Read La Reina Isabel cantaba rancheras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Dicen que antes de aparecer por estos lados, su nombre de guerra (su “seudónimo artístico”, dice ella, pronunciando graciosamente la
p)
era algo así como “La Gitana de Oro”. Lo cierto es que en su primer día de ejercicio profesional en los camarotes de los buques pampinos, los lacónicos pero rotundos viejos de la mina le estamparon, sin vuelta, el poco delicado sobrenombre que ahora lleva.
“La Chamullo” le pusieron, gancho, los viejos chuchones y ponenombres de la mina.
Apodo más bien prosaico para granear la verba y la teatralidad sublime de esta verdadera histrionista del amor; espectacular artista del orgasmo fingido, que ha llegado a convertirse en una de las más celebradas prostitutas de las salitreras.
En el reducido ámbito de su camarote-teatro sobresalen como muebles en perspectiva su muy envidiada cama de dos plazas (único ejemplar en todos los buques), la mesita de noche sobre la que descansa el tocadiscos y una mesa cuadrada, como de boliche, de color verde nilo. Esta mesa, desnuda de mantel y con solamente dos sillas, acomodada inmediatamente hacia los pies de la cama, es lo único del mobiliario que pertenece al dueño de pieza, un viejo molinero, ya silicoso en tercer grado, que trabaja por turnos y con el cual convive a la manera pampina: él le facilita la habitación para ejercer y ella, a cambio, le lava las cotonas y le reconoce el derecho a pernada en las dos o tres veces por mes que el fuelle de los pulmones enfermos del viejo se lo permite.
Adosado a la pared de enfrente a la que se arrima la fastuosa cama, hay un mueble construido de madera bruta que hace las veces de tocador, en cuya repisa de abajo se asoman blancas, enlozadas, castas aves cohibidas, el pichel y la palangana de las
abluciones genitales,
como se deleita en decir ella. Instalado sobre este mueble, apoyado contra el único muro de la habitación al que se le aprecia su color vagamente rosa (los demás están todos empapelados de mujeres desnudas), descuella impávido, concupiscente, veteranamente cabaretero, el vetusto espejito de medio cuerpo que pese a su ya amarillenta luna hace las delicias de sus parroquianos. Ellos no se cansan de admirar el tallado en relieve de su macizo marco de madera, en donde gráciles ninfas de mohínes impúdicos, en una ovoidal ronda, danzan empaladas en los miembros grotescos de sátiros con barbas y patas de chivo. Este sicalíptico espejito, más su colcha de raso azafranado, son herencia de una legendaria tía abuela que fuera regente, dicen, de por lo menos siete de los veinte burdeles que conformaban la famosa calle Larga de Pampa Unión, uno más de los centenares de pueblos salitreros muertos a lo largo de este alucinante cementerio de pueblos que es el desierto de Atacama.
Toda esta escenografía —cuya decoración de fondo viene a ser el clásico muestrario de majas desnudas que los dueños de cada uno de los camarotes recortan, pegan y cuidan con una veneración digna de bendecidas estampitas religiosas— está suavizada por la luz de una ampolleta de 25 watts, someramente bañada en pintura roja. Luminotecnia ni tan baja que no se pueda apreciar el virtuosismo gestual de sus clímax apoteósicos ni tan alta que se pudiera notar alguna instintiva musaraña de repugnancia hacia la halitosis de catafalco o el escabechado olor corporal de algunos de sus galanes de turno. Calculada penumbra que, de paso, viene a disimular las estrías y repliegues de unos ijares jineteados ferozmente hasta la extenuación y el exterminio;
hasta el pedorreo y la baba, ganchito,
en cada una de sus innumerables funciones a lo largo de sus más de veinte años en cartelera.
Otra de las delicadezas de esta prostituta festiva es la música de fondo con que acompaña siempre sus
actuaciones.
Mexicanísima banda sonora a cargo de la guitarra y la voz gemebunda del muy sentido Cuco Sánchez, en el único de sus viejos long plays que le va quedando. Disco famoso este dentro de las murallas de los buques, pues ha pasado a convertirse en una especie de cronómetro musical para sus seguidores más adictos. Y
aunque ella jamás apura a nadie en la cama, gancho, al contrario, le voy a decir que son contaditos los fulanos que pueden vanagloriarse de haber durado más allá del segundo tema.
Y es en medio de esta escenografía, que esta gran estrella de los buques recibe y agasaja a su público. Siempre en ropa interior negra, perfumada hasta lo oleaginoso y su rizada cabellera rubia orquestada en un aleonado desmelenamiento de musa jovial y putona. Sus pulseras, aretes y collares (misteriosamente, anillos no usa) se los ciñe y cuelga por algo que alguna vez leyó en su sapientísima colección de revistas
Luz.
Desde entonces exhorta a sus compañeras para que utilicen como ella el tintinear de sus joyas, que actúa como un verdadero estimulante en el oído del macho; un excitante auditivo que vendría a reforzar el efecto natural de sus jadeos y resoplidos onomatopéyicos con que decora y ornamenta cada una de sus ingentes venidas de opereta.
Y sus más incondicionales seguidores, no obstante saberse al dedillo el libreto de su obra erótica —nunca tanto, eso sí, como para no ser sorprendido siempre por alguna de sus felices improvisaciones—, prefieren la teatralidad de sus coitos aparatosos antes de que en otros camarotes menos ad hoc, en colchones escarpados de tulucos y floreados de manchas de chinches aplastadas con el dedo, sean apurados por gordas rameras agrias. Adiposas matronas que echadas indolentemente relojean los cuatro minutos rumiando y haciendo globitos con sus inmundos bolos de chicles renegridos o leyendo sobajeados novelones de amor, mexicanos y con monitos. Mientras los pobres infelices que las ocupan, en su mayoría
(al igual que usted y yo, ganchito)
gente llegada de los campos sureños y no acostumbrados a estos trotes en el comercio del amor, lo único que quieren en esos momentos es evacuar lo más pronto posible sobre esos verdaderos cuartos de reses y mandarse a cambiar a la cresta del mundo.
Con ella, en cambio, es otra cosa. Porque desde los prolegómenos mismos,
de entradita no más, gancho,
ella los trabaja como si cada uno de ellos fuera el último pampino en la pampa, y los buques un fastuoso harén abandonado en el desierto. Con melindres de odalisca atolondrada, combinados con arrumacos de favorita urgida, los recibe y atiende.
Y si el que entra es un cliente habitual, familiarizado ya con su dramaturgia amorosa (como el mastodonte que en estos mismos momentos acaba de entrar), su actuación de ninguna manera desfallece en matices ni pierde en entusiasmo. Muy al contrario. Porque ella sabe bien que debajo de esas épicas camisas a cuadros, desabotonadas, bajo esos rudos pectorales abrasados a sol lento, bien al fondo de sus corazoncitos de machos —y por más que se las quieran dar de mineros inconmovibles y duros como la piedra—, los pobrecitos siempre están que se derriten por creerse esos epítetos lisonjeros que ella, erudita en la materia, les regala pródigamente y al por mayor. Con ella todos terminan sintiéndose potros salvajes, toros de las pampas o hiperestésicos sexuales
(“¿No sabes lo que es un hiperestésico sexual, cariñito? Deberías leer la revista
Luz,
pues, mi cielo”).
El que entra ahora es un extraño. Ella nunca antes lo ha visto. Pero lo saca por la cara que se trata de un pajarito nuevo de aquellos que se avergüenzan de ponerse a las filas
(en esas filas, gancho, rigen las mismas leyes que en las filas de la pulpería: se deja cuidando lado, se grita cuando el despacho va lento, se embroman obscenamente a medida que van saliendo y hasta se llega a las manos cuando algún badulaque se quiere colar por delante).
Estos ejemplares (ella los conoce bien) son los que se parapetan en las paredes de los baños y desde allí, conturbados, con las manos perdidas en los bolsillos del pantalón, atisban el terreno estudiando solapadamente la calidad y cantidad del ganado a disposición. Y, aguiluchos aún en prueba de vuelo, se desmoralizan terriblemente ante las piezas demasiado voluminosas para la torpeza de sus garras tiernas, o demasiado desfachatadas para sus chirles rubores de lirismo. Rubores que devienen irremediablemente en náuseas cuando alguna de las niñas, dejando por un rato su respectiva fila aguardando a la puerta, semidesnuda, brillantes de sudor sus carnes sobajeadas, se allega hasta los lavandines de los baños a cambiar el
“agua pesada”
de sus floreados picheles de aseo. Lelos, lívidos, encogidos hasta la arcada, estos inocentes pajarracos no alcanzan a comprender aún cómo
esas cristianas, paisita, por la cresta,
pueden llegar a ejecutar esa labor tarareando muy sueltas de cuerpo, muy forongas, hasta románticas se diría, alguno de aquellos sublimes boleritos de amores imposibles. Pero puede más el llamado de la selva y, repentinamente, elegida ya la presa a embestir, estos pajaritos se dejan caer en aturdidas picadas de depredadores en práctica, de cazadores primerizos, sin dejar de dibujar en el aire, un segundo antes de aterrizar (detalle siempre conmovedor para ella), alguna finta o pirueta pretendidamente canchera y viril.
Vean entonces a la Divina entrar en acción; observen a esta Gretita Garbo de la pampa quedar como catatónica, como paralogizada en el ademán de estirar los pliegues de su colcha. Como si al volver la cabeza hacia el que acaba de entrar, éste le hubiese contado sorpresivamente el ¡un-dos-tres-momia! Fíjense un poco en la expresión facial, en la carita con que se lo queda viendo,
mientras que yo, paisita, perdido el impulso inicial, con la mano pegada a la manilla de la puerta, no hallaba qué pito tocar ahí parado.
Y luego de ese verdadero alarde escénico, cuando el pajarito está a punto ya de salir huyendo, en un espeso batir de pestañas (como el de esas muñecas que dicen
papi)
y como si despertara de un fugaz encantamiento, con el timbrecito galvánico de su voz vulvosa, le dice toda sofocada:
—Adelante, cariño.
Solácense con la sinceridad a prueba de tormentos cuando, al acercarse con mohínes de niñita buena (de esas que dicen
mami),
se disculpa ronroneante por haberlo quedado mirando como una tonta. Pero es que, aunque él no lo crea, se explaya convincente (atención con la mirada clitolírica mientras se explaya convincentemente), es idéntico, igualito-igualito, a quien fuera el primer hombre de su vida, su grande y trágico amor primero. Y aquí la historia, verdadera o falsa, pero contada eso sí en un delicioso dejo de voluptuosidad, trata de un fornido minero de la oficina Buenaventura al que una noche, detrás del telón de un improvisado escenario levantado en el local del sindicato de obreros, luego de los ensayos para una velada huelguística, ella se le entregó con toda la inocencia y la fuerza de su himen intacto. Que en esa noche memorable, ella vestida de flor de añañuca y él enfundado en un premonitorio disfraz de vela de dinamita (dos meses más tarde moriría trágicamente despedazado por un tiro), dio su primera lección de amor, gozó su primer recreo de besos, sufrió su primer castigo de sangre, rindió su examen final de mujer y —todo en menos de cinco minutos— obtuvo su graduación de puta con la más alta de las calificaciones. Que ella tenía once años recién cumplidos, un esqueleto de pajarito descalcificado y una fuerza de voluntad inquebrantable. Y que él, tranqueando ya por los veinticuatro, poseía una triste sonrisa de niño bueno y un sexo descoyuntador de burras que daba pavor. “¡Dios mío, cómo amé a ese hombre!”, concluye dramática, estelarísima en su pose hamletiana. Pero ya basta de añoranzas cabronas, corta suspirante, y
ya puedes comenzar a desvestirte, cariñito.
Y en un desplazamiento escénico previamente calculado le vuelve la espalda, se dirige hacia la mesita de noche y se acuclilla a devolver la aguja del tocadiscos.
Hagan aquí, por favor, un acercamiento, un
close up
para mirar y admirar mejor esa expresión de arrobo insuperable cuando, al volverse, tras hacer un distraído arco en el aire, su mirada se posa fulminante en la entrepiernas del hombre. Eva contemplando el apéndice de Adán —luego de la manzana afrodisíaca— no habría sido capaz de juntar tanto asombro en el rostro, ni tanta lujuria reflejada en ese asombro,
como esta puta del carajo, paisita, que tal cual usted me lo dijo, se me acercó como hipnotizada,
como caída en trance se le acerca, como sonámbula, y dejándose caer de rodillas se lo toma delicadamente entre el pulgar y el índice. Con el gesto extasiado pero diligente de un perito en piedras preciosas, lo tasa, lo pesa, lo sopesa; con el fervor y la reverencia de una sacerdotisa pagana ante el más venerado de sus tótems, lo considera y manipula (nadie pensaría que lo que en verdad está haciendo es cumplir con la profiláctica tarea de revisión). Hasta que en un aleluya sensualísimo, como en un inspirado rapto de admiración, termina exclamando enardecida:
—¡Por Dios, mijo, qué lindo bálano tienes!
Y ante la expresión de extrañeza del otro comienza una improvisada pero bien aprendida lección de anatomía genital
(esto es el bálano, querido; esto otro se llama prepucio, y todo esto forma lo que se llama el escroto).
Deliciosa lección que concluye en un dulce amago de
fellatio,
un par de lamidos voltaicos que
no te vayas a creer que se lo hago a todos, mi cielo,
y que vienen a ser como la venia, la anuencia, el visto bueno consular para ingresar a la fiesta. Porque, enseguida, en un gesto que en cualquiera de las demás niñas resultaría de una afectación insufrible, lo toma de la mano idílicamente y, como paseando, se lo lleva a través de los cuatro pasos que lo separan de
mi tálamo nupcial.
Qué delicadeza oriental la suya, qué sutileza de paloma en desmayo cuando, desnuda ya como una ola, se deja ir de espaldas sobre el jardín azafranado y pulcramente estiradito de su colcha invitándole a cubrirla, voluptuosísima, con el solo brillo de su mirada.
Cómo cruje entonces, cómo crepita, cómo rechina; qué histrionismo insuperable el suyo en la interpretación de doncella en sacrificio; qué martirologio sublime su expresión al ir siendo penetrada. Con qué dulce cadencia comienza luego, ya rendida, a ondular, a sumirse mansamente al ritmo sinuoso de la quilla que la surca, que la horada, que la desflora —virginal púber de los castos buques— y le va haciendo nacer, tiernas y susurrantes, sus primeras hipérboles de amor. En una maniobra sorpresiva
(de eso usted no me había prevenido, paisa),
algo así como un corcoveo cortito seguido de un rápido giro encabritado, se zafa de su condición de montura y, anhelante, pasa olímpicamente a tomar las riendas. Con la técnica y la destreza de una amazona lésbica, lúdicamente marimacha, pero mostrando una especie de bien fingido bochorno que le torna graciosímo el semblante, comienza a galoparlo. Primero es un galope suave, dulce, cadencioso, como si en cámara lenta y de cara al viento fuera atravesando el incendio amarillo de un trigal atardecido. A puro pelo, ciñéndole los flancos con los muslos y rozándole la cara con la picana perversa de sus pezones erectos, la cabalgata plácida se va convirtiendo gradualmente en galope tendido, en carrera desbocada, en estampida espumeante de corceles salvajes, chicoteados por el tintineo creciente de su alocado cargamento de joyería.
Y era como si todas las monas peladas, paisa, todas esas minas ricas pegadas en las paredes del camarote, se me hubieran dejado ir deliciosamente encima. En serio que sí, paisita. Como si todas esas rubias, esas morenas, esas colorinas de piel satinada y cara de gozadoras hubiesen tomado cuerpo y, urgidas y calientes, ávidas de placer, con sus culitos respingados y sus grandes tetas duritas, se me hubiesen montado en patota en el que te dije. Y entre la alharaca de sus gemidos, mis propios resuellos de asno asmático y la endiablada sonajera de sus chucherías, a través de las brumas de su perfume olorosito, paisa, en un lejano punteo de guitarra oí al cabrón de Cuco Sánchez entrar en el segundo tema del long play.