Dieciséis horas y dieciocho minutos, Plénée-Jugon. Johanna entra en el asilo de monjes de todos los colores. La enfermera cancerbera está en su puesto.
—El padre Placide está muy mal —dice la monja—. Estamos esperando la ambulancia para trasladarlo al hospital de Saint-Brieuc, no puede verlo.
—Es urgente, hermana —objeta Johanna—, y solo estaré un momento. Si se va…, tengo que despedirme de él. Cinco minutos, por favor, solo cinco minutos.
—No insista, señorita, las normas son las normas.
Johanna se aleja por el parque. Tiene que encontrar una manera de entrar en el edificio y hablar con el padre Placide antes de que se lo lleven. Se esconde detrás de un árbol y vuelve subrepticiamente sobre sus pasos. Un voluminoso franciscano, completamente vestido de marrón, la observa desde un banco, impasible. Ella se dirige a zancadas a la parte trasera del edificio y se mete en la salida de emergencia. Sube la escalera corriendo. Cuarta planta, las puertas de color rosa, su habitación, ahí está por fin su habitación… Llama brevemente y entra. El anciano está tendido boca arriba, con los ojos clavados en el grabado del Monte, un tubo en la nariz y la barba medio tapada por una máscara de oxígeno.
—¡Padre! —exclama—. ¡Cómo me alegro de verlo, padre!
Por toda respuesta, él cierra los ojos. Johanna se sienta en la cama y aprieta la mano huesuda del monje entre las suyas.
—Queridísimo padre —dice con más calma—, sé que… que está muy cansado, pero… quería despedirme de usted antes de que se vaya a Saint-Brieuc y enseñarle una cosa.
El abre los ojos. Su mirada tiene el color de una tormenta. Respira a costa de enormes esfuerzos, emitiendo un ruido que es amplificado por la máquina. Esta vez es ella quien va a hacerle un regalo. Abre el bolso para sacar el cráneo de Román y lo coloca bajo los dedos amarillentos del anciano. Él se vuelve trabajosamente hacia ella y le dirige una mirada interrogadora que anima a Johanna a hablar.
—Gracias a usted, he penetrado el secreto de la Virgen Soterraña —dice, acercándose a su oído—. Todo lo que contaba dom Larose en su cuaderno era verdad, padre. Los mataron para impedir que descubrieran un santuario celta que está oculto bajo la cripta. Pero yo lo he encontrado y estoy viva. En el interior hay una escultura de Epona, sepulturas de druidas y… este cráneo, que es el del monje sin cabeza que frecuentaba la cripta, fray Román. En 1063, murió decapitado a manos del abad Almodius, cuyo cadáver yace también en la gruta secreta… La cabeza de Román fue arrojada a la caverna clandestina, pero su cuerpo sin cráneo se quedó en la Virgen Soterraña y los monjes lo tomaron por los restos de su abad. El cuerpo de Román, por lo tanto, se encuentra en la tumba de Almodius. Padre, dígame si debo abandonar y marcharme del Monte, o si queda una ínfima posibilidad de que la tumba de ese abad no haya sido destruida. Quizá ese cuerpo fuera exhumado. ¿Dónde debo buscarlo? ¿Debo reanudar las excavaciones en la antigua capilla de San Martín?
El anciano aprieta la mano de Johanna y niega con la cabeza.
—¿No? —pregunta ella—. Pero, entonces…, ¿qué debo hacer? Por favor, padre…
Johanna levanta delicadamente la máscara y se acerca a su boca.
—M… Montfort —murmura el monje con voz ronca.
—¿Montfort? —pregunta Johanna—. ¿Qué es? ¿El nombre de alguien, o del lugar donde se encuentra la sepultura de Almodius?
—Montfort… —repite él—, Montfort, la de en medio.
A continuación, su cabeza se inclina hacia un lado al tiempo que sus dedos sueltan los de la joven. Ella le pone de nuevo la máscara, pero parece haber dejado de respirar, haberse sumido en el sueño, en el coma, o algo peor aún. Johanna se asusta. ¡Dios mío, lo ha matado! Tiene que llamar a alguien. Pero no tiene que molestarse en hacerlo. La puerta se abre de pronto y aparece la hermana de la entrada y dos corpulentos enfermeros laicos empujando una camilla.
—¿Qué hace usted aquí? —pregunta furiosa la monja al verla—. ¡Dios bendito! —exclama mientras comprueba que el corazón del padre Placide continúa latiendo, tras percatarse del estado del anciano—. ¡Ayúdenme! —ordena a los enfermeros—. ¡Deprisa, se ha desmayado!
Johanna guarda el cráneo de Román en su bolso y se marcha.
«¡Pobre padre Placide! —se lamenta para sus adentros—. Ha perdido el conocimiento por mi culpa. Espero que no se muera… Montfort…, la de en medio, ¿qué ha querido decir?»
Una vez en el coche, despliega un mapa de carreteras y mira el nombre de los pueblos de alrededor. Nada en las inmediaciones. Nada al este, en Normandía. Más al oeste, tampoco. Desciende hacia el sur de Bretaña… ¡Aquí! ¡Un pueblecito que se llama Montfort, en la carretera de Rennes!
«Quizá no sea eso… —cavila—. O sí… Yo busco una tumba, luego busco un cementerio. El cementerio del pueblo de Montfort, en Bretaña. Pero ¿por qué iba a estar ahí la sepultura de Almodius? ¿La de en medio? Qué más da…»
Pone en marcha el motor y mira el reloj: tardará tres cuartos de hora como mucho.
Cementerio municipal de Montfort, diecisiete horas y once minutos. Johanna deambula por las alamedas, concentrándose en la arteria central, la de en medio. Pero las tumbas no le dicen nada. Nombres desconocidos, sepulturas modernas y frías, como las que hay en todas partes.
«¿Qué haces aquí? —se pregunta—. ¿Qué iba a hacer el ataúd de Almodius aquí? Un padre abad del Mont-Saint-Michel, fallecido en el año 1063, ¡es ridículo! Me he equivocado, debería haber buscado a una persona llamada Montfort, es evidente. Es un patronímico antiguo, medieval… Desde luego, entre estas sepulturas recientes no encontraré nada, necesito una guía telefónica de la región, de Bretaña y Normandía… ¡Vaya, me he dejado el móvil en el Monte! En la oficina de correos, sí, allí encontraré una guía, si no han cerrado ya…»
En el momento en que se dispone a salir del cementerio, ve a un anciano con un bastón que, cargado de margaritas, se acerca con deferencia a una tumba blanca. Johanna da unos pasos hacia él.
—Perdón, señor, estoy buscando… una tumba muy antigua… de un antepasado lejano. En su lecho de muerte, mi abuela pronunció el nombre de Montfort, pero aquí no la encuentro. Me preguntaba si no habrá otro cementerio en el pueblo, uno mucho más antiguo, donde pudiera estar enterrado mi antepasado.
El jubilado la mira directamente a los ojos; después la examina de arriba abajo, en busca de no se sabe qué, al parecer no perceptible a simple vista. Johanna se siente incómoda.
—Aquí solo hay un cementerio público, y es este —contesta el hombre en un tono desabrido—. Pero… ¿cómo se llamaba su antepasado? ¿Era un noble?
—Sí, sí, un noble de la región —responde ella, inspirada, pues sabe que Almodius era un señor normando, no bretón—. Un aristócrata, sí, sin duda alguna.
—Entonces no está aquí —dice él, pensando que, decididamente, en nuestros días la gente de alcurnia no tiene aspecto de serlo y que es una verdadera lástima—. Esto es para los de a pie… Los demás no se mezclan con ellos… Los nobles no dejan su tierra, tienen la tumba en su casa.
—¿Dónde, señor, dónde? —pregunta Johanna, excitadísima.
—¡Ya se lo he dicho, caramba! ¡En su casa, en casa de los De Montfort, en el castillo!
«De Montfort, ese apellido me suena ahora de algo —piensa—. El patronímico de Almodius no es… Bueno, ya pensaré en ello más tarde. El castillo, rápido, la necrópolis privada de la familia De Montfort.»
Montfort-en-Bretagne. Castillo familiar de los De Montfort, dieciocho horas. El edificio no es medieval, sino renacentista. Bastante deteriorado. Es el sino de las viejas moradas y de las viejas familias. El jardín parece inmenso, medio salvaje. Deben de tener que luchar para conservar su patrimonio, cuyo esplendor no es sino un recuerdo que está derrumbándose. Deben de alimentarse de patatas hervidas y del pasado. Deben de estar allí desde hace siglos. Johanna busca con la mirada, al otro lado de la alta verja, la capilla. Nada a la vista. Llama. Caray, han invertido en un inter-fono.
—¿Sí? —responde una voz femenina.
—Emmm… Buenas tardes, quisiera hablar con… el propietario del castillo —dice Johanna.
—El castillo no está en venta —replica inmediatamente la voz.
—No, ya lo sé, no es ese el objeto de mi visita. Se trata de un asunto… privado, familiar, relacionado con el pasado, con la historia. Soy arqueóloga y…
—La señora condesa no recibe después de las cuatro de la tarde —contesta la voz—. Deje su tarjeta y llame mañana por la mañana para solicitar una entrevista con la señora y exponer las razones de su visita. Después, la señora verá si puede recibirla.
Johanna está estupefacta por el modo anticuado de expresarse de la sirvienta, la cual parece haber colgado el aparato.
—¡Espere! —grita Johanna—. Se lo ruego, debo ver a la señora inmediatamente, es muy importante, vengo de parte del padre Placide, ¿me oye?, del padre Placide.
Silencio. Johanna se agarra a los barrotes de la verja como a su última oportunidad. De pronto oyó crujir la grava del camino y los ladridos de un perro. Unos pasos se acercan. Ve a una mujer bajita, rechoncha, de unos sesenta años, quizá más, gris de la cabeza a los pies, seguida de un horrendo caniche pelirrojo que no para de ladrar. La mujer observa sus vaqueros, su cazadora descuidada, su tez terrosa, su gran bolso informe, sus cabellos alborotados, y abre la puerta de la verja con una gran llave.
—La señora la espera —anuncia la gobernanta en un tono que expresa pesar—. No la canse, está enferma.
Johanna asiente con la cabeza. El chucho permanentado da vueltas a su alrededor ladrando. ¡El guardián del castillo! La joven refrena su deseo de darle una patada. Una vez en el interior del castillo, es introducida en un salón de techo alto que conserva numerosas huellas de su prestigio de antaño: artesonados del siglo XVII en las paredes, una monumental chimenea de piedra con escudo de armas y, por todas partes, figuritas de porcelana. La mujer gris desaparece con el caniche. Johanna no se atreve a sentarse en los sillones de respaldo alto. Examina una vitrina que contiene una colección de gatitos de cristal. Muy
kitch
. Ve al inspirador de la exposición, que se exhibe con una gracia absolutamente felina sobre una cómoda de marquetería lamiéndose una pata: un gato de ojos amarillos y pelaje gris, como el hábito de la gobernanta. Johanna sonríe al animal.
—Buenas tardes, señorita… ¿Señorita?
Johanna da media vuelta y se presenta, esperando ver a una dama con peluca y miriñaque, un lunar postizo en la mejilla y la cara empolvada, a la que debería hacer una reverencia. Pero la mujer que está frente a ella no se parece en nada a su fantasmagórica sirvienta. Tiene aspecto de ser casi tan vieja como el padre Placide. Su cuerpo está encorvado sobre un bastón negro con empuñadura de plata y enfundado en un conjunto de punto de lana, muy sencillo y demasiado caluroso para la estación, de color verde jade. Mantiene la cabeza erguida y un porte altivo, tiene los ojos oscuros y vivos, de párpados caídos, y el pelo blanco y muy corto. Ninguna coquetería en su actitud, ni una sola mirada arrogante o de superioridad, sino una elegancia discreta; su pertenencia a la nobleza no la hace mostrarse despreciativa ni exhibicionista, simplemente tiene la certeza de sus raíces, la conciencia de un linaje milenario que le confiere una seguridad combinada con un porte estático.
—Hortense de Montfort —dice ella, manteniendo las manos sobre el bastón—. Tenga la bondad de sentarse… Bien, ¿cómo se encuentra mi querido padre Placide?
—Muy mal, señora —responde en voz baja Johanna, apoyando tímidamente una nalga en el enorme sillón—. Esa es la razón de mi visita… inopinada. Acaban de trasladarlo urgentemente al hospital de Saint-Brieuc.
La anciana dama se instala cómodamente frente a Johanna. Parece afectada por la noticia.
—Me siento muy apenada, porque el padre Placide es un amigo muy querido. Con todo, su mayor deseo es reunirse con Nuestro Señor; ese es el objetivo de toda su vida. ¡Pero ojalá parta lo más tarde posible! Ya ha pasado la hora del té, ¿le apetece tomar una copa de oporto?
—No, gracias, señora. De hecho, yo… —balbuce Johanna, a quien la anciana dama impresiona— me he permitido venir a verla a petición suya. Antes de… marcharse del asilo, deseaba que yo rezara una oración por él ante… la tumba del abad Almodius, el octavo abad benedictino de Mont-Saint-Michel, muerto en 1063 —suelta de un tirón.
—¿Quién es usted, señorita?
El tono es seco, lleno de desconfianza.
—Soy arqueóloga en el Monte, señora, especialista en arte románico, y como tal he hablado recientemente con el padre Placide en Plénée-Jugon. Necesitaba información sobre ciertos manuscritos medievales que él conoce mejor que nadie… Le tomé cariño, volví a visitarlo a título privado, y estaba allí hace un rato cuando sufrió una crisis.
—¿La ha puesto al corriente?
—Sí, justo antes de ser trasladado al hospital —se aventura a decir—. No me lo ha contado todo, claro, solo cosas sueltas, el pobre apenas podía hablar, pero le he prometido que no se lo diría jamás a nadie. Me ha pedido que viniera a rezar por él ante esa tumba, era un deseo que no podía cumplir él mismo —miente—. Yo… yo guardaré silencio, se lo debo, y no estoy aquí en calidad de arqueóloga —añade—, sino como amiga del padre Placide.
—Y en cierto modo, como su ejecutor testamentario.
Johanna sonríe. Está jugándose el todo por el todo. Desde esa mañana, desde que ha escapado de las tinieblas de la gruta y de su propia muerte, no hace más que mentir, engañar, embaucar a la gente. Pero la búsqueda de la verdad la obliga a hacerlo, el respeto por los que han muerto o van a morir se lo impone, la propia vida lo exige. La anciana condesa duda, busca una respuesta en los ojos de su gato. Johanna aprieta contra su muslo el bolso que contiene el cráneo de Román. «Román —dice en silencio—, tú también falseaste la realidad a fin de salvar tu amor por Moira.»
—Bien —acaba por resignarse la anciana dama, sin dejar traslucir si se ha dejado engañar o no—, puesto que la ha informado y, sobre todo, puesto que es su voluntad… Pero, dígame una cosa, ¿por qué Almodius y no los otros? Están todos ahí…, en fin, usted ya lo sabe.
¡Ay! Tiene que salir airosa de esta delicada situación. La condesa tiene que dejar de interrogarla y decirle dónde se halla la tumba.
—Es que…, antes de ser abad, Almodius fue un famoso copista y después el maestro del
scriptorium
montesino, el mayor que la abadía haya tenido nunca, y el padre Placide aprecia mucho sus manuscritos, varios de ellos están en Avranches y hablamos a menudo de ellos…