Read La Reina Isabel cantaba rancheras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Al oír esto, la Ambulancia se dio una palmada en la frente. Con todo el ajetreo del día se había olvidado por completo del Astronauta. Incorporando su humanidad y pidiendo
compermisito,
dijo que iba de inmediato a buscar al Astronauta. Que no podía ser que el cabrón no se fuera a hacer presente en el velorio, porque él era el que más obligación tenía de estar ahí. Que por muy malo de la azotea que se encontrara el zanguango zarrapastroso ese, tenía la obligación moral de venir a honrar el cadáver de la Reina Isabel. Como que la llamaban la Ambulancia que ahora mismo iba y lo sacaba retobado de su cochino camarote en donde a estas horas debía estar de cabeza leyendo esos libracos raros que tenía o, encerrado con llave, sacándole brillo a la chorrera de relojes y anillos de oro capote que guardaba en sus rumas de maletas y baúles polvorientos.
—De las mismas verijas me lo traigo si es necesario —dijo—. Ya lo van a ver.
Pero el Astronauta no se encontraba en la pieza. Alguien lo había visto salir al oscurecer mientras todo el mundo se hallaba en la iglesia. Había llamado la atención porque el hombre iba trajeado con uno de sus impecables ternos domingueros pero calzado con sus grotescos bototos encallapados. Rápido como nunca, había tomado el tranco avenida abajo, como rumbo a las ruinas del sindicato quemado. Más allá estaba la pampa rasa. La Ambulancia se preocupó. Ella sabía muy bien que algo grave podía pasar. El Astronauta, con sus alambres mentales medio pelados, era bien capaz de mandarse cualquier chapetonada, hacer cualquier barbaridad. Pensó en la Chamullo. De alguna manera había que salir en busca del Astronauta y, de hallarlo, la Chamullo era la única que podría convencerlo de regresar si se ponía difícil. No tanto por el poder de persuasión y el histrionismo insuperable de que hacía gala la pequeña prostituta, sino porque entre ella y el Astronauta existía una relación de amistad cuasi sentimental. La Chamullo, además, era una de las tres personas de los buques (tres nada más) que conocían el secreto existente entre el Astronauta y la finada Reina Isabel.
G
orda, soberbia, monumental, lo que se llama una
doña
puta, desde los recintos enmurallados de los buques, la Ambulancia hace su majestuosa aparición en la calle.
Estilante, recién salida de la ducha, relucientes sus carnes albísimas, la mamotrética matrona emerge ataviada con una de sus características túnicas blancas, vaporosas y velámicas. (Algunos dicen que de ahí el apodo —de la blancura de sus carnes y de lo inmaculado de sus túnicas—, aunque otros mal hablados aseguran que es porque le cabe un hombre entero adentro. “Con ella —aseveran serios estos lenguaraces—, del ombligo para abajo es llegar y tirar”).
Y porque hoy no se trata de uno de sus ceremoniales paseos digestivos que acostumbra regalarse diariamente, la portentosa meretriz las emprende directamente en dirección al centro comercial de la Oficina; más específicamente hacia el bullente edificio de la pulpería, alzado frente a la Plaza de Armas. Y como de costumbre, como es lo habitual en ella, lo hace echándose a andar por todo el medio de la ardiente avenida de tierra.
Y ahí va, imponente, faraónica, mayestática, íngrima en su blanca ínsula adiposa, sin inhibirse ni titubear un ápice ante el sol paralítico de mediodía: esa hora alucinante de la pampa salitrera. Y es tan formidable su envergadura, tan henchido de pomposidad su transitar magnífico, que tocada su túnica por alguna leve oleada de brisa tibia, da la impresión de un blanco velero de espejismo deslizándose calle abajo —Nilo abajo— con todas sus lonas, insignias y gallardetes al viento.
A su paso ampuloso, las oscuras mujeres del campamento corren a asomarse a las ventanas, alborotadas e impertinentes. La visión de esta hembra babilónica, exuberante, rotunda de sensualidad y lujuria, las hace imaginar cópulas monstruosas soñadas por ellas en salaces noches de insomnio. Secretas fantasías de dormitorio que de mañana doblan presurosas y culpables y guardan junto a sus percudidas sábanas de sacos en los últimos cajones de sus polvorientas rutinas de esposas abnegadas.
Los niños de pies desnudos encuclillados junto a las calaminas, cuya cal reseca crepita al sol en una atroz fritanga planetaria, abandonan por un momento la gravedad de sus juegos para seguirla con la mirada brillante del embeleso. Unos la vislumbran como a un personaje maravilloso extraviado de algún cuento de hadas inverosímil; otros, los de mirada menos inocente y pelo más arremolinado, la asimilan riendo a una insólita bestia polar escapada de un circo siberiano.
Desde el interior de los boliches esquinados a lo largo de la avenida, estentóreos de música ranchera y “cumbias del oeste”, los sublimes beodos nuestros de cada día detienen por un momento la zalagarda de sus oratorias solemnes para obsequiarla con grandilocuentes besos al aire y obscenos requiebros de cama. Impúdicas lisonjas del color del vino que vienen a estrellarse, cual inofensivas pajaritas de papel, contra el escudo radiante de su sonrisa desdeñosa.
En esos momentos ella es la dueña absoluta de la arteria, la madama inexorable del campamento, la soberana taimada de esas pampas epopéyicas. El mundo entero se mueve al compás de sus nalgas espléndidas, al balanceo grave de su andar de paquiderma.
Los rayos del sol atacameño empalidecen en su encendida melena de cobre, aún perlada de las diamantinas gotitas de su reciente ducha; la tercera de las catorce duchas diarias con que esta sagrada hipopótama blanca refocila y purifica su humanidad tremenda. Rituales abluciones de diosa pagana y gozadora que se ve en la obligación de tomar en esas indignas casetas de los buques, recintos cuyas paredes se muestran profanadas de hiperbólicas frases alusivas (dibujo gráfico incluido) al tamaño y ferocidad de su poderosa vulva carnívora.
Pero ahí va, fresca, limpia, magnífica, destellante como un iceberg. Perfumada enteramente de pies a cabeza. Aunque el insulso aroma químico de su agua de colonia inglesa no pueda mitigar por mucho rato esas glandulares secreciones de hembra grandiflora que emanan, fosforescentes, desde los profundos pliegues de su piel lechosa. Excitantes sustancias odoríferas (nauseabundo olor a pescado para los pusilánimes) que en el sopor del mediodía pampino se resuelven en un cuajante llamado de animal en celo. Y porque toda ella es una gran vulva palpitante en permanente estado de celo, hay que ser animal de alforjas bien puestas para acudir a su llamado. Para esta epitalámica hembra de la pampa, los machos se dividen simplemente en dos especies: los intrépidos que alguna vez se han atrevido a gozar de sus favores cinerámicos y los otros.
Y los otros, para esta walkiria exorbitante, para esta hetaira voluminosa, para esta puta garrafal, son esos pobres hombrecitos sin mujer que, apoyados en las esquinas de la avenida Almagro, o en las pilastras del atrio del cine, o en las oxidadas verjas de fierro de la plaza polvorienta, enrollan y desenrollan, interminablemente, en un reseco índice amarillento, la cadenita cagona de sus tristes llaveros de tipos solitarios. Ellos no podrían jamás llegar a meterse a la cama con ella. A la sola contundencia de su aparición en la calle, no atinan sino a escurrirse amilanados como ratas o a bajar hasta el suelo árido sus aguadas miradas de varones sin ánimo. Y son justamente estos
“pobres Manuelitos”,
como les llama ella haciendo referencia a las prácticas masturbatorias, los que tratan de cubrir su falta de hombría repitiendo por lo bajo, medrosos y sin ningún asomo de gracia más encima, esos exagerados cuentos que circulan en torno al tamaño y hondura de la caverna de su sexo encarnado. Que para ocuparse con ella, comentan estos tristes macacos amajamados, habría que tener la prevención de dejar los documentos sobre la mesita de luz, por si acaso se corriera el albur de no regresar de esas geografías llenas de pliegues traicioneros, llanuras gelatinosas y desfiladeros sin fondo. O, en su defecto, acotan hiperbólicos los pacatos, hacerlo sin quitarse los calamorros con punta de fierro para que por lo menos éstos queden a la vista y puedan servir de señal o referencia; a la manera de esos montoncitos de piedras que se dejan en lugares más o menos inasequibles y que quieren decir:
“Aquí estuve yo”.
Los hombres que sí han gozado los favores de esta hembra desmesurada, en cambio, saben muy bien que sus amores descomunales no son como para llegar y olvidarlos en un bolsillo de perro. ¡No, señor! Y es que solamente la proeza temible de asomarse al interior de su camarote ya es todo un regalo de asombro para los ojos del corajudo.
Blanqueado enteramente a la cal, lleno de pañitos blancos por doquier, adornadas sus repisas de blancas figuritas de porcelana (níveos elefantes sobre todo, obviamente su animal predilecto), el camarote de la Ambulancia es el más pulcro, limpio y oloroso en todos los buques de la Oficina. Y sus tres ventiladores eléctricos zumbando todo el santo día, lo vuelven el más fresco de todos.
(“Un verdadero iglú en el desierto”,
dicen algunos).
En las ásperas paredes blanqueadas periódicamente, ningún recorte de mujeres desnudas atosiga la mirada del visitante. Sólo se aprecian satinados paisajes de nieves recortados con esmero y una verdadera (y extraña) colección de minúsculos espejitos de cara. Su espejo más grande no alcanza a reflejar entera su pecosa faz de elefanta colorina. Cubierto largamente por una inmaculada colcha de hilo, pletórico de almohadones de albísimas fundas bordadas, su reforzado catre de hospital —también blanco—, arrimado a la única ventana de la habitación, se alza por derecho propio como el altar mayor de esta blanca basílica lunar. A los pies de este tálamo sin manchas, pendidos dulcemente del cielo raso, balanceándose con una ternura infinita, se ven sus famosos y muy comentados “trapecios”: especies de caseras roldanas de alambres ideadas y manejadas por ella misma. Y los audaces que por primera vez entran a este esterilizado limbo del amor, asisten maravillados, primero, a la alucinante visión de su desnudez pantagruélica y, luego, al espectáculo grotescamente conmovedor de verla, ceremoniosa y jadeante, manipular el estrambótico sistema de correas y alambres con que levanta y mantiene en vilo su pavoroso parcito de piernas. Única y acrobática manera como esta criaturita de Dios puede llevar a cabo sus jurásicos acoplamientos.
Y ahí va, ahora, la temible mamancona, cruzando olímpicamente la calle de la escuela, entrando a la asonambulada plaza de piedra de la Oficina. Sus blancas zapatillas de ballet parecen humear al contacto de las ardientes baldosas blanquirrojas que circundan el poliedro del viejo quiosco de las retretas. Las seis cuadras de candente tierra calichosa, reverberante, recorridas bajo el sol quemando en cruz sobre las cabezas, han deshumedecido por completo su recalcitrante melena de cobre y coloreado rotundamente sus mejillas. Arrebatada de sudor, las medialunas mojadas de sus sobacos hacen pensar concupiscentemente en los dobleces, alforzas y recovecos más íntimos de su bestial humanidad.
En la plaza, a esa hora ardiente y quieta, sin un miserable soplo de viento tibio, los árboles sucios de polvo semejan crispadas esculturas vaciadas en yeso. Sólo unos cuantos mineros jubilados, veteranos de rostros trabajados a rajo abierto, hundidos hasta el sombrero en los escaños caldeados, matan el tedio infinito de la pampa contante y clasificando gorriones. Viejos cazurros, ellos no beben en los ranchos, no juegan a la rayuela y no les gusta el cine. Se pasan el día entero sentados en la plaza. En las otoñales tardes nubladas, nostálgicos y mutuos, se muestran desvaídas fotografías de muertos en sepia y conversan (los sureños) sobre los grandes terremotos que han asolado el sur de la patria y (los del norte) sobre aquellos legendarios boxeadores que perdieran el título mundial porque la vaca inmensa que era el árbitro les dio un pisotón o simplemente no los dejaron pelear agachados. Épicos mineros estos, que sentados a la sombra caliente de los algarrobos, árboles tan enfermos de silicosis como ellos mismos, al ver aparecer la ingente figura blanca de
“la Ambulancita”,
proceden a quitarse el sombrero histórico de lamparones y a saludarla afectuosos y reverenciales. Entre ellos hay quienes fueron hasta hace un tiempo, o son aún, sus esporádicos parroquianos. Ella, a viva voz, les responde grandílocua el saludo y hasta se da el tiempo para dedicarles una ancha sonrisa de cariño. Estos ancianos —ella lo sabe bien— pertenecen a esa laya de hombres que ya no se dan en la pampa; épicos hombrones que vivieron y sobrevivieron a la época heroica del salitre.
“¡Ellos sí que eran machos, carajo!”,
piensa sonriente la matrona mientras los va saludando. No como estos otros jilibiosos de ahora, pobres insectos de rincones como del que ahora va en pos, que, porque le adeudan alguna sesión de sus servicios profesionales, apenas logran avistarla a lo lejos huyen santiguándose como marineros de agua dulce ante la visión apocalíptica de Moby Dick.
Y es que ella, tal como hacen las demás niñas de los buques, también proporciona sus amores de fiado. También, como lo hacen las demás, lleva su cuaderno de cuentas (como cualquier despachito de barrio pobre) en donde, concienzudamente, con su cuidadosa letra de porrona grande, floreada de ringorrangos inútiles, va anotando cada una de sus
ocupaciones
a crédito. Las simples y normales, con lapicera azul, y las especiales o completas, con lapicera roja.
Y ¡ay! de los animalejos malos de la cabeza que se demoren en pagarle. Porque ella no es ninguna apanfilada como la sentimental de su comadre la Reina Isabel, que medio mundo en los buques le anda debiendo su polvo. Igual que a la malagestada de la Malanoche y a la atolondrada de la Flor Grande. Si hasta la mismísima Cama de Piedra, que se cree tan maldita la puta y se jacta de armar las filas más largas a su puerta, ya debe haber perdido la cuenta de las veces que le han hecho perro muerto. ¡A la Ambulancia no, señor! ¡A la Ambulancia el insecto que se la hace se la paga! ¡Ningún pililo catingoso va a quedarse riendo de ella!
Y justamente a eso se dirige hoy al edificio de la pulpería (cuyo frontispicio ya tiene ante su vista), a tratar de echarle el guante a uno de esos miserables bicharracos desmemoriados. El “Pocas Luces” le llaman a éste. Un tipo de esos que se las dan de fioquentos, que bailotean la ramita o el palito de fósforos entre los dientes, que llevan pañuelo de seda anudado al cuello y que andan trasluciendo el billete groseramente en el bolsillo de sus camisas de nailon. Un cabrón desfachatado y confianzudo que le anda debiendo el favor a casi todas las niñas de los buques; una sabandija resbaladiza como renacuajo que desde hace dos meses se halla tachado con una cruz de muerte en su columna de débitos.