La promesa del ángel (74 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—Ah, no lo sabía. Verá, a mi edad, se pierde la memoria; no sé si conseguiré acordarme del nombre de todos… A ver, Mainardo I —dice, contando con los dedos—, Mainardo II…, su sobrino, creo…, Hildeberto. Thierry de Jumiéges, Almodius y Ranulfo de Bayeux. Eso es, seis, los seis primeros abades benedictinos fallecidos en el Monte, los padres fundadores de la abadía.

Johanna está atónita. La confusión domina su mente.

«¿Es posible que esta mujer esté diciéndome, como si tal cosa, que la tierra de este castillo cubre la tumba de los hombres que acaba de nombrar? —piensa—. No… Sería… ¡sería prodigioso!»

—¿Están los seis aquí? —se aventura a preguntar, en un tono falsamente ligero.

—¡Por supuesto! —responde Hortense de Montfort—. Si no recuerdo mal, solo faltan tres abades: Aumodio, Suppo y Raúl de Beaumont, que vivieron en el siglo XI, pero cuyos restos no reposaban en el Monte, no sé por qué. Eloi de Montfort, el antepasado de mi esposo, hubiera traído más, porque después de ellos también hubo grandes abades, pero había que actuar deprisa y con discreción… Algunos estaban en el coro, en panteones de piedra demasiado difíciles de abrir. En cuanto a la cabeza de Auberto, los revolucionarios ya se la habían llevado para destruirla, pero Eloi convenció a un amigo suyo médico de que la reclamara y la conservara como curiosidad médica; así fue como la salvaron y la conservaron hasta que se reanudó el culto… Esa noche, en la gran iglesia y en el cementerio, Eloi estaba frente a los apóstoles y a todos los santos, y escogió a los apóstoles, los primeros, los fundadores. Cuando pienso en ello…, ¡es un cuadro tan épico! En 1791, los monjes son expulsados de la abadía por los
sansculottes
, el Monte se convierte en un municipio llamado «el Monte libre», los manuscritos medievales son transportados apresuradamente por los arenales hasta Avranches… Y Eloi de Montfort, señor oficialmente adherido a las ideas de la Ilustración y de la Revolución, una noche, como un bandido o un profanador, roba de su sepultura los restos de los seis primeros abades, los esconde con su sudario en toneles de vino vacíos y los transporta en una carreta a su castillo, aquí mismo, al panteón familiar, para salvarlos de la furia devastadora de los revolucionarios, que saqueaban todos los edificios religiosos, incluso los cementerios.

Johanna está boquiabierta.

—La leyenda de los abades robados —murmura, pensando en los olams.

—¿Cómo dice?

—La historia es muy extraña… ¡Ah, ya sé por qué me sonaba su apellido! —exclama de pronto Johanna—. Durante la guerra de los Cien Años, entre los caballeros que defendían el Monte contra los ingleses había un Montfort.

—Exacto. Raúl de Montfort combatió valientemente junto a Luis de Estouteville y en 1470 fue condecorado, a título póstumo, con la orden de los caballeros de San Miguel. Nuestra familia ha estado siempre muy vinculada al Monte, en todas las épocas. Varios de sus miembros fueron monjes allí. Para nosotros, el Monte fue, es y siempre será bretón. Era nuestro deber garantizar nuestra protección a sus apóstoles.

Johanna siente deseos de reír a carcajadas.

«¡Es asombroso! —se dice—. ¡Qué pasión tan desbocada suscita esta montaña en todas las épocas! Celtas mártires de los cristianos, benedictinos mártires de los revolucionarios… ¡Y qué secretos! Placide sabía que la familia Montfort velaba desde 1791 por las tumbas de los abades. Los benedictinos lo saben. ¿Por qué no lo han revelado nunca? ¿Por qué ningún historiador, ningún libro, ningún funcionario de Monumentos Históricos lo ha mencionado jamás?»

—Señora, ¿por qué no restituyeron las reliquias cuando… los tiempos dejaron de ser tan turbulentos?

—Después de haber escondido a estos seis abades, Eloi constató con horror que los revolucionarios ejecutaban sus viles designios: no quedó nada de las tumbas de los otros abades que él no había podido salvar. Hasta la emprendieron con los osarios de los simples monjes, por no hablar de los vivos: en 1792, en París, mataron al superior general de la congregación benedictina de San Mauro, y en 1794 guillotinaron al superior de Cluny, entre otros. Eloi se había adherido a las ideas nuevas, pero ayudaba de tapadillo a los sacerdotes rebeldes y a los monjes amenazados, entre ellos algunos benedictinos del Monte, a marcharse a Inglaterra. Durante el Terror, fue denunciado por estas actividades y guillotinado en la plaza pública. Antes de subir al cadalso, le pidió a su hijo que no dijera nada de las reliquias de los abades ni las devolviera hasta que se recuperase la única fe verdadera, cuando una comunidad de benedictinos se instalara de nuevo en la montaña. Solo podían fiarse de ellos, pues se trataba de sus padres, esas reliquias santas les pertenecían; nosotros no éramos más que sus guardianes clandestinos. Así pues, lo decapitaron, y el secreto de la tumba de los abades se transmitió de generación en generación en el seno de nuestra familia, en recuerdo de él, mientras que la abadía, desposeída de fe, era transformada en odiosa prisión de Estado e instalaban el potro en la plaza del cementerio religioso saqueado.

—Y los benedictinos no regresaron al Monte hasta 1966 —dice Johanna.

—Sí —dice Hortense de Montfort, pensativa—, con motivo de la celebración del milenario monástico, pero hasta 1969 no restauraron una comunidad permanente en la abadía. Yo creía que el padre Placide le había contado eso, pues fue en esa época cuando mí difunto marido y yo lo conocimos. Estábamos tan contentos de que los monjes negros hubieran vuelto… Pensábamos que era definitivo, que los verdaderos propietarios del Monte, los que habían construido su leyenda, ya no volverían a irse, pero, desgraciadamente… Resumiendo, en 1969, fiel a la última voluntad de su antepasado Eloi, mi difunto marido solicitó una entrevista con el prior de la época, que ejercía la función de padre abad, y le contó toda la historia. ¡Imagínese la sorpresa de aquel hombre! Una mañana, recibimos la visita del superior del Monte y del padre Placide, que venían a constatar la historia por sí mismos y a ver las reliquias en el panteón. El prior meditó sobre el asunto, consultó a la comunidad y, para nuestra gran sorpresa, se negó a recuperar los huesos sagrados, prefiriendo que nosotros continuáramos ocupándonos de su custodia y guardando el secreto.

—Pero ¿por qué? —pregunta Johanna, sin salir de su asombro.

—Porque, querida señorita, contrariamente a lo que mi esposo y yo creíamos, las cosas habían cambiado mucho en la peña y en el corazón de los monjes. Los benedictinos ya no eran los mismos; con excepción de nuestro querido Placide, ninguno llevaba hábito, vestían como laicos y celebraban el oficio en francés. Ya no eran dueños de su hacienda ni de su glorioso pasado, solo simples arrendatarios. El Estado, Monumentos Históricos, el administrador del Monte eran ahora los únicos propietarios de la abadía, que destinaban al turismo de masas, y en ese decorado de museo, estereotipado y ateo, los monjes no eran sino marionetas… Cuando pienso en ello, me digo que, en el mejor de los casos, el prior temió que los preciosos esqueletos, en lugar de ser de nuevo enterrados y venerados en paz, fueran estudiados, analizados por historiadores, científicos, personas como usted, y a continuación expuestos a las miradas impías en una sala del monasterio, como vulgares baratijas; y en la peor de las hipótesis, me temo que los benedictinos contemporáneos hayan renunciado a su historia eterna para estar «al día». Sí, los monjes negros han abandonado al Arcángel… Quizá sea esa la triste verdad.

Johanna baja los ojos. Simón tenía las mismas reservas respecto a sus reliquias. «Si los benedictinos hubieran descubierto la gruta, la habrían destruido en nombre de la fe, pero si el hombre moderno la hubiera encontrado, la habría transformado en museo por falta de fe», había dicho.

—Yo no estoy calificada para juzgar la actitud de los benedictinos contemporáneos —contesta en voz baja—, pero acerca del papel del Estado en el Monte no comparto su opinión, porque al fin y al cabo ha sido él el que lo ha salvado y restaurado.

—¡Después de haberlo devastado durante un siglo! —objeta la anciana.

—Si hago abstracción de mi oficio y escucho solo a mi corazón, puedo comprender la reacción del prior —añade Johanna.

—Yo espero haberla comprendido —replica Hortense de Montfort—. No obstante —prosigue—, mi marido y yo nunca lamentamos habernos puesto en contacto con él, porque gracias a eso conocimos al padre Placide, un monje orgulloso del pasado, apto para recibirlo y para protegerlo. De hecho, desde 1969, todos los años venía solo a decir aquí una misa a sus padres fundadores y a recogerse en la capilla. Luego, en 2001, los benedictinos se marcharon de la montaña santa y ese mismo año mi marido murió. El padre Placide continuó viniendo con bastante frecuencia, hasta que la edad y la enfermedad también lo alcanzaron a él.

—Hoy estoy yo aquí en su nombre —dice Johanna, emocionada—, y no traicionaré el silencio que él siempre ha respetado.

—La creo —admite la anciana, escrutando a Johanna—. Églantine le indicará el camino, es al fondo del parque y mis piernas ya no pueden llevarme hasta allí. Señorita, quédese todo el tiempo que quiera, rece por él y súmenos a sus oraciones, él siempre lo hacía.

—Entonces yo también lo haré, señora.

Johanna sigue a la gobernanta bajo el sol, a través del parque abandonado a una vida autónoma y anárquica. Una capilla gótica se alza detrás de las aulagas. Sin decir una palabra, Eglantine abre la puerta, deja la llave en la cerradura y toma de nuevo el invisible sendero en dirección a la casa. Johanna aprieta el bolso contra su corazón. ¡Ya está, Román, esta vez sí! Entra tímidamente en el mausoleo. Sobre un altar de mármol blanco hay dos cirios. Colgado de la pared, un crucifijo. Tres vidrieras azules filtran la luz: en la del centro, encima del pedestal, está representado un Cristo glorioso resucitado de entre los muertos. En la vidriera de la izquierda destaca la Virgen. En la de la derecha, san Miguel con armadura abatiendo al dragón con su larga espada. La ventana azul del Arcángel. Johanna sonríe a su ángel. Las paredes de la capilla están cubiertas de placas con el nombre de los que reposan allí, su título, sus hazañas, la fecha de su nacimiento y la de su muerte, más una frase de amor en algunos casos. Los muertos más antiguos datan del siglo XIV. El más reciente es el marido de Hortense. Johanna constata que la condesa ya ha hecho grabar su placa, junto a la de su esposo, en la que solo falta la fecha de su fallecimiento. Naturalmente, los padres abades no aparecen mencionados en ninguna parte. Johanna examina el suelo: tres grandes losas de piedra, con una anilla de bronce, permiten acceder a las sepulturas subterráneas, repartidas en tres panteones. ¿En qué panteón descansan los abades? Hortense de Montfort no lo ha precisado. Johanna se arrodilla, observa la piedra: ninguna inscripción que pueda ayudarla. Solamente tres losas, una a la izquierda, otra en medio y otra a la derecha.

«La de en medio.» Las últimas palabras de Placide. «Montfort, la de en medio.» Johanna se echa a reír. «¡Gracias, padre Placide!»

Acaricia la losa del centro: el cuerpo de Román está debajo… Lo siente, lo sabe.

«Almodius —dice mentalmente—, tú separaste a Román y a Moira, tú los mataste a los dos, pero, en la muerte, socorriste a tu antiguo rival. ¡Gracias por ello!»

Johanna reflexiona. Después de haber depositado los restos de los seis abades en el panteón del centro, y a fin de proteger su secreto, sin duda Eloi de Montfort prohibió que enterraran allí a otros difuntos; de ahí que abrieran la tercera cripta, al lado. Así pues, se supone que nadie ha penetrado en el panteón de en medio desde 1791, aparte del prior del Monte y el padre Placide en 1969.Tal vez, pero, si es así, ¿cómo bajar? A pesar de la anilla, Johanna no tiene la fuerza suficiente para levantar la losa con las manos; necesitaría herramientas. Le cuesta imaginar a la guardiana del santuario permitiéndole penetrar en la cripta subterránea y prestándole una palanca, así que debe actuar sola y a escondidas… Todos sus instrumentos de arqueología se han quedado en la Virgen Soterraña. ¿Cómo se las va a arreglar? Mira a su alrededor y se le ocurre una idea. Deja el cráneo de Román en una esquina del altar, coge el bolso vacío, vuelve al castillo, pone como excusa que ha olvidado un misal regalo del padre Placide para ir al coche y buscar en el maletero. Unos instantes después, regresa triunfal a la capilla. Cierra con llave por dentro antes de sacar del gran bolso una linterna de bolsillo, una piedra y… el gato del coche.

El cielo todavía está claro, no hace falta encender los cirios. Con todo, Johanna se sube al altar. De rodillas sobre el pedestal de mármol, con los muslos entre las velas, contempla la vidriera azul y el crucifijo de la pared. La cruz de bronce es hermosa y extraña: Jesús exalta el sufrimiento, sus heridas abiertas sangran y tiene el semblante descompuesto de dolor, en un puro estilo saint-sulpiciano. El brazo vertical de la cruz debe de medir por lo menos un metro veinte, y el horizontal unos ochenta centímetros. Johanna roza apenas el objeto sagrado; luego se decide a tocarlo. De repente, lo coge con ambas manos y lo descuelga de la pared, pero pesa tanto que está a punto de caérsele al suelo. Lo estrecha entre sus brazos y deposita un beso sobre la frente coronada de espinas.

—Perdona, Jesús —susurra—, pero necesito tu ayuda.

Deja la cruz sobre el altar, junto a la cabeza de Román, baja de la mesa de mármol y la empuja con dificultad hasta las tres losas. A continuación, pasa el crucifijo por la anilla de la losa de en medio, lo encaja en el intersticio del pavimento y lo utiliza para hacer palanca. La lápida se levanta ligeramente. Con rapidez, coloca debajo la piedra. Después, introduce cuidadosamente el gato, inserta la manivela en el utensilio y empieza a dar vueltas. El gato sube, levantando la losa. Unos centímetros más… ¡Ya está! El hueco es lo bastante grande para permitirle pasar. Enciende la linterna de bolsillo y baja los peldaños del panteón.

Está oscuro, hace frío y falta el aire. Las entrañas de la tierra son más frías que las de la roca. Despiden un olor fuerte de carne de caza adobada, el de las decenas de cadáveres que se han descompuesto allí. La estancia es pequeña, rectangular, y en todas las paredes hay nichos donde descansan ataúdes de madera. El mausoleo no es un vientre, sino una trinchera superpoblada con difuntos amontonados, emanaciones repugnantes, una atmósfera densa. Instintivamente, Johanna se vuelve hacia la losa y la enfoca con la linterna. No hay peligro, está abierta y el gato no puede ceder… Se dice que, puestos a elegir, preferiría morir en la redonda caverna celta, con Epona, los olams y Almodius, que en ese templo con cuerpos ocultos y bien ordenados.

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