—Comandante —repuse—, seré sincera con usted y le diré abiertamente que, si algún día advierto que el niño pierde el apetito, sabré que es por culpa de los cálculos y les pondré fin en menos que canta un gallo. Y, si veo que se le suben a la cabeza —proseguí— o que se le hace un nudo en el estómago, o le producen debilidad en las piernas, el resultado será el mismo; de todos modos, comandante, es usted un hombre inteligente, ha visto mucho mundo y es el padrino del niño, y si cree que debe intentarlo, hágalo.
—Así se habla, señora —dijo el comandante—, he aquí unas palabras dignas de Emma Lirriper. Lo único que le pido, señora, es que nos conceda a mi ahijado y a mí una semana para darle a usted una grata sorpresa: eso y que me autorice a emplear cualquier utensilio que no se esté utilizando en la cocina.
—¿En la cocina, comandante? —exclamé casi tan asustada como si tuviese intención de cocinar al niño.
—En la cocina —respondió el comandante y sonrió, se hinchó y de pronto pareció más grande que de costumbre.
Les di mi autorización y el comandante y el niño se encerraron media hora durante una temporada, y yo no acertaba a oír más que susurros y risas y a Jemmy dando palmas y gritando números, por lo que me dije: «No parece haberle hecho tanto daño» y tampoco veía, al examinar al pequeño, ningún síntoma en su cuerpo, lo que era para mí un gran alivio. Por fin, un día Jemmy me trajo una tarjeta escrita en broma con la limpia caligrafía del comandante: «Los señores Jemmy Jackman —pues le habíamos puesto también el otro nombre del comandante— solicitan el honor de disfrutar de la compañía de la señora Lirriper, en el salón principal del instituto Jackman esta tarde a las cinco (hora militar) para asistir a algunas pequeñas conquistas de la aritmética elemental». Y créeme que a las cinco en punto el comandante estaba en el salón, sentado detrás de la mesa Pembroke con las dos extensiones desplegadas, un montón de utensilios de cocina cuidadosamente ordenados sobre unos periódicos viejos, y el niño sentado en una silla con las mejillas sonrosadas y los ojillos encendidos como si fueran diamantes.
—Ahora, abuela —dijo—, siéntate y no toques a nadie. —Pues había visto, con aquellos diamantes, que me disponía a abrazarlo.
—De acuerdo, señor —respondí—, le aseguro que sabré comportarme estando en tan buena compañía.
Y me senté temblorosa en la butaca que me habían preparado.
Imagina cuál sería mi sorpresa cuando el comandante, hablando tan deprisa como un prestidigitador, fue adelantando los objetos a medida que los nombraba y anunció:
—Tres cucharones, una plancha italiana, una campanilla, un tenedor de asar, un rallador de nuez moscada, cuatro tapaderas, un bote de especias, dos hueveras y una tabla de cortar. ¿Cuántas cosas son en total?
—Quince, sumo cinco y llevo la tabla de cortar.
Después el pequeño Jemmy aplaudió, se puso en pie y empezó a bailar sobre la silla.
¡Ay, querida!, con idéntica facilidad y exactitud, el comandante y el niño sumaron las mesas, las sillas, el sofá, los cuadros, la parrilla y los morillos de la chimenea, a ellos mismos, a mí, al gato, los ojos de la señorita Wozenham, y, cada vez que hacía una suma, el niño de las rosas y los diamantes aplaudía, se ponía en pie y bailaba sobre la silla.
¡Si hubieses visto lo orgulloso que estaba el comandante! («¡He aquí un intelecto privilegiado, señora!», me dijo con disimulo).
Luego anunció en voz alta:
—Llegamos ahora a la siguiente regla elemental llamada…
—¡Sustracción! —gritó Jemmy.
—Exacto —repuso el comandante—. Tenemos aquí un tenedor de asar, una patata en su estado natural, dos tapaderas, una huevera, una cuchara de madera, dos espetones, de los que, por motivos comerciales, es necesario sustraer una parrilla de pescado, un bote de salmuera, dos limones, un bote de pimienta, una trampa para grillos y un tirador del cajón del vestidor… ¿Qué nos queda?
—¡El tenedor de asar! —exclamó Jemmy.
—¿Y en números? —preguntó el comandante.
—¡Uno! —gritó Jemmy.
(«¡Qué muchacho, señora mía!», me dijo el comandante tapándose la boca con la mano).
Luego el comandante prosiguió:
—Nos acercamos ahora a la siguiente regla elemental, denominada…
—Multiplicación —gritó Jemmy.
—Correcto —dijo el comandante.
Pero, querida, relatarte aquí con detalle el modo en que multiplicaron catorce ramas de leña por dos trozos de jengibre y una aguja de manteca, o dividieron todo lo que quedaba en la mesa por el calentador de la plancha y un candelabro, y les sobró un limón, haría que la cabeza me diese vueltas y más vueltas como me pasó aquel día. Así que dije:
—Si se me permite dirigirme al presidente de la mesa, el profesor Jackman, creo que ha llegado el momento de darle un buen abrazo a su joven alumno.
Al oírme Jemmy gritó desde lo alto de la silla:
—Abuela, abre los brazos y yo te saltaré encima.
Así que abrí los brazos igual que había abierto mi acongojado corazón cuando murió su desdichada madre, y él saltó y nos dimos un largo abrazo, y el comandante, más orgulloso que un pavo real, me dijo tapándose la boca con la mano:
—No es necesario que usted se lo diga —y no le faltaba razón, pues hizo el comentario en voz perfectamente audible—, pero ¡es un chico estupendo!
De ese modo, Jemmy fue creciendo, empezó a ir a la escuela y siguió yendo a clase con el comandante, y fue como si la pensión hubiera sido bendecida pues las habitaciones casi se alquilaban solas y aún se habrían alquilado más, si hubiésemos tenido el doble de espacio. Cuando con gran dolor de mi corazón le dije un día al comandante:
—Comandante, tengo algo que comunicarle: me temo que habrá que enviar al niño interno a un colegio. —¡Si hubieses visto la expresión del comandante!, compadecí a aquel buen hombre con toda mi alma—. Sí, comandante, aunque sea tan popular entre los huéspedes como lo es usted, y signifique para nosotros lo que sólo usted y yo sabemos, está en la naturaleza normal de las cosas, la vida está hecha de despedidas y tendremos que separarnos de nuestro ángel. —Por muy decidida que hablase, me pareció ver dos comandantes y media docena de chimeneas, y cuando el pobre comandante dejó una de sus limpísimas botas sobre la rejilla, apoyó el codo en la rodilla y la cabeza en la mano, y empezó a balancearse a uno y otro lado, me sentí terriblemente afectada—. No obstante —proseguí aclarándome la garganta—, lo ha preparado usted tan bien, comandante, ha tenido tan buen tutor en usted, que no le costará el menor esfuerzo salir adelante. Y además es tan inteligente que no tardará en destacar.
—Es un niño —respondió el comandante, después de sorberse la nariz— que no tiene parangón en el mundo entero.
—Nada más cierto, comandante, y nosotros no somos quienes para impedirle, por motivos puramente personales, adquirir una reputación y tal vez llegar a ser un gran hombre, ¿no cree usted, comandante? A mi muerte, heredará todos mis ahorros (pues él es lo único que tengo en el mundo) y debemos tratar de convertirlo en un hombre bueno y culto, ¿no es así?
—Señora mía —respondió el comandante incorporándose—, Jemmy Jackman se hace viejo y usted ha hecho que me avergüence. Tiene toda la razón, señora. Tiene usted pura y simplemente toda la razón. Y, si me disculpa, saldré a dar un paseo.
Así que, cuando el comandante se marchó, llevé al niño a mi cuartito, le pedí que viniera a mi lado, tomé en mi mano los rizos de su madre y le hablé en tono serio y cariñoso. Y, después de recordarle a aquel ángel que ya había cumplido los diez años, y de decirle que tenía que abrirse camino en la vida, más o menos igual que le había explicado al comandante, añadí que tendríamos que separarnos, y entonces me vi obligada a interrumpirme, pues de pronto me pareció ver aquel labio tembloroso que tan bien recordaba, ¡y creí revivir aquel momento! Pero, haciendo gala de entereza, el niño se recobró y dijo asintiendo solemnemente entre las lágrimas:
—Lo comprendo, abuela, entiendo que es necesario, abuela… Sigue, no te preocupes más por mí. —Y, cuando terminé de decirle todo lo que tenía pensado, volvió hacia mí su rostro brillante y decidido y me dijo con voz un poco entrecortada—: Ya verás, abuela, cómo seré un hombre y aprenderé a hacer cosas que te gusten… Y si no llego a serlo… espero que sea porque haya muerto. —Y, tras pronunciar estas palabras, se sentó a mi lado y yo seguí hablándole del colegio, del que tenía excelentes referencias, y le conté dónde se encontraba, y cuántos profesores había, y los juegos a los que había oído contar que jugaban, y lo largas que eran las vacaciones, y él prestó mucha atención a todo lo que le dije, hasta que por fin respondió—: Y ahora, querida abuela, deja que me arrodille aquí, donde siempre he pronunciado mis oraciones, que apoye la cara un momento en tu vestido y que llore un poco, ¡pues para mí has sido más que un padre, más que una madre, más que hermanos, hermanas o amigos! —Y rompió a llorar, y yo también y los dos nos sentimos mucho mejor.
Desde ese momento fue fiel a su palabra y siempre se mostró contento y diligente, e incluso cuando el comandante y yo lo llevamos a Lincolnshire fue con mucho el más alegre de los tres; claro que tenía motivos para estarlo, pero el caso es que lo estaba, y nos animó mucho a ambos, y sólo cuando llegó la hora de despedirnos me dijo con aire pensativo:
—Tú no querrías que, en el fondo, no estuviese triste, ¿verdad, abuela?
Y cuando respondí:
—No, cariño. ¡No lo quiera Dios!
Dijo:
—¡Me alegro! Y echó a correr hasta perderse de vista.
Pero, ahora que el niño se había ido de la pensión, el comandante cayó en un estado de melancolía. Todos los huéspedes repararon en que estaba mohíno. Ni siquiera parecía tan alto como siempre y, aunque siguiera sacándoles brillo a sus botas con un atisbo de interés, eso era lo único que hacía.
Una tarde el comandante entró en mi cuartito para llevarme una taza de té y una tostada con mantequilla y para leer la última carta de Jemmy que había llegado por la tarde (traída por el mismo cartero de siempre, que para entonces estaba algo más entrado en años), y cuando vi que la carta lo animaba un poco le dije:
—Comandante, no debe usted ponerse tan melancólico.
El comandante movió la cabeza:
—Jemmy Jackman, señora —dijo con un profundo suspiro—, es más viejo de lo que yo pensaba.
—Pues la tristeza no le ayudará a rejuvenecer, comandante.
—Mi querida señora, ¿acaso hay algo que lo haga?
Comprendí que el comandante llevaba razón en lo que decía y opté por cambiar estratégicamente de asunto:
—¡Trece años! ¡Trece años! Muchos huéspedes han ido y han venido en los trece años que ha ocupado usted sus habitaciones, comandante.
—¡Ah! —respondió el comandante un poco más animado—. Muchos, señora, muchos.
—Y ¿no los ha conocido usted a todos?
—Por norma general (aunque con excepciones, como ocurre con todas las normas) —repuso el comandante—, siempre me han honrado con su amistad, y con frecuencia con su confianza.
Cuando vi que el comandante abatía otra vez la blanca cabeza, se atusaba el bigote y volvía a dejarse arrastrar por la melancolía, se coló en mi mollera, si se me permite la expresión, una idea a la que debía de llevar tiempo dando vueltas.
—Si las paredes de esta pensión pudiesen hablar —dije, como si no le diera mucha importancia (pues de nada sirve ir al grano con un hombre melancólico)—, tendrían tantas cosas que contar… —El comandante no se movió ni dijo nada, pero vi por sus hombros que me estaba escuchando, querida. Sus hombros revelaban que estaba prestando atención a lo que le decía. De hecho, gracias a ellos noté que le habían interesado mis palabras—. A nuestro querubín siempre le han gustado los libros de cuentos —proseguí, como si hablara para mis adentros—. Estoy segura de que esta casa, su propia casa, podría inspirar un par de historias que él podría leer un día u otro.
Los hombros del comandante se enderezaron y se curvaron y su cabeza reapareció sobre el cuello de la camisa, como no lo hacía desde el momento en que Jemmy partió para el colegio.
—Es indiscutible que en las partidas de cartas, mi querida señora —respondió el comandante—, y también en eso que llamábamos en mi juventud, en los días de lozanía de Jemmy Jackman, la copa de cortesía, he intercambiado muchos recuerdos con sus huéspedes.
Yo repliqué (y confieso que con intención astuta y marrullera):
—¡Ojalá el niño pudiera conocerlos!
—¿Habla usted en serio, señora? —preguntó el comandante dando un respingo y volviéndose hacia mí.
—Y ¿por qué no, comandante?
—Señora —dijo el comandante subiéndose una manga de la camisa—, escribiré esos recuerdos para él.
—¡Ah! ¡Así se habla! —respondí con un aplauso de satisfacción—. ¡Ahora sí que se quitará usted esa murria de encima, comandante!
—Desde hoy hasta el inicio de las vacaciones (y me refiero, claro, a las del muchacho) —prosiguió el comandante subiéndose la otra manga—, hay tiempo de avanzar mucho.
—Comandante, es usted un hombre inteligente, y ha visto mucho mundo, así que no me cabe la menor duda de que así será.
—Empezaré —dijo el comandante, que otra vez parecía tan alto como siempre— mañana mismo.
Querida, en tres días el comandante era un hombre nuevo, y en una semana volvió a ser el mismo, y escribió y escribió y escribió y se oía rasguear su pluma como si fueran ratas mordisqueando detrás del zócalo. No sabría decirte si lo que escribió tiene una base real o es invención suya, pero todo lo que ha escrito lo guardo en la vitrina de la izquierda de la librería que tienes ahí detrás y, si alargas la mano, verás varios volúmenes muy bien encuadernados. Para mí es como si estuviesen escritos en griego o en hebreo, y no tengo nada de sueño, así que te agradecería mucho que me los leyeras en voz alta.
ELIZABETH GASKELL
He vuelto a Londres, comandante, en posesión de una historia familiar que he oído en provincias. Mientras estaba fuera visité las ruinas del gran y antiguo castillo normando de sir Mark Crowley, el último baronet que ostentó ese nombre y que murió hace cerca de cien años. Me alojé en el pueblo que hay cerca del castillo, y allí reuní los detalles de la historia que me propongo relatarle ahora, tal como me la contaron sus viejos habitantes, que la oyeron a sus padres no hace tanto tiempo.