—¡Mi padre! —gritó angustiada, antes de que Victorine pudiera hablar—. ¿Está… bien sir Mark? —«Vivo» fue lo primero que se le pasó por la cabeza, pero no se atrevió a pronunciar esa palabra.
—¡Llamad al señor Duke! —dijo Joseph dirigiéndose a alguien invisible. Luego se adelantó—: ¡Que Dios la bendiga, señorita! ¡Que Dios la bendiga! ¡Y justamente hoy! Sir Mark está bien… aunque por desgracia ha cambiado mucho. ¿Dónde está el señor Duke? ¡Llamadlo! ¡La señorita está a punto de desmayarse!
Y así volvió Theresa a casa. Nadie supo jamás lo mucho que había sufrido. Si alguien lo hubiera sabido, Victorine nunca habría vuelto vestida de luto. Lo guardaba, muy en contra de su voluntad, para preservar la ficción de que Theresa había disfrutado de un matrimonio próspero y feliz. Siempre se indignaba si alguno de los viejos criados la llamaba con el familiar apelativo de «señorita Theresa». «La condesa», decía con altanero reproche.
Tampoco supo nadie lo que ocurrió en la primera entrevista entre Theresa y su padre. Si le habló de su vida de casada, o si se limitó a aliviar las lágrimas que vertió al volver a verla, repitiendo las palabras tiernas y las caricias que son tanto el alimento de la edad provecta como de la infancia. Ni Duke ni su mujer la oyeron aludir al tiempo que había pasado en París, más que de forma frívola y superficial. Sir Mark estaba deseando demostrarle que la había perdonado y de buen grado habría desplazado a Bessy de su posición como señora del castillo y puesto a Theresa al frente de la casa y la habría hecho sentar en la mesa en el lugar reservado a la señora. Y Bessy habría renunciado a sus onerosas dignidades sin una palabra, pues ella no era tan celosa de su posición como su marido. Sin embargo, Theresa renunció a desempeñar semejante papel en la familia, asegurando, en un tono lánguido que ahora parecía habitual en ella, que la administración de una casa inglesa y las ocupaciones domésticas le resultaban demasiado fatigosas y que, si Bessy continuaba como hasta entonces librándola de las que debían ser sus tareas naturales hasta un momento futuro, le quedaría infinitamente obligada.
Bessy aceptó y trató de recordar todo lo que le gustaba a Theresa, y cómo se organizaban las cosas en los tiempos en que vivía en el castillo. Quiso que los sirvientes tuvieran la sensación de que «la condesa» tenía los mismos derechos que ella en la administración de la casa. Pero los criados siempre considerarán que la señora es aquella a quien rinde cuentas el ama de llaves y en cuyas manos reside,
de facto
, el poder de conceder favores y privilegios, y las peticiones de Theresa no tardaron en quedar en segundo plano. Al principio estaba demasiado desanimada, demasiado languideciente para preocuparse de nada que no fuese descansar en compañía de su padre. En ocasiones pasaban horas cogidos de la mano, o paseaban por las terrazas, sin apenas hablar, pero felices, porque volvían a estar juntos y a llevarse bien. La joven se fue recuperando en aquella época de paz y tranquilidad. El rostro contraído por la ansiedad y surcado de arrugas de sufrimiento se relajó en un óvalo suave, la luz volvió a sus ojos y el color regresó a sus mejillas.
No obstante, el otoño después de la vuelta de Theresa, sir Mark falleció: sus fuerzas declinaron paulatinamente y pasó sus últimos momentos entre los brazos de su hija. Esta nueva desdicha volvió a convertirla en la criatura pálida y fatigada que había sido cuando regresó a Crowley Castle, después de enviudar. Se encerró en sus nuevas habitaciones y no permitió que nadie se le acercara, con excepción de Victorine. Ni Duke ni Bessy eran admitidos en las oscuras habitaciones que había cubierto de cortinajes negros en señal de duelo.
La vida de Victorine desde su regreso al castillo había sido todo menos fácil. En la habitación del ama de llaves había surgido un poder nuevo. La señora de Duke Brownlow tenía una doncella, mucho más exigente que ella misma, y una nueva ama de llaves reinaba en el lugar de, quien antaño había sido un mero eco de las opiniones de Victorine. El temperamento de ésta había empeorado tras los cuatro años pasados en el extranjero y los criados tendían a resistirse a su autoridad. Notó su impotencia tras un par de refriegas, pero se reservó para el momento de la venganza. Aunque hubiera perdido poder en la casa, no había disminuido el poder que ejercía sobre la señorita y fuero sus mañas las que sacaron por fin a la condesa de su lúgubre reclusión.
Casi la única criatura, aparte de Theresa, a quien apreciaba Victorine era la pequeña Mary Brownlow. La poca dulzura que quedaba en su naturaleza femenina parecía aflorar sólo con los niños; aunque si se hubiese tratado de un chico en lugar de una niña es probable que no le hubiese caído tan en gracia. El caso es que la doncella francesa y la niña inglesa se hicieron grandes amigas, y cuando la envió a la habitación de la condesa y le dijo que no tuviera miedo y que le pidiera a la señora con su habla infantil que saliese a ver el muñeco de nieve que había hecho, supo que la niña le daría la manita a Theresa y le suplicaría con mejor fortuna que nadie, pues lo haría sin ninguna doble intención. Y, en efecto, Theresa apareció, pálida y triste, de la mano de Mary. Se dirigieron inadvertidas, o eso creyeron ellas, hasta el gran ventanal de la galería, y se asomaron al patio; luego, Theresa volvió a sus habitaciones, pero el hielo se había roto y, antes de que terminara el invierno, empezó a recuperarse, y a sonreír e incluso a reír a veces, hasta que los esporádicos visitantes del castillo volvieron a hablar de su rara belleza y de su noble elegancia.
Es notable que, al salir de su lasitud, Theresa se interesara tanto por todas las empresas a las que se dedicaba Duke. Le aburrían las nimias preocupaciones y la charla doméstica de Bessy —sobre los criados, su madre, la rectoría y la parroquia—. Preguntaba a Duke por sus viajes, compartía su juicio y apreciación de los países extranjeros, reparaba en el poder latente de su inteligencia, le irritaba que tuviese que vivir aletargado en el campo. Alguna vez había hablado de dejar Crowley Castle y buscar una casa propia cuando muriese su padre, pero tanto Duke como Bessy habían insistido en que se quedara, y Bessy incluso le había dicho inocentemente que le alegraba que Duke disfrutase de una compañía tan agradable ahora que a ella la absorbían las preocupaciones de la maternidad.
Un año después de la muerte de sir Mark, murió el representante del Parlamento por Sussex, y Theresa se dedicó a animar a Duke para que se presentase en su lugar. Con ciertas dificultades (pues Bessy era muy pasiva y tal vez incluso se opusiera a su modo a semejantes planes) logró convencerlo y Duke resultó elegido. A Theresa le irritó el sopor, como ella decía, que demostró Bessy durante todo el proceso, pues cada vez le molestaba más la indolencia de ésta en todo lo que se salía de su entorno más cercano. En una ocasión, cuando trató de explicarle que Duke podría destacar y sobresalir en aquella nueva esfera, Bessy prorrumpió en llanto y dijo:
—Hablas como si su presencia aquí no significara nada y su fama en Londres fuese lo único importante. Temo que deje de apreciar la tranquilidad y la felicidad de que hemos disfrutado desde que nos casamos.
—Pero, cuando viene —replicó Theresa— y te habla de política, de las noticias del extranjero y del interés público, tú le arrastras a tus intereses femeninos.
—Ah, ¿sí? —respondió Bessy—. ¿Lo arrastro? Ojalá fuese más inteligente, pero ya sabes que lo único que se me da bien son las tareas domésticas.
A Theresa la conmovió aquel momento de humildad.
—Aun así, Bessy, tienes muy buen juicio y sólo necesitas ejercitarlo. Trata de interesarte por lo que le gusta, además de hablarle de los asuntos domésticos.
Sin embargo, estas conversaciones casi nunca acababan de complacer a ninguna de ambas, y los criados deducían que las dos damas no se llevaban muy bien, por mucho que se esforzaran en aparentar lo contrario. La señora Hawtrey, por su parte, permitió también que los celos que le inspiraba Theresa se convirtieran en desagrado. Tenía celos porque, de forma un tanto irracional, se le había metido en la cabeza que su presencia en el castillo era el motivo de que no la hubieran invitado a instalarse en él tras la muerte de sir Mark: como si no hubiera habitaciones y aposentos para alojar a centenares de viudas en el edificio, si el dueño así lo quería. Pero Duke tenía ciertas ideas fijas, y una de ellas era la aversión que sentía a la constante compañía de su suegra. No obstante, le aumentó su asignación en cuanto pudo permitírselo y quiso que dispusiera de ella como gustase.
En cuanto dispuso de medios para viajar, la señora Hawtrey se dedicó a frecuentar los balnearios que estaban de moda en la época, o a visitar a aquellos parientes que, de vez en cuando, iban en carruajes destartalados a visitar a su prima Bessy en el castillo. A Theresa le traía sin cuidado la frialdad de la señora Hawtrey, tal vez ni siquiera reparara en ella. También dejó de esforzarse con Bessy: era inútil tratar de convertirla en una compañera ambiciosa e intelectual a la altura de su marido. Duke había pronunciado discursos en el Parlamento, había escrito un panfleto muy sonado, y el primer ministro estaba pensando en incluirlo en el Gobierno. Theresa, con su experiencia parisina del modo en que las mujeres ejercen su influencia en política, habría dado cualquier cosa por que Duke y su mujer alquilaran una casa en Londres. Ansiaba ver a los grandes políticos, encontrarse en plena lucha por el poder, en el centro rutilante de todo lo que valía la pena ver y oír en el reino. Habían hablado de lo de la casa, pero Bessy se había opuesto con todas sus fuerzas, mientras Theresa guardaba un indignado silencio, hasta que no lo soportó más y fue a su propio salón, donde Victorine estaba dedicada a su labor. Allí las palabras que había reprimido con esfuerzo encontraron salida, no dirigidas a su criada, pero tampoco disimuladas en su presencia:
—No resisto verlo agarrotado por la estrechez de miras de su mujer, ni oír los egoístas argumentos de esa estúpida, basados en su convencimiento de que se sentiría fuera de lugar a su lado. Es un obstáculo para Duke, ni siquiera él es consciente de sus posibilidades, de lo contrario la dejaría y buscaría un ambiente más elevado. ¡Cómo destacaría entonces! ¡Dios mío! Pensar que…
Y se sumió en el silencio, observada por los ojos furtivos de Victorine.
Duke se había superado a sí mismo en un acceso de inspirada elocuencia y sus palabras resonaban en todo el país. Iba a volver a Crowley Castle aprovechando un receso parlamentario, justo después. Theresa calculó las horas de cada jornada del largo viaje y podría haber adelantado con una precisión de cinco minutos el momento en que se le esperaba. En cambio, Bessy dedicaba toda su atención al bebé, que estaba enfermo. Se hallaba en su habitación junto a la cuna donde dormía el niño cuando su marido llegó a caballo a la puerta del castillo. Theresa había salido a recibirlo, con el cabello empolvado y los rizos despeinados al viento cuando se quitó la capucha de la capa, con los labios entreabiertos con una bienvenida sin aliento y los ojos chispeando de orgullo y amor. Al fin y al cabo, Duke era mortal. Todo Londres cantaba su fama, y hete aquí que, en su propia casa, Theresa parecía ser la única persona que lo apreciaba.
Los criados se apelotonaron en el enorme vestíbulo, pues llevaba mucho tiempo sin ir a casa. Victorine también había salido llevando un sombrero para su señora, y, cuando Duke preguntó por su mujer y el solemne mayordomo le dijo que estaba con el señorito, que según temían se encontraba gravemente enfermo, la francesa afirmó con la familiaridad de un antiguo criado, como si quisiera aliviar la preocupación del recién llegado:
—La señora imagina que el niño está enfermo, porque no piensa más que en él y la continua vigilancia la ha puesto nerviosa.
Sin embargo, el niño estaba enfermo de verdad; y, tras saludar brevemente a su marido, Bessy volvió a su habitación, dejando a Theresa la función de preguntarle, escucharlo y compadecerlo. Esa noche soltó otra serie de observaciones despreciativas sobre la desdichada y maternal Bessy, y esa noche Victorine creyó detectar un secreto más profundo en el corazón de Theresa.
El niño apenas se alejó de los brazos de su madre, pero la enfermedad empeoró y llegó a estar al borde de la muerte. Habían dejado aparte un poco de nata para la pequeña y llorosa criatura y Victorine la había empleado sin saberlo para preparar un cosmético para su señora. Cuando la criada que estaba a cargo del niño se lo reprochó, empezó una discusión sobre el derecho de sus respectivas señoras a impartir órdenes en la casa. Antes de que terminara la disputa, ambas se habían dicho cosas muy graves.
El niño murió. El heredero estaba muerto, los criados susurraban entristecidos y discutían sobre el luto; Duke conoció la vanidad de la fama, al compararla con la muerte de un bebé. Theresa sintió mucha compasión, pero tanto se había enternecido su corazón que no se atrevió a expresársela. Victorine lamentó la muerte a su manera. Bessy se quedó muda y no derramó una lágrima, no atendía ni a palabras ni a caricias cariñosas, no comía ni bebía, ni tampoco dormía ni lloraba. «Manden llamar a su madre», dijo el médico, pues la señora Hawtrey estaba de viaje y las cartas que le informaban de la enfermedad de su nieto no le habían llegado por culpa del lento correo de aquellos tiempos. Así que enviaron a buscarla con un jinete, método más rápido y seguro.
Entretanto, las niñeras, agotadas de tantos cuidados, bastante tenían con atender de día a la pequeña Mary. La doncella de la señora cuidó a Bessy una noche o dos, y Duke se pasaba de vez en cuando por la noche a contemplar el semblante pálido e inmóvil, que de no haber sido por los largos suspiros que salían de aquel corazón desolado casi había parecido el de un cadáver. El médico probó sus medicinas en vano, y luego volvió a intentarlo. Esa noche, Victorine, a petición propia, veló a la enferma en lugar de la doncella. Como de costumbre, a eso de la medianoche, Duke entró de puntillas con una palmatoria. «¡Chiss! —dijo Victorine llevándose un dedo a los labios—. Duerme por fin». La mañana amaneció pálida y deshilachada y Bessy siguió durmiendo. Llegó el médico, y entró de puntillas, satisfecho del efecto que habían surtido sus medicinas. Todos rodearon la cama: Duke, Theresa y Victorine. De pronto sobrevino un cambio en el semblante del médico, como si lo acometiera un súbito temor; le tomó el pulso a la enferma, acercó el oído a los labios abiertos, pidió un espejo… una pluma. El espejo no se empañó, las delicadas fibras no se agitaron. Bessy había muerto.