El barrio maldito

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Authors: Félix Urabayen

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El barrio maldito
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Escrita en 1925,
El barrio Maldito
trata sobre los «agotes», una minoría étnica de orígen incierto que habitaba en algunos valles navarros. También refleja el ambiente de la Navarra de hace un siglo, los Sanfermines, etc.

Es una novela lírica y realista simultáneamente, que se lee con gran interés. Igualmente sugestivas resultan sus novelas de ambiente vasco
Centauros del Pirineo, La última cigüeña, Estampas del camino
, y
Los robles navarros
. Las demás novelas son de ambiente netamente toledano.

Félix Urabayen

El barrio maldito

Novela navarra

ePUB v1.0

Zorindart
31.07.12

Título original:
El barrio maldito

Félix Urabayen, 1926

Editor original: Zorindart (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo
SONETO DE ÉGLOGA

Contad si son catorce, y está hecho.

Lope.

El valle del Baztán se compone de catorce pueblos blancos, pulidos y enjoyados de nostálgica dulzura, como los catorce versos de un perfecto soneto, clásicamente cincelado…

Cada uno de estos pueblos, tiene su inicial mayúscula representada por la torre de la iglesia, el mejor observatorio para estudiar los paisajes y las almas. Desde ella se divisan los penachos rojos de los tejados, las enhiestas veletas, salpicadas acá y allá sobre la verdura del fondo y los ondulantes caminos, que engalanan las arrugas del terreno con la elegancia de ciertas pausas prosódicas, melancólicamente prolongadas…

Los catorce renglones del soneto han quedado impresos en el paisaje de una manera desigual, pero siempre artística. Y así hay aldeas que se yerguen coquetilmente sobre planicies de exuberante verdura, mientras otras tratan de esconderse aprovechando las arrugas de una loma. Las hay que sólo después de escalar las cimas se detienen en el alcor más sombrío, rejuveneciéndole con sus blancas vestiduras y la roja herida de sus tejados; y no faltan barriadas enteras que ansiando dormir mejor, buscan el abrigo de la hendedura para escuchar la trova embrujada de la única arteria dinámica del valle: el Bidasoa…

¡Catorce versos forman el soneto geórgico de este valle suave, mimoso, envolvente y acariciador de los bajos Pirineos!… Y entre la verde página de su tierra húmeda, cada pueblo, como verso, es libre, y como fragmento del soneto es un trozo esclavo de las leyes administrativas del valle.

Baztán significa «todos son unos; todos son de la misma calidad». Así, las catorce células corporativas tienen sus bienes comunales; un solo alcalde y un solo Ayuntamiento para todo el valle; iguales pastos e idéntico blasón heráldico, representado por un tablero de ajedrez, que históricamente nos cuenta, según parece, «que los baztaneses supieron poner en las batallas sus vidas al tablero».

Pero aparte la esclavitud administrativa —rima necesaria en todo soneto clásico—, nada existe más libre, aislado e independiente que estos rengloncitos dulces, saturados de paganismo…

La primera estrofa del valle conserva el matiz augusto impreso por los dioses al forjar el Pirineo. Son cuatro renglones de sabor druídico, ennegrecidos por la tradición y rezumando poesía milenaria. Ciga, cumbre arriba, forma una rodela casi perfecta. Berroeta se interna aún más en el hayedo espeso que busca el puerto de Velate; y a horcajadas sobre el alto monte contempla con soberano desprecio el deleite indiano de los pueblos bajos, esmaltados de quintas y modernos palacetes. Aniz, diminuto y arisco, se oculta por completo entre la recia cabellera de los robles; en tanto, Almándoz se humaniza, dejando rasgar su rugosa piel por la carretera que baja a Mugaire.

Forman estos cuatro pueblos el mirador del valle; y tan altos y apartados quedan, que ni aun el oro americano ha logrado aliñar las ancestrales paredes primitivas; y si por añoranza vuelve algún indiano, pronto se va a vivir a Elizondo.

Poco más abajo empieza la segunda cuarteta, la mejor quizá a los ojos del artista. Casi aplastado entre dos enormes pirámides forradas de verdura se descubre a Garzain, exacto a un grabado en boj; pulido, coquetón, romántico. Tiene la melancolía de todo lo que vive muy hondo, y la mirada ha de abarcarlo desde la altura, si intenta poseerlo por entero. Garzain recuerda una doncella que, rendida de cansancio, esconde sus carnes blancas entre la hoya de dos montes; pero como se acuesta boca abajo y a estilo aldeano, se ven desde arriba sus piernas redondas, con los talones mirando al cielo…

Arrayoz es el verso dinámico por excelencia. Cada arruga aparece festoneada de arroyos cantarines, de fuentes diminutas, de colinas musgosas y de típicos caseríos. Esos caseríos, aislados todos, pero sin perderse de vista —que es el lema baztanés—, a semejanza de una pequeña bandada de palomas salvajes que se posasen a capricho en cualquiera eminencia o al cobijo de un bosque de encrespada pelambrera…

Nada más hermosamente masculino que Arrayoz. Es la energía viril de un pueblo en el cual todo vibra. Los puentes se suceden, como si quisieran alejar del caminante la tentación de tenderse bajo un árbol; salta el agua en los regatos; chirrían las carretas en el sendero y el molino entre un corro de castaños. Y la tierra tiene ese color gris perla cincelada de divinas filigranas verdes, que es el consonante preciso de un cielo pálido y un silencio patriarcal. Hay en el campo baztanés algo de la frialdad del hombre sano y joven que despierta muy tarde al amor…

Camino adelante, bajando siempre, se encuentra Oronoz, sede fronteriza, pueblecillo triste, anillo de casas grises y monótonas. Sólo que en el Baztán surge pronto el contraste, y gracias a él este acerado anillo lleva engastada la más preciosa gema del valle: el barrio de Mugaire, enclavado frente al señorío de Bertiz, espléndida matriz forestal.

Aún nos queda el renglón verdaderamente señorial: Irurita. Tal vez envidia un tanto el esplendor actual de Elizondo; y hace mal, porque Irurita conserva el ocaso prócer de una vieja ciudad castellana. Es el centro del valle, acaso su corazón geográfico, pero las redes administrativas las maneja Elizondo. Irurita es a Elizondo lo que Toledo a Madrid: la que por ley natural debió ser cabeza del valle, acabará en arrabal…

Los cuatro versos siguientes no tienen gran transcendencia. Son el complemento indispensable para que la rima quede enlazada. Cabe elogiar a Lecároz, por su lindo barrio de Ocháriz, miedosamente escondido, como si temiese la llegada del terrible Espoz y Mina. En cuanto a Elvetea, indeciso y sin carácter, ha sabido adaptarse blandamente al redondo y burgués vientre elizondarra, enfermo de dilatación arquitectónica. El fronterizo Errazu sufre la trágica pesadumbre del monte Auza, y su desolado aspecto ayuda a destacar la gentileza de Azpilicueta, el pueblecillo de paisajes románticos y deliciosas donosuras de zagala núbil que está pidiendo un beso de amor…

Hemos llegado al término del soneto; a los dos versos finales que condensan en unas líneas el sentimiento oculto de la rima; la total emoción que creímos adivinar al recorrer cada estrofa. Y el final esta vez nos reservaba en sorpresa el alma íntegra del valle, simbolizada en los dos últimos pueblos: Elizondo el financiero y Arizcun la sacerdotal, donde a pesar suyo se halla enclavado el famoso barrio de Bozate.

Sin exagerar mucho, Elizondo podría ser un pequeño Madrid. Sobre todo se le asemeja en su voracidad de pulpo, capaz de tragarse toda la corriente monetaria del valle, y en su hinchazón burocrática. Elizondo es una lonja de nuevos ricos, un cobijo protector de comercios y fondas, o, mejor todavía, un asilo lujoso de dolientes indianos. Verdad es que el valle entero padece apoplejía crónica de estas masas semovientes, intermedias entre los seres animados y los inanimados, que arrastran su senectud a lo largo de la carretera de Francia, siempre con las manos en los bolsillos en actitud de guardar un tesoro. El indiano es para la juventud del valle la serpiente tentadora que dormita en el eterno sillón de mimbres, tras la verja coronada de rosas del espléndido chalet. Y el joven baserri cada vez que pasa junto a la cerca maldice su caserío y sueña en emigrar al otro lado del mar en busca de plata, aun a costa de su vida, con tal de tornar un día a disfrutar el placer de dormirse a la sombra de los macizos de hortensias y concluir casándose poéticamente con la criada.

En cuanto a Arizcun, muy suculento también en redondeces monetarias, no ha querido imitar la artificiosa arquitectura de Francia. Más atenta a la tradición casera, conserva su vieja iglesia, un añoso convento, muchas casas fuertes de paredes ennegrecidas por el hollín, el anciano frontón y, en fin, todo su empaque típicamente vasco. En todo el pueblo hay un solo chalet, y eso porque su dueño, cuando fue alcalde, no quiso achicarse ante el boato de Elizondo. Y lo malo es que este Arizcun, tan severo y respetuoso con las tradiciones, en vez de acoger y pulir maternalmente al barrio de Bozate, lo ha alejado de sí; le ha escupido y odiado con un tesón aldeano, o, hablando más exactamente, con ese fervor fanático que sólo es patrimonio de los pueblos esencialmente religiosos…

Algunos poetillas del balduque suelen añadir a esta estrofa Maya, la del ruinoso castillo; Urdax, del brazo de su Dancharinea, y Zugarramurdi, con su séquito de auténticas brujas. Está bien. No nos oponemos, ya que es posible vivir a espaldas de la estadística. Sin contar con que un soneto puede ser bello aun teniendo su estrambote…

Además, a manera de orla decorativa que extendiese sus dibujos por todos los flecos del valle, están los caseríos, enguirnaldados con largos balcones de primitiva dentadura. El esqueleto antiquísimo, enhiesto gracias al oro americano, asoma de acá para allá: unas veces, en forma de tirantes grises o achocolatadas; otras, en barandillas fronterizas al tejado, por las que trepa la hiedra a besar los mordiscos del musgo. El caserío es el colorido y el ritmo del paisaje baztanés. Adentro, sus estancias son anchas, limpias y sosegadas, sin otro adorno que las grecas de maíz pendientes del techo. Fuera, los nogales dan sombra patriarcal a la entrada, y desde el atrio, bajo la parra coronada de pámpanos enormes y a dos pasos de distancia, surgen los prados como aterciopelados tapices cosidos con el hilo gris de las cercas. Entre el motivo eterno, siempre verde, infinitas florecillas parasitarias de todos los tonos dejan sobre la alfombra su paletada de luz: desde el azul purísimo al siena apagado de ciertas campánulas. Hay franjas moradas y amarillas, hay garabatos de añil y hasta entonaciones de bronce. Y a cada guiño del sol, el tapiz torna a cambiar sus colores en una orgía de matices, de gradaciones, de notas violentas e inesperadas, que cumplen el doble fin de acicalar el paisaje y reventar al casero, ya que sus ojos —antes vascos que helénicos— sólo miden la cantidad de forraje utilizable, y justo es confesar que desde su punto de vista, la intensidad alimenticia de la alfalfa o el trébol es muy superior a la de la poética margarita o la enrojecida amapola…

Una de las originalidades baztanesas más curiosas es la de sembrar trigo hurtando tierra a los prados verdes. Sembrar trigo en el Baztán viene a ser algo así como plantar naranjos en las cumbres del Guadarrama. Claro es que aquí no hay eras, ni trillos, ni muías de parlanchina collera. El trigo se machaca en casa, y día llegará en que se desgranen las espigas de la copiosa cosecha una a una, como si se tratase de ensartar las perlas de un collar.

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