La promesa del ángel (68 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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—Simón, pero ¿qué significa todo esto? No entiendo nada. ¿Para qué te sirve esa llave? ¿Qué haces aquí?

—Johanna, mi querida Johanna… Yo tengo todas las llaves de la abadía, incluso las que los hombres y el tiempo han olvidado, porque yo soy un centinela. Soy el guardián secreto de la gruta que desgraciadamente has descubierto. Soy celta por parte de padre, pertenezco a un largo y prestigioso linaje, soy el descendiente de un primo de Moira y de Brewen… Mucho antes de que ellos nacieran, durante la conquista de la montaña por parte de los cristianos, mis antepasados condenaron este santuario y designaron a unos clanes para protegerlo e impedir el acceso a los cristianos. La familia de Moira formaba parte de esos elegidos del espíritu que gobierna la peña, nacidos para custodiar este lugar. Moira cumplió su misión y lo pagó con su vida… Su hermano la vengó y también impidió que los infieles descubrieran y destruyeran nuestro pasado. Muchos más, después de ellos, recogieron esa antorcha sagrada, y muchos más la recogerán…

La voz de Simón retumba entre las paredes del conducto y, con un timbre solemne, grave, y un ligero eco, llega sin dificultad hasta Johanna. Una voz de iglesia. Un tono de sermón bíblico. ¡Simón, su Simón, adicto a las antiguas creencias de un pueblo desaparecido, él, el agnóstico obsesionado por la realidad de las cosas, él, el que vituperaba el romanticismo, la imaginación fértil de Johanna, el neoceltismo de Guillaume! Johanna se queda muda de estupor y de espanto. Jamás lo habría sospechado.

—Sé lo que piensas —dice él—. Pero precisamente acepté esta tarea sagrada que me transmitió mi padre por coherencia conmigo mismo: preservo un templo real, una historia real, unas sepulturas reales… El santuario existe y yo existo; no hay ninguna nostalgia enfermiza en esto: yo soy la prueba de la supervivencia de los celtas, la encarnación de un pasado vivo y, por lo tanto, de un presente y de un futuro.

Johanna se siente a la vez consternada y cautivada por las palabras de Simón.

«Simón sabía que Moira era la guardiana del santuario —piensa—. Hace casi mil años, ella le contó a Román lo mismo que Simón me está diciendo ahora. Luego, murió en una fosa, prisionera, cuando Román ocupaba el lugar de Simón, libre, al aire libre… e impotente para liberarla. Esta noche soy yo la cautiva bajo tierra y estoy a merced de Simón. Simón era el vínculo con Moira y yo no me di cuenta. Hacerle hablar, sí, hay que hacerle hablar… Debo entenderlo todo, debo aclarar los misterios.»

—Simón, ¿quiénes son estos tres cadáveres por los que se ha derramado tanta sangre? —pregunta—. ¿Guerreros?

—No, Johanna, esos tres cuerpos son la carne de la historia. Druidas, los tres olams, el testimonio de que la leyenda céltica no es una fábula… Yo soy el depositario de esa historia, pero voy a compartirla contigo.

Silencio, que ella no se atreve a romper. Silencio, que él saborea como su victoria.

—En el siglo VI —comienza—, cuando los cristianos evangelizaron por la fuerza la región, con el monje gales Sansón a la cabeza, el Monte, llamado entonces monte Tombe, era un lugar dedicado al culto a nuestros dioses y un punto de paso hacia el Sid, el mundo de los inmortales. En la cima había un gran dolmen, pero debajo existía desde hacía milenios esta gruta subterránea, que servía a los druidas de santuario secreto para la preparación de los ritos de paso al otro mundo, bajo la égida de Ogmios y de Epona. En el año 550, el templo de arriba fue saqueado, destruido, y tres olams que oficiaban allí, tres druidas del grado más elevado, fueron hechos prisioneros. Los cristianos los interrogaron, trataron de convertirlos… Ellos se negaron a abjurar, como Moira. Los tres fueron colgados en público y sus cuerpos dejados a la vista de todos para que sirvieran de ejemplo. Pero la tercera noche desaparecieron del cadalso como por arte de magia. Por la mañana, descubrieron las tres cuerdas intactas, sin rastro de cortes, colgando solas de la horca. Los cristianos los buscaron por todas partes y jamás los encontraron. Entonces la gente empezó a decir que los cadáveres de los tres olams habían sido robados por nuestros dioses, y que esos dioses los habían llevado al monte Tombe para que llegaran al Sid y se convirtieran en héroes inmortales… Ese relato se conoce con el nombre de «la leyenda de los olams robados».

—Eso es lo que cuenta la leyenda —constata Johanna, con los ojos clavados en Simón.

—La leyenda de los olams robados no existe hoy en día porque no fue transcrita, pero es lo que contaba. Y todo es cierto… salvo un detalle. No fueron dioses los que robaron los cuerpos de los tres olams, sino su familia y, por lo tanto, la de Moira y Brewen, la mía: los que se llevaron los cadáveres fueron los hijos de los olams, druidas también como lo eran sus padres, y como los padres de sus padres desde el principio del mundo, y como no lo serían sus hijos a causa de la evangelización: el último eslabón a la luz del día antes de que nuestra historia se tornara subterránea. Para salvar el alma de sus padres, los últimos padres, y para que naciera la leyenda que los haría vivir eternamente, descolgaron los cuerpos sin cortar la cuerda y los transportaron con la mayor discreción hasta el monte Tombe. Los depositaron en la gruta secreta y celebraron la ceremonia funeraria, por la paz del alma de los difuntos y sobre todo para que fueran al Sid. Después condenaron la abertura del conducto que permitía acceder a la caverna, esta chimenea donde te encuentras, taparon la entrada y se prometieron no revelar jamás la existencia de las sepulturas subterráneas. A partir de entonces no hubo padres ni troncos de árbol, sino raíces clandestinas… Poco tiempo después, esos druidas fueron eliminados también por los cristianos, al igual que todos los miembros de la clase sacerdotal celta. Tan solo las tres familias de los olams robados conservaban el secreto del santuario y de las misteriosas exequias, que se transmitían, como todos los secretos de los druidas, de generación en generación. En el monte Tombe levantaron un oratorio dedicado a San Esteban y otro a San Sinforiano, donde vivían inofensivos eremitas. Cuando Auberto llegó, en 708, y construyó su santuario a San Miguel en el emplazamiento exacto del megalito derribado, al principio mis antepasados se mostraron muy preocupados, aunque luego se tranquilizaron al ver que los canónigos procedían del pueblo celta. Eran buenos cristianos, pero no olvidaban el origen de su sangre… Respetaban las antiguas costumbres y vivían entre nosotros. Conocían la leyenda de los tres olams, sabían que el monte Tombe era el lugar de tránsito de las almas celtas, lo que les había llevado a deducir que la tierra del Monte era tan sagrada para los cristianos como para los celtas, que encerraba fuerzas ocultas y que había que andar con cuidado. Con ellos surgieron la leyenda de las apariciones nocturnas en los lugares santos y la prohibición de entrar en ellos entre completas y vigilias, prohibición que se ha perpetuado hasta nuestros días… En el siglo X, edificaron la iglesia carolingia en el sitio que ocupaba el oratorio de san Auberto, con ese doble coro con altares gemelos como los que había en los templos celtas. Otro guiño de la historia: en la entrada invisible del conducto que conduce a la gruta, colocaron el altar dedicado a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El altar tenía un nombre muy apropiado y presentaba la ventaja de proteger la boca de la chimenea secreta. Con la llegada de los benedictinos, en 966, todo fue diferente. Esos monjes vivían en el cielo, sin mezclarse con nadie, animados únicamente por el espíritu…, el Espíritu Santo. Desconfiaban del pueblo, parecían «druidas negros» y eran tan instruidos como los olams, con la diferencia de que ellos no prestaban atención a las leyendas celtas. Al contrario, aspiraban a destruir nuestra historia, ya que construían su propia leyenda. Cuando se anunció la construcción de la gran iglesia abacial y Moira se enteró de que la iglesia de los canónigos sería demolida, convenció al constructor, tu famoso fray Román, de que no removiera la tierra, de que no derribara el edificio. Sin violencia, con la convicción del amor, cumplió la misión que su padre le había encomendado antes de morir: custodiar el santuario sagrado de los tres olams, impedir que los cristianos lo descubrieran y lo destruyeran… Más tarde, los demás guardianes cumplieron ese mismo deber, pero tuvieron que utilizar otra arma: el terror.

—Eso lo explica todo… Tus antepasados han sido los que han matado, a lo largo del tiempo, a todos los que han excavado en la Virgen Soterraña: los tres frailes y el prior de dom Larose en el siglo XVIII, el caballero de la guerra de los Cien Años en el XV, fray Ambrosio en el XII, y muchos más. Y eso significa también que tú, Simón, que perteneces a esa familia de criminales, eres el asesino de Jacques y de Dimitri.

Simón permanece callado unos instantes. Observa a Johanna con una mirada dura. A esa distancia, ella no puede distinguir los cambios que se producen en sus ojos, pero oye los de su voz.

—Pensaba que comprenderías, pero si acusas a mi familia de asesinos es que no entiendes nada —dice secamente—. Desde hace quince siglos, mil quinientos años, somos los garantes de nuestras raíces, nos negamos a dejar nuestro pasado en manos de los historiadores, de los políticos y de los arqueólogos. Somos los actores de nuestra libertad y de nuestra memoria, sin ideología dogmática, sin utopía irrealizable, sin revolución sangrienta. A veces nos vemos obligados a matar, pero es para impedir que nos maten. Si los benedictinos hubieran descubierto la gruta, la habrían destruido en nombre de la fe, pero si el hombre moderno la hubiera encontrado, la habría transformado en museo por falta de fe. Riadas de turistas habrían inundado el santuario, al igual que el resto de la abadía, privándolo de su alma y volviéndolo estéril para el pueblo al que pertenece. Y sí, yo he preservado nuestra alma de la corrupción haciendo todo cuanto he podido para interrumpir estas excavaciones, y después de mí, alguien de mi familia a quien he instruido proseguirá nuestra obra milenaria, que se transmitirá de generación en generación.

Es un demente. Aun así, Johanna sabe que no está totalmente equivocado: la gruta de los tres olams sería mancillada por los religiosos y los ateos, por razones diferentes, si dejara de ser secreta. Sin embargo, ese ser al que ella ha amado, al que en el fondo pensaba que seguía amando, ese hombre que tan voluptuosamente la ha tocado, es el asesino de Jacques y de Dimitri. De pronto se le revuelve el estómago y le entran ganas de vomitar. Sus suaves manos, su boca, su olor, su piel… El rostro destrozado de Jacques, el cuerpo hinchado de Dimitri, los gritos de Guillaume, encerrado en el psiquiátrico en lugar de Simón… Johanna tiene el tiempo justo de inclinarse; las náuseas que siente son irreprimibles. Poco a poco se recupera. No dejar de pensar. Simón es peligroso, Simón es un asesino, Simón está loco. Conservar la sangre fría. Hacerle hablar, seguir haciéndole hablar. Para comprender su lógica —«los locos tienen su propia lógica», decía Bontemps— y después seducirlo con palabras y conseguir que le eche la escala de cuerda.

—¿Cómo lo hiciste? Me refiero… a Jacques y a Dimitri —pregunta, asqueada ya por la respuesta.

—No deseaba llegar tan lejos, pero no me dejaste elección; lo intenté todo para disuadirte de excavar en la cripta, pero mis palabras no tenían ninguna influencia sobre ti. Lo único que conseguí, como recordarás, la noche que… me dejaste, es perder los estribos e intentar estrangularte. Estabas tan obnubilada por el manuscrito de Román, el cuaderno inglés y tus historias de espectros… Debía devolverte por la fuerza a la realidad, puesto que por las buenas no había manera. No querías verme ni escucharme, me veía empujado a una salida que me repugnaba, pero cuyo mensaje, si hacía bien las cosas, tú entenderías… Todo el mundo creía que yo estaba en Saint-Malo, pero os vigilaba desde que empezasteis; incluso me hice un duplicado de las llaves de tu casa.

—Esas también las tenías, ¿eh? Un auténtico carcelero… Lo tenías todo calculado desde el principio, incluso nuestra… relación. Muy hábil —dice Johanna, resentida y asqueada.

—¡No! Sigues sin entender nada —replica él con tristeza—. Eso no es verdad. Al principio quería que nos hiciéramos amigos y ya está, pero cuando te vi por primera vez… En fin, esa no es la cuestión. En cualquier caso, te había perdido y estaba desesperado de dolor. Soñaba contigo todas las noches y todos los días, dormido y despierto, estabas en todas partes, como un fantasma perpetuo, en todos los objetos, en todas las habitaciones, era insoportable, no podía más. Y a ti no te importaba lo más mínimo mi sufrimiento, solo pensabas en tu monje sin cabeza y en excavar en la cripta con ese cretino, ese medias tintas, ese usurpador de Guillaume Kelenn… Si os dejaba hacer, podíais descubrir el secreto de mi pueblo. Esa noche, vagaba por las calles con la esperanza de encontrarme contigo para suplicarte que volvieras. Estaba decidido a arrojarme a tus pies, a confesarlo todo, incluso lo de la gruta… Pero a quien vi fue a Jacques Lucas, saliendo de un bar. Estaba completamente borracho. Supe que aquello era una señal importante que me dirigía el espíritu del Monte: al contrario que Moira con Román, yo debía dejar de intentar ganarte para mi causa mediante el amor. Fue fácil, rápido y limpio. Me presenté a Jacques, saqué mi petaca de whisky y le propuse echar un trago arriba; le dije que me gustaría que me enseñara las excavaciones que habíais interrumpido, le hablé de la fascinación de las piedras antiguas, de los esqueletos, de mi oficio, etc. Subimos. Le hice beber más, recuperé mi petaca, hablamos de ti, él me enseñó lo que habíais hecho en la antigua capilla de San Martín y yo le mostré las estrellas junto al potro. Se inclinó, apenas lo empujé… Estoy seguro de que habría caído aun sin mi intervención. Los demás creerían que había sido un accidente, pero sabía que tú no te dejarías engañar… El aire, pensarías inevitablemente en tu primer sueño, el del ahorcado, y en el primer suplicio de Moira. Creía que entenderías la advertencia, pero continuaste con las excavaciones.

Náuseas de nuevo. No, no derrumbarse, ser fuerte. Fácil, rápido y limpio, ¡qué horror! Pobre Jacques…

—¿Y Dimitri? ¡Con él debió de ser más complicado y menos rápido! —dice con malicia.

—No había olvidado el fracaso del asesinato de Jacques. Parecía demasiado un accidente. Hacía falta un crimen muy ostensible para asustar a tus colegas y que abandonaran las excavaciones, puesto que tú permanecías sorda a todo. Había cometido un error dirigiéndome exclusivamente a ti, cuando era a tu equipo a quien debía aterrorizar, igual que Brewen había conseguido asustar a los monjes. Y tenía que utilizar el agua para que comprendieras el significado oculto de mi acto… Brard, como sabes, es uno de mis fieles clientes. El 8 de mayo vino a la tienda para distraerse. Había vuelto el día anterior del funeral de Jacques con Dimitri. Fue él quien, casualmente, me informó de que el chico estaba solo en la casa. Yo ya suponía que tú estabas lejos y que habías reanudado las relaciones con tu misterioso casado y padre de familia. Los celos me corroían, pero nunca te hubiera hecho daño, y menos aún cuando tenía la oportunidad de asestar un gran golpe. Dejé la tienda a cargo de mi empleado y me fui al Monte para vigilar a Dimitri. Esperaba el momento propicio, y el sábado por la noche me lo ofreció. Pensaba ahogarlo en la bahía para que te recordara el suplicio mediante el agua de Moira y tu segundo sueño, pero no salía de casa. Cuando vi que abría la ventana de tu cuarto de baño, no lo dudé. Además, serías tú quien lo descubrirías, ¡esta vez sí comprenderías! Entré tranquilamente por la puerta. Lo había previsto todo: gorro, guantes, chaqueta sin botones, suelas de goma…, todo de color negro, por supuesto. Él chapoteaba en la bañera. Se sorprendió mucho, no me había visto nunca, como tú me escondías… No pensaba que un alfeñique como él se debatiría con tanta energía… Después, salí por la ventana para que creyeran que también había entrado por ahí y la dejé abierta. No había previsto que el otro pánfilo iría a meter las narices en nuestros asuntos. ¡Estaba furioso! Afortunadamente, gracias a su torpeza y a la técnica científica de nuestra eficiente policía nacional, enseguida dejaron de considerarlo un suicidio y el efecto que yo deseaba no tardó en producirse. El miedo se apoderó de los supervivientes, las excavaciones estaban amenazadas de suspensión.

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