«Tradicionalmente, los celtas no hacían imágenes de sus dioses —se dice—. Fueron los romanos los que introdujeron las representaciones antropomórficas de las divinidades, de modo que esta estatuilla fue esculpida después de la invasión romana de la Galia, en el siglo I, y antes de la cristianización, en el siglo VI… ¡Un margen de cinco siglos, menuda precisión! La gruta seguramente es prehistórica, y este santuario puede muy bien datar de la gran época céltica, la civilización de La Téne, en 450 antes de Cristo. No tengo ningún medio de estar segura de eso, pero es prodigioso desde el punto de vista arqueológico y humano. ¿Desde cuándo no ha pisado un hombre el suelo de este lugar?»
Johanna está subyugada por su descubrimiento. De repente, piensa en Guillaume. Recuerda lo que el joven le dijo la primera vez que se vieron, en la Virgen Soterraña. Le habló de los celtas y del dios Ogmios, venerado en la montaña.
«Ogmios, el dios de la guerra, de la elocuencia, de la escritura, de la magia y de los muertos… Ese dios sicopompo que, como Epona, como san Miguel, conduce el alma de los difuntos al otro mundo. Guillaume no sabía que Ogmios también era venerado debajo de la montaña… Me encuentro ante el antepasado pagano del Arcángel cristiano. La morada de Ogmios parece una versión primitiva de la Virgen Soterraña: forma redonda, como el oratorio de Auberto que rodea la cripta, altares gemelos, consagración a la diosa madre, representación pagana de la virgen negra que preside arriba, consagración por Ogmios-San Miguel…
»Arriba, la cripta fue bautizada con el nombre de la Virgen Soterraña, pero la que merece tal nombre es esta gruta, pues es el lugar más antiguo del Monte, el origen de la montaña, sus raíces, la fuente, la madre que lo ha engendrado todo…, sus entrañas.»
Johanna deja la escultura sobre uno de los dos altares. Retrocede unos pasos. Algo la roza y se sobresalta de miedo. Dirige el haz de la linterna hacia sus piernas y ve un esqueleto tendido a sus pies. No puede contener un grito de terror… y de alegría. ¡Román! Recorre el suelo de la caverna con el foco de luz y descubre tres esqueletos, dispuestos alrededor de los altares. Los mira uno tras otro, para constatar que todos tienen la cabeza sobre el cuerpo. Ninguno es Román. En cambio, los tres llevan jirones de tela blanca y una cruz de oro alrededor del cuello. Johanna ilumina con la linterna el colgante: una cruz druídica con cuatro brazos iguales. Los difuntos debieron de ser tendidos sobre flores, pues resultan visibles rastros de polen. A su alrededor, el suelo está alfombrado de vasijas, joyas y armas curvadas: las ofrendas a los dioses.
«¡Cielo santo! Esto debía de ser un lugar de culto, transformado en monumento funerario para acoger a estos tres dignatarios, sin duda grandes hombres de la casta de los guerreros, lo que explicaría la presencia de Epona. ¿Cuándo fueron depositados en este vasto panteón?»
Johanna se inclina sobre uno de los cuerpos.
«Habría que hacer un análisis químico de los restos, una datación mediante arqueometría —constata—. ¡Paul se quedaría boquiabierto ante este espectáculo! A simple vista, la estructura y el color de los huesos permiten presagiar varios siglos de edad… ¿Cuántos con exactitud? Imposible decirlo, ¡es frustrante! Vaya, junto al tercer cuerpo hay depositada una estela, una placa de granito con una inscripción grabada en una lengua desconocida, con un alfabeto desconocido. ¿Qué significa este misterioso epitafio? Ideogramas…, una sucesión de trazos verticales, horizontales y oblicuos…, parecen runas…, ¡no, Johanna, son ogams! ¡Sí, exacto, es escritura ogámica, inventada por el dios Ogmios para uso exclusivo de los druidas! La lengua sagrada que empleaban para la divinización y las inscripciones en las tumbas… Sí, por el trazado, es la lengua del dios de los muertos. Pero soy incapaz de descifrar los jeroglíficos celtas. Guillaume habría podido hacerlo. Estos tres guerreros debieron de ser depositados aquí, escondidos tal vez, a raíz de un drama. ¿Guarda esto alguna relación con Román? Estos cadáveres probablemente son anteriores, y en el siglo XI nadie conocía ya el lenguaje de los ogams. Nadie salvo… Moira. ¡Sí, ese era el secreto de Moira que Román deseaba preservar a toda costa! Pues claro…, es evidente. La joven celta conocía la existencia de esta gruta, sabía lo que había en el interior de este vientre clandestino, milagrosamente salvado de los cristianos. En 1023, el proyecto inicial de la gran iglesia abacial preveía la destrucción de la iglesia carolingia. Pero, si derribaban la iglesia, esta guarida sería descubierta. Moira, fiel a su pueblo, imploró al constructor que no tocara la iglesia de los canónigos a fin de proteger este lugar subterráneo; por eso Román modificó los planos de Pedro de Nevers antes de marcharse del Monte, ocultando a todos las verdaderas razones de ese cambio arquitectónico. Si hubiera dicho la verdad, los benedictinos habrían asolado este templo pagano… Román era monje, desaprobaba las creencias impías de su amada, pero Moira acababa de morir y él estaba triste y desesperado… Se inventó la extravagante superchería que cuenta en su manuscrito para salvaguardar este cementerio celta y honrar la memoria de Moira… y la iglesia de arriba se convirtió en la cripta de la Virgen Soterraña, oscura como la gruta que cubría. En 1063 sucedió algo que hizo regresar a Román; este osario debía de estar en peligro. Alguien debía de amenazar con descubrirlo. Román cumplió la promesa hecha a Moira, la necrópolis celta permaneció oculta a la mirada de los cristianos, pero él murió aquí… ¿Quién lo decapitó? ¿Dónde está su cadáver?»
Da la espalda a los tres esqueletos para acabar de inspeccionar la caverna. «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo.» La tierra del Monte es la roca. Román está fatalmente aquí, en el corazón de la montaña. Atrapado en el centro de la pirámide de piedra, como una momia egipcia. Una momia en dos trozos.
Lejos de los altares y de las sepulturas, la linterna ilumina de pronto otros despojos humanos, muy diferentes de los tres anteriores: este esqueleto está sentado, apoyado en la pared. Ninguna ofrenda a su alrededor. Ningún rito funerario. Vestiduras negras se adhieren a sus huesos como miserables ornamentos. Johanna las toca. Caen convertidas en polvo, pero son los restos de un sayal. Del cinturón de cuero cuelgan un rosario casi intacto, un pequeño cuchillo y una tablilla de cera. Un monje. Un benedictino. A diez centímetros del cuerpo, yace en el suelo… una cabeza. Su cabeza.
Johanna se queda petrificada. Es él. Quisiera hablarle, decirle lo que ha sido para ella durante todo el tiempo que ha permanecido en su interior y ha alimentado su alma. El alma… Ahora Johanna debe apaciguar la suya, aceptar y consumar la separación, su separación. Debe abrir la ventana azul, y él saldrá volando para reunirse con Moira…, sus almas se encontrarán en el infinito. Johanna se quedará sola con el cuerpo de Román, ese esqueleto cubierto de ornamentos negros que ha buscado toda su vida. ¿Podrá continuar excavando, animado el corazón por la búsqueda de otras osamentas? Si ya no hay búsqueda, tampoco hay sentido y tampoco hay vida. ¿Deberá resignarse a llevar una existencia separada del misterio, indiferente al enigma de sus sueños? Johanna se arrodilla, deja la linterna y toca el cráneo. Levanta la mano hacia el pecho de Román. Constata que tiene varios huesos fracturados a la altura de las costillas, del codo izquierdo, de la muñeca y de los miembros inferiores. Examina la nuca: ningún rastro de decapitación. Es evidente: el cuello no ha sido seccionado. Durante la descomposición del cadáver, el cráneo se ha desprendido de las vértebras y se ha separado del tronco apoyado en la roca. No es Román. Una inmensa decepción invade a Johanna; luego la asalta una pregunta: si no es él, ¿quién es?
Distingue un estilete junto a su mano derecha. La tablilla de cera, el desconocido ha escrito algo, sus últimas palabras… Es latín. Johanna conoce esa lengua muerta a la perfección. Deja la cabeza e ilumina con la linterna los caracteres románicos: la escritura es torpe, como la de un niño, las palabras no están rectas; claro, las ha trazado en la más absoluta oscuridad, trabajosamente, con los huesos rotos. Es el testimonio de un moribundo. Emocionada, Johanna lee. Traduce.
Brewen, el hermano de Moira, ha colgado a fray Antelmo en el campanario, ahogado a fray Romualdo en la bahía y quemado a Eudes de Fezensac, mi constructor. El aire, el agua, el fuego, los suplicios que sufrió Moira hace cuarenta años. La tierra, lugar de la muerte de su hermana, me la ha reservado a mí: me ha partido los miembros y arrojado a este santuario impío, cuya única salida, bajo el altar de la Santísima Trinidad, ha condenado con ayuda de varios cómplices. Voy a morir como ella, bajo tierra. No temo esta muerte, temo el castigo de Dios. Que el Arcángel interceda ante El, pues soy un asesino. Por amor, he matado a los dos únicos seres humanos que amaba. Maté a Moira y he matado a fray Román. Ángel del firmamento, que el alma de ambos esté contigo en la paz del cielo. Príncipe de la guerra, ten piedad de mi alma extraviada entre los demonios.
Padre abad Almodius - noche de la Ascensión del año 1063
Johanna olvida a Epona, a Ogmios y los tres esqueletos celtas. La gruta se desvanece ante sus ojos, invadidos por imágenes de otra época, la de sus tres sueños anónimos, que por fin se encarnan y se personifican a través de Almodius, cuyos restos contempla.
«¡Almodius! ¿Qué clase de hombre era? —se pregunta la arqueóloga—. Un maestro reconocido y respetado del scriptorium, un padre abad cuya muerte se halla envuelta en el misterio, no figura en ningún archivo y hoy se aclara… Su pasión por Moira debía de ser inmensa para haber conducido a la joven celta a la muerte. Pero ¿y Román, al que declara amar? ¿Por qué mató a Román? Seguramente por celos en relación con Moira…, ¡no obstante Moira llevaba cuatro décadas muerta! Unos celos reprimidos durante cuarenta años, a los que quizá se sumaban otros sentimientos…»
Johanna no sabrá nunca la verdad, pero no consigue detestar a ese ser que murió asfixiado en la gruta o destrozado por las heridas hace más de nueve siglos. Aunque Almodius entregara a Moira, provocara la separación entre Román y la joven celta y matara con sus propias manos a su querido Román, ella no lo odia. Al contrario, una profunda compasión se apodera de ella frente a los huesos del padre abad. ¡Cómo le gustaría enterarse de lo que ocurrió entre él y Román! Pero el triste cadáver, tras haberse presentado del modo en que lo ha hecho, se queda en silencio. No, tiene una cosa más que decirle: el esqueleto de Almodius no lleva ni la cruz labrada ni el anillo característicos de los padres abades. ¿Dónde están esos signos distintivos? Y sobre todo, ¿dónde está Román?
«Román —piensa—, eres inocente de los crímenes que he visto en sueños y que se produjeron de verdad en 1063; el testamento grabado en cera lo demuestra. Me enviaste la visión de esos crímenes, perpetrados por el hermano de Moira, para ilustrarme sobre las circunstancias de tu propia desaparición. No era una confesión de culpabilidad, tal como yo siempre había presentido. El monje decapitado no es un espíritu maligno. Pero ¿dónde está? ¿Por qué me ha pedido que excave aquí?»
Johanna explora el resto de la gruta, pero no encuentra ninguna otra osamenta.
«¿Y si me hubiera equivocado? —se pregunta—. No, es imposible. Su cuerpo tiene que estar forzosamente aquí, con el hombre que lo asesinó. Almodius, ¿qué hiciste con tu víctima?»
A modo de respuesta, se fija en un montículo de piedras, a un metro del cadáver del padre abad. Conteniendo la respiración, las aparta y descubre… un cráneo y una cruz cristiana de oro colgada de una cadena.
Bajo la Virgen Soterraña, 3 de junio, veinticuatro horas y cuatro minutos. Las lágrimas brotan en silencio de los ojos de Johanna.
La joven tiene la certeza de haberlo encontrado por fin y de estar al final del camino. Llora por el duelo que va a tener que hacer. No se atreve a tender la mano hacia la cabeza de su bienamado Román. Almodius dio sepultura al cráneo de su víctima, enterrándolo como pudo bajo un montón de piedrecillas y colocando junto a él su propia cruz bautismal.
«Almodius decapitó a Román, pero lo amaba —concluye—. Después de haberle construido esta extraña sepultura, rezó por él. Almodius no intentó escapar, era inútil. En vista de las fracturas de las piernas, ni siquiera debía de poder mantenerse en pie. Se arrastró boca abajo por la gruta para apoyarse en esta pared, redactó su testamento y esperó la muerte implorando a los ángeles.»
Johanna acaricia la cabeza de Román. ¿Dónde está su cuerpo? No lo ve en ninguna parte… Busca de nuevo, examina todos los rincones de la gruta, y de repente oye un ruido extraño, una especie de repiqueteo de madera en la roca, detrás de ella, donde está el conducto por el que ha bajado. Coge la linterna y se dirige hacia, la garganta de granito. En ese momento constata que la escala de cuerda ha desaparecido. El pánico se apodera de ella.
—¿Hay alguien ahí arriba? —grita.
En un instante, el miedo le empapa el rostro y el pecho de un sudor acre. Silencio. Nadie responde, pero tiene que haber alguien, la persona que ha retirado la escala. Desde el fondo del pozo, percibe una presencia en la Virgen Soterraña. ¿El espectro? No, claro que no. ¿Una presencia humana? ¡Imposible! ¡La puerta, la cadena, el muro! Imposible, y sin embargo… Se agarra a la roca: demasiado vertical, sin asideros, es imposible escalar utilizando solo las manos. Dirige el haz de la linterna hacia el círculo de luz. Distingue un trozo de bóveda del techo de la cripta.
—¡Eooo! ¡Estoy aquí abajo! —grita de nuevo, angustiada—. ¡Sé que está ahí, sea quien sea! ¡Eche la escala, tengo que subir!
Silencio horrible y eterno. Johanna vocifera más aún. Sabe que su vida depende de ello. ¡Tiene que salir de allí! Sufre un ataque de claustrofobia. Jadea, se asfixia en las profundidades de la piedra. Chilla, se agarra a la roca, mira la cima del corredor vertical. De repente, una voz que no alcanza a cubrir sus gritos. No comprende las palabras, pero el sonido…, ese timbre, esa entonación…, ella los conoce. Deja de gritar. Silencio de nuevo. Luego, en el redondel luminoso, siete metros por encima de ella, aparece una cabeza. Una cabeza aureolada de cabellos negros y rizados, con los ojos verdes, con la piel aceitunada.
—Lo siento, Johanna —dice Simón con dulzura—, pero no vas a subir.
—¡Eres tú! Pero… ¿qué haces aquí? ¿Cómo has entrado en la cripta?
—Por la nave de la iglesia abacial. Ocultas bajo los bancos de la iglesia, hay dos trampillas que conducen por arriba a la cripta, hasta las puertas situadas en las tribunas, sobre los altares gemelos. Esos dos pasadizos han existido siempre. Todo el mundo cree que están condenados, pero yo tengo la llave de la gran reja que, bajo una de las trampillas, corta el paso desde la iglesia al altar de la Trinidad. La he tenido siempre y nadie lo ha sabido jamás. Aunque hubieras construido diez muros para proteger la puerta de la cripta, no habrías podido impedirme entrar en la Virgen Soterraña por el cielo…