—Y para asegurarte de que lograrías tu objetivo —completa Johanna—, escribiste la carta de amenazas imitando la letra de Román. Y conseguiste que suspendieran las excavaciones.
—¡Ah, no, la carta no es cosa mía! —objeta Simón—. Pero creo que sé quién es su autor.
—Christian Brard, supongo.
—Sí. El infeliz estaba todavía más aterrorizado que tus arqueólogos. Cuando vine a enseñarle el diario de a bordo de un buque alemán de la guerra del catorce para su colección, tenía el semblante descompuesto. Conmigo se relajó un poco. Me confesó que estaba totalmente desorientado ante la inculpación de Kelenn… y ante tu sospechosa obstinación en proseguir las excavaciones a toda costa. Temía por su vida y por la cripta, que tú estabas desmantelando sin ninguna consideración. No paraba de lamentarse, y buscaba la manera, inofensiva pero eficaz, de proteger la Virgen Soterraña de tu «locura devastadora», utilizando las palabras exactas de Brard. Desconfiaba de los peces gordos del ministerio, a los que no convencería fácilmente teniendo en cuenta tus… tus «influencias»… Bromeando, le sugerí que hiciera como en algunas novelas policíacas: cometer un crimen en el seno de tu equipo para demostrar la inocencia de Kelenn y conseguir que suspendieran las excavaciones. No le hizo ninguna gracia, claro, pero mi objetivo era otro y di en el blanco: estaba germinando en él la idea de la amenaza potencial de otro crimen entre los arqueólogos, una intimidación sin consecuencias, pero suficiente, dado el contexto, para provocar la suspensión de las excavaciones. Y aquello funcionó. Para todo el mundo excepto para ti. Porque, por desgracia, para ti el cese oficial de las excavaciones no basta. Tú has continuado sola… Eres terrible, ¿sabes?, abandonas a los hombres, pero nunca las piedras.
Johanna se estremece en la cavidad de la roca. Tiembla de frío y de horror. ¿Cómo hacer entrar en razón a Simón? El pasado, sí, hacerle hablar del pasado, quizá los tiempos lejanos le den argumentos que pueda utilizar contra Simón.
—Simón —dice sin levantar la voz—, cuéntame ¿por qué en 1063 Brewen cometió los cuatro asesinatos utilizando los cuatro elementos? Yo creo que no fue solo para vengar la muerte de su hermana.
—¡Por supuesto que no! Es verdad, tengo que contarte también eso… Debes saberlo todo, absolutamente todo. Verás, lo cierto es que Brewen mató tres veces, no cuatro. Cuarenta años antes, en 1023, había presenciado los suplicios y la muerte de Moira, a quien Almodius había entregado al obispo y al príncipe. En 1063, quien actuó fue Brewen, que entonces era el guardián del santuario, la mano guerrera del espíritu sagrado, el centinela de nuestros muertos, la gloria de nuestro pueblo… Sin embargo, la primera muerte no fue un crimen. Tu primer sueño, el monje colgado del campanario, era la visión de un suicidio. Pero el suicidio de fray Antelmo era una señal divina dirigida a Brewen, el camino que debía seguir: al ver al benedictino balanceándose en el aire, recordó el primer suplicio de Moira y supo lo que el dios Ogmios quería que hiciera: matar mediante los elementos de la naturaleza, en memoria de su hermana, a sus antiguos jueces, con objeto de vengarla, de provocar el pánico en la abadía y de hacer que cesaran las obras en la cripta. Mediante el agua, pues, acabó con la vida de un infame, fray Romualdo… Tu segundo sueño… Después, no tuvo elección: el constructor de la gran iglesia abacial, Eudes de Fezensac, acababa de descubrir la entrada del santuario. Brewen echó unas plantas soporíferas en su vaso de vino e incendió su cabaña de madera. El fuego…, tu último sueño. Brewen, ayudado por miembros del clan, entre ellos uno de sus primos, mi antepasado directo, se disponía a tapar la entrada del conducto y colocar de nuevo encima el altar de la Trinidad cuando el vigía les avisó de que alguien se acercaba… Huyeron, pero Brewen y mis primos regresaron discretamente por el pasadizo de arriba, el que he tomado yo también, y observaron a escondidas lo que sucedía en la cripta. Asistieron a un altercado entre el abad Almodius y Román… Entonces Almodius confesó que había envenenado a Moira… Román estaba rabioso, quería defender nuestro santuario, pero no hizo sino demostrar su debilidad. Fue Almodius quien lo atravesó con la espada de san Miguel y lo decapitó, antes de arrojar su cabeza por el conducto. Luego, el abad bajó a explorar la gruta. Había firmado su sentencia de muerte. Cuando subió de nuevo, Brewen y su familia lo esperaban.
Johanna está estupefacta. ¡Simón conocía toda la historia de Román, sabía quién lo había asesinado, sabía que yacía allí!
—Durante los siglos siguientes —continúa Simón—, los guardianes convirtieron en tradición, en memoria de Moira y de Brewen, el hecho de eliminar a los profanadores mediante los cuatro elementos. En una ocasión, sin embargo, no hace demasiado tiempo, no tuvieron necesidad de matar. El guerrero centinela era entonces mi padre. Era muy joven, me ha contado muchas veces esa historia… Corría el año 1960, Froidevaux estaba restaurando la cripta y, limpiando el emplazamiento del antiguo altar de la Trinidad, encontró la entrada de la gruta. Pero Froidevaux creía en Dios y en el Diablo, amaba apasionadamente la Virgen Soterraña, conocía todas las leyendas de la montaña y las respetaba. Enseguida se dio cuenta de que allí había oculto un peligroso secreto. Sintió mucho miedo, un miedo cerval enviado por el espíritu de la peña, y escuchó al espíritu de la peña. No tocó las piedras que cerraban el paso, no intentó averiguar nada, construyó estos dos sólidos altares y nunca le contó a nadie lo que había visto. Ese hombre, descanse en paz, era un santo, tenía una fe ardiente y los dioses se dirigieron a él… Por desgracia, tú no te pareces a él, eres demasiado curiosa y me has condenado a derramar sangre.
—Simón, querido Simón —dice Johanna rompiendo a llorar, con los nervios tensos como una cuerda—, ¿por qué no me contaste todo eso antes? ¿Por qué no confiaste en mí? Yo habría renunciado si tú me lo hubieras pedido, te habría hecho caso.
—¿Crees que estoy loco? —grita—. ¿Escucharme tú? ¡Pero si jamás hiciste caso de mis advertencias, jamás! ¡Te empeñaste en buscar lo único importante para ti: los viejos huesos de tu amado Román, y si yo te hubiera dicho la verdad, eso no habría hecho sino reforzar tu empecinamiento! ¡No paraba de decirte que te quería y era verdad, pero tú solo oías las palabras del manuscrito y de tu viejo del asilo hablándote de un cuaderno desaparecido, preferiste las palabras muertas a la vida que yo te proponía, eres como Román, que engañó a Moira por unas quimeras, no quisiste entender nada!
Johanna se tapa los oídos. «Estoy en peligro —piensa—, salvar la piel, mi piel, ¡Román, ayúdame, te lo suplico, ayúdame!»
—Ti… tienes razón, Simón —balbuce—. Estaba ciega… No me di cuenta de la intensidad de tu amor porque estaba obsesionada con mi misión… Antes de abandonarme a ti, debía liberar el alma de Román, prisionera entre los muros de la cripta… El Arcángel me encargó esa misión cuando era pequeña y, al igual que tú, que obedeces a Ogmios y a los espíritus de la montaña, obedecí al príncipe de la milicia celeste, al gran maestro de ceremonias del paso al otro mundo… ¿Comprendes? Tú eres el único que puedes entenderlo; en virtud de eso, inconscientemente te reconocí, te amé y te dejé… para llevar a cabo esta misión. Somos de la misma raza, hemos sido engendrados por un pasado fabuloso y destinados a conservar ese pasado… Ya casi he finalizado mi tarea, Simón, he encontrado el cráneo, déjame buscar el cuerpo y juntarlo con la cabeza para que el Arcángel lo libere, déjalo reunirse con el alma de Moira, se prometieron el uno al otro hace mucho tiempo y nunca han podido vivir su amor…
—Pobre Johanna… —contesta él, suspirando—. Tu búsqueda es vana desde el principio. Si fuera de otro modo, ya imaginarás que te habría ayudado con todas mis fuerzas. Pero ese espectro es un espíritu maligno, un mentiroso, un enviado del reino de las sombras, recuerda que te lo dije: jamás unirás su cabeza y su cuerpo, persigues una quimera. Después de partirle los huesos a Almodius, Brewen tuvo una idea genial para impedir que los monjes buscaran a su abad y dieran con la entrada del santuario que los celtas se disponían a cerrar. Le quitó a Almodius la capa, la cruz y el anillo antes de arrojarlo a la gruta. Mientras sus hombres se afanaban en tapar el conducto, Brewen puso la cruz alrededor del cuello de Román, cuyo cuerpo sin cabeza yacía en la cripta, el anillo en su dedo y la esclavina sobre sus hombros. Junto al cadáver mutilado, dejó bien a la vista la larga espada del Arcángel que había utilizado Almodius para cortar la cabeza de su enemigo y que todavía estaba manchada de sangre. Almodius y Román eran dos viejos, llevaban el mismo sayal benedictino, tenían más o menos la misma constitución física…
La mirada de Johanna se ilumina.
—Eso significa que, cuando entraron en la Virgen Soterraña, los monjes creyeron que el cuerpo sin cabeza era el de su abad… ¡y que lo había matado san Miguel!
—El propio Arcángel, no sé, pero un poder sobrenatural, seguro que sí, porque Almodius se había burlado de dos cosas: del deseo de Auberto de que la antigua iglesia de los canónigos, una vez transformada en cripta, no fuera mancillada con la realización de nuevas obras, y de la prohibición de penetrar en el lugar santo cuando se convertía en territorio de los ángeles y los demonios, entre completas y vigilias. Algunos monjes influyentes ya imputaban las tres muertes precedentes a la cólera de San Miguel, disgustado por el hecho de que se estuviera excavando en la Virgen Soterraña. Todo el monasterio estaba aterrorizado. En ese contexto, el asunto fue espléndidamente silenciado: los monjes enterraron los cuatro cadáveres, entre ellos el que pensaban que era de su abad, detuvieron inmediatamente la campaña de excavaciones en la cripta y se apresuraron a elegir otro abad, Ranulfo de Bayeux, que ejerció magníficamente su cargo y terminó de construir la iglesia abacial románica.
—Pero entonces… la cabeza de Román está aquí, pero su cuerpo está… ¡en la tumba de Almodius!
—Su cuerpo no está en ninguna parte, Johanna —dice Simón—. Su cuerpo está igual que tu famoso cuaderno de dom Larose, perdido, convertido en polvo, destruido, aniquilado.
—El cuaderno de dom Larose no ha sido destruido, simplemente está escondido no se sabe dónde —contesta ella, mordiéndose la lengua.
«¡Cállate, Johanna, es capaz de torturar a Guillaume para recuperar el cuaderno!», piensa.
—¡Sigue creyendo en tus ilusiones si lo deseas, pero no menosprecies tu oficio, tú no! —le recrimina—. Sabes de sobra que en el Monte, como fuera de él, durante la Revolución vaciaron y saquearon todas las tumbas de abades, el cementerio y el osario de los monjes. Vamos, sé razonable por una vez… No queda ninguna sepultura intacta en el monte Tombe, aparte de la de los tres olams. Tú que has excavado el emplazamiento del cementerio y de la antigua capilla de San Martín, sabes que solo has encontrado piedras y huesos anónimos. Para que los turistas fantaseen, Monumentos Históricos ha reconstruido la estela del panteón del abad Roberto de Thorigny y de Martín de Furmendi en su emplazamiento original, pero tú no ignoras que esos nichos están vacíos, completamente vacíos, como tu búsqueda, ¡una concha vacía! Tengo razón, reconócelo: la tumba de Almodius ya no existe, el esqueleto de Román se convirtió en polvo hace más de dos siglos, por eso, si el fantasma de Román existió alguna vez, no ha vuelto a aparecer desde la Revolución… Su sepultura fue destruida en esa época Johanna, al igual que todas las sepulturas cristianas. El que has visto en sueños es un espíritu maligno, un mistificador que te ha engañado, que se ha introducido en tus sueños para corromperte el alma. Y lo ha conseguido… Has cometido el mismo error que Román, que rechazó durante mucho tiempo el amor de Moira en nombre de sus creencias cristianas… Román al menos tenía un ideal, una fe sincera, aunque yo no los comparta. Tú eres peor; tú me has apartado de tu camino para seguir una obsesión macabra y patológica, un delirio psicótico que ha llevado a la muerte a dos personas y que ahora provoca tu propia destrucción…
En el fondo del hoyo, Johanna se derrumba. Siente cómo el peso del cansancio de los últimos días la vence y la hunde en el suelo de piedra.
—Simón, te lo ruego —dice débilmente—, déjame salir. Si me amas, no puedes dejarme aquí. Por favor, ten compasión, ayúdame, no puedo más…
—¡Ay, Johanna, mi Johanna…! —murmura con voz llorosa—. Te quiero, es verdad, pero ya es demasiado tarde. Lo has estropeado todo. No quisiste saber nada de mí cuando todo era posible, y esta noche… ¡Se ha acabado! Eres la artífice de tu propia desaparición, amor mío. Tenías que haberme creído. Pero has querido penetrar en la tumba del pasado, y no es posible retroceder en el tiempo con toda impunidad. Recuerda «la misa del aparecido» y el vicario condenado a ir al mundo de los muertos por haberse acercado demasiado a él estás al otro lado del espejo, Johanna, ya no puedo hacer nada por ti.
—¡Simón, déjate de leyendas y de desatinos de la Edad Media! —grita Johanna, con la energía que le da pensar que es su última oportunidad—. ¡No estamos en una fábula medieval, sino en el siglo XXI, esto es real, y no vas a matarme simbólicamente sino de verdad! ¡Te quiero, Simón, sálvame! ¡No le diré nada a nadie, guardaré silencio, te lo juro, y nos iremos lejos de aquí para amarnos a la luz del día!
Arriba, Simón llora convulsivamente, profiere gritos salvajes con la boca torcida y el semblante descompuesto.
—¡No, No! ¡El santuario de Ogmios es sagrado, está reservado a los druidas, a los olams, y no debe ser mancillado por humanos! ¡Desde hace mil quinientos años solo ha entrado Almodius, y fue porque Brewen lo arrojó allí para que muriera! ¡La tumba de los sumos sacerdotes debe permanecer inviolada y cualquiera que la profane debe morir en su interior, Johanna! ¡Ni siquiera yo he bajado jamás, ni siquiera Moira, nadie, entérate, nadie! Si pudiera, Johanna…, pero eso sería abjurar de la fe de mis antepasados, cuestionar quince siglos de historia, reducir a la nada mis raíces, olvidar los suplicios de Moira, los sacrificios de los guardianes guerreros, renegar de mi padre, de mi familia, renegar de mí mismo.
—¡Eres un cobarde, Simón, un cobarde y un fanático! Es mucho más fácil refugiarse en un pasado muerto y familiar que arriesgarse a crear un futuro desconocido y vivo. La memoria te asfixia, te esteriliza, estás encerrado entre las ramas de un árbol diabólico que ha crecido sobre un montón de cadáveres. ¡Reacciona, rebélate! Eres un niño a merced de un padre antropófago. ¡Deja de una vez de volver la cabeza atrás, mira hacia delante, hacia delante! ¡Yo estaré a tu lado, te lo aseguro! Te lo perdono todo, Simón, todo, volvamos a empezar desde cero, construyamos nuestra propia leyenda, nuestro castillo distinto de todo, estaremos desvinculados de la historia pero crearemos la nuestra… y estaremos juntos.