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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

La Sombra Del KASHA (19 page)

BOOK: La Sombra Del KASHA
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—Oh, gracias. Se me fue completamente de la cabeza.

Isaka sacó el sobre.

—Según dijo el hombre de la tienda, el original estaba algo desenfocado. Así que cuanto más la amplías, más nitidez pierdes. Esto es todo lo que pudieron hacer. —Era un poco más pequeña que una hoja de papel. La casa de color marrón chocolate parecía más grande y plana, pero no había cambios muy drásticos. Como el hombre había dicho, la ampliación sólo había conseguido hacer que la imagen quedara más granulosa. Todo lo que Honma podía distinguir era la casa, las dos mujeres y aquellos focos…

Fue entonces cuando reparó en ello.

Al principio pensó que tan sólo era un efecto óptico. Se apresuró hacia el escritorio para buscar una lupa. No, no eran imaginaciones suyas.

—¿Qué es eso?

Honma miró a Isaka y le pasó la fotografía.

—¿Te gusta el béisbol, verdad?

—Sí.

—¿Has ido alguna vez a ver un partido?

—Sí, claro. Suelo ir a los estadios más grandes de Tokio.

Honma estaba cada vez más entusiasmado.

—Bueno, entonces debes de saberlo. ¿Están esos estadios provistos de focos orientables? ¿Focos cuyas luces pueden apuntar al exterior del campo?

—¿Qué? ¿A qué te refieres? —Isaka lo miró con los ojos entrecerrados.

—Estos parecen los focos de un estadio, ¿verdad? —preguntó Honma, señalando las luces de la foto. Isaka se puso las gafas de cerca.

—Sí, pero…

—Entonces, esta casa debe de estar cerca de un estadio, ¿no? —Es razonable.

—Bien. ¿Y qué piensas de esto? —Golpeó cada uno de los focos con el dedo. Si fueran más altos habrían desaparecido por el margen izquierdo de la imagen—. Mira estos focos. Están orientados hacia la casa. Alguien debió de accionarlos, enfocándolos hacia fuera. A no ser que existan estadios con una casa dentro del recinto. ¿Puede ser?

Era obvio que los focos iluminaban la fachada marrón chocolate de la casa.

Isaka acercó la foto para verla mejor, casi le rozaba la nariz. —Pues yo diría…

—¿Conoces algún estadio así? ¿Tienes idea de si es posible?

Isaka observó detenidamente la foto que tenía en la mano. Contestó en voz baja:

—Ya veo que no eres muy aficionado al béisbol. —Nunca me ha llamado mucho la atención. Isaka asintió.

—Bueno, si alguna vez hubieras visto esos focos en el estadio, sabrías que cuesta muchísimo trabajo rotarlos.

—Supongo que son gigantescos.

—Los focos sirven para iluminar el campo. No tienen otro propósito. Así que realinearlos para que miren hacia fuera…

—¿No pueden estar provistos de un mecanismo giratorio? ¿Qué gire automáticamente con el poste, la pieza entera? Como si les retorcieras el pescuezo. —Honma tenía que admitir que aquello sonaba ridículo.

Isaka se echó a reír.

—Si lograran hacer algo así, saldría en las noticias. Las inmediaciones de Meiji Park, por ejemplo, están sumidas en una oscuridad total. Si pudieran orientar los focos, les resultaría muy útil a los espectadores a la hora de regresar a casa.

Honma dejó la fotografía a un lado y se rascó la cabeza.

Capítulo 13

Cuando Honma llamó desde casa para comprobar la dirección del club Lahaina, una mujer le dio las indicaciones. Para llegar al local, Honma tenía que llegar a la vieja locomotora, un modelo antiquísimo convertido en monumento que quedaba frente a la estación de Shimbashi. Se trataba de uno de los puntos de encuentro más famosos de todo el centro de Tokio. Su interlocutora anunció, llena de orgullo, que el bar seguía marchando viento en popa. Era la misma propietaria, la misma
Mama-san
desde que el Lahaina abrió sus puertas, hacía ya diez años.

«Qué suerte», pensó Honma. En un negocio tan voluble como el
water trade
, lo raro era que ni el nombre del bar ni la propietaria del mismo hubieran cambiado ni una sola vez en los últimos dos años.

Mizoguchi ya había hablado con su asistente para cuando Honma realizó la siguiente llamada, y ésta ya tenía en sus manos toda la información que él necesitaba. Honma bosquejó rápidamente la cronología de los «años perdidos» de Shoko Sekine.

Marzo de 1983

Llega a Tokio. Es contratada por Kasai Trading.

Verano de 1984

Empieza a incurrir en deuda. Se muda de la residencia donde su compañía la aloja a un pequeño apartamento situado en Castle Mansión,, distrito de Kinshicho.

Abril de 1985

Comienza a trabajar a media jornada en el bar Gold (Shinjuku).

Primavera de 1986

Es hospitalizada durante 10 dias por la sobrecarga de trabaj o. Las deudas crecen.

Enero de 1987

Los acreedores ejercen presión. Abandona su puesto en Kasai Trading.

Mayo de 1987

Se declara en quiebra. Deja el apartamento en Castle Mansión y se muda con Tomie Miyagi, su compañera en el Gol.

Febrero de 1988

Concluye el procedimiento de quiebra. Abandona su puesto en el Gold. Encuentra trabajo en el Lahaina (Shimbashi). Deja el apartamento de Miyagi para mudarse a un pequeño estudio en la cooperativa Kawaguchi.

25 de noviembre de 1989

Su madre muere en un accidente en Utsunomiya.

25 de enero de 1990

Visita al abogado Mizoguchi para asesorarse sobre el dinero del seguro.

Finalmente, el 17 de marzo, desaparece.

El plan de Honma consistía en volver sobre los pasos de Shoko. Ya había estado en la oficina de Mizoguchi, así que tocaba pasarse por el Lahaina. A continuación, iría a Utsunomiya. O al Gold. O puede que intentara localizar a su antigua compañera de piso, Tomie Miyagi. Todo iba a depender de lo que averiguara en el Lahaina.

Makoto apenas había probado la cena. La operación de búsqueda de
Zoquete
había sido un rotundo fracaso y el chico estaba abatido. Cuando Honma se asomó a su habitación, Makoto estaba absorto en una larga conversación telefónica. A Honma no le extrañaba lo más mínimo; últimamente no le prestaba la atención necesaria.

Otro taxi le llevó hasta la estación, y desde allí tomó el tren. Había decidido no coger el paraguas ahora que, pese a la cojera, lograba caminar sin otro apoyo que el de sus propias piernas. Un ligero progreso que tal vez fuera el resultado de su férrea fuerza de voluntad dado que su rodilla no mostraba signos evidentes de recuperación. En realidad, sólo habían pasado cuatro días desde la primera visita de Jun, el pasado lunes.

El programa de fisioterapia que seguía se dividía en dos sesiones semanales. En general, asistía todos los lunes y los viernes, pero no sería un crimen si se saltaba la sesión prevista para ese día. De todas formas, ya se ocupaba él de ejercitar la pierna. Es más, puede que lograra recuperarse más rápido así, o de eso pretendía convencerse.

De todas formas, no estaba siguiendo un programa de «rehabilitación» en toda regla; el centro donde lo trataban no era siquiera una clínica. Tras haber recibido el alta en el hospital, Honma se pasó por un club deportivo que le había recomendado un amigo. La idea de hacer ejercicio le resultaba apetecible. Y el lugar estaba afiliado a un montón de hospitales privados, por lo que podía pedir a un doctor que le diseñara un programa de entrenamiento personal.

La fisioterapeuta de Honma era de Osaka y tenía unos treinta y tantos años. Una mujer muy seria, pero bastante simpática, pensó él. Aunque Honma acabara sudando a mares, ella siempre le pedía más, vociferando: «¡Los hombres de Tokio no tenéis pelotas!».

Incluso ahí, en Tokio, ciudad en la que todos acaban disolviéndose en la masa, la gente de Osaka se las ingeniaba para radiar su particular color. Quizás lograran que su manera de hablar se pareciera a lo que dictaban «los libros de texto» japoneses, pero el acento seguía siendo de Osaka. Honma tenía que admitir que aquel acento tenía un encanto especial. Él ni siquiera tenía una «ciudad natal» que le diera ningún sabor particular a su forma de hablar.

Su padre nació en Tohoku, en el norte. Honma era el tercer hijo de una familia de granjeros, y se había marchado a Tokio poco después de la guerra, en busca de trabajo. Había acabado siendo policía. Tenía sus razones, pero aquello de «velar para que se haga justicia» no entraba en la lista. Por aquel entonces, los japoneses no sólo habían sido despojados de su honor, de cualquier causa por la que luchar, sino que también se habían quedado con los cuencos de arroz vacíos. Además, existía un cupo establecido de personas que podían mudarse del campo a la ciudad. Pero unirse al cuerpo de policía proporcionaba el derecho automático de quedarse a vivir en Tokio.

Honma sólo había decidido entrar en la policía por una cuestión de supervivencia. Su madre nunca había logrado entender por qué razón su hijo se había empeñado en entrar en el cuerpo. «Y no me digas que lo llevas en la sangre», protestaba. Su padre también se había compadecido de la mujer de Honma desde un principio. «Si alguna vez decides abandonar a mi hijo», solía decirle, «sólo tienes que venir a mí. Le sacaré hasta el último yen para que puedas criar sola a Makoto». Se lo decía y hablaba en serio. Chizuko se limitaba a contestar con una sonrisa.

Los tres, sus padres y su mujer, venían del norte. Los tres se habían ido ya. Su madre había nacido en el mismo pueblo que su padre; Chizuko en Niigata, con sus fuertes nevadas. Siempre que iban a visitar a la familia de Honma, éste dejaba salir el extraño que llevaba dentro, como si no tuviera raíces, como si no tuviera lugar al que llamar «hogar».

«Sólo eres un niño de Tokio», solía bromear ella. Honma, sin embargo, nunca se había considerado nativo. Había una gran diferencia entre nacer en Tokio y ser de Tokio. Solían decir que se necesitaban tres generaciones para que Tokio pasara a considerarse como el hogar de una familia, pero ¿acaso podía sentir alguien un vínculo de sangre con aquel lugar? Era una pregunta que solía plantearse. ¿Cómo podían hablar de «Tokio, ciudad natal» o de «haber nacido y crecido en Tokio»? En la ciudad actual, no había lugar en el que echar raíces. Sólo se trataba de una tierra yerma, un terreno que no desprendía aroma alguno, un suelo sediento, sin arar. Nada crecía en la gran ciudad. La gente de allí sólo era mala hierba que se pasaba la vida envidiando a sus padres o abuelos. Ellos sí que habían echado raíces en algún lugar mientras que las suyas acababan secándose y marchitando.

Esa debía de ser la razón, pensó Honma. La razón por la que se sentía triste cuando, por cuestiones de trabajo, deambulaba por la ciudad escuchando las historias de la gente, cuando se cruzaba con alguien cuyo acento o expresiones lo identificaba de inmediato como el embajador de «una ciudad natal». Se sentía como un niño jugando cuando empieza a anochecer. Un niño cuyos amigos van yéndose poco a poco a cenar, respondiendo a las llamadas de sus madres hasta que se queda completamente solo.

Aquella tarde, a las ocho y media, Honma abría las puertas del Lahaina. Una chica que no podría tener más de veinte años le dio la bienvenida. Una vez más, pudo distinguir aquel acento, uno del sur, de Hakata, demasiado fuerte como para pasar desapercibido. Quizás Shoko Sekine hubiera tenido un acento parecido cuando fue a trabajar allí.

Tras unos pocos minutos, la
Mama-san
se acercó.

—Disculpe —dijo—. Es usted de la policía, ¿verdad?

—¡Bingo! —contestó él—. ¿Cómo lo ha sabido?

La mujer se encogió de hombros. Llevaba uno de esos vestidos de un único tirante que revela uno de los hombros y parte de la clavícula. La tela también dejaba al descubierto la base del cuello.

El modesto espacio quedaba ocupado por dos cabinas y una barra en forma de herradura. La decoración era escueta, destacaba un único poster en el que aparecía un gigantesco árbol que cubría una pared entera. También había poco personal: un camarero y dos camareras. Probablemente todos trabajaran a media jornada. La chica con acento de Hakata era un poco más joven que la otra.

Honma se sentó a un extremo de la barra. Tras él se levantaban la
Mama-san
y un camarero cuyo perfil le recordó un poco a Isaka. Un enorme jarrón descansaba al otro extremo de la barra, pero las flores eran artificiales.

Aquel tipo de clubes solían ser lugares tranquilos. No había karaoke, como en el Bacchus. No se habían gastado un dineral en muebles o accesorios decorativos como solían hacer en locales más grandes. Puede que no quisieran atraer a clientes de paso, sino a oficinistas de clase media; nada de clientela de élite. Un buen sitio para escaparse del mundo, aferrado a una botella de whisky. Incluso en aquel momento, tan sólo había cuatro clientes en el bar. Sentados a sus respectivas mesas, bebían su soledad. Así y todo, era un lugar lo suficientemente acogedor. Puede que aquello explicara por qué llevaba funcionando tan bien desde hacía una década.

Cuando Honma se disponía a decirle: «Conocía a alguien que solía trabajar aquí», ella se le adelantó.

—Está investigando un caso, ¿verdad?

—Estaría bien que me dijera por qué ha sabido que era policía —insistió él—. ¿No puede entrar el novio de una chica que solía trabajar aquí, sólo por recordar los viejos tiempos?

Aquello la hizo reír.

—Nuestra clientela no suele ser tan sentimental. Y a mí no me gustar quitar ojo a los tipos que rondan a mis chicas, así que no intente colármela.

—¿El ojo? —Se rascó la cabeza—. Más bien serán ambas manos, ¿no cree?

—Venga ya. Sólo un poli haría un chiste tan absurdo como ese. —Deslizó la mano por la superficie de la barra—. Entonces, ¿no va a enseñarme la placa?

—¿Y correr el riesgo de molestar a los otros clientes?

—Sí, puede que eso caldee el ambiente. —Se mordió uno de sus brillantes labios mientras lo miraba con atención—. ¿Es usted de Sakuradamon? ¿O más bien de por aquí, digamos del distrito de Marunouchi?

—¿Los tipos de Marunouchi vendrían hasta aquí sólo para tomar una copa?

—Queda fuera de su territorio, pero quizás se sientan más cómodos. Desde luego, nunca dirían que son policías. Pero yo los reconozco enseguida.

—¿Y qué los delata?

—Lo llevan escrito en la cara. Todos tienen ojos de halcón. Fíjese que usted no los tiene —dijo, inclinándose para mirarlo mejor.

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