La Reina Isabel cantaba rancheras (15 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Paralelo a la gran torta de ripios, el grupo se fue internando en la inmensidad de la noche. Por instrucciones del Tococo, un minero afable y rechoncho, de redonda cara colorada, que por haber trabajado de topógrafo en su juventud conocía los peligros de la pampa, se abrieron en parejas que no debían apartarse una de otra más de cincuenta metros, y tampoco avanzar demasiado como para perder de vista las luces del campamento. “La pampa es fregada”, dijo. Demasiados casos y leyendas corrían en torno a escapados o perdidos por esas desérticas soledades. Entre las desapariciones más extrañas, se contaba la de dos niños de la Oficina, de cinco y seis años de edad, que luego de tres días y tres noches perdidos en la pampa y tras una angustiosa búsqueda (el campamento completo se había echado a rastrear la pampa), aparecieron al tercer día sanos y salvos, frescos casi, en las peligrosas profundidades de las canteras de la oficina Vergara, distante veinte kilómetros. Los niños llegaron a sus casas contando eufóricos de unos abuelos vestidos con túnicas blancas que los habían llevado de la mano, los habían alimentado y dado de beber; además, habían jugado con ellos durante todo el tiempo de su desaparición. Y uno de los últimos casos ocurridos había sido el del Burro Chato, un hombrecito indigente, de no más de un metro cuarenta y cinco de estatura. Este personaje había sido famoso en los buques de la Oficina por el tamaño de su verga descomunal, la que exhibía para ganar apuestas de cervezas en los ranchos y fondas del campamento. Una noche, escapando de los carabineros, luego de un affaire con una niña de los buques, se había internado en la pampa y desaparecido para siempre.

Cruzando terrenos trabajados, haciendo crujir la costra calichosa bajo sus pies, los grupos expedicionarios avanzaban alertas y silenciosos. Las mujeres, a ratos, como para emerger de ese silencio abismal que las oprimía, llamaban a grandes gritos al Astronauta. Ni siquiera la noche les respondía. Ningún rumor de hojas, ningún frotar de élitros, ningún batir de alas, ningún crujir de ramas inquietaba la telúrica noche pampina. Sólo el silencio y la luna. Y la luna, iluminando ya un terreno revenido de sales fungosas, ya una extensión de pampa cuarteada por la humedad de las camanchacas, ya un suelo de piedras rebanadas en filudas lonjas quebradizas, le prestaba a la noche y al silencio un fulgor onírico de liendre. Pese a su redondo foco, que hacía casi inútil la luz de las linternas, no se daba con ningún rastro del Astronauta. Después de dos horas de lenta caminata, y habiendo traspuesto ya la huella que unía a la Oficina con la Ruta Panamericana, los buscadores decidieron reagruparse a descansar un rato. Sentados algunos en un bolón de caliche y otros acuclillados, encendieron sus cigarrillos que aspiraron a grandes bocanadas. Las tres mujeres, luego de sacarse algunas piedrecillas de los zapatos y con sus puchos aún a medio consumir, se concertaron cuchicheando para ir a orinar. “Vamos y volvemos”, dijeron, perdiéndose luego en un desnivel del terreno, veinte metros más allá. El viejo de las orejas geométricas, cuya tonsura brillaba a la par con la luna, nacido y criado en la pampa, al ver a las mujeres alejarse tomadas de la mano, comentó con su risita infantil que aquello le recordaba cuando en las oficinas antiguas, carentes de servicios higiénicos, las viejas se juntaban en patotas en las noches para ir a mear a la pampa. De ahí, dijo, había nacido el conocido dicho
“donde mean las viejas”,
para referirse a un lugar no muy distante.

El Cura, que mientras fumaba no había dejado de contemplar la luna, dijo que ésta, a propósito de pampa antigua, le recordaba las fichas de la oficina Alemania. Que así eran de grandes, parecían medallones. “Si andaban por ahí no más con los tejos”, dijo. Y didáctico, entrando más en detalle, agregó que la mayoría de esas fichas era de ebonita y hubo algunas que llegaron a medir hasta 70 milímetros de diámetro.

—Hablando de fichas —dijo uno de los viejos—, yo conocí las de la oficina Cala Cala, que están consideradas como las fichas más hermosas de la pampa.

—El dueño de la oficina las mandaba a acuñar a París —dijo el Cura—. Eran de níquel. Y por el reverso aparecía grabado el hermoso perfil de su hija. Eran unas verdaderas joyas. Había también otras, de aluminio, en que por una de las caras traían veleros, coronas y flores de lis. Para qué les digo, paisitas, que en comparación con las fichas de otras oficinas, éstas eran verdaderas obras de arte. Si en algunas oficinas de las más pobres llegaron a circular fichas de género y hasta de cartón. Yo tengo un amigo que tiene varias de esas. Es profesor. Me ha mostrado algunas que dicen: “Vale por una libra de carne”, “Vale por un hectolitro de agua”, “Seña por dos panes”.

—Yo no sé si será cierto —terció el viejo de la tonsura de santo—, pero he oído decir que en algunas oficinas llegaron a circular fichas para pagar a las chimberas. Me han contado de una que dice “Vale por una noche”.

—A lo mejor —respondió sabihondo el Cura—. Lo que sí les voy a decir es que en algunas oficinas, además de fichas, que las había de todos tamaños y formas: circulares, cuadradas, ovaladas, rectangulares, hexagonales, etc., circularon también vales. Y para hacer estos papeles más alegres a la vista de los pobres viejos de esa época, estos cabrones los adornaban con figuras de ángeles rodeados de estrellas y otras alegorías por el estilo.

El Cura había empezado a agregar algo sobre las injusticias que se cometieron con estos adminículos maquiavélicos, que se podían gastar sólo en la Oficina que los había emitido y que para cambiarlos cobraban un porcentaje, y estaba contando el caso muy común de personas a las que les daba por ahorrar y juntar sus fichas y de pronto la Oficina paralizaba sus faenas sin previo aviso y los pobres viejos se veían con sus montones de fichas ahorradas convertidas en simples trozos de caucho sin valor, cuando un agudo grito de mujer interrumpió la charla. Enseguida aparecieron las tres niñas, muertas de la risa. La Cama de Piedra y la Chamullo traían casi en andas a la Poto Malo. Ésta, que sólo había alcanzado a cambiarse sus zapatos de tacones altos por un par bajo, maldiciendo la hora en que se le ocurrió venir a meterse a la pampa, se quejaba de que se había caído al agua.

Entre las diversas contexturas que presenta el suelo del desierto (superficies arenosas, terrenos ásperos o extensiones cubiertas, ya de piedras grandes como bloques de catedrales o de millares de pequeños guijarros que dan la impresión de uniformes cositas puestas con la mano), se encuentran unas pequeñas pozas de un polvillo finísimo, conocido en la pampa como
chuca,
y que es de una densidad tal que llega a parecer metal líquido, como el azogue. Y era en una de estas extrañas pozas que se había caído la Poto Malo. Y no era extraño que hubiese sido justamente ella la accidentada; en los buques se comentaba insistentemente que la Poto Malo tenía la pava, siempre le andaban ocurriendo cosas. Después de la ráfaga de hilaridad, se decidió continuar la búsqueda, pero ahora irían todos juntos y haciendo un viraje hacia la izquierda para no alejarse demasiado del campamento. Más allá, hacia el frente, quedaban la oficina Vergara y el cementerio, en donde al día siguiente sepultarían a la Reina Isabel; la Oficina carecía de camposanto. “Haremos un recorrido en U para aparecer más o menos por el cerro de la Viuda”, dijo el Tococo.

Durante esta parte del trayecto, ante la obvia experiencia del Tococo, la Cama de Piedra abandonó su pose de capitana y caminaba sumida en un huraño mutismo. Pero hacía rato que se iba fijando en que el viejo de las orejas de triángulo no cejaba de llevarse las manos a las verijas. En un provocador arranque de fanfarronería, como para recuperar un tanto el terreno perdido, le lanzó una bravuconada.

—¡Por los clavos de Cristo —le dijo—, deja de una vez por todas de manosearte las huevas!

El viejo, que tenía cartel de tallero, que en su juventud había formado parte de la famosa murga Harry Roy y que fuera varias veces Rey Feo en las Fiestas de la Primavera, tomado de sorpresa por la Cama de Piedra, no hizo más que pelar apenas sus dientes nicotinosos y esbozar una sonrisa opaca.

Al verlo apequenado, la Poto Malo quiso aprovecharse de la situación y, como para rematarlo, exclamó ufana:

—¡A lo mejor el viejo huachuchero es hermano del Caballo de los Indios! —Y se echó a reír a grandes espasmos. Como nadie le siguió la corriente, paró de reír de golpe y se abroqueló de nuevo en su acostumbrada agrura.

La Chamullo, versada como nadie en lo referente a los temas sexuales (poseía toda una colección de revistas
Luz),
terció en defensa del viejo. Como toda una experta técnica en el asunto, explicó, doctoral e ilustradísima, que en realidad el problema del caballero era una enfermedad llamada
peotilomanía,
nombre con que el léxico de la sexología designaba el tic de llevarse repetidas veces, inconscientemente, la mano a los genitales para tocárselos o hacerse un pequeño pellizco. “Se interpreta también como falsa masturbación”, dijo.

—¡Qué falsa masturbación ni que ocho cuartos, este viejo es un pajero con todas sus letras y punto! —bramó la Cama de Piedra.

Entretanto, uno de los viejos sin apodo, de cuerpo un tanto contrahecho (un tronco demasiado corto para sus piernas largas; tanto así que la correa del pantalón parecía quedarle a la altura del pecho), se le había pegado al Cura, y con un aire de misterio le preguntaba si acaso él sabía algo que se contaba de la oficina Alemania, donde había existido un sector de la planta vedado para los chilenos, una especie de laboratorio químico al que, además, tenían acceso sólo algunos alemanes. El Cura, con su característica voz de homilía, y adoptando un tono confidencial, le dijo que aunque eso había llegado a convertirse en una especie de leyenda, él creía firmemente que así no más era. Que ahí, en esos laboratorios secretos, se habían llevado a cabo los primeros experimentos para crear lo que luego vendría a ser la ruina de la industria salitrera nacional: el salitre sintético.

Cuando llegaron al cerro de la Viuda, la luna ya estaba alta y había empequeñecido. De nuevo se sentaron todos a fumar. Desde la pequeña cima se abarcaba visualmente casi todo el campamento. Las mujeres le preguntaron al Cura si él sabía por qué a esa pequeña loma la llamaban el cerro de la Viuda.

La leyenda, de ribetes más bien melodramáticos, había sido recopilada y escrita por su amigo el profesor, que en verdad era el que lo proveía de todos los conocimientos históricos sobre la pampa de que él hacía gala. Este profesor, que por su aspecto de pajarito apodaban el Piolín, además de recopilar leyendas, historias y testimonios orales de viejos pampinos, en sus fines de semana recorría las ruinas de las oficinas viejas desenterrando verdaderas reliquias de la pampa antigua. Su sueño era llegar a formar algún día una especie de Hermandad de la Pampa, una cofradía que se preocupara de rescatar y preservar el pasado histórico salitrero. La leyenda decía que un joven matrimonio de los primeros tiempos de la Oficina, acostumbraba ir por las tardes a contemplar la puesta del sol a la loma del cerro. Desde allí, sentados amorosamente, miraban además la enorme estructura de acero del edificio de la Granuladura, lugar de trabajo del hombre. Junto al edificio se alzaban también las tres grandes usinas, siempre humeantes. “Si algún día muero, ven a sentarte a este lugar y yo vendré a saludarte en las volutas del humo”, le decía él, grave y premonitorio. Después del accidente en que perdió la vida, su viuda, rigurosamente vestida de negro, sumida en una locura de amor y desolación, se iba a sentar todas las tardes en el cerro a contemplar las gigantescas chimeneas industriales. En las volutas de humo decía ver dibujado el rostro moreno de su marido que cada tarde llegaba a besarla. Una mañana la encontraron muerta en su atalaya. Estaba sentada en la tierna y milenaria posición de las momias atacameñas, los ojos abiertos y su mirada sin vida clavada dolorosamente en dirección a las usinas. Según se comenta entre las vecinas que van de romería al lugar, a veces, en las tardes, cuando sopla el viento sur, el humo se viene en dirección del cerro y baja hasta besar dulcemente el lugar en que se sentaba a esperar la viuda.

—¡Pucha máquina, qué triste! —comentó emocionada la Chamullo.

Pero lo que ellos ahora veían claramente desde el pequeño promontorio no era el humo amante de las grandes chimeneas, sino la inmensa polvareda cerniéndose apestosamente sobre el campamento. Lo curioso es que desde allí se observaba claramente que la nube de tierra cubría nada más que el sector del campamento B. La Chamullo dijo que alguna vez a ella le habían contado que el polvo, como un niño bien enseñado, no se iba a meter jamás por los chaleses de los gringos; ella no lo había creído.

—Ahora veo que es la purita verdad —dijo.

Desde el pequeño promontorio del cerro de la Viuda se veía claramente la neblina de polvo transmigrada de la luz de la luna, y bisectada como por un bisturí, marcando una estricta línea divisoria entre el campamento B y los altos recintos del Americano, cubriendo sólo las tristes hileras de casas de los obreros.

—En verdad, estos gringos de mierda se las traían —escupió la Cama de Piedra.

Y retomando por fin la voz cantante, dijo que ya era hora de regresar. Antes de echar a andar a grandes zancadas, rezongó que a lo mejor el tañado del Astronauta a esas horas de la noche se estaría cagando lindamente de la risa a costillas de ellos, echado sobre su cochino catre de tarros.

14

R
ubia, pequeña, delgada,
en cuanto la vea la va a reconocer, ganchito,
con un lascivo alfiler en sus ojos verdes y una gran risa de puta feliz. Una risa ancha, prolongada, flotante, toda ornada de flecos y del mismo color de azafrán de su colcha magnífica; exuberante colcha (de puta feliz) que nunca deja de alisar prolijamente entre polvo y polvo. (Entre cópula y cópula, dice ella, que para darle un barniz científico a su discurso erótico se la lleva espigando la nomenclatura sexual de una muy cuidada colección de revistas
Luz,
empastada y todo).

Son las siete de la tarde —día de pago—. Frente a su gran espejo ovalado,
ese espejito sí que le va a gustar, gancho,
se da los últimos toques de colorete, repasa el rojo carnaval de sus labios de mimo y se signa el revés de las orejas con dos gotas más de su agobiante perfume. De manera casi ritual, tanteando unos pasitos de baile por la estrecha pista que ofrece su camarote, comienza a ceñirse sus coloridos collares de vueltas, sus aretes, sus pulseras, sus dijes, y todo un tintineante paramento de fantasías. Con el brillo de los oropeles reluciéndole recargado contra su transparentísimo baby doll negro, casi ilusorio, melindroso de encajes y vuelitos calentones, se entarima sobre el charol aceitado de sus altos tacones de aguja y ya está lista. Lista, preparada y dispuesta. Pero no para comenzar a
ocuparse
como tan abyectamente dicen —y hacen— las demás niñas de los buques. No, señor. Ella está lista, preparada y dispuesta para gloriosamente salir a escena, para deslumbrantemente dar inicio a una nueva función de la magistral obra —drama y comedia a la vez, opereta y epopeya a la vez— creada, dirigida y actuada por ella misma; interpretándose ella misma.

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