Esa mujer había desaparecido, reflexionó Honma. Como una araña, sin dejar huellas, abandonando una tela inmaculada tras ella.
—Dejémoslo así —concluyó—. ¿Te importa si me llevo el álbum de fotos? Te lo devolveré en cuanto le haya echado un vistazo.
—¿Para qué lo necesita?
—¿He de explicarte la razón de mis métodos cada vez que tomo una decisión?
Jun apartó la mirada, aún llevaba el álbum bajo el brazo. —Son las fotos de mi prometida.
—Sí, de una prometida con demasiados tapujos. Y yo estoy aquí para ayudarte a encontrarla, ¿entiendes?
Jun soltó un resoplido. Aunque, por lo visto, no le hacía mucha gracia, acabó cediéndole el álbum.
—Por cierto —añadió Honma—. He oído hablar de cierto anillo de compromiso. Al parecer también se lo ha llevado, ¿verdad?
Cuando Jun respondió, lo hizo con un tono ahogado y melancólico.
—¿Qué ocurre? No ha mencionado el nombre de Shoko ni una sola vez en toda la noche. Sólo se ha limitado a decir «ella» o «sus» cosas.
—Pues no me había dado cuenta.
—¿Qué buscaba exactamente en su apartamento?
Honma no respondió. Cerró la puerta, dejando la pregunta de Jun sumida en la oscuridad del piso, junto con una propia que no se había atrevido a formular. Una gran incógnita: ¿Quién había estado viviendo allí?
Ya eran las diez de la noche cuando Honma llegó a casa, con el álbum bajo el brazo. Estaba exhausto. Se detuvo para tomar aliento en el vestíbulo de su edificio y, de nuevo, en mitad del pasillo de la tercera planta que llevaba a su apartamento. Le extrañó ver que la puerta no estaba cerrada con llave. No reparó en aquel pequeño detalle hasta que giró la llave con la intención de abrir y se percató de que el resultado era el inverso. Al segundo intento, oyó unos pasos acercarse para abrir la puerta desde dentro. Era Isaka.
—¿Has venido a limpiar la casa?
—Hisae volverá tarde de su fiesta de Año Nuevo. Yo estaba muerto de aburrimiento, así que he subido a ver la tele con tu chico. —Isaka parecía algo incómodo, seguramente, porque no decía toda la verdad. Lo más probable era que Makoto hubiera cogido una rabieta, y que Isaka se hubiera negado a dejarlo solo.
—Lo siento —respondió Honma que, bajando el tono de voz, añadió—: ¿Te ha dado mucha guerra?
Isaka negó con la cabeza antes de desviar la mirada hacia la habitación de Makoto.
—Está dormido. Me hizo prometer que no lo despertaría cuando su padre llegase a casa.
—Este niño se ha vuelto loco —sonrió con ironía Honma.
Isaka reprimió una carcajada. Ambos se encaminaron hacia el salón, donde la televisión seguía encendida. Para cuando Honma se sentó, Isaka ya había apagado el aparato y encendido las luces del salón. Isaka miraba a Honma con atención, cual sastre midiendo a un cliente.
—¿Un día duro?
—Demasiados tejemanejes de un tirón. Las cosas se están complicando.
Honma dejó el álbum de fotos sobre la mesa. Isaka lo miró con curiosidad, antes de preguntar:
—¿Te apetece una cerveza?
Típico de Isaka tentarlo con aquellas cosas. Desde que le dieron el alta en el hospital, Honma se había abstenido de fumar y de beber, aunque últimamente se había relajado un poco. ¿Qué mejor que un pequeño trago para vencer el insomnio? Sobre todo si el alcohol le ahorraba tener que recurrir a los somníferos. Pero ¿justo en aquel momento, como colofón final a un día tan largo? No quería levantarse tarde al día siguiente. Negó con la cabeza.
—De acuerdo, ¿quieres que haga café? —sugirió Isaka, encaminándose hacia la cocina. A Isaka le bastaba un delantal, unos fogones o un escurreplatos, para encontrarse en su elemento. El hombre vivía con su mujer, Hisae, en un apartamento de dos habitaciones en el extremo este de la planta baja. No tenían hijos. Acababa de cumplir los cincuenta ese mismo año, aunque parecía algo mayor. Hisae, de cuarenta y tres, tenía un año más que Honma, pero parecía diez años más joven. Junto a una amiga, dirigía una oficina de diseño de interiores situada en una zona prestigiosa de la ciudad. Tenían tanta demanda que sólo disponía de tiempo libre en las vacaciones de fin de año.
Isaka había trabajado en un despacho de arquitectos que tenía proyectos con la oficina de su mujer. Bueno, hasta que la recesión empezó a pasar factura y hacer estragos en el sector de la construcción. Sin embargo, dado que a Hisae seguía yéndole muy bien, y que ambos tenían algunos ahorros, habían decidido que él se quedaría en casa hasta que la coyuntura mejorase. Fue así como en un principio Isaka acabó convirtiéndose en amo de casa. Siempre se habían repartido las tareas domésticas, por lo que esta nueva distribución de roles resultó bastante lógica. Y tras unos meses de funcionamiento, Isaka descubrió una verdadera vocación por los quehaceres domésticos y decidió convertir esta ocupación en un trabajo a jornada completa.
Por entonces, un par de vecinos le pagaban para que les limpiara los pisos, y esto sin contar la casa de Honma. No obstante, aquello no significaba que su mujer y él hubieran dejado de compartir las tareas de su propio hogar. Y es que Hisae no estaba dispuesta a renunciar a sus obligaciones hogareñas.
—Makoto dice que está enfadado porque el tío Jun ha venido a pedirte algún «estúpido favor» —comentó Isaka mientras servía el café.
Honma se echó a reír, clavando los codos en los reposabrazos de la silla y frotándose la cara.
—Un «estúpido favor», ha dado en el clavo. Me está dando bastantes quebraderos de cabeza.
Cuando murió Chizuko no hubo manera de que Honma se tomara unos días libres, y Makoto se quedó solo. Fueron los Isaka quienes se ofrecieron a cuidar del niño. Empezaron a llevarlo a clase por la mañana y a recogerlo por la tarde. Estuvieron allí siempre. Gracias a ellos, Honma y Makoto habían logrado retomar las riendas de sus vidas. Así que, cuando ocurría algún imprevisto, ya fuera en el trabajo o en casa, Honma solía acabar recurriendo a ellos. En realidad, desde su hospitalización, Honma había descargado más y más responsabilidades en aquella familia.
—¿De qué se trata esta vez? ¿Un desaparecido? —preguntó Isaka, echando dos cucharaditas de azúcar en su café.
Honma asintió.
—La prometida de Jun ha salido huyendo de él… supongo que puede verse así.
—Te refieres a que… el café te va a saber más amargo que esta historia si no le pones algo de azúcar —aconsejó Isaka antes de que Honma se llevara la taza a los labios—. Cuando uno está bajo de ánimos, debe darle un puntito de dulzor a la vida. Siempre se lo digo a Hisae. Esas dietas sin azúcar para perder unos kilos o tomar bebidas revitalizantes para eliminar los efectos del cansancio… Tonterías; es más, puede resultar mortal. Es el colmo de la insensatez. Si andas un poco fatigado, el mejor remedio es el azúcar.
Siguiendo aquel sabio consejo, Honma saboreó su café dulce. Y fue mano de santo. Puede que siguiera sintiéndose igual de agotado, pero al menos le había templado los nervios.
—Entonces, ¿qué le ha pasado a la prometida de Jun… ? —preguntó Isaka, retomando el hilo de la conversación.
—O a quienquiera que sea —repuso Honma—. Aún no estoy seguro de nada. Bueno, excepto de que algo no encaja.
Honma hablaba muy despacio, como si ordenara las ideas en su mente. Enumeró las peripecias del día, relató cómo las cosas habían pasado de ser extrañas o ser totalmente surrealistas: el currículum falso, la foto de identificación sin identificar. Isaka asentía en cada pausa.
—Va por ahí valiéndose del nombre de otra mujer… —Honma se frotó la nuca—. Y no se trata únicamente del nombre. Se ha adueñado por completo de la vida de esta persona, en cierto modo. Aunque no es la primera vez que ocurre algo parecido. En 1955, hubo un tipo que suplantó la identidad de otro y usó su registro familiar. Le llevaron a juicio por infringir los derechos de dicha persona.
Aquel caso levantó revuelo al tratarse del primero acontecido en Japón. Fue la ocasión de poner a prueba las disposiciones legales previstas por el derecho nipón para amparar la identidad de las personas… Un verdadero acontecimiento en un país donde todo estaba basado en la familia. Antes de la ocupación estadounidense a finales de los 40, el individuo no poseía derechos en Japón. En realidad, el concepto «derecho» fue importado de Occidente. La familia siempre había constituido la unidad de referencia a ojos del sistema jurídico. El núcleo familiar respondía de las acciones de sus miembros. Todo aquello de no hacer nada que pudiera desprestigiar la imagen de la familia no era una simple lección confuciana.
Y todavía hoy en día, la persona no existe como tal. Es decir, ante todo, no es más que un nombre que viene a sumarse a sus ancestros en el registro familiar. Dicho registro queda archivado en la ciudad natal de la familia, y se remonta a generaciones. Todos los acontecimientos que marcan una vida quedan reflejados con todo lujo de detalles: nacimientos, defunciones, bodas. Al contraer matrimonio, una hija queda suprimida del registro de sus padres y pasa a estrenar uno nuevo que encabeza su marido. Aunque estos documentos son oficialmente confidenciales, lo cierto es que cualquier miembro de la familia tiene acceso a ellos. Cada vez que se requiere un tipo de identificación con valor legal —a la hora de casarse o recibir una herencia—, el interesado tiene que presentarse en persona en una oficina municipal y solicitar una copia oficial del registro. A continuación, deberá firmar y estampar con un sello certificado que lleve el nombre de la familia. Un proceso muy correcto y meticuloso.
Ese era el sistema en vigor hasta que llegaron los estadounidenses y su «democratización». O algo así. Con el nacimiento de las elecciones y de los impuestos, surgió la necesidad de poder rastrear a la gente. De ahí que introdujeran un nuevo tipo de documento individual pero temporal: el certificado de empadronamiento. Un documento que únicamente tiene validez hasta que te asientas en una dirección determinada, pero que no es incompatible con tu domicilio permanente donde, supuestamente, resides como miembro de la unidad familiar. Para trámites menores como sacar una tarjeta de biblioteca, lo único que se necesita es el certificado de empadronamiento y no el registro familiar. Los actos de carácter jurídico, en cambio, precisan de ambos documentos. Y si uno vive lejos, en el extranjero, conseguir el registro familiar por vía administrativa puede llevar una eternidad.
Así que, el hombre que se adueñó de aquel registro familiar en 1955 anduvo con los ojos bien abiertos. No hizo cambio alguno, porque de darse el caso, hubiera corrido el riesgo de que lo descubrieran en cualquier momento. Si la persona perjudicada se enteraba de que su registro familiar había sido objeto de modificaciones, habría sabido en el acto que algo extraño sucedía. Por lo que el usurpador de identidad esperó y no falsificó ningún dato. Se limitó a tomar prestado el nombre.
En aquel preciso punto radicaba la inflexión entre este suceso y la historia de la Shoko Sekine a la que Jun creía estar prometido.
—Aunque, hoy en día, no me sorprendería que la gente comprara y vendiera sus registros familiares —apuntó Isaka—. Algo así ocurre con esas mujeres del sureste asiático que se casan sobre el papel con un japonés con el único fin de conseguir un permiso de trabajo. —Era obvio que Isaka se sentía orgulloso de sacar a colación aquel enfoque del asunto—. En fin, si lo piensas en frío, ¿qué sentido tiene todo eso del registro familiar?
—En Occidente no existe.
—¡Ahí lo tienes! En ningún otro lugar que en Japón.
—Aun así, no significa que sea completamente inútil. Ayuda a prevenir cierto tipo de delitos.
—¿Cómo cuales? —preguntó Isaka, con los ojos entrecerrados.
—La bigamia —rió Honma—. Son cosas que se ven a menudo en películas y novelas extranjeras. Allí, en Estados Unidos, sólo tienen esos certificados de nacimiento y de matrimonio. Nada está centralizado. Digamos que naces, contraes matrimonio y falleces en tres ciudades diferentes. Tu estado civil queda esparcido por todo el país, sin que haya la menor referencia cruzada. Y por cierto, ese país es enorme, así que la bigamia no es tan inusual. Aquí, basta con remitirse al registro familiar para averiguar el estado civil de una persona.
—Un hombre no puede echar una cana al aire tranquilo.
—No. La única opción, si deseas ponérselo difícil a aquellos que quieran averiguar tu estado civil, es ir trasladándote continuamente.
—De acuerdo, pero si esa es realmente su razón de ser, todo el sistema es un peso muerto y deberíamos desecharlo.
Sí, tal y como sugería Isaka, debía de existir un modo más fácil de hacer funcionar las cosas. Un sistema jurídico más depurado que protegiera la privacidad de las personas sin tanto galimatías.
—Estoy de acuerdo contigo, este método tiene sus límites. Fíjate en las complicaciones a las que se enfrenta la gente que desea adoptar. Acuérdate, introdujeron un marco legal para la adopción hace tan sólo cinco años. —Honma se percató de que Isaka asentía a aquella digresión con un mero movimiento de cabeza y sin ninguna expresión particular en el rostro. Estaba esforzándose por actuar con serenidad y respeto.
Makoto no era hijo natural de Honma y Chizuko. Lo habían adoptado cuando aún era un bebé. Aquello sucedió antes de que se proclamara la Ley Especial de Adopción que, entre otras cosas, aprobó que el apellido de los padres biológicos no figurase en el registro familiar de los padres adoptivos.
La gente es cruel por naturaleza. En cuanto detectan a un ser ligeramente diferente, se abalanzan sobre él como perros hambrientos. Cuando Makoto estaba en la guardería, a alguien debió de habérsele escapado algo —algún profesor que viera el registro lo tuvo que haber comentado con algún compañero o algo por el estilo— porque en cuestión de días todo el mundo sabía que era adoptado. Los niños tenían unos cuatro años por entonces, por lo que aquel asunto carecía de trascendencia para ellos. Pero las madres despotricaron tanto sobre el tema que Chizuko se sintió primero ultrajada, y después arrastrada a una depresión que iba a perdurar un tiempo.
Fue entonces cuando ambos hablaron y tomaron la decisión de contárselo todo en cuanto cumpliera doce años. Dado que tarde o temprano acabaría averiguándolo, era mucho mejor que se enterara por ellos que por cualquier otra persona. Tres años más tarde, Honma perdió a Chizuko. Así que ahora tenía que enfrentarse solo a aquella prueba. Aunque aún faltaban dos años para que Makoto cumpliera los doce.