incurre en un cúmulo de deudas. —Le lanzó una mirada cargada de malicia.

¿Qué había de raro en eso?

—Así es. Y lo mismo ocurre cuando se da el caso inverso. Siempre y cuando no haya avalista de por medio. Claro que si las deudas vienen de ambas partes, la esposa y el marido también se ven involucrados.

—Digamos que mi marido acumula deudas en las apuestas hípicas, ¿estaría obligada a pagarlas?

—Por supuesto que no.

Roció algo de laca, y los ojos de su cliente se abrieron de golpe; debía de estar muy fría.

—¿A qué viene eso? ¿No estarás insinuando que tu marido ha vuelto a las andadas? —espetó la anciana.

—Dice que va a construirme una casa —río la señora Miyata.

La señora volvió la cabeza para mirar a Honma, aunque seguía dirigiéndose a la señora Miyata.

—¿Quién, él?

—No, no. Este señor viene de Tokio.

—¡Oh, Dios mío! Siempre igual, sacando mis propias conclusiones. Dime, ¿qué trae a tan buen mozo desde Tokio? —Seguía sin dirigirle una palabra a Honma. La señora Miyata, entretanto, había empujado a la mujer hacia delante y estaba poniéndole un gorrito de goma en la cabeza.

—Ha venido a verme a mí. Avíseme si está muy caliente ¿de acuerdo? —advirtió, colocando el aparato sobre la cabeza de la mujer. Pulsó un botón, el secador empezó a hacer ruido y a escupir infrarrojos.

Entonces, tras fijar la hora en una máquina que quedaba al lado, se acercó hacia donde Honma se sentaba y se acomodó en el banco de la sala de espera. Sacó una cajetilla de Caster Mild del bolsillo de su uniforme y se encendió un cigarrillo. La larga y lenta chupada que le dio lo dijo todo: aquel era un momento de descanso que llevaba tiempo esperando—. Si lo que ha venido a buscar es alguna pista sobre la hija —dijo, bajando el tono de voz—, será mejor que se pase por el colegio antes que preguntar a una simple vecina como yo.

—¿El colegio?

—Sí. La vieja señora Sekine solía trabajar en la cafetería del colegio. El mismo al que asistió su hija.

—No sé de qué me serviría retroceder tanto en el tiempo.

—Nunca se sabe. ¿No cree que la anciana pudo haber compartido confidencias con sus compañeras de trabajo? —Aquel brillo malicioso destelló en su mirada de nuevo. Tratándose de una chica como Shoko, a la que su madre repudiaba por ganarse la vida de manera tan dudosa e incurrir en deudas con prestamistas, no era de extrañar que las cosas ya fueran mal cuando aún estaba en el colegio.

—Y una cosa más —continuó—. Apuesto a que por aquí aún quedan muchas compañeras de colegio e instituto de Shoko. ¿Y si intenta localizarlas?

—¿Conoce usted a alguna de esas amigas?

—Hum… —Kanake Miyata ladeó la cabeza—. Alguna amiga de la infancia debe de seguir viviendo en el barrio. Quién sabe. Puede incluso que vengan a hacerse la permanente aquí. —Entonces, inclinándose hacia la mujer que descansaba bajo el secador, añadió en voz alta—. ¿Recuerda usted a la señora Sekine, la mujer que vivía justo debajo de nosotras?

—¿La que se calló por la escalera? —gritó la mujer, sin mover la cabeza de su sitio.

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