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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

La Sombra Del KASHA (21 page)

BOOK: La Sombra Del KASHA
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El tren desapareció bajo tierra nada más salir de la estación de Tokio. No debía de haber mucha cobertura, porque el joven ejecutivo chasqueó la lengua en un gesto de enfado mientras apagaba el teléfono.

Los teléfonos móviles son muy caros, quizás este hombre lo haya comprado a crédito, pensó Honma. ¿Y qué más? ¿Cuántas cosas de las que poseía habría adquirido con «facilidades de pago»? Probablemente más de la mitad de sus muebles y electrodomésticos. Todos habrían sido adquiridos por separado para poder pagarlos poco a poco. Chizuko siempre se encargaba de esas cosas. Todo lo que había en su casa lucía los colores y diseños que le gustaban a su mujer. Ella sólo le pedía su opinión en cuanto al precio.

Seguro que aquel era el caso de la mayoría de los hombres. De hecho, él nunca se había cruzado con un hombre que fuera quisquilloso con los muebles de la casa o que tuviera buen gusto a la hora de elegir el estilo de una alfombra. Sólo los más refinados mostraban interés por la decoración interior. Aunque también estaba el factor edad. Seguro que la nueva generación de veinteañeros se pasaría horas enteras encerrada en sus pequeños estudios, decidiendo la disposición de los muebles o la selección de adornos. Pero ya que no había ningún detective novato en la División al que preguntarle esas cosas, lo de Honma eran meras especulaciones.

En aquellos días y, a juzgar por la profusión de los encartes en los periódicos, de catálogos de venta por correo y de anuncios televisivos que promocionaban a los grandes almacenes, la plétora de bonitos artículos disponibles en el mercado no parecía tener fin. Y cuanto más tienes más quieres y, a ser posible,
hic et nunc
. De ahí que pasar la tarjeta por la caja y firmar un pequeño recibo fuera un hábito al que no resultaba difícil acostumbrase. ¿Quién iba a resistirse a llevarse «uno de estos y un par de aquellos»? Era parte de la naturaleza humana. Nada menos.

Y para colmo, no había nadie que te dijera que ya era hora de pisar el freno. «Es bonito, ¿eh? Te gusta, ¿verdad? ¡Pues adelante, es tuyo!». Era demasiado fácil darse un capricho, y encima contabas con el típico dependiente que recitaba las maravillas de los pagos a plazos, o que te venía con un: «¿Para qué dejar para mañana lo que puedes llevarte hoy?»

Desde el punto de vista de los comerciantes, desde luego, nada de eso venía a cuento. «¿Quién tiene tiempo?», dirían. «¿Quién va a molestarse en cazar a los clientes que no pueden controlarse?»

La primera parada, en Ueno, fue muy corta. En cuestión de minutos, el tren empezó a moverse de nuevo. Emergió desde bajo tierra y se precipitó, abriéndose camino en medio de un campo de edificios. El altavoz anunciaba las próximas paradas junto a un mensaje que recordaba a los pasajeros que los empleados del vagón restaurante los atenderían con mucho gusto.

A través de la ventanilla, Tokio desfilaba a toda velocidad.

Honma recordó la conversación telefónica que había tenido con Sawagi, la ayudante de la oficina del abogado Mizoguchi. Había mencionado que llevaba diez años trabajando para él, y que había empezado justo en el periodo en el que se dio la alarma por la financiación al consumidor, periodo que marcó el principio de los ochenta.

—Aquello ocurrió antes de que se declarara la Ley de Regulación de Préstamos, cuando era un negocio realmente duro. Aprobaron la ley, presionados por la gente que exigía que se tomaran medidas. El señor Mizoguchi recibió amenazas de esos tipos cuando les pidió que renunciaran a recaudar lo pendiente. El que por aquel entonces era socio del señor Mizoguchi, llegó a recibir un disparo en la puerta de su propia casa. Fue un milagro que resultara ileso. —No fueron pocos los deudores a los que pusieron en apuros. Pero no podían denunciarlo. A la mayoría no le quedó otra que ahogar sus lágrimas contra la almohada.

—Digamos que alguien le amenaza, llamaría al 110 para pedir ayuda, ¿verdad? Entonces un policía llega a su casa. Pero en cuanto usted menciona la palabra «deuda» se lava las manos. Los matones no son idiotas. No harán nada que pueda utilizarse como prueba en su contra. Sólo pretenden recuperar lo que les pertenece, o eso dicen. La policía no puede hacer gran cosa.

Honma estaba bastante familiarizado con la renuencia que mostraba la policía en involucrarse en algo.

—«No intervenimos en asuntos privados», ¿no es esa la frase que suelen utilizar?

La señora Sawagi se echó a reír.

—Exacto. Aunque Dios sabe que es precisamente lo que necesita mucha gente: una intervención Recuerdo que una vez vino una persona gritando: «¿Qué les parece si decido intervenir yo y me pegan un tiro? ¿Querrán encargarse entonces?». La única mejora que he observado es que, hoy en día, la gran mayoría de la gente que incurre en deuda y acaba declarándose en bancarrota, son adolescentes o veinteañeros. Y al menos, su insolvencia no destroza familias. . Lo que solía verse durante la época en la que se dio la alarma contra la financiación al consumidor eran maridos que arrastraban deudas de millones de yenes tras ellos, y abandonaban a sus esposas e hijos a su suerte, frente al tsunami que se les venía encima.

—Pero, ¿a qué se debía eso? ¿Y por qué ocurrió entonces, a principios de la década de los ochenta? ¿Cuál era la diferencia en aquellos días? —preguntó Honma.

Tras reflexionar durante un minuto, la muchacha repuso:

—Yo creo que el problema residía en los préstamos hipotecarios; en el deseo de poseer una casa, independientemente de que los tipos de interés fueran poco razonables. La gente acababa por no poder enfrentarse a sus pagos y no tardaban en tener que recurrir a prestamistas… Esa era la dinámica.

—Lo que llevó a la quiebra a familias enteras.

—Eso es. Solíamos ver más casos en los suburbios que en las ciudades. Pero los problemas de hoy se centran en los jóvenes, ¿sabe? Y todas las ciudades están afectadas por este fenómeno, no sólo Tokio. Esta vez diría que todo se debe a la cultura de usar y tirar en la que estamos inmersos. El frenesí consumista ha ido demasiado lejos. Y encima, no hay nadie que nos aconseje sobre cómo gestionar nuestro dinero.

Era una ironía pensar que el reciente declive de las bancarrotas hipotecarias era el resultado directo de la hiperinflación del precio del suelo.

»E1 precio de los bienes inmuebles se ha disparado —continuó ella—. Por más que quieran, jamás podrán comprarse una casa. Es imposible hacerlo. Así que muchos de los que se ven futuros propietarios se echan para atrás, porque saben que las hipotecas los llevarán a la tumba.

»Hoy por hoy, una vasta mayoría de bancarrotas de particulares en el sector inmobiliario sigue este esquema: los menos experimentados, los compradores jóvenes veinteañeros y treintañeros, solicitan préstamos considerables con el objeto de especular sobre un bien inmueble, con la esperanza de sacar sustanciales beneficios de la compra de un simple estudio. Todo funciona según lo previsto hasta que el mercado se desploma. A partir de ese momento, el que decida vender no recuperará ni la mitad de lo que invirtió en su momento. En el otro extremo de la cuerda se encuentran los jubilados y ancianos que han empeñado sus pensiones, por no mencionar a algunos especuladores que lo apostaron todo en la Bolsa. —Enmudeció como si estuviera reflexionando sobre ello.

»A mi parecer, lo que subyacía bajo el pánico de principios de los ochenta era el síndrome de «querer más y mejor»: querer poseer una casa enorme, querer costearse todos los caprichos, querer tener un estilo de vida superior. Hablamos de avaricia en toda regla, pero también por presión social, de ser como los Tanaka. Eso fue lo que impulsó el boom de la financiación al consumidor. Y que actualmente ha derivado en lo que podríamos llamar «la histeria de la bancarrota».

—¿La histeria de la bancarrota?

—Claro. «Es el negocio del siglo: acciones, hipotecas, clubes de campo». A la gente joven le preocupa vivir en la zona de la ciudad que esté más de moda, comprarse un bonito apartamento allí. Ropa de diseño, coches deportivos… es una histeria, ¿no le parece? Van detrás de espejismos. Ahí entra en juego la financiación al consumidor, tan escasamente regulada como siempre, un ejército de prestamistas que no tienen otro criterio que el beneficio… ¿Quiere oír algo totalmente ridículo? Hoy en día, los bancos han creado sucursales para proporcionar servicios de financiación sin garantía, tal y como actúan los prestamistas, ¿verdad? Bueno, pues el caso es que siempre y cuando sea un banco el que dirige el negocio, no se considera infracción a la ley de Regulación de Préstamos.

Durante todo el tiempo que estuvo hablando, Honma no dejó de oír el sonido de la oficina: gente hablando, teléfonos sonando. Tuvo la imagen mental de un tren fuera de control cuyos pasajeros luchan para accionar la palaba que les desvíe a otro carril. Uno que no desemboque en lo alto de un acantilado.

—Señor Honma, ¿recuerda que la última vez que vino, hablamos sobre la consorte del emperador Ichijo? Bueno, pues me picó la curiosidad, así que he empezado a leer de nuevo el
Cuento del Genji
. Estoy disfrutándolo muchísimo —admitió, rematando la conversación con una nota optimista. Aunque para Honma era toda una incógnita imaginar cómo aquella mujer, después de trabajar como lo hacía, aún encontraba tiempo para aventurarse con una de las sagas más extensas de la literatura mundial.

Honma no había logrado sacarse a Shoko de la cabeza en todo el día. Durante el desayuno, pese a tener el periódico abierto frente a él, no había leído ni una sola palabra. Sólo consiguió empapar uno de los márgenes en la taza de café. «Reacciona ya», se dijo a sí mismo, dándose una palmada en la frente.

—¿Te duele la cabeza? —preguntó Makoto. Era obvio que se acordaba de la tendencia de su madre a tener migrañas. Chizuko solía golpearse las sienes. Había muchos detalles como ese. Pequeñas manías de Chizuko que quedaban vivas en Makoto. Cuando hacía mucho frío, precisamente durante aquella época del año, su mujer se ponía el camisón tras quitárselo todo de una sola vez, desde el jersey y la blusa hasta la ropa interior. A la mañana siguiente volvía a colocarse el lote de la misma manera. Una representación de pereza. De brillantez.

«Hace mucho frío», solía decir entre risas. No veía nada de malo en ello. «Deberías intentarlo alguna vez. Así la ropa está más calentita».

Aunque por mucho que lo intentara, Honma jamás sería capaz de acostumbrarse a ello. Una sola capa, una camisa o camiseta de manga larga, ya le resultaría incómodo. Incluso si se las arreglaba para sacarse por la cabeza todas las capas, no le parecería bien. A él le gustaba quitárselas poco a poco y ponérselas del mismo modo.

«Eres un maniático», ese era el veredicto de Chizuko.

Lo extraño era que el pasado otoño había pillado a su hijo haciendo el mismo ritual. Era extraño porque cuando su madre todavía estaba, solía desvestir al niño con sumo cuidado, prenda por prenda. Y ahora, años después de su muerte, Makoto había adoptado la costumbre de su madre, sin tan siquiera saberlo. Cuando Honma se lo hizo notar, el niño abrió los ojos de par en par, sorprendido. «¿Como mi madre?»

Y así dejan los muertos sus huellas en los vivos. Como la ropa que mantiene el calor corporal de alguien.

Sin duda, algo así le ocurría a Shoko Sekine, pensó Honma mientras viajaba en la nueva línea de Tohoku. El mismo tren que Shoko solía tomar, de camino a Utsunomiya. Un viaje que también habría hecho su usurpadora. Y, por la misma razón: averiguar algo más sobre Shoko. Un trayecto en tren de alta velocidad hacia su tierra, viendo desfilar el mismo paisaje de carreteras y tejados.

Cuando la madre de Shoko cayó por aquella escalera, la persona que la encontró y llamó a la ambulancia era una mujer joven, según le había contado Maki.

Aquello no era un progreso significativo, pensó Honma, aunque no podía lograr quitárselo de la cabeza: ¿y si la falsa Shoko había tomado este mismo tren con la intención de asesinar a la madre de su víctima?

Capítulo 15

En Utsunomiya todo era nuevo. Incluso la estación de tren.

Había salidas al este y al oeste de la ciudad. Honma deambuló de un lado para otro por el pasillo que las conectaba, intentando decidir qué salida parecía más prometedora. Mientras avanzaba, iba echando un vistazo por las tiendas que se extendían a ambos lados. Podría haber estado perfectamente en Shinjuku o Ginza. La selección, los colores y estilos de la ropa de los escaparates parecían, al menos para alguien tan poco avezado en el tema, tan cosmopolitas como los que ofrecían las principales tiendas de Tokio. Utsunomiya ya se había convertido en una ciudad dormitorio para los empleados que se amontonaban en los trenes bala; una ciudad satélite más que se veía arrastrada hacia el campo gravitatorio de la gran metrópolis.

Diez años atrás, cuando Shoko Sekine tenía dieciocho años, no existía nada de esto. ¿Fue esa la razón por la que se mudó a Tokio? Honma habría entendido que la chica se hubiera ido a estudiar allí. Pero no se marchó de Utsunomiya por eso. Hacía nueve años que se había liado la manta a la cabeza y se había marchado a trabajar en una empresa en Edogawa, un distrito que en la capital, sólo se consideraba un barrio más de las afueras.

La estación estaba muy limpia y mucho más concurrida de lo que Honma había esperado. Lo único que la diferenciaba de Tokio era la ausencia total de extranjeros. La mayoría de trabajadores que venían de fuera, mujeres sobre todo, se alojaban en Tokio u Osaka, o en otro lugar que conectara directamente con los balnearios u otras zonas turísticas. Utsunomiya quedaba demasiado cerca y, al mismo tiempo, demasiado lejos.

Honma se decidió por la salida más grande. Lo primero que vio cuando atravesó el control de acceso fue un enorme puente peatonal: un sólido pasadizo que se alzaba sobre una plaza. Aquella era una característica arquitectónica muy común entre las estaciones que cubrían las nuevas líneas de Tohoku y Joetsu. Se asomó por la barandilla de hormigón para observar la estación de autobuses que quedaba abajo. Había tal jaleo de carteles informativos que Honma no sabía qué autobús coger para llegar hasta Ichozakacho. Optó por tomar un taxi.

Cuando Honma anunció la dirección, el taxista ladeó la cabeza.

—Puede que tardemos bastante en llegar hasta allí. Es fin de semana y, bueno, ya sabe cómo funciona esto. Las carreras
[7]
ralentizan el tráfico.

Se desviaron a la derecha, frente a la estación de trenes, dejando atrás la avenida principal. Avanzaron durante cinco minutos más antes de girar a la izquierda donde se abría una calle no menos amplia. Se dirigían al oeste de la ciudad. Honma echó un vistazo al callejero que había comprado en el quiosco de la estación. Al norte quedaban el centro de Utsunomiya, las oficinas de la Prefectura y la comisaría de policía.

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