Read La Reina Isabel cantaba rancheras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
A una señal perentoria del Negro y Medio, un matón de aquellos que piden
“un cigarro pa mí y otro pa la oreja”,
el Cabeza con Agua guardó silencio, dejando para luego su relato. El Paitaco le estaba tratando de explicar al gorila su atravesada teoría sobre el tamaño del sexo de las mujeres. El cuento, vulgar carnada del boliviano para acercarse a las mesas y beber gratis, era la explicación aimara, según él, del porqué las mujeres grandes la tenían chica y las chicas grande. El mastodonte no lograba captar bien el asunto por el enrevesado modo de hablar del boliviano que, con la lengua traposa, entre el rebullicio ensordecedor de las mesas y el corrido del
Caballo prieto azabache
sonando a todo volumen por los parlantes, decía o trataba de decir que “en los tiempos de la génesis al Diosito se le había olvidado hacerle sexo a las mujeres evas y como los hombres adanes pusiéranse a patear la perra, el tatita Dios vino en solucionar el problema del siguiente y rápido manera: enterró en la arena un espada con el punta para arriba y les ordenó a todas las paitoquitas pasar de una en una por sobre el punta filuda. Las paitocas más altas, de piernas largas como las grullas, apenitas si rozaron el puntita filuda; en cambio, las paitoquitas chicas, cortitas de piernas, se quedaron con su tremendo tajo no más pues, hermanito”.
Cuando el Negro comenzaba a captarle la gracia a la fábula, se acercó a la mesa una de las garzonas a decirles que el Burro Chato estaba llorando hecho mocos en el baño y que por favor lo fueran a buscar. El Negro dijo que al enano había que dejarlo llorar, que así desahogaba en parte la gran tragedia de su vida. “Ya que ninguna de ustedes tiene las agallas suficientes para desfogar al pobre muchacho”, dijo con expresión irónica.
—¿Y por qué no le haces el favor tú mismo, si tanto te enternece? —le contestó la mesonera, recogiendo algunas botellas vacías y retirándose con un burlesco meneo de nalgas.
El Cabeza con Agua, entonces, con su muy zafio estilo de siempre, procedió a terminar de contar la novedad de que a los buques había llegado una chimbiroca que a todas luces era nuevecita en esto del puterío, porque aparte de tratar de usted y no tener ni caracho de malaza, traía un carné de puta flamantito, sin uso casi, que esto lo había sabido por intermedio de uno de los vigilantes de los buques, un chuchonazo amigo suyo que había sido el primero en afilársela el muy pendejo, y que le había dicho, además, que estaba seguro de que hoy era el estreno de la minita en el chuchoqueo, porque de pura vergüenza que parece que le daba, ni siquiera se atrevía a revisar el filorte, y que en la lámpara del velador había puesto una ampolleta tan cagona que más que roja parecía negra la huevá, porque no alumbraba ni mierda, tanto así que él había estado a punto de darse un cuevazo mientras se desvestía, y que le había dicho también (aunque para él que aquí el piturriento del vigilante simplemente se había mandado los piojos) que cómo sería de perrita nueva la chimbiroca, que él había estado a un pelo de mandarla cortada.
Y enseguida se explayó en que la mina en cuestión era una huasita de por ahí de Ovalle, que no representaba más de veinte años, que era más bien blanca y que tenía los ojos de un extraño color claro. “Demasiado claros para mi gusto”, dijo. “Parece ciega la crestona”. Que él la había entrevisto en un cambio de agua y que debajo de la bata se le traslucía un cuerpo delgado y frágil. Dijo que su figura le recordaba a la Animita. Esa rubiecita del campamento (a la que después habían apodado la Animita) a quien tiempo atrás se le ocurriera ganarse un canchito en los buques y se metió de contrabando a un camarote, y después del cliente número 25, exhausta, a punto de desfallecer, había querido parar la sesión y los hombres que esperaban a la puerta no se lo consintieron y siguieron metiéndosele a la fuerza pese a que la pobre, ya sin sentido, ni siquiera resollaba. Y que si aquella vez no hubiese sido por la Reina Isabel (alguien le fue a avisar a la matrona de lo que sucedía) que la fue a rescatar de la enardecida jauría de hombres que aún aguardaban y que apuraban a los gritos al que estaba adentro, a la pobre la hubiesen seguido ocupando aun después de haberla muerto. Porque ya estaba casi agonizante cuando la Reina Isabel, tirándolo por las mechas, desacopló al bestia que en esos momentos tenía encima y se la llevó en braz... El Negro y Medio, con un golpe en la mesa, cortó bruscamente la conocida historia de la Animita —a la que no había puesto la menor atención— y dijo que se le acababa de ocurrir una idea. El Cabeza con Agua, que mientras hablaba le había entrevisto un brillito extraño en la mirada, creyó adivinar lo que el grandote iba a proponer. El Negro dijo entonces que esta era la oportunidad de oro para que el Burro Chato supiera al fin lo que era estar con mujer. “Para que de una vez por todas le vea el ojo a la papa el pobre enano”, dijo. Después agregó que como la putita nueva no revisaba y, además, se ocupaba casi a oscuras y, más encima, no conocía ni sabía del Burro Chato...
Media hora más tarde, ya oscurecida la calle, caminaban hacia los buques el Negro y Medio, el Cabeza con Agua y el Burro Chato. El Negro y Medio le llevaba una de sus manazas en el cuello al Burro Chato, afirmándolo y guiándolo como si fuera el irredento muñeco de un ventrílocuo. A su lado el Cabeza con Agua, fumando con gran aspaviento, iba afectando una borrachera que no era tal. Cinco minutos antes de salir, la mujer del Paitaco, una boliviana cuadrada y con rostro de piedra, lo había ido a sacar a empellones del rancho en medio de las pullas de los borrachos. Al momento de salir llevando a su marido casi a la rastra, desde la puerta del local la mujer volvió la cabeza e insultó a los parroquianos con un “¡beodos!” de altiplánico y gracioso acento.
A la altura de la corrida de los carabineros, el Negro y Medio se metió en uno de los callejones a desaguar. El Burro Chato, al que antes de salir le habían contado de qué se trataba el asunto, se le acercó tambaleante al Cabeza con Agua y, afirmados ambos en un tambor de la basura, le balbuceó tembloroso:
—¿Y si la mato, paisita?
El Cabeza con Agua se lo quedó mirando fijamente como si recién lo hubiese visto. Se fijó en sus crines cayéndole tiesas sobre los ojos; miró sus ojos que así, de cerca, le parecieron mucho más asnales todavía; escrutó su boca desdentada, sus comisuras espumeantes, y luego su mirada recorrió su indigente vestimenta, raída y sebosa. La constatación de su figura de pelele terminó por tranquilizarlo. La chimbiroquita tendría que ser ciega de verdad, o estar muy necesitada la pobre para acceder a ocuparse con un pelagatos astroso y tirillento como ese. Y aprovechando que el chafalote del Negro y Medio se demoraba en vaciar su vejiga, le dijo que los seguía, le dio una palmada en el hombro y desapareció avenida abajo en medio del gentío.
Después de las puteadas del Negro y Medio al constatar la deserción del Cabeza con Agua, siguieron hacia los buques los dos solos. “Este huevón está igual que el Capitán Araya”, dijo el mastodonte. “Embarca a los demás en el forro y él se queda en la playa”.
Su paso causaba hilaridad y toda clase de bromas por sus disímiles estaturas. Una vez en los buques, se parapetaron en los baños esperando se desocuparan los tres hombres que aún quedaban a la puerta de la nueva. No podían arriesgarse a que alguna de las otras niñas viera al Burro Chato esperando turno: podrían ponerla sobre aviso. Y fue mientras aguardaban, en el momento en que sólo quedaba un hombre en la fila de la nueva, cuando la Carrilana, viniendo desde la otra corrida de camarotes, entró al baño con su pichel del aseo y se encontró de sopetón con el Negro y Medio que, según le enrostró ahí mismo, le debía un par de polvos hacía más de tres meses. Después de un altercado de palabras e insultos de grueso calibre, el Negro y Medio le alcanzó un manotazo por la oreja a la Carrilana que ésta respondió de inmediato arrojándole sin asco la baldada llena de agua sucia. Cuando el gigantón se vio con el agüita turbia de lavativas chorreándole desde la misma cara hacia abajo, medio cayéndose por la borrachera, siguió a la prostituta por todo el patio del buque en medio del general jolgorio y las pullas de los testigos. Y algunos dicen que fue en ese momento de confusión cuando el Burro aprovechó para deslizarse al camarote de la niña nueva. El asunto fue que cuando aún no se calmaban los ánimos y los viejos comentaban en corrillos la “polvorienta” mojada del Negro y Medio, se oyó un desgarrador grito de mujer. Enseguida se vio salir al Burro Chato de la pieza de la nueva y echar a correr hacia la calle con los pantalones a medio subir. Algunos de los que alcanzaron a verlo contaban después que mientras corría y trataba de abrocharse el cinturón, el Burro Chato, con una mueca como de risa de payaso en el rostro, iba llorando. Cuando se llevaron a la mujer al hospital ya todo el mundo comentaba a las puertas de los buques que el Burro Chato había huido hacia la pampa. “Como para el lado de la mina”, aseguraban. Los carabineros organizaron rápidamente una batida, pero fue en vano. El Burro Chato desapareció para siempre.
Hay versiones que dicen que murió empampado. Que su contrahecho cuerpo, ya en estado de momia, fue descubierto meses después, a través de la lente del taquímetro, por unos topógrafos que hacían un cateo de exploración en unos terrenos aledaños a la mina. Otras versiones, más dramáticas, dicen que en plena pampa se habría atado un cartucho de dinamita a la correa haciéndose volar en trocitos, apesadumbrado por el violento rapto de desenfreno de que fue presa frente a la desnudez de la joven. Otra versión que corrió por buen tiempo, más engalanada si se quiere, también contada por mineros, asegura que, ya de amanecida, lo vieron atravesar por el rajo 132 en dirección hacia la costa, por el mismo paso por donde, no hacía mucho, algunos dirigentes sindicales, en ropa de trabajo y con apenas el cambucho de pan en la mano, habrían escapado de la represión caminando hasta aparecer en el pequeño puerto de Mejillones. Una versión que deviene de aquélla, tomada un poco más para la chacota, es la que dice que el Burro Chato no habría desembocado en Mejillones, sino en una escondida caleta de pescadores, y que con el tiempo se habría dedicado a la captura y venta clandestina del loco (que los apaleaba a vergazos, ironizaban los que no prestaban crédito a dicha versión). Otra afirmación que gozó de bastante crédito por un tiempo, fue que lo habrían visto deambulando por el centro comercial de Antofagasta. Que barbudo y andrajoso, apestado de piojos, pedía comida en un tarro de leche Nido durante el día y por la noche se echaba a dormir tapado de cartones junto a los mendigos y a los alcohólicos de la plaza del mercado.
La última tesis, sin embargo, sobre el destino del ya legendario Burro Chato, corroborada por varios testigos dignos de crédito, y la que todos en la Oficina quieren creer, es que se halla oculto en un nombrado burdel del puerto de Tocopilla. Que allí, dicen, oficia de canche de la cabrona, una mujercita más o menos de su estatura, toda dorada de joyas y poseedora de una sexualidad cuaternaria. Que en las noches de parranda, alzando sus rosadas manitos al cielo, asegura a quienes la quieran oír que gracias a las mandas y rezos a la Virgen de Montserrat al fin había hallado la horma de su zapato (de un
choro zapato,
dicen que dice, concupiscente). Y que brindando e invitando copas, abraza y arrulla empalagosamente a Johnny el Burro (que así le llamarían ahora al enano), que de inmaculado terno blanco, corbata a lunares rojos y unos suntuosos zapatitos de niño color corinto (acondicionados con pretencioso taco bolero), se deja mimar y acariciar cual un orondo minino de cabaret.
“E
s la hora justa en que en el famoso corrido mexicano sonaron los cuatro balazos”, le contestó la Chamullo a un anciano de voz gagueante que, indicándose la muñeca, le preguntó bajito: “Qué horas son”.
En el velorio ya solamente estaban los que debían estar. Los acompañantes por cortesía o curiosidad se habían retirado temprano. La puerta se mantenía cerrada pese a que en el patio aún se veían grupos conversando. La noche era calurosa y, como no soplaba una pizca de brisa, la polvareda parecía estar quieta y amenazaba con no replegarse en toda la noche.
En un ángulo de la capilla ardiente, formando un grupo aparte, se hallaban el Poeta Mesana, la Dos Punto Cuatro, el Viejo Fioca, el Caballo de los Indios, la Ambulancia, las dos niñas de Calama y, locuaces y reiterativos, el Cura, el Cabeza con Agua y la Malanoche. El afligidísimo Caballo de los Indios, arrinconado y huraño, mostraba más cara de circunstancias que ninguno, mientras que la Ambulancia, ampulosa como siempre, a cada instante se incorporaba de su silla de fierro para ocuparse de algún detalle sin importancia.
El gusto áspero y amargoso del polvo secaba bocas y gargantas, haciendo tragar saliva constantemente. Desde el rincón opuesto al del grupo, uno de los viejos que habían incursionado por la pampa en busca del Astronauta, preguntó en voz alta si no quedaba “algo para limpiar las cañerías”. La Malanoche, que recién había terminado de repartir cigarrillos en un platillo de té, miró a la Pan con Queso que, con una falda negra, plisada, y el ruedo todo deshilachado por haberle bajado la basta sin hacerle dobladillo, se paseaba sentándose en un lado y otro. Ésta se dio por aludida inmediatamente y, en una bandeja de madera barnizada, comenzó a recoger los vasos desperdigados por debajo de las sillas. En un momento, para rescatar un vaso arrinconado debajo de una banca, la atolondrada prostituta dejó la bandeja a medio llenar sobre el féretro y, al instante, suspirando con una indulgencia de hermana mayor abnegadísima, la Ambulancia incorporó por enésima vez la mole de su humanidad, levantó la bandeja y, tomando de un brazo a la Pan con Queso, la acompañó hacia afuera enrostrándole a media voz su absoluta falta de tacto.
El Poeta Mesana, que en esos momentos disertaba en el grupo sobre el tema de la muerte, al darse cuenta del pequeño incidente hizo un leve gesto indicativo con los labios y dijo que ese era justamente uno de los motivos principales de por qué no era conveniente que los velorios no duraran más allá de dos días. Que pasado un tiempo, dijo, hasta la muerte se volvía rutinariamente familiar y que, de ese modo, al convivir demasiado tiempo con los difuntos, hasta el doliente respeto del principio se iría yendo imperceptiblemente a las pailas. Que ocurriría lo mismo que con las visitas demasiado prolongadas: ligerito no más, perdida la calidad de tal, los anfitriones comienzan a tirarles los platos sobre la mesa, a tratarlos como a criados y, por último, a peerse descaradamente delante de ellos. De igual manera, aseguraba el Poeta, si los velorios duraran, sólo por decir, un par de semanas, al tercer o cuarto día, ya repuestos al desconcierto inicial y rebasados los lagrimales, un acto como el que acababa de cometer la Pan con Queso hubiese pasado totalmente desapercibido. Es más, a esa altura del velorio ya la cubierta del féretro se estaría comenzando a utilizar como apoyo para escribir alguna dirección, confeccionar la lista de las compras o hacer una Polla Gol. A más tardar al quinto o sexto día, refiriéndose al difunto como “el que soltó la maleta”, “el que dobló la esquina”, “el que estiró la pata”, “el que entregó la herramienta”, “el que cagó pila”, “el que cagó fuego”, “el que cagó pistola”, etc., se estarían haciendo a un lado las coronas y los ramos de flores para dejar encima del finado las copas de vino derramadas, los apestosos ceniceros de colillas humeantes y las fundas de las guitarras o del acordeón. Sin contar que los chistes a estas alturas, después de haber pasado del verde al rojo más encarnado, habrían dado paso a las canciones de doble sentido cantadas a toda boca y en un alegre y destemplado coro. De ahí a correr el cajón un poquito
maspallá
y armar la casa de pensión, no habrían pasado ni dos días más. Al final, o se acordaría dejar al finado por una semanita más como pretexto para seguir la parranda, o prácticamente el pobre infeliz tendría que marchar casi solo hasta su última morada. En el camposanto, con los ramos de flores marchitos y malolientes y las coronas todas descuajeringadas, los dos o tres familiares directos del muerto, únicos acompañantes del funeral, lucirían descompuestos y despeinados, con sus trajes llenos de lamparones de vino y el crespón negro de la camisa o del vestido de luto colgándoles irresponsablemente descosido. Los discursos, por supuesto, serían obviados y los puñados de tierra santa se dejarían caer sobre el féretro como por inercia (no se sabría en verdad si la expresión absorta en los rostros de los deudos al momento de dejar caer los puñados de tierra era motivada por el misterio insondable de la muerte o, simplemente, como cuando se deja caer un guijarro dentro de un pozo, por estar calculando la profundidad de la fosa). De ahí, hermanitos, sin mayores trámites, rápidamente al quitapenas.