—Mi querido muchacho —dijo, con el tono de cuando era su preceptor—, prepárate.
—¿Para qué? —preguntó Duke con aspereza, pues le irritó mucho que le advirtieran de que se preparase para algo sin explicarle de qué se trataba—. ¿Ha muerto Victorine?
—¡No! Afirma que no morirá hasta que te haya visto y la hayas perdonado, ya que la señora Hawtrey no quiere hacerlo. Pero antes lee esto: ¡es una terrible confesión hecha ante mí, como juez de paz, en el lecho de muerte!
Duke leyó el papel —que contenía pocos más detalles de los que ya he dado— con las horribles palabras anotadas a toda prisa con la letra con que el pastor acostumbraba a redactar sus moderados y prosaicos sermones y que su pupilo conocía desde hacía mucho tiempo. Duke lo leyó dos veces. Luego afirmó:
—¡Está delirando, pobre mujer! —Pero se le heló el corazón y habría preferido no haber tenido que volver a verla y haberse quedado para siempre con la duda.
Subió los escalones de tres en tres y luego se volvió y miró al pastor con una calma y severidad mortales:
—Quisiera verla a solas.
Echó a todas las mujeres y se acercó a la cama donde yacía Victorine apoyada en las almohadas, observando sus movimientos con sus ojos terribles y vacíos.
—Ahora, Victorine, te leeré este papel en voz alta. Tal vez tu imaginación haya desvariado un poco, pero ¿me entiendes ahora? —Un débil murmullo de asentimiento llegó a sus oídos—. Si alguna afirmación de las que se hacen en este papel no es cierta, hazme un gesto. Levanta la mano… por el amor de Dios, levanta la mano. Y, si puedes hacerlo sinceramente en la hora de tu muerte, que el Señor se apiade de ti, pero, si no puedes levantar la mano, ¡que lo haga entonces de mí!
Leyó el papel muy despacio, frase por frase. Ningún gesto: ninguna mano levantada. Al final, Victorine habló, y él inclinó la cabeza para escucharla.
—La condesa, Theresa, la misma que me ha dejado morir sola… —Luego le fallaron las fuerzas, y Duke se quedó solo en la cámara mortuoria.
Estuvo varios minutos sin moverse. Luego salió de la habitación y le dijo al primer criado con el que se encontró:
—Ha muerto. Asegúrate de que se ocupen de ella.
Luego fue a ver al pastor y tuvo una larga conversación con él. Envió a un criado de confianza a buscar a la pequeña Mary con no sé qué pretexto apenas creíble, pero estaba desesperado y parecía haberlo olvidado todo, menos a Bessy, su primera mujer, su esposa joven e inocente.
Theresa no quería separarse de la niña, muy sorprendida de que fuesen a buscarla, pero le dijeron que, al cabo de uno o dos días, recibiría una explicación. Y así fue.
Victorine ha muerto; no necesito decir más. No pudo llevarse su terrible secreto al otro mundo, y lo confesó todo. No puedo pensar en nada: sólo en mi pobre Bessy a merced de la crueldad de esa mujer. En cuanto a ti, Theresa, allá tú con tu conciencia, pues has dormido en mi regazo. Pero de ahora en adelante eres una desconocida para mí. Cuando recibas esta carta, mi hija, la madre de la pobre joven asesinada y yo habremos dejado Inglaterra. No sé adónde iremos. Mi agente hará por ti todo lo que necesites.
Theresa se puso en pie y llamó al timbre rápidamente:
—¡Buscadme un caballo —gritó—, y decidle a William que se prepare para acompañarme! ¡Por su vida, por la mía, recorreremos la costa hasta Dover!
Cabalgaron toda la noche y apenas se detuvieron para dar de comer a los caballos. Pero cuando llegaron a Dover vieron las blancas velas que se llevaban a Duke y a su hija lejos de Inglaterra. Theresa había llegado demasiado tarde y eso le partió el alma. Yace enterrada en el cementerio de Dover. Después de muchos años, Duke regresó a Inglaterra, pero no volvió a ingresar en el Parlamento, y el marido de su hija vendió Crowley Castle a un desconocido.
ANDREW HALLIDAY
Nadie sabe cómo se las arregló el doctor para formar parte de nuestro grupo. No se nos ocurrió preguntarlo en su momento y ahora la ocasión se ha perdido en la lúgubre oscuridad del pasado. Sólo nos consta que apareció de pronto y misteriosamente. Ocurrió poco después de que fundáramos nuestra Sociedad en Pro de la Admiración Mutua, en esta misma habitación, en la pensión de la señora Lirriper. Nos hallábamos discutiendo asuntos generales con la amabilidad acostumbrada, admirando a poetas, adorando a héroes y tomando a hombres y a cosas por lo que parecen. Éramos jóvenes e ingenuos, nuestras propias ideas nos satisfacían tanto como las ajenas, confiábamos y creíamos en todo lo que es bueno y noble y tan sólo odiábamos lo falso, lo vulgar y lo mezquino. Guiados por ese espíritu estábamos comentando indignados una nueva herejía acerca de la edad del mundo, cuando una voz desconocida interrumpió nuestra conversación.
—Disculpen ustedes, pero se equivocan. La edad del mundo es exactamente de tres millones ochocientos noventa y siete mil cuatrocientos veinticinco años, ocho meses, catorce días, nueve horas, treinta y cinco minutos y diecisiete segundos.
Nada más oír aquella voz misteriosa todos levantamos la vista y reparamos en que, pisando la alfombra de la chimenea, justo al lado de donde se sienta usted, comandante, había un hombre de edad mediana vestido de negro. Tenía la nariz ganchuda, los ojos oscuros y penetrantes, y la barba entrecana; una mata de pelo moreno y crespo cubría su cabeza. Nuestro primer impulso fue considerar una impertinencia la intromisión del desconocido y preguntar qué se le había perdido en aquella habitación de la pensión de la señora Lirriper, donde se celebraban las sagradas reuniones de la Sociedad en Pro de la Admiración Mutua. Pero, en cuanto nuestros ojos se posaron sobre él, contuvimos aquel impulso y nos quedamos casi un minuto mirándolo en silencio. Nada más verlo comprendimos que no era un simple entrometido. Era considerablemente mayor que cualquiera de los presentes, su rostro irradiaba inteligencia, en sus ojos brillaba el humor, y su expresión era la de un hombre seguro de su solidez y de superioridad intelectual. Su semblante parecía dar a entender que nos había calado a todos al momento. Tanto nos impresionó la presencia del desconocido que casi olvidamos las preguntas que se nos habían ocurrido cuando interrumpió nuestra conversación: «¿Quién es usted?» «¿De dónde ha salido?» «¿Cómo ha llegado hasta aquí?». Cualquier miembro de la Sociedad podía presentar a un amigo, pero ninguno lo había hecho, y nosotros éramos los únicos miembros que había en la habitación. Nadie lo había visto entrar, ni habíamos reparado en él hasta que oímos su voz. Al comparar después nuestras notas, descubrimos que todos habíamos tenido la misma idea: «¿Habría bajado por la chimenea?» «¿O salido del suelo?». Pero, como no vimos ni rastro de humo ni notamos olor a hollín, descartamos nuestras sospechas a favor de la explicación más natural de que lo hubiese llevado algún miembro que se hubiera marchado dejándolo allí. Yo estaba dándole vueltas a cómo formular una pregunta educada que nos permitiera dilucidar la cuestión cuando el desconocido, que hablaba con acento extranjero, volvió a dirigirse a nosotros:
—Confío —dijo— en no estar entrometiéndome en su Sociedad, pero he estudiado en profundidad la cuestión que discutían y me he dejado arrastrar por el entusiasmo: espero que me disculpen.
Lo dijo con tanta afabilidad y haciendo gala de unos modales tan anticuados que nos dejó desarmados y respondimos todos a coro que no tenía de qué disculparse. Y de ahí se derivó que, de un modo casi inapreciable, el desconocido ocupara un asiento y pasase la tarde con nosotros, dándonos la réplica en nuestras joviales discusiones y revelando ser un hueso duro de roer en lo que atañe a todos los tipos de conocimiento. A todos nos encandiló, y él también parecía estar muy a gusto con nosotros. Antes de marcharse, nos estrechó la mano con mucha cordialidad y afecto, y nos dejó su tarjeta. Tenía la inscripción:
DOCTOR GOLIATH
,
doctor en Filosofía.
Después de aquel día, el doctor frecuentó regularmente la Sociedad, y todos dimos por descontada su asistencia, pues su gran erudición y sus numerosos hallazgos nos parecieron suficiente justificación para permitirle formar parte de nuestra cofradía. No es raro que llegásemos a considerarlo un gran personaje. Sus conocimientos eran inagotables. Parecía saberlo todo, y no en general o de manera superficial, sino de forma precisa y concreta. Sin embargo, no hacía exhibición de sus conocimientos a fin de impresionarnos, sino que iba diciendo las cosas según lo requería la ocasión. Si hablábamos de lenguas, el doctor dejaba claro, mediante un par de observaciones casuales, que estaba familiarizado con todas las lenguas del mundo. Y lo cierto es que hablaba el inglés con un acento que participaba de casi todas las lenguas modernas. Si salía a colación el Derecho, podía disertar sobre códigos y juicios con la mayor familiaridad y citaba tomos, capítulos y secciones, como si hubiese consagrado su vida al estudio de las Leyes. Y lo mismo con la política, la historia, la geología, la química, la mecánica e incluso la medicina. No había nada que el doctor Goliath ignorase. Era una enciclopedia animada del conocimiento universal. Pero, al mismo tiempo, no tenía nada de pedante. Consideraba su erudición una simple bagatela, exponía sus conocimientos como otros cuentan chistes; sólo era serio cuando aliñaba una ensalada, preparaba una jarra de ponche o jugaba una partida de
piquet
. No se enorgullecía de poder traducir «La hija del cazador de ratas» a seis idiomas, incluyendo el griego y el árabe, pero se tenía por el único hombre en la superficie de la Tierra que conocía las proporciones exactas de aceite y de vinagre necesarias para aliñar correctamente una ensalada de patata. No había forma de resistirse al encanto de la maravillosa personalidad del doctor Goliath. Era erudito en grado superlativo; sin embargo, tenía la alegre despreocupación de un colegial y sabía bromear y ridiculizar la sabiduría y la filosofía mejor que ninguno de nosotros. Tomó nuestra Sociedad al asalto: se convirtió en oráculo, lo citamos como autoridad y lo llamábamos el doctor, como si no hubiese otro en la superficie de la Tierra.
Poco antes de su advenimiento, los miembros de la Sociedad en Pro de la Admiración Mutua nos habíamos jurado amistad eterna. Habíamos prometido amarnos siempre los unos a los otros, confiar los unos en los otros, ser justos y amables los unos con los otros y no distanciarnos jamás ni por la prosperidad ni por la adversidad. Como señal y símbolo de nuestra hermandad, habíamos decidido llamarnos con apelativos familiares y para subrayarlo acordamos regalamos unas copas de la amistad. Como éramos una Sociedad pobre, salvo en amabilidad y admiración mutua, decidimos que las copas fuesen de peltre, con una capacidad de un cuarto de litro y dos asas. Se hizo el encargo, se fabricaron las copas y cada una llevaba una inscripción de esta guisa: «Para Tom de Sam, Jack, Will, Ned, Charley y Harry, en prueba de amistad», que variaba sólo en las posiciones relativas de los donantes y del que recibía el presente. Las copas estaban ya hechas y no quedaba más que pagarlas e ir a recogerlas al taller de nuestro Benvenuto Cellini, sito en la parroquia de St. Martin-in-the-Fields. No obstante, se produjo un retraso, a raíz de circunstancias que no vale la pena detallar si no es para indicar que escaparon a nuestro control.
Aquel retraso, debido a la obstinación de dichas circunstancias incontrolables, se prolongó varias semanas, hasta que, una noche, Tom entró con un gran paquete de papel de estraza bajo el brazo. Era un paquete de aspecto extraño y desacostumbrado.
—¡Ja, ja! —exclamó el doctor—, ¿qué traes ahí? Dinos, Tom, ¿se trata de algo de comer, de beber o tal vez de fumar? Pues ésas son las tres únicas cosas con que se deleita mi espíritu.
—No creo lo que dice, doctor —dijo Tom con mucha seriedad, pues estaba más subyugado que nadie por la personalidad del doctor.
—¿No me crees? —exclamó éste—. Pues lo digo muy en serio. El hombre, amigo mío, es un animal cuya única desdicha es estar dotado con el don maldito del pensamiento. Si no estuviese poseído por ese espíritu malévolo, ¿sabes lo que haría?
Tom no tenía ni la menor idea.
—Pues bien —respondió nuestro amigo—, ¡me pasaría el día tumbado al sol y comería ensalada de patata en un comedero!
—¡Qué! —exclamó Tom—. ¿Como un cerdo?
—Sí, como un cerdo —respondió el doctor—. ¡Nunca he visto a un cerdo tumbado sobre paja limpia con el hocico metido en una mezcla de cebada y hojas de col, sin sentir una envidia terrible!
—¡Caramba, doctor! —exclamamos todos a coro.
—De veras. Me digo a mí mismo: «¡Qué suerte tiene y cuánto más feliz es él que yo!». Para comerme una ensalada de patata, sin la que la vida carecería de sentido, me veo obligado a hacer algo que mi alma aborrece: tengo que trabajar. El cerdo, en cambio, no tiene que esforzarse para tener el comedero lleno de cebada y hojas de col. Como soy un animal dotado del don del pensamiento y de la razón, me enviaron a la escuela y me enseñaron a leer. ¡Ved qué desgracias e infortunios me ha acarreado eso! Reíd, si queréis, pero ¿acaso no me veo obligado a leer libros, debates parlamentarios y artículos de opinión? El otro día me invitaron a un congreso social. Si hubiese sido un cerdo, no habría tenido que soportar tamaña tortura.
—¡Ah!, pero, doctor —afirmó Tom—, al final el cerdo sale peor librado.
El doctor prorrumpió en risas exultantes.
—¡Qué! ¿Que sale peor librado? Ja, ja, ja! Amigo mío, el cerdo acaba convertido en carne. Y el carnicero nos ha de visitar a ambos. ¿Qué quedará de mí cuando termine su trabajo? Me meterán en una caja, la atornillarán, me enterrarán donde nadie me vea y la gente fingirá lamentarse. En cambio, el cerdo…, uno se lo come ¡y se alegra de verdad! Y eso me recuerda que tomaré una chuleta de cerdo para cenar. A propósito, ¿no será una lechuga lo que llevas en esa bolsa, verdad, Tom?
—No es una lechuga, doctor.
—¡Así que no es una lechuga! ¡Ajá! Veo algo que brilla… ¿Un metal precioso…? ¿Oro…? ¡No, plata! Para obtenerla en semejante cantidad estaría dispuesto a cometer cualquier crimen… ¡incluso un asesinato!
—¡Oh, doctor! —dijo Tom—, se atribuye una personalidad indigna de usted.
—Ah, ¿sí? —preguntó el doctor—. Tú no me conoces. Y, al fin y al cabo, ¿qué es el asesinato? Nada. Matas a dos o a tres de tus prójimos… incluso a una docena, y ¿qué? Hay muchos más. ¿Sabes cuál es la población de la Tierra? Te lo diré: exactamente mil trescientos millones ochocientos: noventa y nueve mil seiscientas veinte almas. Y ¿cuántos asesinatos dirías que se cometen al año? Pensarás sólo en los que aparecen en los periódicos. ¡Bah! Un conocimiento preciso de la cuestión me permite informarte de que el número de asesinatos cometidos en Gran Bretaña e Irlanda y en las islas del Canal, asciende anualmente a quince mil setecientos cuarenta y cinco. Es una de las leyes de la naturaleza para controlar el tamaño de la población. Quien comete un asesinato, obedece a esa ley. —A Tom estaba empezando a erizársele el cabello, pues el doctor decía todo aquello en un tono terriblemente agresivo. Su extraña filosofía también nos afectó a los demás. Estábamos acostumbrados a disfrutar de gran libertad en nuestras discusiones, pero nunca nos habíamos aventurado con un razonamiento tan audaz como aquél—. Vamos, Tom —insistió el doctor—, desvela tu tesoro y déjame ver si vale la pena que te espere— en algún callejón oscuro cuando vuelvas a casa esta noche.