—¿En serio? ¿Han cancelado las visitas por el accidente del lunes?
—No, usted no entiende. No el lunes, hoy. Otra persona está muerta hoy.
Jones se descolgó de la pared.
—¿Qué quiere decir?
El hombre frunció el cejo, como si le costara entender la pregunta.
—Ah, como yo dice usted, amigo: dos personas el lunes y una persona hoy. No tenemos violencia en Orvieto por mucho tiempo, ahora tres muertes muy rápido —chasqueó los dedos, para conseguir mayor efecto—. Es un mundo raro, ¿no?
Raro no era la palabra que a Jones se le ocurría. Habían ido a Orvieto buscando a un criminal no violento, al menos según la información de Manzak, y ahora había tres muertos en la pequeña ciudad en la que Boyd había sido visto por última vez.
—Pensé que el piloto era la única persona que había muerto el lunes —dijo Payne.
—No, no, no, no —negó el hombre, moviendo su dedo índice para enfatizar—. El piloto es de Orvieto. Muy buen hombre. Trabajó con
polizia
muchos años. Lo conozco mucho ticmpo. El otro hombre, él no de aquí. Él visita
polizia
, ellos van con helicóptero, ellos no vuelven.
A Payne se le ocurrió algo:
—Por curiosidad, ¿el extranjero era calvo?
—¿Calvo? ¿Qué es
calvo
?
Payne se señaló la cabeza.
—¿Pelo? ¿El tipo tenía pelo?
—¡Sí! Tiene pelo, como tú. Pelo corto, marrón.
Payne miró a Jones.
—¿Quién crees que era?
—Puede haber sido cualquiera. Ni siquiera sabemos si Boyd está involucrado en esto. Podríamos estar desenfundando antes de tiempo.
—Hablando de armas —dijo Payne—, ¿qué puede contarnos sobre el asesinato de hoy?
El hombre frunció el cejo y besó un crucifijo de plata que llevaba colgado al cuello.
—Shhh —rogó—,
silenzio
es tradición muy importante en Italia desde hace mucho tiempo. Mostramos respeto por los muertos sin palabras. Dejad que los muertos descansen en paz, ¿no?
Pero Jones no se lo tragaba.
—Dice que no está permitido hablar, pero todo el pueblo está aquí. ¿Cómo ha podido suceder eso? ¿Telepatía?
El hombre echó un vistazo a los cientos de personas a su alrededor y sonrió.
—Algunas veces mi gente no muy buena en la tradición. La palabra de este crimen correr rápido.
Payne sonrió.
—¿Qué sabe sobre la víctima de hoy?
—Oí que estaba en fondo del pozo en puente del burro. Él estaba… ¿Cómo lo dice? —Aplaudió violentamente—. ¡Aplasta!
—¿Fue un accidente?
—No, yo nunca digo eso. —Deslizó el pulgar por su cuello en un movimiento lento que imitaba un corte—. Es difícil para él resbalar sin ayuda. Las ventanas del pozo son muy pequeñas, y el americano era muy gordo. Necesita mucha ayuda…
—¿Americano? —soltó Payne—. ¿La víctima era un americano?
—Sí, eso es lo que oí. Un vaquero grande y gordo.
Payne miró a Jones, irritado, comprendiendo que Donald Barnes concordaba con la descripción.
El italiano percibió la tensión.
—¿Qué pasa? ¿Te he insultado?
—No, para nada. Es que, nos parece que estás describiendo a un amigo nuestro. Habíamos quedado con él aquí, pero no hemos podido encontrarlo.
El hombre se puso pálido, asombrado con lo que le decían.
—
Mamma mial
Siento mucho por mis modales. —Los cogió por el brazo y los arrastró hacia la multitud—. ¡Por favor! Te llevo con tu amigo. ¡Hablo con policía y te dejo presentar tus respetos! ¡Ven conmigo! ¡Te llevo dentro del pozo!
C
uando en el Vaticano contrataron a Benito Pelati, sabían que era una de las mejores mentes académicas de Italia. Un hombre apasionado, que había dedicado su vida al arte antiguo y había alcanzado los niveles más elevados en su campo. Pero lo que no sabían era qué alimentaba su deseo. Porque, de haberlo sabido, habrían hecho cualquier cosa que estuviese en su mano para apartarlo de allí.
No sólo despedirlo, sino matarlo. Antes de que pudiese hacer ningún daño.
Y la razón era sencilla: el secreto de Benito, un secreto transmitido de padres a hijos durante siglos y que había comenzado en Vindobona, Uiria, varias generaciones atrás, revelado por un hombre atormentado por la culpa en su lecho de muerte. Milagrosamente, el secreto había sobrevivido a guerras, pestes y tragedias de todo tipo. Dos mil años de susurros, ocultamientos y cuidado. Y sólo la familia —la familia de Benito— sabía la verdad sobre lo que había pasado tanto tiempo atrás.
Aun así, durante todo ese tiempo, nadie había tenido el coraje de hacer nada al respecto, hasta que el padre de Benito se lo dijo a él.
Desde aquel momento Benito hizo todo lo que pudo para aprovechar la información que tenía. Estudió más, trabajó más y aduló a quien hizo falta para conseguir entrar en el círculo más influyente de la Iglesia. Y lo hizo con la mente puesta en una meta: comprobar que el secreto era real. En su corazón sabía que lo era. Pero comprendía que necesitaba pruebas tangibles por parte del Vaticano para respaldar el secreto de su familia. De otro modo, sus antepasados habían desperdiciado su vida a lo largo de dos mil años, porque nadie en su sano juicio iba a creérselo. Y él no iba a permitir eso, de ningún modo. Iba a encontrar pruebas en los Archivos o moriría en el intento.
Benito llevaba trabajando más de una década en el Vaticano cuando encontró el primer rastro, después de doce años de limpiar estatuas y archivar pinturas: un pequeño arcón de piedra lleno de rollos de pergamino que no habían sido traducidos. Nadie sabía de dónde provenían ni lo que decían, debido a la lengua arcaica en la que estaban escritos. Pero Benito percibía algo especial en ellos, una especie de conexión cósmica que le hacía dejar todo lo demás a un lado y concentrarse exclusivamente en los pergaminos y las tallas del arcón. Había algo en la figura central que lo estremecía. El modo como esa cara lo miraba y se reía de él, como si escondiera un secreto que quería revelar, pero para el que esperaba el momento oportuno. De inmediato, Benito se sintió identificado con él.
No podía explicar por qué, pero de alguna manera sabía que aquello era lo que buscaba.
Palabra por palabra, línea por línea, Benito tradujo los pergaminos. Cada uno una nueva pieza de un inmenso rompecabezas que se extendía a lo largo de dos mil años y que afectaba a millones de personas. Un rompecabezas que comenzaba en Roma, seguía por Britania y Judea y acababa sepultado dentro de las míticas Catacumbas de Orvieto, para, con el tiempo, ser olvidado. Un plan ideado por un emperador desesperado y llevado a cabo por el pariente lejano de Benito. Un hombre inmortalizado en piedra riéndose por un secreto que poseía.
Por fin, Benito tenía las pruebas que buscaba, las que su familia necesitaba.
Ahora lo único que tenía que hacer era averiguar qué hacer con ellas, cómo aprovecharlas.
Y eso era más difícil de lo que pensaba.
Benito se marchó de su despacho con sus guardaespaldas. Uno de ellos llevaba una sombrilla y protegía el rostro de Benito del sol mientras bajaban por la via del Corso. Había muchedumbres de turistas que paseaban, la mayoría de ellos en dirección al Panteón, al palazzo Venecia o a los demás sitios del centro de la ciudad. El sonido de la música podía oírse por encima del rugido del tráfico. De la pizzería de la esquina salía un suave olor a ajo.
Una hora antes, el Supremo Concilio lo había convocado para que los pusiera al día de la muerte del padre Jansen. Querían saber lo que había conseguido averiguar desde que el lunes le habían pedido que investigara el caso y qué podía suponer para el Vaticano aquel asesinato. Pero Benito no fue y les dijo que aún no estaba preparado, que necesitaba más tiempo para investigar.
Esto enfureció al cardenal Vercelli, cabeza del Concilio, que estaba acostumbrado a que todo el mundo, a excepción del papa, lo adulara y se humillara frente a él. Sin embargo, Benito se mantuvo firme y le dijo que tenía el día muy ocupado con diferentes reuniones relacionadas con la investigación, y que podía reunirse con ellos el jueves si querían, pero no antes. Vercelli se indignó, pero su influencia era inútil cuando se trataba de una institución como Benito Pelati, así que finalmente tuvo que ceder.
La reunión quedó concertada pues para el jueves. Entonces los pondría al tanto. Cuando él estuviese listo.
Victorioso, y con nada mejor que hacer, Benito decidió dar un paseo.
E
l doctor Boyd sabía que María tendría sus dudas sobre el documento, así que empezó por el principio:
—Cuando vine a Italia, estaba sobre una pista concreta. Buscaba un artefacto dentro de las Catacumbas de Orvieto. Un rollo de pergamino que era más importante que las mismas bóvedas.
María señaló el documento.
—¿Se refiere a nuestro pergamino? ¿Vino aquí buscando esto y no se molestó en decírmelo? ¡
Santa María
! ¡No me lo puedo creer! ¿Y qué tiene de especial?
—En lugar de decírtelo, déjame que te lo enseñe. —Sacó una hoja de papel de su riñonera—. Esta es una fotocopia del documento de Bath. Fíjate en que la escritura coincide con la letra del pergamino de Orvieto. —Señaló las similitudes en el trazo y el espaciado—. El primer pergamino fue escrito por
Tiberievm
, más conocido como Tiberio César. Escrito de su puño y letra en el año 32.
Los ojos de María se agrandaron. Había estado leyendo sobre el segundo emperador de Roma tan sólo hacía un rato.
—¿Tiberio? ¿Está seguro?
—Tan seguro como puede estarlo un historiador. No sólo se le atribuyó y dató el documento, sino que hice varios análisis del papiro y de la tinta. Los resultados fueron muy claros: el documento de Bath es aproximadamente de hace dos mil años.
—Pero ¿no pudo ser escrito por otro, un escriba o algún tipo de ayudante? ¿Cómo sabe que fue Tiberio?
—Buena pregunta —admitió él—. Pero tengo una respuesta. Echa un vistazo al cilindro que encontramos en Orvieto. ¿Te acuerdas del grabado que te enseñé? Preferí no decírtelo entonces, pero ése es un símbolo muy específico, asignado a Tiberio por orden del senado romano.
—¿Con qué propósito?
—En sus últimos años, Tiberio se volvió una especie de recluso, optó por vivir en la isla de Capri, lo que significaba un gran inconveniente para el senado. Había que transmitirle todas las decisiones atravesando mar y tierra, y era una tarea arriesgada. Por lo tanto, el senado ideó una manera de sellar sus documentos en metal y luego añadió una protección extra asignándole a Tiberio un símbolo específico. Cuando éste aparecía en un documento sellado como el que encontramos, significaba que la información estaba escrita de puño y letra de Tiberio, y que era demasiado delicada como para que la leyera el mensajero.
María sopesó lo que le decía y lo aceptó. Dos pergaminos escritos por Tiberio, encontrados en sitios separados por miles de kilómetros. Pero eso todavía no explicaba la reacción de Boyd, ni aclaraba la relación con Cristo.
—
Professore
, no quiero ser grosera, pero ¿qué decía el documento?
—El pergamino de Bath estaba dirigido a Pació, el general más importante del ejército de Tiberio. Verás, el general y sus tropas habían sido enviados a Britania a inspeccionar las tierras que Julio César había explorado varias décadas antes. Era una misión delicada, que podía redundar en una mayor expansión del imperio. Pero mientras Pació estaba allí, algo pasó en Roma, porque Tiberio envió una flota con los barcos más rápidos que tenía para que lo localizaran y le ordenaran regresar de inmediato.
—¿Qué había pasado?
—El documento no lo decía, simplemente se alude a «un levantamiento entre las gentes de baja condición de Galilea del que hay que sacar provecho». —Boyd hizo una pausa para dejar que la información se asentara—. Pero si lo piensas, la historia nos da una clave bastante clara sobre lo que estaba sucediendo. ¿Qué hecho significativo ocurrió en ese territorio al cabo de unos meses?
El rostro bronceado de María palideció.
—La crucifixión de Cristo.
—¡Exacto! Quizá ahora empiezas a entender lo importante que es esto.
Ella asintió, intentando no perderse.
—¿Qué más decía?
—Tiberio decía que si moría antes de que Pació volviera, entonces el general debía completar el plan acudiendo a los registros que quedarían almacenados en el refugio de Orvieto, recién construido. Decía que las directrices estarían «guardadas en bronce y selladas con el beso del emperador», una referencia obvia al cilindro grabado que encontramos nosotros.
—Pero como el pergamino aún estaba sellado, podemos pensar que Pació regresó antes de que Tiberio muriera, ¿no es cierto? ¿Pudieron hablar personalmente?
Boyd se encogió de hombros.
—Eso es una suposición, sólo eso. Recuerda que los dos cilindros estaban sellados. No sólo el de Orvieto, sino también el de Bath.
—Entonces, ¿Pació nunca recibió el mensaje?
—Es una posibilidad. Otra es que los mensajes estuviesen duplicados. Es más, ¿por qué enviar sólo un cilindro cuando estás enviando una flota entera para que localice a alguien? ¿Y si el barco que lleva el mensaje se hundiese? El pergamino se perdería para siempre. Así que, para mayor seguridad, ¿por qué no enviar dos pergaminos, o más?
María asintió. Parecía una teoría razonable.
—¿Qué dice la historia sobre Pació? ¿Qué ocurrió con él?
—Por algún motivo, su muerte no aparece en ninguna crónica. Un día es la segunda pieza más poderosa del Imperio romano, y al otro ha desaparecido. Se ha esfumado sin dejar rastro. Claro que su desaparición puede significar muchas cosas. Podría haber muerto en Britania o haberse ahogado en el mar en su viaje de regreso. O podría haber navegado directamente hacia Judea para cumplir con los deseos del emperador. —Boyd sacudió la cabeza, confundido—. Como fuera, lo que sí sé es esto: Tiberio era un genio de la táctica, conocido por su brillantez y por la precisión de sus estrategias. Y, según el pergamino, ideó una manera de utilizar a Cristo como peón en el plan más despiadado de todos los tiempos.
—Pero, por Dios, ¿cómo lo hizo?
Boyd inspiró hondo, haciendo un esfuerzo para hallar las palabras adecuadas. ¿Cómo poner en cuestión todo el sistema de creencias de alguien sin perturbarlo?
—María —balbuceó—, ¿por qué crees que Cristo es el Hijo de Dios?