Read La Reina Isabel cantaba rancheras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
Cuando advierte que las ventanillas de las narices del otro comienzan a dilatarse, para ella signo inequívoco de eyaculación inminente
(la revista
Luz,
pues, mijito),
le ruega casi llorando que no sea precoz, que no sea cabrón,
que no fuera pendejo, me gritó histérica;
que por su mamacita se aguante otro tantito, le susurra apasionada, trágica, conmovedora la muy actriz;
para que alcanzáramos juntos el orgasmo, me dijo acezante, para que nos viniéramos juntos, para que ambos dos a la vez alcanzáramos, rozáramos, rasguñáramos, algo así como las entretelas de la más alta gloria divina de Dios, me repetía, más loca que una cabra.
Y de súbito, sorprendiéndolo de nuevo con otra de sus volteretas de equitación acrobática, acuciante, vuelve a su posición original, retorna a ser montura, cabalgadura, yegua resoplante. Y arqueándose desesperadamente entonces, con la piel brillante de ese sudorcito amelcochado que rezuma el placer, entre sollozos o suspiros de bestia arcangélica, viene en reclamar roncamente el dedo en el
esfínter,
vocablo que el otro primera vez en su vida que oye:
—¡En la roseta del culo, pues, huachito!
Y comienza, entonces, la mejor parte de su papel, el clímax de su obra, la apocalíptica representación de sus venidas ululantes, apoteósicas, a todo trapo. Con una lastimosa carita de cordera degollada,
tal cual usted me la pintó, paisa,
comienza por entornar los ojos y estremecerse como tomada por una onda sísmica, como asida por una descarga eléctrica, como tocada por el sagrado y terrible fuego de Pentecostés. De entrecortado anhelito, su respiración se le va haciendo silbido, bramido, estertor de moribunda; de su garganta borbotean, ahora abisales, humeantes, ya espumosas, sus fermentadas frases amatorias: obscenidades de puta loca chilla enardecida, lirismos de poetisa ninfómana declama transportada, tecnicismos de profesora pervertida repite delirante, blasfemias de monja posesa aúlla convulsa y desfigurada, hasta quedar de pronto muerta de muerte súbita completamente rígida, pálida, etérea, extenuada hasta la lástima, lánguida hasta la hermosura. Y tras este brevísimo lapso de quietud —vértigo del verdugo antes del golpe de gracia, epifanía del mártir antes del fuego— renace y estalla en veloces besos de basilisco, en morbosas mordidas de rata hambrienta, en sangrantes arañazos de leoparda herida. Tempestuoso ataque de amor incontenible, desmedido, escandaloso, que va disipándose gradualmente en somnolientas brisas de playas lacustres, esfumándose en tenues suspiros de animalito satisfecho, deviniendo al fin en un teatralísimo y deleitoso desmayo de paroxismo, algo así como el broche de oro o la reverencia triunfal de una diva tras el último cuadro de su ópera magna.
Le juro, paisanito lindo, que me dieron ganas de aplaudir,
de rogarle un bis, de pedirle un autógrafo, de hacerle entrega de un galvano de reconocimiento, dan ganas; de prenderle una medalla al mérito. Dan ganas de obsequiarle un bouquet de flores como se estila en los grandes escenarios del mundo con la artista principal; de extenderle un contrato millonario a esta espectacular actriz salitrera, a esta chimbiroquita prodigiosa que, tendida de espaldas sobre su cama, plasmada aún en su rostro la expresión alelada de los que vuelven a la gloria
(tenía los ojos llorosos y la piel de gallina incluso, paisa, se lo juro),
mientras el hombre termina de asearse, de vestirse y de marcharse, piensa que de seguir así, de continuar perdiendo la cabeza por cada pailón con cara de niño que entre a verla, no va a durar por mucho tiempo más en cartelera. “Estoy igual que esas malas actrices que terminan llorando de verdad”, se dice riéndose sola en el camarote, incorporándose apenas, comenzando a estirar prolijamente los pliegues azafranados de su putañera colcha.
C
uando golpearon a la puerta, el Poeta Mesana pronunciaba la palabra
colchas,
tendido completamente desnudo sobre la frazada áspera de su tosco catre de tubos. En una mano sostenía un pucho a medio quemar, papiroteando la ceniza sobre el piso, y con el dedo medio de la otra recorría sensualmente las suaves espirales de la oreja de la Dos Punto Cuatro. La prostituta, con la cabeza apoyada en el pecho hundido del Poeta, y también como su madre la echara al mundo, lo oía hablar entretenida en enroscarle rulitos en el ralo pelo de su pubis canoso.
El llamado era para avisarle la noticia de que el Astronauta se había arrancado hacia la pampa, y que entre los viejos de los buques se había formado un grupo de voluntarios para salir en su busca, y que si él deseaba ser de la partida que se apurara porque ya estaban por salir. Todo esto hubieron de decírselo a los gritos porque la puerta no se abrió en ningún momento. Gritando a su vez desde adentro, sin quitar el brazo con que rodeaba el cuello de la mujer, el Poeta Mesana les dijo que se adelantaran, que él enseguida vería si los alcanzaba.
El Poeta Mesana, luego de cumplir con su presentación en el acto de la plaza, había trajinado todo el resto del día, bajo un desollante sol de azufre, haciéndose cargo de todos los trámites pertinentes a un sepelio. Con su oscuro ternito de los desfiles, puesto como ad hoc para cumplir con las luctuosas diligencias funerarias (la corbata roja apelotonada en el bolsillo), se había presentado en cada lugar como un pariente en grado lejano de la difunta; de ese modo hacía todo más expedito y evitaba, además, las posibles suspicacias. Se encargó de solicitar el tosco ataúd de pino que la empresa facilitaba a sus trabajadores en casos de defunciones. Finiquitó los engorrosos papeleos de la autopsia, hizo la adquisición de la sepultura en el camposanto de la oficina Vergara y firmó todos los documentos correspondientes para que le expensaran los gastos por planilla. Ya en la tarde, a la hora de la oración, llegó al desorden de su camarote agotado y como sonámbulo. No había tenido tiempo —amanecido como andaba— de darse una pequeña siesta y tampoco había retirado su vianda de la pensión. Dejó la puerta entreabierta para cambiar el tibio aire de encierro de la pieza, y sin siquiera quitarse los zapatos, se dejó caer pesadamente sobre su catre. Cuando la Dos Punto Cuatro, después de la sonada misa de la Reina Isabel, fue a verlo a su camarote con un vaso grande de gloriado y a contarle los detalles de lo que se había perdido, lo halló tirado de bruces sobre su cama dura. Tenía la cabeza metida bajo la almohada sin funda y uno de sus largos brazos le caía trágicamente hasta el piso, a la manera de esos imprevistos muertos de las películas de misterio.
El Poeta Mesana y la Dos Punto Cuatro eran viejos amigos. Se conocían de la oficina José Francisco Vergara, de cuando él era el poeta laureado de todas las fiestas de la primavera y ella, recién iniciándose, la prostituta más solicitada de los buques. Era en esa Oficina que le habían colgado a ambos sus respectivos apodos. Apodos que los habían hecho más conocidos aún de lo que hasta entonces ya eran, y los habían revestido de una jovial aura de fama que alcanzaba hasta más allá de los lindes de la Oficina.
Al Poeta lo habían bautizado en un 21 de mayo en la pequeña plaza de piedra de la Oficina en pleno acto cívico. Premiado en cada uno de los concursos de Canto a la Reina (motivo que lo hacía ufanarse de ser el mortal que más soberanas había besado y coronado en la historia de la humanidad), era además el vate oficial de todas las efemérides de la patria celebradas en el pequeño centro salitrero. Las tronantes odas con que loaba las gloriosas hazañas nacionales hacían henchir de bríos patrióticos hasta a los flemáticos gorriones de la plaza. Ese recordado 21 de mayo, esplendoroso de sol y vibrante de sones marciales, alguien cayó en la cuenta de que en sus encendidos poemas a la gesta de Iquique, un año rimaba palo mesana con
clara mañana;
al siguiente, palo mesana con
roncas campanas;
después, palo mesana con
clara mañana
de nuevo, y así alternativamente, año tras año, sin fallar una sola vez. De ahí a crearle el sobrenombre, a moldearlo como una bola de salitre húmedo entre las manos, a sopesarlo diestramente y a lanzárselo en mitad de la alocución patriótica, no se habían demorado ni un tiro.
La fama y el apodo de la combativa Dos Punto Cuatro habían nacido de una situación un tanto más trágica si se quiere. Fue en una de las más largas huelgas llevadas a cabo en las salitreras de la época. Aquella vez, todas las otras niñas abandonaron la oficina Vergara desbandándose en distintas direcciones. Unas se fueron a trabajar en las oficinas cercanas, y otras a hacer la calle en los puertos de Tocopilla o Antofagasta. Ella fue la única que se quedó. Y junto a las actividades artísticas y deportivas organizadas para hacer más llevaderos el hambre y el tedio de la huelga, junto a las épicas porotadas de las ollas comunes, junto a los campeonatos de rayuela, de brisca y de dominó, ella, en su camarote, por su sola cuenta y riesgo, instauró su
olla común del amor.
En una de las reuniones en el sindicato, luego de tomar la palabra ofrecida a la asamblea, en un discurso celebrado con alborozo por parte de los varones solteros, se comprometió a solidarizar con los
sacrificados compañeros huelguistas,
fiándoles sus prestaciones amorosas hasta cuando se arreglara el conflicto. Y durante los casi noventa días que duró la huelga, la Chica, que era simplemente como la llamaban hasta entonces, se convirtió en la mujer de todos. Piedra del tope, pila de agua bendita o muro de los lamentos, el tropel de machos llegaba diariamente, de mañana y tarde, a desahogar sus riñones y sus frustraciones en su pródiga cama crujiente; a aferrarse de ella como de una piltrafa divina, a poseerla con una especie de ansia y saña animal que dan el hambre y la injusticia de la vida. En ese largo e intenso período repletó dos cuadernos escolares marca Torre, de cuarenta hojas cada uno, con las anotaciones de sus hazañosas fornicaciones a crédito. Cuando al fin se arregló el conflicto, con apenas un escuálido 2.4% de aumento en los salarios de los trabajadores, la pobre se llevó dos noches en vela multiplicando y sumando con los dedos, hasta terminar de aplicarle el mismo porcentaje a cada uno de los polvos anotados prolijamente en sus sobajeados cuadernos de copia. Y de aquella incondicional proeza erótica había nacido su apodo.
Por esos tiempos fue que se habían hecho amigos. Hasta habían convivido un par de meses. “El poeta y la puta, pareja clásica en la literatura universal”, acostumbraba comentarle él en la cama, sardónicamente amoroso.
Cuando al Poeta Mesana lo trasladaron a trabajar a la Oficina todo se había acabado tal como había empezado: naturalmente. Durante un tiempo se siguieron viendo pero nada más que tres veces al año: los 21 de mayo, los 18 de septiembre y los años nuevos, fiestas que él prefería ir a pasarallá con sus viejos amigos. Después, la oficina Vergara había paralizado. Y aunque ambos sabían perfectamente en dónde encontrarse, no se habían vuelto a ver hasta esa misma mañana en que ella se apareció sorpresivamente por los buques para ver a la finada.
Después de sacarle los zapatos y hacerle cosquillas con las uñas en la planta de los pies, la Dos Punto Cuatro terminó de despertarlo del todo ofreciéndole el licoroso vaso de gloriado que le llevaba. Incorporado apenas en la cama, el Poeta Mesana se mandó el vaso de un envión urgente, eructó a toda boca y luego se despabiló en un estirón tremendo que le hizo tronar todas las articulaciones de su larga armadura esquelética. La Dos Punto Cuatro, sentada a los pies de la cama, comenzó a contarle muerta de risa los detalles más importantes y jocosos de lo que ella vino en llamar “asalto y toma de la iglesia”. Él, luego de escucharla en silencio, meneando la cabeza en un gesto paternal, le dijo que no sabía por qué sospechaba seriamente que la gestora de todo eso había sido ella, que no podía haber sido otra. Que pese a todo, le dijo, haciéndose el seriote, tenía razón el Capitán General cuando, en su primera visita a la pampa, se quejó de que por aquí todavía quedaban muchas cabezas de piedra que ablandar, incluidas las de algunas putitas del carajo que se hacían las carmelitas y eran más coloradas que el culo del diablo. “Hermanita, por la concha, cuándo se te va a quitar”, le dijo.
—Tú sabes que eso no se quita con nada, Poeta chuchón —le respondió la Dos Punto Cuatro, tomando el almohadón y lanzándoselo por la cabeza. Y que no se viniera a hacer el leso el cabroncito de mierda, el Pablo Neruda de pacotilla, contraatacó luego, risueña, que para su conocimiento, ella estaba muy al tanto de la clase de versitos sediciosos que el muy ídem deslizaba en sus rebuznos de los domingos en la plaza.
Después se preguntaron mutuamente dónde se hallaban y qué hacían el día del golpe. Que ella se encontraba trabajando en la corrida de tablas de la oficina Alemania, y que salvo un culatazo en un hombro el día que le fueron a allanar la pieza (ella no quería de ninguna manera que le rasgaran el colchón recién comprado) y el polvo gratis que se mandaron, como castigo, el oficial y uno de los soldados de la patrulla, nada más grave le había ocurrido. Que él ese día, tal como hoy, había salido del turno de nochero y se hallaba en el camarote preparándose su mazamorra de harina con leche cuando empezaron a dar las primeras noticias por la radio. Que al comienzo nadie lo podía creer, que los viejos lloraban por su Presidente como niños chicos. Que en la Oficina había pasado lo mismo que el resto del país: detenciones, fusilamientos, unos cuantos desaparecidos y algunos que alcanzaron a huir. Aunque por ahí se decía que bajo la torta de ripios estaban los cuerpos de varios de los que se suponía habían huido por la pampa hacia la costa. Lo que sí había sido digno de verse fue la escena que protagonizara el obeso capitán de Carabineros al tercer día del golpe, cuando atronadores aviones de guerra comenzaron a sobrevolar, rasantes, sobre las indefensas casas del campamento y se corrió la voz entre la gente de que iban a bombardear la Oficina porque en Antofagasta se decía que los pampinos —con ancestral fama de comunistas acérrimos— se habían tomado el retén con todas sus armas y municiones adentro; y mientras los niños salían a la calle a saltar y a hacer señas de júbilo a los negros aviones de combate, el rollizo capitán, desesperado ya y totalmente fuera de sí porque no le contestaban sus mensajes de radio, no halló mejor modo de demostrar que la Oficina estaba bajo control que tomar una sábana blanca y salir corriendo por todo el medio de la avenida Almagro agitándola como loco, tratando de que los aviones la avistaran. En verdad fue digno de antología. Dos veces se había enredado en la sábana y dos veces había rodado espectacularmente por tierra. Gordo y colorado como era, y sudando y jadeando como un animal, con la sábana blanca pegándosele al tonel del cuerpo, era como ver a la puta de la Ambulancia corriendo detrás de un moroso.