Read La Reina Isabel cantaba rancheras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Por aquel tiempo al Astronauta, aparte de la liturgia de su costura, esa manía delirante de pegar callapo sobre callapo hasta dejar su ropa de trabajo convertida en gruesas caparazones de tortuga, y de la lectura encarnizada de sus mamotretos de astronomía, le había dado por estudiar el firmamento a través de un catalejo antiguo que nadie supo nunca de dónde había sacado. En las noches de la pampa, cuando el viento soplaba hacia el otro lado y el campamento se veía libre de su perpetua neblina de polvo, el Astronauta, grave de ceño, con la solemnidad de bronce de los grandes astrónomos de la Edad Media, poníase a escudriñar los infinitos estadios del cosmos con un deleite increíble. Su apodo, sin embargo, no le venía de su emulación de Galileo. El mote le provenía de lo estrafalariamente gruesa y rígida que dejaba su vestimenta de trabajo. Su esquelética figura aumentaba tres veces su volumen metido en esa fortaleza de parches. Y era todo un espectáculo, a la entrada o salida de los turnos de noche, verlo moverse robóticamente, como en una caminata planetaria. Sus bototos con punta de fierro, también encallapados, convertidos en monstruosos zapatos deformes, le daban aún más el aspecto de un astronauta extraviado tanteando cuidadosamente las arenas de un mundo desconocido. Para rematar el cuadro, lo estrambótico de su figura era subrayado por una larga cadenilla de perro que sostenía en una mano (en la otra llevaba el lonchero), cuyo otro extremo, cinco metros más adelante, terminaba en un minúsculo, tierno y risible perro chihuahua.
La Reina Isabel se quedó a vivir en la Oficina. Se consiguió un camarote lo más cerca posible de su hermano y se dedicó a protegerlo y a atenderlo de manera indirecta. Tanto esmero y tantas atenciones hacia él hicieron sospechar a las demás niñas de un enamoramiento fulminante por parte de la Reina Isabel. Pero después de conocerla y de ver que su corazón era una casa abierta para todo el mundo, se convencieron de que sus cuidados y comedimientos para con el “Caballero de la Triste Costura”, como le decía el Poeta Mesana, eran nada más que acciones de buena samaritana.
Lo que más le gustaba a la Reina Isabel era ver a su hermano, los días domingo, luciendo sus flamantes ternos fuera de época. Uno diferente a cada hora del día: de color claro por la mañana; por la tarde, azul o gris, y de noche invariablemente negro o café. Como había adelgazado demasiado en el último tiempo, producto de las sopitas insípidas que él mismo se preparaba en medio del patio, el Astronauta rellenaba las hombreras de sus trajes con papel de diario para que los vestones no le colgaran como pellejo de vacuno flaco. Una gruesa leontina de oro, con su Longines legítimo, le refulgía en el chaleco de cada uno de los trajes. De oro además eran los prendedores de cada corbata, los gemelos de las camisas y los tres anillos que lucía en cada mano. Y oro había también en su destellante dentadura postiza de uso dominical; para comer tenía otra. Remataba su elegancia ministerial un sombrero de paño que llevaba siempre levantado, el bastón con puño de plata y las anacrónicas polainas que hacían las delicias de los niños en la calle. Ministerial distinción de principio de siglo menoscabada por una sebienta bolsa de papel que cargaba bajo el brazo como la cosa más natural del mundo. De aquella bolsa de papel, como un mago de un cucurucho, el Astronauta hacía aparecer los billetes para cancelar la compra de sus verduras.
Además de preocuparse por la salud de su hermano, preparándole sus infusiones y remedios caseros cada vez que lo notaba achacoso, la Reina Isabel había tratado al principio de alimentarlo y hacer que recuperara peso. Le hacía llegar pasteles, tarros de leche, chocolates en barra o alguno de sus postres de frutas. Pero muy luego se dio cuenta de que era en vano: el Astronauta tiraba todo a la basura sin siquiera probarlo. Su tacañería malsana había terminado por transformarse en una mística manera de vivir entre ayunos y privaciones.
Pero el oficio de ángel de la guarda de la Reina Isabel no concluía en hacer de enfermera o de nutricionista. También lo cuidaba de todo el que pretendiera causarle daño o aprovecharse de su perturbación mental. Y más de una vez se la vio convertida en una salvaje fiera de ojos amarillos —ella que era toda docilidad—, defendiendo a su hermano de alguna descarada puta afuerina que pretendió hacerse la América a costa de su vesania. Constantemente también debía rescatarlo de las manos de borrachos odiosos que querían zamarrearlo sólo porque se sentían humillados de que un loco zaparrastroso, un trastornado languciento, tuviera tanta plata y se sintiera tan eminente el lunático hijo de puta, que no se dignara a dirigirles la palabra. Pero el mayor acto de defensa que llevó a cabo la Reina Isabel en favor de su hermano mayor, fue una noche de sábado, en horas del toque de queda, pocos días después del golpe.
Aquella noche, una patrulla del destacamento militar que ocupó la Oficina se aburría mortalmente. Ya se había allanado todo lo que había que allanar, detenido a todo el que había que detener, fusilado a los que se tenía que fusilar y hecho desaparecer al que irrecusablemente debía desaparecer. Y las silenciosas y polvorientas noches de la pampa se veían demasiado pasivas para sus ímpetus guerreros. Su diversión en aquellas noches consistía en darles un susto a los trabajadores que entraban en el turno de las cuatro de la mañana y, de pasadita, comerles el pan con mortadela. Agazapados detrás de las garitas de la Tarjetera, los soldados aparecían de improviso ante los trabajadores encañonándolos y pasando bala con gran estrépito. Con las manos en la nuca, los obligaban a hacer sapitos y luego les ordenaban desaparecer en tres tiempos
¡y ya van dos!
Los viejos, asustados y boqueando, dejaban tirado en el suelo el cambucho del pan que, al momento de ser encañonados, llevaban somnolientamente bajo el brazo.
Aquella noche, luego de requisar algunas botellas de vino en la Cueva del Chivato, al oficial al mando de la patrulla se le ocurrió la idea (humorada la llamó él) de ir a los buques a tirarse unas putas. Eran las 3:30 de la madrugada. Despertaron de un culatazo al sereno de una garita, le preguntaron en qué camarotes había mujeres y fueron a sacarlas a la fuerza. Sólo encontraron a la Reina Isabel y a la Carrilana. Decepcionado con la “collera de viejas”, que hizo poner de cara a la pared y sacando culo a ver si lograban calentarlo, ordenó hacer levantar a los viejos de los diez primeros camarotes de cada corrida. “Me los traen con lo puro puesto”.
Los viejos, todos en camiseta y calzoncillos largos, temblequeaban amontonados en medio del patio. El inmutable Astronauta, a torso desnudo, se afirmaba sus afranelados con una mano, mientras la otra la apoyaba doctoralmente en la barbilla. El ebrio oficial los aporreó un rato con carreras y cuerpo a tierra, y luego los obligó a meterse a la ducha. Después, elucubrando algo más divertido frente a la estilante hilera de viejos en posición de firmes, con la lengua traposa del apestoso vinacho de la Cueva del Chivato, comenzó una perorata que quiso hacer aparecer como alocución patriótica y que al final derivó en que lo más que le llamaba la atención de esta puta Oficina salitrera era el gran número de cabros chicos jugando en las calles y la cantidad impresionante de gatos pululando en los tambores de basura; y que como para el actual gobierno los niños significaban el futuro de la patria y no se les podía andar perturbando su dulce sueño a esas altas horas de la noche, no quedaba más remedio entonces que recurrir a los lindos mininos que ahí en los buques abundaban sobremanera para divertirse un rato. Así que cada uno de los veteranos allí presentes tenía que atrapar uno de estos cuchitos y traérselo agarrado de la cola. “El primero que me llegue con un gato —dijo— se va a dormir. Los demás se me van todos detenidos”.
—¡Carrera, marr!
Los ancianos se desparramaron presurosos por la oscuridad del patio. Descalzos y afirmándose los calzoncillos, corrían cómicamente pisando en puntillas sobre la áspera caracha de caliche. A la mayoría de ellos se le había quedado su prótesis dental en el vaso con agua sobre el velador y sus ansiosos
¡cuchito! ¡cuchito!,
les salían conmovedoramente gagueantes desde sus bocas desdentadas.
El primero en presentarse ante el oficial fue el Astronauta. Sonriendo de extraña manera, apareció con un gato gordo y amarillo firmemente tomado entre los brazos. Se cuadró ante el uniformado y le alargó el animal. Sus ojos erráticos bailoteaban brillantes. El oficial tomó cuidadosamente al animal, lo acarició un momento y luego se quedó mirando fijo a los ojos del Astronauta. Acercándole la cara hasta casi rozarle la quijotesca encorvadura de la nariz, le dijo calmadamente:
—¿Qué les pedí a los viejos culiaitos que me trajeran?
—Un gato, mi teniente.
—¿Y esto qué es, viejito culiaito?
—Un gato, mi teniente.
—¿Tengo cara de huevón o me han visto las huevas los viejitos culiaitos?
—No, mi teniente.
—¿Y entonces?
—...
—Para tu conocimiento, viejito culiaito —le dijo, sin apartarse un milímetro de su cara—, aunque esto tiene ojos de gato, cola de gato, bigotes de gato y está forrado en piel de gato, y hasta a simple vista parece gato, no es un gato, viejito culiaito. ¡Es una gata!
Levantó entonces al gato tomándole dos patas en cada mano y comenzó a sacudirlo por sobre su cabeza, como esos cantores de lota revolviendo y haciendo sonar el tarro con los números.
—¿Ves como no le suenan los cocos, viejito culiaito? Además, me parece que dije que lo trajeran de la cola —gritó enfurecido.
Cuando le lanzó el animal por la cara y la sangre de un arañazo comenzó a correr roja por la mejilla del Astronauta, la Reina Isabel saltó hecha una fiera por entre los conscriptos y sin emitir un solo insulto —salvaje pantera muda— hundió también sus largas uñas pintadas en el rostro rubicundo del joven militar.
El soldado que le propinó el culatazo en el hombro, la comenzó a patear furiosamente en el suelo mientras los demás pasaban balas y apuntaban nerviosamente a los ancianos. El episodio pudo terminar de peor manera si en ese momento no empieza a sonar el largo pito de las cuatro de la mañana que despertaba a los que entraban de turno a esas horas. El agudo silbido de la sirena hizo iluminar varias ventanas y abrir otras tantas puertas de los camarotes. El soldado se contuvo de seguir golpeando a la prostituta y el teniente, con la pistola en una mano y un pañuelo en la otra, limpiándose la sangre de la cara, ordenó a sus soldados retirarse.
Después de ese episodio, el Astronauta había comenzado a empeorar en sus desvaríos. Encaramado en su atalaya de durmiente, le dio por hacer grandes e inverosímiles descubrimientos estelares. No había noche en que no descubriera algún nuevo cometa, alguna constelación inédita o el nacimiento de una estrella “conspicuamente brillante y nunca vista antes de nuestro tiempo, en ninguna época desde el comienzo del mundo, en esas azules pampas que conforman el inconmensurable universo de Dios”, declamaba rabiosamente eufórico, sin quitarse el catalejo del ojo. Con la humildad de los grandes hombres de la historia, jamás usó su nombre para bautizar sus increíbles hallazgos en la esfera celeste. Sus esotéricos catálogos y cartografías estelares, trazados en papel de mantequilla, lo conformaban astros gloriosamente bautizados con los más famosos apodos de las niñas de los buques. En sus mapas figuraban puntos con nombres como “El Cometa de la Flor Grande”, “La Estrella de la Malanoche”, “El Asteroide de la Reina Isabel”, “La Constelación de la Cama de Piedra” o “La Refulgente Estrella de la muy benemérita Chamullo”.
Y aunque tampoco después de la peripecia con los militares dio señales el Astronauta de reconocer a la Reina Isabel como su hermana, y le seguía aceptando sus atenciones con la indiferencia helada de un asilado psiquiátrico ante la asistencia de una hermana de la caridad, su actitud al enterarse de su muerte no dejaba de ser extraña. Lo que más inquietaba a todos era su reacción de escaparse a la pampa. De sobra se sabía que las innumerables tragedias que coronaban la historia de las oficinas salitreras —como una triste corona de botellas rotas—, todas habían comenzado o terminado con escapes a la pampa.
A
sí no más pues, paisitas, tal cual les digo. En todos estos sitios pelados en medio del campamento aparecieron, así como quien no quiere la cosa, al día siguiente no más de ser demolidas las corridas de casas, férreos arcos de fútbol de exactas medidas oficiales.
Sabedores de nuestra apasionada afición al fútbol, daba la impresión que nos querían aguachar con campos de juego. Pero ya por esa época ni siquiera el fútbol lograba aguijonearles el ánima a los viejos. Además, las palomas habían diezmado también las planillas de los clubes y los lánguidos partidos de los domingos, con siete u ocho jugadores por lado, sin guardalíneas y con las graderías del estadio totalmente desiertas, no eran ni la sombra de aquellos memorables partidos de antaño. Lo mismo ocurría con las pichangas; no se parecían en nada a las de los viejos tiempos. Yo me acuerdo de aquellasgrandiosas pichangas que en las tardes infinitas de la pampa de antes se armaban cada día en las oficinas. Vitales, necesarias, benéficas pichangas aquellas, paisanitos. Si me parece verlas todavía.
Por un lado estaban las pichangas de nunca acabar de los niños. Desaforadas pichangas jugadas a pampa rasa, con pelota de trapo y a patita pelada (los hijos de empleados eran obligados a quitarse los zapatos y a ponerlos sobre los morritos de tierra que marcaban los arcos). Estas largas pichangas febriles se concertaban a dos tiempos de mediodía cada uno, con sólo un breve intervalo para almorzar de carrerita y nada más. Y para no perder tiempo en discusiones estériles se acordaba toda la pampa como cancha. Me acuerdo de la entrañable pelota de trapo; toda una obra de artesanía popular. Se confeccionaban con una de esas ampulosas medias de la mamá (las de calcetines eran para niños más chicos). Se rellenaban preferentemente con trozos de prendas de lana metidas a presión. Una vez rellenas y redondeadas, se procedía a rematarlas no con una amarra cualquiera, ¡no señor!, sino con un impecable nudo
poto de gallina;
finísimo remate de creación anónima que, lo mismo que el último verso de un soneto redondo, les confería a estas hermosas pelotas categoría de obras de arte. Y niños hubo que yo conocí, paisitas (me acuerdo ahora del Fosforita), que en esto de la confección de pelotas de trapo se merecieron, lejos, el Premio Nacional de Arte. Si hasta bote daban esas pelotas preciosas que los barrabases de entonces llegaban a dominar técnicamente como si se tratara de las mejores esféricas profesionales. Tan diestros eran aquellos niños en el manejo de este balón de trapo, que era una maravilla verlos cachañear a pies desnudos sobre los erosionados terrenos calichosos sin sufrir la más leve magulladura. Y les voy a decir que esas desmedidas pichangas a pampa traviesa terminaban solamente al caer la noche, y siempre y cuando no hubiera luna. Porque en las noches de luna llena, estos ángeles infatigables continuaban jugando impertérritos hasta que, ya alta la noche, un grito de espanto —nunca se sabía quién había gritado— anunciaba la aparición de
La Llorona o
de
La Viuda Negra,
las dos ánimas más temidas de aquellos tiempos. El desbande en resollante estampida de pavor no paraba entonces sino hasta el mismo dormitorio del hogar de cada uno, olvidándose por completo de los zapatos nuevos (los hijos de empleados) puestos sobre los morritos de tierra de los arcos.