Esa es su misión y su salvación en la tierra. Al igual que Hildeberto, Rolando de Aubigny y Ricardo II lo han perdonado en virtud de su posición de constructor. La equidad y la probidad habrían exigido que también hubiera sido acusado y condenado en el proceso de Moira, por complicidad con una hereje, pero su nombre ha sido deliberadamente silenciado. El tribunal del monasterio, el capítulo de culpas, incluso lo ha dispensado de penitencia corporal, habida cuenta de su frágil estado de salud, y solo le ha impuesto una leve pena espiritual consistente en oraciones suplementarias. En consecuencia, cada vez que Román reza, piensa en la justicia del cielo, que inexorablemente llegará y será terrible. Después de haber perdido a su padre de sangre y a Pedro de Nevers, se ha quedado huérfano de nuevo, pero esta vez no ha podido exteriorizar su dolor. Por lo demás, nadie ha podido hacerlo en el Monte, pues nada más inhumar a Hildeberto ha empezado la lucha por el poder. Tal como estipula la carta otorgada por Ricardo I a los benedictinos en el año 966, son los monjes quienes eligen al abad dentro de su seno. Con frecuencia, su elección recae sobre el prior, en este caso, fray Roberto, originario de Saint-Brieuc y emparentado con el duque Alain III de Bretaña, adversario del duque de Normandía. Roberto ha sido formado por Hildeberto y permanece fiel al hombre que ha reinado catorce años en la peña. Pero el hijo de Ricardo I se siente menos vinculado a los principios dictados por su padre: Ricardo II y su consejo de obispos designaron como padre abad a Thierry de Jumiéges, sobrino del duque y chantre de la abadía epónima. La comunidad montesina, indignada por semejante nepotismo, eligió a Roberto. Entonces el duque amenazó con dejar de financiar las obras de construcción de la abadía. El propio Roberto pidió a los monjes que eligieran al protegido de Ricardo, pues la construcción de la casa del Ángel era su deber divino, ordenado por san Miguel y por Hildeberto, y esa tarea debía estar por encima de las discrepancias temporales relativas a su gobierno. Fue preciso plegarse a la voluntad suprema, que les enviaba un padre normando, y alegrarse del parentesco de este con su soberano, garantía de apoyo del duque a la construcción de su gran iglesia abacial. Los frailes se inclinaron y Ricardo entregó el báculo pastoral a Thierry de Jumiéges. Roberto renunció a su cargo de prior antes de ser depuesto por el nuevo abad, que impuso a Almodius para desempeñar esta función.
Los monjes ratificaron esa decisión, persuadidos de que el maestro del
scriptorium
sabría erigirse en garante de la integridad de la abadía frente al abad Thierry. La querella de las investiduras estaba zanjada, las obras continuaban, podían reanudar el curso de su existencia de oración. Todos los hermanos pensaban eso, todos salvo Román, que solo pensaba en Moira, cuya suerte desconocía.
Ese día, fray Roberto acaba de contarle cuál ha sido, y sus palabras destruyen el entendimiento de Román respecto a las cosas terrenales. La mirada del constructor vaga sobre la sepultura de la princesa Judith. La verdadera justicia no es de este mundo, pero ¿es posible que el universo de los hombres sea tan vil e ignominioso? ¿Va a perder para siempre a Moira en el momento en que ha descubierto la realidad de su amor por ella y la necesidad vital de su presencia? Su ausencia le resulta insoportable; mira las paredes y el altar de la capilla de San Martín. Sus ojos distinguen las aulagas amarillas que trajo ella, recuerda a la joven sentada en el banco de piedra, escuchándole contar la Biblia… Está ahí, con su largo vestido teñido de otoño, los cabellos recogidos en trenzas encendidas, los labios entreabiertos, está inclinada hacia él y ríe. El se inclina también para aspirar su aliento, que tiene el sabor azul de las nubes… El rostro de Moira se deforma de dolor y la joven desaparece. Román, solo con su recuerdo, tiene el corazón y el cuerpo vacíos. Las piedras grises de la capilla son el espejo de su impotencia. Moira regresará muy pronto a la montaña de Román para sufrir en su carne el martirio de su memoria demasiado viva, y él no podrá hacer nada. Solo verla desde lejos, sometida a sus verdugos con pieles de armiño, rezar al cielo, que no ha atendido sus súplicas, y comunicarse espiritualmente con ella para que preste oídos a las heridas de su cuerpo, de esa época que la rechaza, y que abjure de una vez, que abjure. Ese es el precio que hay que pagar para que se desvanezca la ausencia.
Moira emprende el mismo camino que los monjes con la cruz el viernes santo y que los porteadores de piedra todos los días, por la ladera norte de la peña. La tercera mañana antes de la fiesta de la Ascensión, con la marea baja, una carreta sube lentamente la montaña, donde resuenan las voces de una multitud acudida en masa para presenciar el espectáculo anunciado por los pregoneros hasta los confines de la Bretaña enemiga.
Está de pie en la carreta, atada de pies y manos, vestida con una túnica sucia del color del granito. Su mirada verde está perdida en la lejanía, velada por mechones de su larga cabellera enmarañada. Sus ojos parecen buscar el mar evadido. A su espalda se alza la isla de Tombelaine. A ambos lados de la calle de tierra bordeada de huertos y vergeles, los lugareños han salido de albergues y casas para incrementar el río humano que sube con ella, cubriéndola de odio, de insultos y de escupitajos. Algunos permanecen callados, como su hermano Brewen, maese Roger y su familia, los monjes de la abadía, el pequeño Andelmo, el viejo Heroldo y pacientes a los que ha curado. Otros, por el contrario, atenazados por el terror de haber sido salvados por el Diablo, gritan más fuerte. Ella busca en vano a Román entre la muchedumbre atronadora. Los caballos se detienen en la plaza, entre el cementerio de los lugareños y la pequeña iglesia parroquial consagrada a san Pedro.
Cuatro hombres, rodeados de soldados armados, la esperan: Enguerrando de Eglantier, el representante del duque Ricardo, Rolando de Aubigny, obispo de Avranches, el padre abad Thierry y fray Almodius, el prior. Al ver a este último, las facciones de Moira se crispan. La muchacha levanta la cabeza hacia la abadía, en la cima. Primero distingue la celda de madera del padre abad y los edificios conventuales, luego los muros de la capilla de San Martín, que se pierden en una bruma desacostumbrada a finales de mayo. El cielo está plomizo como un cielo invernal y ensombrece por contraste el color de las piedras del edificio, cuya base negra destaca entre los vapores. Recuerda el interior de la capilla, las sepulturas bretonas, e imagina, junto a la tumba de Judith, en un banco, una silueta querida.
—Moira, hija de Nolwen y de Killian, habitante del bosque de Beauvoir, feudo de la abadía del Mont-Saint-Michel —pronuncia en voz alta y con firmeza el obispo, tras haber levantado la mano para imponer silencio—, habiendo sido descubierta celebrando ritos paganos, confesaste tu crimen, pero te negaste a renegar de tus creencias impías. Juzgada en Ruán, el día de San Pacomio de este año de gracia de 1023, fuiste declarada culpable del pecado mortal de herejía y condenada a sufrir el suplicio, en este lugar santo, hasta abjurar de tu fe demoníaca. Antes de que comience el primer castigo, voy a hacerte, pues, la pregunta: ¿accedes a abjurar de la falsa religión de tus ancestros para abrazar públicamente la única fe verdadera?
El semblante de Moira está tan blanco como la neblina que envuelve la capilla de San Martín. Sus pecas se funden con su piel transparente. En un silencio amenazador, la joven mira fijamente la cruz labrada que cuelga del pecho del abad Thierry. El público saborea los momentos que preceden al espectacular placer.
—Bien —dice el obispo—, puesto que persistes en el error, te entrego al conde Enguerrando de Eglantier, mandatario de nuestro soberano Ricardo el Bueno, para que ejecute la sentencia de Dios. En todo momento puedes interrumpir el castigo y adherirte al Todopoderoso.
Las últimas palabras del prelado son ahogadas por el griterío de la concurrencia. Un soldado coge las riendas del caballo que tira de la carreta, otros se colocan alrededor, y el cortejo toma de nuevo el sendero que conduce a la cima de la montaña, precedido por los cuatro dignatarios y seguido por la multitud. El cielo deshilachado se acerca poco a poco, al ritmo lento y caótico de la carreta, que se dirige hacia el este. La comitiva se detiene delante de un extraño escenario: al final de la peña, bajo la pendiente inclinada, un suelo llano y unos muros con arcadas parecen agarrados al Monte gracias a artilugios de madera con patas de insecto. Como no hay nadie trabajando, podría creerse que la montaña ha alumbrado, en una insólita excrecencia, un santuario de granito. Bajo la incierta bóveda que forma la bruma, unas cimbras de madera están parcialmente cubiertas por dovelas de piedra, transportadas por grandes escalas vacías. La mirada de Moira, repentinamente llena de esperanza, escruta el fondo negro de la inacabada cripta del coro; adivina la presencia de columnas, pero no ve a ningún hombre, ningún sayal. Un soldado la desata y le indica por señas que baje. El clamor del populacho la ensordece. Esta vez es a su hermano a quien busca con los ojos. No tarda en cruzarse con la mirada de Brewen, cuya cabeza, dada la impresionante estatura del muchacho de trece años, sobresale entre la multitud. Brewen no llora, es alto y sólido como un pilar de piedra. La empujan hacia delante. Entonces ve una jaula de hierro en el suelo. No es una jaula de pájaros, sino más bien de esas que utilizan los exhibidores de animales feroces en las ferias y las fiestas de los pueblos. Inmediatamente comprende y entra de rodillas en su nueva prisión. Aunque Moira no es tan alta como Brewen, ni siquiera sentada puede permanecer erguida dentro de la jaula metálica: debe mantener el tronco y la cabeza inclinados hacia el suelo. Enguerrando de Eglantier cierra con llave la pequeña puerta de barrotes y se vuelve hacia sus guerreros.
Uno de ellos amarra la jaula a una larga viga de la obra de Román, mientras que los otros la hacen deslizarse horizontalmente hacia el abismo. En un extremo de la estructura, la jaula de hierro oscila en el aire. Entonces, los soldados estabilizan el otro extremo con enormes bloques de granito, ayudados por jornaleros de la obra. Suspendida en el cielo, doblada por la mitad, Moira siente náuseas. La gente grita. Algunos se precipitan hacia el limo para ver a la torturada desde abajo, expuesta al viento y a su cólera, que no tardará en hacer aparición, junto con la marea. Moira intenta moverse, pero cada movimiento transforma la jaula en una balanza descontrolada que oscila de derecha a izquierda, con un chirrido de metal oxidado. La posición en la que se encuentra la condena a mirar la arena, cuarenta toesas más abajo, lo que incrementa su vértigo. De vez en cuando, cierra los ojos para olvidar el vacío, pero las náuseas la invaden y tiene que abrirlos para no ceder a ellas. Se agarra a los barrotes. Es preciso aguantar, no flaquear ni un ápice, por el recuerdo de su pueblo y por el futuro de su amor por Román. Piensa en la carta quemada, la bella carta de Román… ¿Cree de verdad en el desenlace que le prometió si abjura? Su amor no es de este mundo, la paz no es de este mundo. En la tierra, están condenados al secreto, a la huida, a la negación de sí mismos, a la traición. Sí, su decisión es correcta: entre el cielo y la tierra, ha escogido el cielo. Ese cielo que es ahora su calvario, su sufrimiento, será mañana la liberación, la libertad de su amor y su eternidad. A costa de un terrible esfuerzo, Moira pega el cuerpo a las piernas y hace girar el torso: en el balanceo odioso de su prisión, logra apartar los ojos de la arena y contemplar un fragmento de éter blanco, leve y lechoso como el beso de un ángel. A los gritos de los hombres suceden los de las gaviotas y los patos. A lo largo del día, el aire ligero se carga de peligros, mientras que la carne de Moira, presa de agujetas, de calambres, de la soledad, del hambre y, sobre todo, de la sed, se transforma en dolor continuo. Solo su mente lucha, ensamblada a la de Román, al igual que sus manos enrojecidas permanecen selladas a las barras de hierro de la conejera. El mar se acerca, insidiosamente primero, en lenguas plateadas que se deslizan por ciénagas vivas, luego despliega su fuerza brutal: surgidas de la nada, o bien del corazón del Infierno, las olas devoran la tierra en un hábil desorden, antes de unirse las unas a las otras en un impulso prodigioso.
Desde lo alto, el cuadro sería magnífico si el agua no tuviera por compañero al terrorífico aquilón, el viento procedente del norte, que congela y desestabiliza con una demoníaca constancia la pobre jaula. En sus brazos, Moira es zarandeada como una insignificante pluma, polvo obligado a soportar la ira del señor de los vientos. Un pavor emético invade su cabeza y su cuerpo. Con los ojos desorbitados, encorvada, jadeando, transida, susurra una plegaria ante los aires furiosos.
—¡Ogmios! ¡San Miguel! —murmura entre convulsiones, con la voz quebrada—. Alma de esta montaña, que venciste a los abismos del Mal, te lo ruego, llévame lejos de estos cielos… ¡Libérame de las cadenas que me atan a esta roca! Te lo suplico, ahórrale a Román la prueba de mis suplicios y la de la vana esperanza… Espíritu poderoso, que siempre has velado por mi vida, ocúpate de mi muerte… Mi existencia ya no es sino una cárcel impura y seguirá siéndolo aunque abjure. Tú, que lo sabes todo, lo sabes… No quiero renegar de la tierra, de modo que solo me queda el cielo. Pídele al viento que estrelle esta jaula contra las rocas… ¡Desgarra este cuerpo que abandono por propia voluntad y atrapa mi alma para conducirla fuera del tiempo, a otro cuerpo, a otro mundo donde pueda amar a Román!, Moira no puede reprimir el llanto, pero no llora por su suerte, ni por el dolor que le muele los huesos. Sus lágrimas son lágrimas de esperanza. El aquilón sopla más fuerte con la llegada de la noche y de la lluvia, y Moira se alegra, pues el zarandeado balancín parece anunciarle su muerte sobre las piedras del Monte. El viento le habla a través de su vehemencia, pero se niega a matarla. Tal vez la noche se digne satisfacerla. La bruma de la iglesia desciende hacia ella, la envuelve en un sudario húmedo, un cuervo la roza con las alas. Después la asaltan las tinieblas.
—Moira, te hago de nuevo la pregunta: ¿accedes a abjurar de la falsa religión de tus ancestros para abrazar públicamente la única fe verdadera?
Antevíspera de la Ascensión. Al amanecer, los soldados han llevado la jaula a tierra firme. Moira estaba desvanecida, empapada de lluvia, pero viva. El enviado de Ricardo ha ordenado sacarla del calabozo y atarla a la viga, en el suelo, en espera de que vuelva en sí. Su cuerpo estaba tumefacto, sus manos, pegadas a los barrotes, tenían un color púrpura, igual que su rostro. Entre crujidos de huesos, la han extraído y la han atado de nuevo.