La promesa del ángel (70 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Simón se tapa a su vez los oídos para no oír las palabras de Johanna.

—¡Cállate! ¡Cállate! —grita—. ¡Debes morir en la tierra, como Moira!

—Y tú, ¿qué harás? —ruge ella—. ¿Encerrarte en un monasterio y rezar cuarenta años por la salvación de mi alma? ¡Basta, no sigas adelante con esto, sé valiente, resiste, no sigas adelante!

Simón parece calmarse súbitamente. Johanna apenas se atreve a respirar. Como si ejecutara un ritual, saca un objeto del bolsillo y lo arroja por el agujero. Johanna recoge una cruz de oro y hueso con los cuatro brazos iguales: una cruz druídica.

—Es lo más precioso que tenía, aparte de ti —dice Simón con voz sepulcral—. Es la cruz de Moira, heredada de su padre, y del padre de su padre desde el nacimiento de nuestro mundo. Brewen la robó de su cadáver antes de que lo quemaran… Es la insignia de nuestro cargo y se transmite de un guardián a otro… Los símbolos que tiene grabados representan los cuatro elementos, que los jueces de Moira escogieron para que fuesen sus verdugos: el agua abajo, el fuego arriba, el aire a la derecha y la tierra a la izquierda, surgiendo de cuatro círculos que simbolizan la muerte y el renacimiento del alma. El hueso incrustado procede de la trepanación ritual de un cráneo de guerrero muerto en combate… Ahora, Johanna, no te digo adiós porque espero volver a verte muy pronto… en otro lugar, si es que hay otro lugar. Lo siento, pero este era nuestro destino: no nos amaremos en la tierra, sino en el cielo. Te dejo con la diosa madre y el conductor de las almas. ¡Ojalá puedan protegerte hasta llegar al otro mundo! ¡Ojalá exista el otro mundo!

Johanna protesta, grita con todas sus fuerzas, llora, se arranca las uñas intentando desesperadamente trepar por la pared, pero Simón se aleja. ¿Dónde está? ¡Ya no lo ve! De pronto llega hasta sus oídos el ruido de un motor. ¡La grúa! ¡Las piedras! ¡No! Tiene el tiempo justo de apartarse para evitar que un bloque de granito le dé en plena cara. Llorando en silencio, sordo a todo cuanto ella puede intentar, Simón tapa religiosamente la abertura.

Capítulo 21

Abadía de Mont-Saint-Michel, terraza del oeste, noche del 2 al 3 de junio, dos horas y dieciséis minutos de la madrugada. Siete siluetas más oscuras que la oscuridad de la noche esperan en el pórtico delante de la iglesia, en lo que en otros tiempos era una parte de la nave, junto a las estelas de Roberto de Thorigny y de Martín de Furmendi: Sébastien, Florence, Christian Brard, el comisario Bontemps, el inspector Marchand y dos policías más de uniforme. Apenas hablan entre sí y fingen contemplar las estrellas. Florence se muerde las uñas. Sébastien intenta comprender por qué Johanna ha levantado un muro contra la puerta de la Virgen Soterraña. A la una de la madrugada, Florence y él fueron a buscarla, tal como le habían prometido. Golpearon la puerta, la llamaron, le suplicaron, pero Johanna permaneció callada. Ningún signo de vida, salvo que a Flo le pareció oír, durante un breve instante, el rugido del motor de la pequeña grúa. Pero Séb no oyó nada. ¿Qué podía estar haciendo, sola allí adentro? ¿Por qué se empeñaba en no contestar? ¿Y si hubiera sufrido un accidente o le hubiera pasado algo todavía peor? Se marcharon, muy preocupados y decididos a avisar a la policía. En la cocina encontraron a Patrick con la cabeza debajo del grifo. Patrick dijo que, después de todo, no era el ser innoble y desalmado que todos pensaban que era, incluso él mismo en determinados momentos. No había tenido valor para denunciar a su directora ante el administrador, pues este no podía quitarse de la cabeza ciertas alusiones que ella había hecho sobre el asesino… Brard había adivinado que Johanna sospechaba de él, y debía precisar que sus sospechas eran totalmente infundadas. Pero, sobre todo, presentía que había otra cosa de la que ella no había hablado, algo peligroso y grave. Obsesionado por ese pensamiento, había tratado de buscar el sentido de las palabras de Johanna en la barra de los bares del Monte, pero lo único que había encontrado era una embriaguez confusa que le embotaba el cerebro. En vista de lo mal que se encontraba, había decidido volver a casa. Lamentaba el altercado con Johanna, sus acusaciones contra ella, y sobre todo temía por ella. Estaba convencido de que alguien la amenazaba y de que ella presentía quién era. Séb y Florence no vacilaron ni un instante; Patrick era un pretencioso y solía derrochar antipatía, pero era inteligente y no le faltaba intuición. Le contaron que Johanna se había encerrado en la cripta y se había negado a salir, le repitieron las odiosas palabras que les había dirigido cuando habían ido la primera vez, a las once, y le hablaron de su silencio posterior. Patrick descolgó el teléfono y despertó a Brard para que este hiciera uso de toda su autoridad a fin de que la policía acudiera de inmediato. Mientras esperaban al comisario Bontemps, Brard y los tres arqueólogos intentaron penetrar en la Virgen Soterraña, pero la cadena y el muro de granito se lo impidieron. En ese instante fue cuando el administrador pronunció la palabra «suicidio», que ahora obsesiona a Florence. Es verdad que Johanna estaba rara, pero no parecía deprimida. Sí, quería a toda costa estar sola en la Virgen Soterraña para despedirse de las piedras, les habló de un duelo que no conseguía hacer, de una «segunda muerte»… ¡Dios mío, que no se trate de eso! Bontemps y sus subordinados llegaron a las dos, molestos por haber sido importunados a media noche por un asunto que creían resuelto. Brard explicó la situación y el comisario hizo una simple pregunta:

—¿No hay otra entrada que nos permita penetrar en la cripta sin perder varias horas intentando perforar la madera de la segunda puerta, que es monumental, o derribar el muro que obstruye la puerta de la que habla?

El administrador pareció despertar de pronto y se dio una palmada en la frente.

—Por la nave de la iglesia —respondió—. Dos trampillas gemelas permitían en otros tiempos acceder a la Virgen Soterraña por arriba, pero en la época de la prisión condenaron los pasadizos: uno está obstruido con piedras y cascotes y resulta infranqueable, y en el otro hay una gruesa reja de acero de la que nadie tiene ya la llave.

—Voy a llamar a los bomberos —dijo Bontemps—. A falta de llave, ellos tienen potentes sopletes que utilizan para cortar la carrocería de los coches accidentados y extraer los cuerpos. ¡Supongo que servirán para cortar esa reja!

Patrick fue a esperar a los bomberos a la entrada de la abadía para guiarlos, mientras los demás iban a examinar el estado de la reja. Desplazaron los bancos de la iglesia y las dos trampillas cuadradas quedaron a la vista. Tal como había anunciado el administrador, uno de los dos pasadizos estaba totalmente tapiado.

—Por este —explicó Christian Brard—, en el lado norte, se llegaba por arriba a la tribuna del altar de la Virgen. En fin, es inútil insistir, cerremos la trampilla. Vengan, la reja está al otro lado, en el que conduce al altar de la Trinidad, al sur. Estos pasillos permitían acceder fácilmente a las tribunas de la Virgen Soterraña para mostrar desde allí los relicarios a los fieles prosternados abajo, en especial el relicario de Auberto.

Bajo la segunda trampilla hay una oscura y estrecha escalera descendente. Al final, una puerta de madera da directamente a la cripta, a unos centímetros del techo abovedado, en la tribuna que queda encima del coro de la Trinidad. Entre la trampilla y la puerta de madera por la que se accede a la Virgen Soterraña, una reja de gruesos barrotes. Los barrotes están corroídos por el paso del tiempo y el aire salado, pero la cerradura y los goznes han sido cuidadosamente engrasados: ni rastro de óxido. Se diría que la reja ha sido objeto de un mantenimiento regular, parece preparada para dejar paso a una llave… y a un humano. Brard está desconcertado. Camina de un lado a otro en la terraza del oeste, con las manos cruzadas tras la espalda, tan atónito como el director de una cárcel al constatar que un preso se ha escapado excavando un túnel con una cucharilla.

Dos horas y treinta minutos de la madrugada. Patrick llega a la terraza jadeando, acompañado de cascos plateados y ruido de caballeros con armadura. El capitán empieza por examinar la reja. Luego, dos llamas azules, rectas y cortantes como cuchillas, arremeten contra ella. A las dos y treinta y siete minutos, la cerradura cede: el bloque de acero ardiente cae sobre la escalera. La reja se abre sin emitir el menor chirrido. Como propietario del lugar, Brard pasa el primero y abre sin dificultad la puerta del coro de la Trinidad, que tampoco hace ningún ruido.

Es la primera vez que entra por allí. La luz amarilla de la cripta le hace pestañear, pues sus ojos se habían habituado a las tinieblas del pequeño corredor. Baja los peldaños que descienden hasta la tribuna. Los bomberos le hacen pasar una escala, que él apoya en el estrado de piedra. Sus pies no tardan en tocar el suelo devastado de la Virgen Soterraña, e inmediatamente le siguen Bontemps, Patrick, Marchand, Florence, Sébastien, los bomberos y dos policías. Al igual que el día anterior, cuando fue a anunciar a los arqueólogos el cese de las excavaciones, el administrador reprime su resentimiento ante el estado de su querida cripta: los dos altares gemelos están rodeados de montones de piedras, en especial el de la Trinidad, cuya base y la parte inferior del pie resultan invisibles, ocultos por una masa de bloques de granito etiquetados de forma bien visible y procedentes de los muros cuidadosamente desmontados. Tan solo la parte superior del pedestal emerge de entre las piedras. La puerta de la cripta apenas asoma por encima del muro de piedras secas hábilmente erigido: las piedras del muro de Auberto, que parecen haber sido desplazadas por un albañil loco…, las piedras de Johanna, que hacen su ausencia más patente. Florence se siente aliviada al no ver el cadáver de la arqueóloga tendido en ninguna parte. ¡No se ha suicidado! Pero ¿cómo es posible que no esté en la cripta? En cualquier caso, ha dejado pruebas de su paso: el contenido de su bolso, vaciado sobre el altar de la Virgen, en especial el teléfono móvil. Sébastien toca el motor de la pequeña grúa.

—Todavía está tibio —dice—. La ha utilizado no hace mucho, o sea que, aunque no respondiera, estaba aquí cuando vinimos a buscarla hace un rato.

—De eso no cabe ninguna duda —contesta Brard, mirando el muro que cierra la entrada a la cripta—. Debía de estar levantando este… esta cosa, lo que explica el ruido de la grúa. Pero ¿dónde está ahora? ¿Cómo ha podido salir?

—¡Es como
El misterio del cuarto amarillom>
! —exclama Sébastien.

—Muy interesante… —dice Bontemps—. Bien —añade, volviéndose y mirando a Séb de hito en hito—, utilicemos el cerebro, veamos cuáles son los hechos objetivos en lugar de perdernos con referencias dudosas. Uno: Johanna no está en la cripta. Dos: estaba a las once porque habló con ustedes. Tres: a la una, no sabemos… La grúa que oyeron, y que efectivamente ha sido utilizada, es posible que la accionara ella u otra persona, aunque yo tengo mi opinión al respecto. Cuatro: Johanna no ha podido salir por esta puerta, ya que la cadena y el candado están puestos desde el interior, y además está este muro de granito. Tampoco ha podido escapar por esta otra puerta, puesto que la cerradura está rota —constata—. La única salida posible, en consecuencia, y la que forzosamente ha utilizado, como nosotros acabamos de hacer, es la que se encuentra sobre el altar de la Trinidad.

—Ella no tenía la llave de la reja, comisario —replica Florence—, y estoy absolutamente segura de que ignoraba, como todos nosotros, que ese paso era practicable. Todos pensábamos, incluso el administrador de la abadía, como ha visto, que esa vía de acceso estaba condenada.

—Lo que la gente piensa no es tan evidente como usted imagina, señorita —dice Bontemps, comentario que provoca el sonrojo de Christian Brard—. Si quiere saber cuál es mi opinión, se la diré; no es más que una hipótesis, pero parece plausible: su jefa se ha tomado muy mal el cese oficial de las excavaciones; la actitud que mantuvo en mi despacho cuando se lo anuncié, y después con ustedes, lo demuestra. Vino a la cripta sola, sin duda con la idea de poner fin a su vida, pero no ha tenido valor para hacerlo y ha decidido desaparecer, cambiar de vida… Tal vez ha construido este muro para hacernos perder tiempo y proteger su huida… No ha previsto que pensaríamos tan pronto en el camino de arriba. Yo creo que ha escapado por el pasadizo de la Trinidad y que a estas horas se encuentra lejos de aquí.

—Comisario —interviene Patrick—, si me lo permite, yo tengo otra teoría; la huida no encaja con el carácter de Johanna. Ella es apasionada, decidida, firme y un poco «explosiva», lo que explica nuestras fricciones. Le ha afectado mucho la noticia del cese de las excavaciones, eso es cierto, pero no ha renunciado. Volvió aquí para seguir excavando, estoy seguro, tuvo una intuición que quería comprobar, sola y de inmediato. Nosotros somos científicos, pero con frecuencia los descubrimientos se hacen gracias a un simple presentimiento. Por eso estoy convencido de que Johanna está en algún lugar de la peña… No se habría marchado dejando aquí todas sus cosas, sobre todo la copia del manuscrito de fray Román. Haga que lo comprueben, pero estoy seguro de que su coche está en el aparcamiento. Creo, aunque no tengo ninguna prueba de ello ni sé quién es, salvo que no se trata de Guillaume Kelenn, que alguien quería que se suspendieran estas excavaciones, que esa persona ha llegado al extremo de matar para lograr sus fines, que ese hombre o esa mujer tiene la llave de la reja, que Johanna quizá había adivinado de quién se trataba y que, desgraciadamente, a estas horas, si todavía se encuentra viva, debe de conocer la identidad del asesino.

Florence profiere un débil grito. Sébastien abre los ojos como platos. Brard se rasca la cabeza. Bontemps frunce el entrecejo.

—Es otra pista que habrá que explorar —dice este último con voz grave—. Pero no nos dejemos impresionar por el ambiente opresivo de la abadía por la noche. Cualesquiera que hayan sido las intenciones de su jefa, o de su señor X, no caigamos en su trampa y dejemos de perder tiempo. De lo único que estamos seguros es de que ella ya no está aquí —dice, cogiendo un pequeño aparato que lleva colgando de la cintura—. ¿Saben cuál es la marca, el color y la matrícula de su vehículo?

El policía que se ha quedado en uno de los coches, en el aparcamiento, confirma que el coche de Johanna continúa allí, en su sitio habitual. Bontemps carraspea, un tanto incómodo.

—Bueno, eso no demuestra nada —dice—. Probablemente es una estratagema para despistar; ha podido llamar a alguien para que venga a buscarla, o haber alquilado un coche para no llamar la atención. De todas formas, por si todavía sigue en la peña, y teniendo en cuenta que somos un grupo bastante numeroso, vale más que la busquemos y así nos quedaremos tranquilos, aunque dudo de que la encontremos. Capitán —le dice al jefe de bomberos estrechándole la mano—, muchísimas gracias por su ayuda, puede retirarse. Ah, cómo le envidio que vaya a acostarse… Bien, en cuanto a nosotros, vamos a registrar este lugar encantador. Usted, López, y ustedes —añade, señalando a un policía de uniforme, a Sébastien y a Florence—, háganse cargo de la planta inferior de la abadía. El inspector Marchand, el señor Fenoy y usted, cabo, se encargarán de la planta intermedia. El señor Brard y yo recorreremos la parte superior del edificio… López, espero que hoy no se haya dejado el arma reglamentaria en la mesilla de noche.

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