Read La Reina Isabel cantaba rancheras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
La Cama de Piedra, que venía precediendo el cortejo, le pasó la manilla del féretro a una compañera y avanzó sinuosamente hacia el altar mayor. Embutida en una brillosa minifalda de cuero sintético, luciendo una espectacular blusa color piel de leopardo asesino escotada hasta casi lo obsceno, haciendo tintinear todo el cargamento de brazaletes, pulseras y collares de fantasía que le prestara la Chamullo (ella no acostumbraba usar esas chacharachas de gitana pobre), en un contoneo afectadamente sensual, que a causa del gloriado o de los tacones demasiado finos para su envergadura resultaba más grotesco que provocativo, la Cama de Piedra caminó hasta una distancia en que el cura pudiera oírla sin problemas. Emulando entonces el efectismo caricaturesco de las frases de oro de sus héroes, le dijo, en un tonito casi beatífico:
—Mire, padre, o le hace una misa a la Reina Isabel y nos sentamos todas más tranquilitas que Vírgenes de yeso, o no se la hace y, entonces, le regalamos con una función de
estriptís
que hasta el mismo Diosito, se lo juro, se baja de la cruz a bailar con nosotras. Usted decide, padrecito.
D
e
modo que cuando esa mañana vimos aparecer el camión basurero musical que, les repito, nosotros los viejos vislumbramos enseguida como la segunda señal de la desgracia, asimilándolo con escalofríos a las fatídicas caravanas de camioncitos de lata que antaño habíamos visto recorrer las calles de las oficinas muertas, no nos cupo ninguna duda de que algo grande se nos venía encima, que los días de la Oficina estaban irremediablemente contados. Y no fue sólo por lo del camión que aquella vez nos ganó el desasosiego y se nos desconsoló el ánimo, sino porque, además, la primera señal, la de la pintada sorpresiva a las casas del campamento (juegos infantiles incluido), no hacía mucho que se había dado, y de una manera furibunda, exagerada y aviesamente extravagante. Si es sólo cosa de fijarse un poco no más, paisitas, pasarles la mano a algunos de estos restos de muros, para que debajo del polvo emerjan los colores de circo con que esa vez embadurnaron la Oficina toda.
Fue un lunes en la mañana, un nublado lunes de aluminio, me acuerdo clarito, cuando estas calles se llenaron de caballetes de madera montados por bochincheros afuerinos contratados en los puertos cercanos. Estos hombrecitos de grajo vinoso, satisfechos y locuaces como ellos solos, dándose facha con sus gorras de papel de diario y sus mamelucos de mezclilla manchados con todos los tonos de pintura imaginables, esgrimiendo sus brochas gordas y sus chorreantes tarros de pintura al agua, entre canciones con variantes obscenas y sonoros silbidos de homenaje a las grupas saludables de las hembras pampinas, se entregaron a su tarea con el fervor y la fogosidad de verdaderos maniáticos de la pintura. Y antes de que hubiésemos tenido tiempo de advertir en ello la más común de las señales, en menos de lo que revienta un tiro, sin tener cerca ninguna conmemoración ni festividad anual (ni siquiera esa última decretada por el Capitán General), estos tipos descachalandrados y locos, ya habían transformado el sobrio campamento de casas blancas en una repugnante acuarela de colores terrosos. Les juro por la Santa que no les miento ni un cachito así. Todo el campamento era una paleta manchada de tales tonos de pintura, paisanitos lindos, que yo creo que ni al más apajarado de los pampinos de entonces se le habría ocurrido usar alguna vez ni para pintar la jaula del loro. Palabra que es cierto. Si se me destiemplan los dientes de sólo recordarlo. Y es que aquí no se conformaron solamente con blanquear las calles a la cal como se había hecho desde siempre en cada una de las oficinas viejas. No, señor. Aquí, en un delirante arrebato artístico, en una disonante fanfarria de mal gusto, les dio la loca idea de embadurnar cada una de las corridas de un color distinto. Y qué colores se mandaron los genios, paisas. No se sabe si lo que pretendieron fue darle un aguijonazo de euforia a la ya postrada Oficina. Lo cierto es que terminaron por dejarla convertida en un verdadero esperpento urbano, en un desaforado mosaico cuya destemplada combinación de colores hizo aparecer como una alpargata desteñida al tan mentado surrealismo pictórico; simplemente lo hizo cagar pila.
Si hubieran visto ustedes la policromía de bermellones, verdemares, violáceos, plomizos, granates, añiles, y toda una gama de derivados de inspiración casera que asaltaban y golpeaban la vista en las calles. Familias que tenían la buena estrella de no quedar atrapadas en alguna de las horrorosas corridas pintadas de un desesperante color plúmbeo, denso hasta el sofoco, se quedaban viendo una mañana (desde sus ventanas de color lúcuma, adosadas a una pared de asqueante rosado leucemia) boquiabiertos, aturullados, zurumbáticos, sin poder creerle a sus ojos, el neurasténico tonito episcopal en que habían dejado encerrados a sus vecinos de la corrida de enfrente, pobres infelices que no se atrevían ni a asomar la cabeza a la calle. Y es que en verdad el espectro de colores con que enmierdaron las casas de los obreros era simplemente apestoso; un verdadero escarnio público.
Y al poco tiempo de concluida la pintada general —para que se den cuenta de lo infalible que eran las señales—, cuando el campamento ya lucía hecho un adefesio (me acuerdo clarito que el Poeta Mesana decía que desde un avión en vuelo la Oficina debía de avistarse como la más extravagante fatamorgana jamás soñada por aviador alguno; explicándonos luego, con su asnal aire doctoral, lo que esa palabrita significaba); cuando los niños de las corridas
color plasta de guagua japonesa se
burlaban de los que vivían en las de
color vómito de borracho colorín,
y éstos a su vez de los que habían perdido más feo todavía porque sus casas habían quedado atrapadas en la corrida color pedo
de vieja conventillera;
al poco tiempo de terminar de colorearse la última casa de la última corrida de la última calle de la Oficina, cuando ni siquiera nos acostumbrábamos aún a los nuevos colores, se echó a volar la primera paloma de la muerte y luego comenzaron a desarmarse las primeras casas. Las palomas —ya les voy a contar con más detalle lo maquiavélicas y perversas que resultaron en nuestras vidas— eran unas cartas que vinieron a reemplazar al famoso sobre azul con que se desahuciaba al trabajador en la pampa antigua, trocando el rubendariano verbo azulear, por el no menos poético —ni menos patético— verbo palomear. Estas palomas de la muerte, como les comenzaron a llamar los viejos, fueron en verdad el primer estertor de nuestra Oficina.
De
modo que cuando vimos aparecer el camión basurero musical, ya la Oficina estaba herida de muerte. Ya había comenzado a quedársenos sin habitantes, producto de las palomas que en implacables bandadas asolaban a la población. Una a una las casas del campamento se fueron quedando vacías. Corridas enteras comenzaron a quedar desiertas. La Oficina se fue afantasmando en vida. Si parecía que estábamos habitando un pueblo abandonado. Tanto así, que por la época en que las mujeres ya se habían acostumbrado a sacar sus desechos a los acordes de un corrido mexicano, o al ritmo san— dunguero de una cumbia caliente, dependiendo esto exclusivamente del gusto musical de los diletantes recolectores de turno, eran conmovedoras las escenas que nos fue dado ver a los pocazos viejos que íbamos quedando para contar el cuento. Escenas que ya se las hubiera querido para sus películas el maestro Fellini. Por ejemplo, era patético ver en las mañanas a alguna desvaída mujercita en floreado camisón de dormir, emerger como una rata desde la última casa de una corrida que ya se creía totalmente deshabitada y, dejando un largo reguero de sus miserias cotidianas, echar a correr con su bolsita de plástico negro tras el destartalado camión de la basura alejándose a los compases sinfónicos del grandioso
Himno a la alegría,
ejecutado a orquesta plena y acompañado de un melodioso coro de voces jubilosas y espeluznantemente célicas. Cuando al poco tiempo el camión basurero musical desapareció de las calles, ya la desolada Oficina parecía una muerta en vida. Primero, como les digo, comenzaron a desaparecer algunas casas. Un día desaparecía una por aquí y al día siguiente otra por allá. Las corridas, como sonrisas a las que se les iban arrancando los dientes de a uno, empezaron a lucir abominables e insalubres huecos entremedio. Y luego, de la noche a la mañana, como por arte de birlibirloque, comenzaron a evaporarse corridas enteras de casas; calles completitas desaparecían de un día para otro como tragadas por la tierra. El más elocuente testimonio de la calamidad que nos estaba ocurriendo por entonces, era oír contar al deslenguado Cabeza con Agua lo que le ocurrió cierta vez al ir a buscar a un amigo que vivía en la calle Lynch. Resulta que una noche de verano, de esas particularmente calurosas, el Cabeza con Agua pasó a buscar al Casposo, un compañero de trabajo en cuya casa había estado bebiendo y oyendo mexicanas sólo un par de días antes, para invitarlo a capear la canícula
(“el calor conchadesumadre que hacía esa noche mierdosa”,
decía naturalmente el Cabeza con Agua) con un parcito de
Cristales
heladas, en alguno de los pocos ranchos que iban quedando, y
“cáguense de la risa, que al ir llegando
—narraba con ademanes grandilocuentes el Cabeza-
me encuentro con la cagaíta de que no había Casposo, no había casa, no había cuadra, no había calle, no había... ¡Oye, si no había ninguna huevá! ¡Todo el sector era un solo y oscuro volteadero!”.
Así no más estaban las cosas entonces, paisanitos. La Oficina se moría de a poco, lo mismo que un perro envenenado, y hasta nosotros, los viejos que habíamos visto morir una tracalada de salitreras a lo largo de nuestra cabrona existencia, encorajinados e impotentes, lo sentíamos como una patada con bototos en plenas verijas, por Diosito que es cierto. Y es que había una gran diferencia entre la muerte de las otras oficinas y la calamidad que le estaba ocurriendo a ésta. Porque les voy a decir que aparte de haber sido marcada con las tres señales malditas, lo que no había ocurrido nunca en ninguna, la agonía de esta Oficina fue extremadamente larga y dolorosa. La mayoría de las salitreras a lo largo de los casi dos siglos de historia, había muerto de muerte súbita; en cambio, como si se tratara de una indigente enferma de gangrena, el cuerpo de nuestra Oficina iba siendo cercenado por partes. En verdad era cosa de no creer. Si en donde sólo un día antes existía una bulliciosa calle con niños, con perros, con árboles, con gordas matronas sentadas a la puerta de sus casas tejiendo escarpines para la primera guagua de su hija; con enfurruñados mineros en camiseta cosiendo sus lancheros de lona y oyendo a Antonio Aguilar, al día siguiente, o sea apenas veinticuatro horas después, uno pasaba por ahí y no veía ni los más leves vestigios de vida. Y es que después de los trabajos de demolición, una gigantesca máquina aplanadora se encargaba de no dejar piedra sobre piedra, ladrillo sobre ladrillo, recuerdo sobre recuerdo; ni la más leve huella. Ni siquiera los algarrobos o pimientos plantados y cuidados con la consagración tenaz con que se planta y se cuida un árbol en el desierto, lograban escapar a la feroz depredación. Y en el centro mismo del campamento, en medio de las casas sobrevivientes, como siniestros hoyos de bombardeos o sonámbulos cráteres de meteoros gigantes, fueron proliferando grandes sitios eriazos. Como este mismo en donde ahora estamos parados. Este es uno de los tantos hoyos negros que fueron apareciendo por aquella época. Aquí justamente les voy a decir que nos birlaron ocho corridas de un solo
pailorazo;
ocho corridas de catorce casas cada una, incluidos tres ranchos: el Pedro de Valdivia, el Chacabuco y el Santa Luisa. Háganse un poco a la idea. Pero, entre paréntesis, y hablando de lo mismo, les voy a contar que en los tiempos finales, cuando ya se había dado incluso la tercera señal, para los días de aniversario de la Oficina, cuando llegaban caravanas de ex trabajadores y las calles volvían a revivir y en la plaza adornada de guirnaldas cantaban, bailaban y recitaban y tomados de la mano en una gran ronda nostálgica abrazaban llorando al ángel del recuerdo, en esas ocasiones la gente buscaba sus antiguas casas para descansar y merendar. Los que tenían suerte hallaban los muros aún parados y luego de limpiarlos de escombros y perros muertos, merendaban en ellas haciendo recuerdos y buscando algunas viejas leyendas escritas por sus hijos en sus muros. Los de menos suerte, en cambio, sólo hallaban un gran sitio eriazo en donde antes habían estado su corrida y su casa. Esos, entonces, se daban ánimo y levantaban carpas calculando más o menos el sitio preciso en donde estaba el comedor o la cocina, o simplemente departían sentados a pleno sol escuchando los mismos corridos mexicanos de antes en sus sofisticados aparatos a pila. Pero volviendo a lo anterior, les voy a decir que lo más grotesco de todo, paisitas, es que en estos grandes espacios, a la mañana siguiente no más de la destrucción de las casas, aparecían airosos y burlones, sólidamente construidos en fierro —de exactas medidas oficiales y todo—, dos lindos arcos de fútbol a los que sólo les faltaba ser acomodados tomando en cuenta hacia qué lado corría más el viento y quedaba mejor instalada la cancha.
L
a iglesia de la Oficina, levantada por los gringos a un costado del hospital y no frente a la Plaza de Armas, como se hizo en la mayoría de las salitreras que nacieron y murieron con la locura del
oro blanco,
fue la única iglesia que la Reina Isabel conoció por dentro en la única vez en su vida que entró a una. Lo mismo que el perro del acertijo, la Reina Isabel entró a la iglesia nada más porque las puertas se hallaban abiertas y porque, además, adentro no había un alma. Y salió de ella casi corriendo, con el corazón hecho un zafarrancho y entrecortada por los sollozos de un llanto que no le pudieron contener con ninguna de sus agüitas de monte, durante una semana completa.
Esa mañana, luego de su periódico examen sanitario, la Reina Isabel abandonó el hospital poseída de un extraño sentimiento de alegría que se le transmigraba por cada poro de su piel tostada. En uno de los compartimientos de su cartera nueva, flamante, recién estrenada junto a su volandera falda plato a cuadritos azules, llevaba su “carné rosado” puesto al día, y, tal vez un poco por eso y otro por la frescura otoñal de la mañana —era una mañana de otoño—, se notaba tan satisfecha y campante. Aunque su inconfundible pinta de chimbiroquita distraída no se la despintaba nadie. Como siempre, un llamativo pañuelo de seda, esta vez uno estampado en arqueadas siluetas de palmeras recortándose contra repetidos crepúsculos de soles rojos, le cubría la escarmenada melena teñida una y mil veces. De tantas tinturas rubias encabalgadas unas sobre otras, su pelo rebelde, de recalcitrantes raíces negras, había adquirido un estrambótico tono café-jaldeambarino-amarilloso: algo entre trigo requemado y azufre humedecido. Amalgama que le hacía exclamar entusiasmado al Poeta Mesana cada vez que coincidían a la salida de las duchas comunes de los buques, que ella había logrado la hazaña increíble de reproducir en sus mechas un vibrante tono de amarillo Van Gogh. “Un tono que el genial pintor de trigos y girasoles, date cuenta un poco, niña, lograba sólo en sus más terribles períodos de esquizofrenia”.