—Falso. Jamás las he visto. No soy su médico. No entiendo cómo han acabado sus fichas médicas en mi ordenador. Creo que sus especialistas lo están estudiando. Me han hablado de hackers.
—Relájese. Sólo pretendo entenderlo.
—¿Y qué cree usted que quiero yo? Todo esto me está volviendo loco. Por Dios, he visto las fotos… Desde entonces, no he podido quitarme de la cabeza la imagen de las víctimas. Yo no tengo nada que ver.
—Nadie ha dicho lo contrario. ¿Podría contarme cómo han transcurrido sus últimos días de trabajo? Sé que la mayoría de sus citas eran ficticias…
No podía dejar de mirarla. Le estrechaba la mano. Tenía miedo de que ella se desvaneciese como si no hubiera sido más que un hermoso sueño. Cruzaron el puente Saint-Michel en dirección a la Rue Saint-André-des-Arts. En mitad del puente, encima del Sena, se detuvo para volver a besarla. Un tierno beso. Decidieron sentarse en una crepería para comer algo deprisa y corriendo; tenía que regresar rápidamente al despacho. Le propondría volver a verse más tarde… En adelante le sería imposible vivir sin ella.
Alexandre Becker sintió un profundo malestar ante el relato del doctor Perrin: una loca historia de conspiración minuciosamente orquestada. Si el hombre que tenía sentado frente a él no era el asesino, entonces este daba muestras de una imaginación desbordante. Echó un vistazo al informe del experto grafólogo, Marc Walberg. El médico era zurdo como el agresor. Pero según Walberg, la escritura era completamente diferente. No constituía la prueba de la inocencia del médico, pero de todas formas era un indicio. Becker estaba dubitativo. No lograba creer en la culpabilidad de Perrin a pesar de que el hombre estuviese visiblemente perturbado, sin duda debido al carácter inaudito de los acontecimientos que se habían abatido sobre él. Si no era él, ¿entonces quién?
Sus piernas se entrelazaban bajo la mesa. El camarero les trajo las creps que habían pedido y una botella de sidra. Nico se sintió como veinte años atrás, cuando era estudiante. Con frecuencia deambulaba por aquel barrio mientras compaginaba Ciencias Políticas y Derecho en la Sorbona. Ella había cursado sus estudios de Medicina entre Odéon, Jussieu y Saint-Antoine. La vida era extraña: tal vez se habían cruzado en una acera o delante de una galería de pintura de la Rue Mazarine, puesto que a los dos les gustaba pasearse. Le habría gustado haberla conocido en aquella época, pero no habría tenido a Dimitri. Daba igual, hoy estaba aquí. Comía con una mano, con la otra le acariciaba la rodilla. Sus dedos ascendieron ligeramente por el muslo, recorriendo sus sedosos panties. Le faltaba el aire. Ella sonrió. Él se inclinó hacia delante, quería besarla de nuevo.
Se separaron delante del 36 del Quai des Orfevres después de haber intercambiado sus números de móvil. La miró un instante mientras se alejaba con el corazón apesadumbrado. Habría querido darle alcance y estrecharla con fuerza contra sí, no soltarla nunca más. Pero era imposible, el deber lo llamaba. ¡Y qué deber! Un asesino en serie, un cuñado sospechoso, una amenaza personal, una cuarta víctima inminente… Era su vida, la caza de los criminales. Más que una profesión, era un sacerdocio.
Kriven había comprobado la agenda de Alexis de los últimos años y no había encontrado ningún rastro de las tres víctimas. Eso confirmaba su declaración: no las conocía, nunca había sido su médico. Nico telefoneó al juez Becker. Este le informó del fin del interrogatorio del doctor Perrin. Abordaron una vez más todos los problemas relacionados con la investigación e hicieron balance con los indicios de que disponían. Tenían material con el que trabajar, pero no bastante para poner un nombre al autor de esos espantosos actos. La tensión crecía. Después de haber colgado, Nico se reunió con el grupo de Théron. Todo el equipo estaba colgado del teléfono. Recuperar el rastro de los ex reclusos que había mandado a la cárcel, comparar sus perfiles con el del asesino y comprobar sus horarios era un trabajo titánico. Además, con frecuencia daban con el caso de un individuo que había desaparecido de la circulación, que se había ido sin dejar ninguna dirección o que había eludido los controles. Para la brigada criminal, comenzaba otra persecución.
La mujer había acabado su turno. La seguiría. No la perdería de vista, ni a lo largo de los grisáceos pasillos del metro, ni en los abarrotados y ruidosos vagones, como tampoco al aire libre, sobre el asfalto de París. Daba igual el ritmo de sus pasos. Se mantendría a distancia, pero no demasiado; ¿para qué correr el riesgo de que se le escapara? Por supuesto, sabía dónde iba, siempre podría volver a encontrarla. Pero era mejor así. Apreciaba ese momento y se relamía con la idea del que muy pronto compartirían. Era como las demás, muy hermosa. Su forma de andar, de vestirse, denotaban su éxito social. En realidad, la despreciaba. Le había hecho mucho daño y lo había soportado sin decir nada. Hoy, eso se había acabado. Se iba a imponer. Iba a matarla. La mujer se detuvo por el camino para hacer la compra. Con los brazos cargados, entró en su edificio, subió los dos pisos a pie y casi se le cayó todo al introducir la llave en la cerradura. «Afortunadamente», él estaba allí. Se ofreció a ayudarla y agarró un paquete. Ella se lo agradeció con una tímida sonrisa. Dudó si dejarlo entrar en su casa. Al final, se impuso la cortesía y lo invitó a seguirla.
—Si no quiere, lo entendería… Puedo dejarlo todo en el rellano.
—No, no, venga —insistió ella finalmente.
Se emocionó por dentro. La había convencido de su buena fe. Ya la sentía ofrecida a él. La excitación lo invadía. Empujó la puerta detrás de sí sin cerrarla. No debía asustarla ahora que ya casi estaba. Una vez en la cocina, cogió lentamente el pañuelo que guardaba en el fondo del bolsillo de la cazadora. Se situó detrás de la joven y, con un movimiento brusco y seguro, apretó la tela sobre la boca y la nariz de su presa. La sorpresa le impidió reaccionar de inmediato.
Cuando empezó a defenderse, era demasiado tarde; el producto ya estaba haciendo efecto. Sus músculos se relajaron, su mente se nubló, cayó al suelo embaldosado. Aflojó la presión y se aseguró de que no estaba fingiendo. Después de haber cerrado la puerta de entrada con llave, procedió a examinar el piso. Localizó inmediatamente la mesa donde iba a atarla. Era perfecto. Se puso manos a la obra.
Cuando la mujer recobró el conocimiento, el hombre vivió un momento de intensa felicidad. Sus ojos se abrieron, estudiaron el espacio buscando una explicación. Entonces se dio cuenta de la situación, tumbada desnuda sobre el suelo del salón, las muñecas atadas a la mesa de centro. Una ancha cinta adhesiva le tapaba la boca, impidiéndole gritar. De repente, se agitó frenéticamente, presa de un ataque de angustia. En cuclillas, la observó forcejear. Él presentaba una imagen de tal indiferencia que el miedo, el pavor de la joven se intensificaron. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas enrojecidas por el esfuerzo cuando la resignación se apoderó de ella. Era toda suya. Podía disponer de la mujer como quisiera. Decidió azotarla. Treinta latigazos que marcarían su piel para siempre. Treinta latigazos para celebrar el aniversario, el único que recordaba. Para vengarse de la vida, de la falta de amor, de tanto vagar sin rumbo, de los remordimientos. Y de su dolor, ¿quién se había preocupado? ¿Quién le había tendido la mano? ¿Quién lo había estrechado entre sus brazos? Nadie. Había llegado la hora de la venganza.
El día declinaba. Nico sabía que se habían puesto todos los medios para tener éxito, que sus hombres eran auténticos profesionales, que por algo estaban en el «36». Sin embargo, un sentimiento de frustración se había adueñado de su mente, la impresión de ser inoperante. Ahora se imaginaba a la cuarta víctima del asesino. La hora habitual del crimen había pasado; todo el mundo lo sabía, todos lo pensaban aunque no hablasen de ello. Una mujer quizá estuviese ya muerta. Llamó a Caroline. No podía irse del «36» y le propuso tímidamente que se reuniera con él en su despacho. Tenía miedo de que no le hiciera gracia; en todo caso, no dejó traslucir nada, pareció entender la situación y aceptó. Llegó un poco más tarde con una cesta en la mano. Había pensado en los bocadillos y no se olvidó de los refrescos. Pero tenía hambre de ella. Debió de darse cuenta mientras la empujaba contra una pared de su despacho y la besaba con fogosidad. Tenía que acariciar su piel. Deslizó las manos bajo su camisa, a lo largo de la espalda. Era suave y cálida. Se separaron el uno del otro, él un poco incómodo por haberse dejado llevar, ella ligeramente sin aliento, y finalmente devoraron el contenido de la cesta. Luego él se puso de nuevo a trabajar. Ella se sentó enfrente de él en un sillón; no deseaba que se fuera. En principio, ningún extraño estaba autorizado a quedarse en las dependencias de la brigada sin una razón oficial, pero esa noche no tenía ningunas ganas de obedecer el reglamento. A pesar de su presencia, volvió a sumirse en sus expedientes, releyó los documentos descriptivos de los tres asesinatos, con fotos. Y no cesaba de darle vueltas a la cabeza pensando en los mensajes del asesino. ¿Qué significado debían buscar más allá de las apariencias? ¿Qué relación tenían con él? De vez en cuando lanzaba una mirada hacia Caroline. Ella no se movía, lo miraba fijamente con unos ojos tan dulces que le habría gustado perderse en ellos. Estaba ahí, sencillamente, y eso le hacía un bien increíble. ¡Su tercera noche en vela la pasaría con ella! Era casi medianoche cuando se oyó un ruido de carreras en el pasillo. La puerta de su despacho se abrió violentamente. Kriven, lívido, estuvo a punto de aullar. Quería vomitar lo que tenía que decir, de lo insoportable que era. La visión de Caroline le interrumpió. Se mostró asombrado.
—Doctora Caroline Dalry, comandante David Kriven —los presentó Nico—. Puedes hablar, David.
—Gamby acaba de llamarme. ¡Es una absoluta locura! ¡Una nueva ficha médica acaba de llegar al ordenador de Perrin! Un hacker, eso es seguro. Gamby te lo está enviando todo por correo electrónico. Seguramente esté llegando ahora mismo a tu PC.
—¿De quién se trata?
—Ahora lo sabremos.
—¿Dónde está Alexis Perrin?
—En su casa.
—Supongo que delante de su ordenador personal no.
—Ya sé lo que quieres decir. No, no es él, Nico. Lo he comprobado. Un agente está con él en su domicilio y no lo ha dejado ni a sol ni a sombra. Perrin no lograba dormir y no han dejado de hablar. El agente certifica que tu cuñado no ha tocado el ordenador familiar. De todas formas, están comprobando los ficheros. Si viniera de él, lo descubriríamos, habría rastros de la manipulación.
Una señal acústica anunció a Nico que tenía un mensaje. Hizo clic con el ratón y abrió el fichero adjunto. Kriven se había colocado detrás de él para ver cómo la información aparecía en la pantalla.
—¿Los hombres están listos? —interrogó Nico.
—Están todos aquí. Esta noche nadie ha vuelto a su casa.
A Nico se le hizo un nudo en la garganta. No habían recibido ninguna llamada avisándoles de un nuevo asesinato. Probablemente la víctima todavía no había sido descubierta. En el colmo del horror, iban a conocer su nombre gracias al asesino…
—Rue Moliere, en el distrito II —pronunció Nico con voz lúgubre—. Isabelle Saulière…
—¿Isabelle Saulière? —dejó escapar Caroline, aturdida—. Es imposible…
Apareció el Louvre con sus estatuas, sus altorrelieves y sus guirnaldas de piedras. Sobrepasaron el Palais-Royal, abandonado desde hacía siglos por los guardias de Richelieu. La Comédie-Francaise y el fantasma de Moliere los vieron pasar a gran velocidad. Avenue de l'Opéra, Rue Sainte-Anne, Rue Thérése, al fin llegaron a la Rue Moliere. Detuvieron los coches en mitad de la calzada, bloqueando la circulación. Nico miró hacia el segundo piso del edificio. No había ninguna luz; eran los primeros en llegar al lugar de los hechos. Tenía miedo aunque no lo manifestara. La angustia había clavado a Caroline en el sitio. Conocía a Isabelle Saulière, lo había comprendido inmediatamente. Había visto cómo palidecía. Más que nunca quería cargarse a ese cabrón.
—¿Isabelle Saulière? —había dejado escapar Caroline, aturdida—. Es imposible…
Recordaba su reacción, a la vez asombrada, inquieta y contenida. No era de las que se abandonaban en público, lo había comprobado. La amaba aún más por ello.
—¿La conoces? —había preguntado con calma.
—Sí, sí…, creo. Es una enfermera del hospital. Trabaja en mi servicio. Salvo que se trate de alguien con el mismo nombre.
Nico había sentido cómo la tierra se abría bajo sus pies. Caía, caía… ¿Cómo era posible? ¿Por qué? ¿Caroline corría peligro? Esas preguntas se agolparon en su mente. Debía ir al lugar del crimen pero no podía ni quería dejar sola a Caroline.
—Te quedarás aquí —le anunció—. Llamaré a un agente, se quedará contigo hasta mi regreso.
Ella lo miró, estupefacta.
—Caso de fuerza mayor. Te lo ruego, hazlo por mí. No entiendo muy bien qué ocurre, no veo la relación. No quiero que te ocurra nada.
—Crees que…
—El asesino que estoy buscando parece querer jugar con mis nervios y los de mis allegados. ¿Por qué una enfermera de tu servicio? Curiosa coincidencia. Esta mañana todavía no me atrevía a pensar que lograría seducirte…
Le arrancó una sonrisa.
—No eran ganas lo que me faltaba —continuó—. ¿Pero cómo podía prever tu reacción? Nuestro hombre es un adivino… o es mera casualidad. Mientras no esté seguro de nada, te pongo bajo vigilancia de la policía. ¿David?
—¿Sí? —replicó el joven policía, a quien no se le había escapado ni una coma de la conversación y miraba a Caroline con respeto.
—Despierta a Cohen y a Kreiss, dales la dirección de Isabelle Saulière. Llama al juez Becker; me da en la nariz que aún está en su despacho. Y pide que avisen a la doctora Vilars, que se prepare para intervenir dentro de una hora.
Habían llegado. Nico forzó la puerta y entró, seguido de Kriven y del capitán Vidal. Primer objetivo: encontrar el cuerpo. Avanzaron lentamente hasta el salón.
Ahí estaba, atada a una robusta mesa de centro. Una vez más, era una visión horrible.
Sólo hacía una hora que había vuelto a casa cuando sonó el teléfono. Era una llamada urgente del «36». El asesino había matado a una cuarta mujer y el comisario de división Sirsky reclamaba su presencia en el escenario de los hechos. Apartó con un gesto las sábanas empapadas con su transpiración. Rémi gruñó, disgustado.