—¿Y están los dos seguros de que estas piedras tienen cuatrocientos millones de años?
—No son piedras —corrigió Keira—, pero sí, estamos seguros de su antigüedad.
—Su superficie es porosa y presenta millones de microperforaciones. Cuando los fragmentos están expuestos a una fuente de luz de extrema potencia, proyectan un mapa celeste. La posición de los astros que aparecen corresponde exactamente a la que había en el cielo en esa época —proseguí yo—. Si dispusiéramos de un láser de la potencia adecuada, podría hacerle una demostración.
—Me hubiera encantado ver algo así, pero es una lástima, no tengo un aparato así en mi casa.
—Lo contrario me habría inquietado bastante —reconocí.
Cuando terminamos el postre —un bizcocho muy borracho—, Egorov se levantó de la mesa y empezó a recorrer la habitación de un extremo a otro.
—¿Y piensan —prosiguió— que alguno de los fragmentos que faltan podría encontrarse en el emplazamiento de Los Siete Gigantes de los Urales? ¡Sí, claro que lo piensan, qué pregunta!
—¡Me gustaría tanto poder responderle con certeza! —exclamó Keira.
—¡Ingenua y optimista! Es usted verdaderamente encantadora.
—Y usted es…
Le di un suave rodillazo por debajo de la mesa antes de que llegara a terminar la frase.
—Estamos en invierno —prosiguió Egorov—, la meseta de Man-Pupu-Nyor está azotada por vientos tan fríos y secos que la nieve casi no se acumula en el suelo. La tierra está helada, ¿piensan llevar a cabo las excavaciones con dos palitas y un detector de metales?
—Deje ya ese tono condescendiente, es exasperante. Y para su información, los fragmentos no son metálicos —replicó Keira.
—Lo que yo les ofrezco no es un detector de metales para aficionados, uno de esos para buscar las monedas que se les caen a sus dueños en las playas —dijo Egorov—, sino un proyecto mucho más ambicioso…
El ruso nos hizo pasar al salón, cuyas dimensiones no tenían nada que envidiar a las del comedor. El suelo de mármol había dejado paso a un parquet de roble y el mobiliario era importado de Italia y de Francia. Nos instalamos en unos cómodos sofás frente a una chimenea monumental donde crepitaba un fuego imponente. Las llamas lamían el fondo del hogar y subían muy alto por el conducto.
Egorov nos ofreció poner a nuestra disposición una veintena de hombres y todo el material que pudiera necesitar Keira para sus excavaciones. Le prometió más medios de los que había disfrutado nunca hasta entonces. La única contrapartida a esa ayuda inesperada consistía en que lo asociáramos a todos los descubrimientos.
Keira le precisó que no había ningún beneficio financiero a la vista. Lo que soñábamos con encontrar no tenía ningún valor económico, tan sólo el más puro interés científico. Egorov se ofuscó.
—¿Quién habla de dinero? —preguntó, enfadado—. Son ustedes los que no hacen más que mencionar esa palabra. ¿Acaso les he hablado yo de dinero?
—No —contestó Keira, confusa, y creo que era sincera—, pero ambos sabemos que los medios que me ofrece suponen una enorme inversión, y hasta ahora no me he cruzado con muchos filántropos en mi carrera —dijo, casi disculpándose.
Egorov abrió una caja de puros y nos ofreció. Estuve a punto de dejarme tentar, pero una mirada de Keira me disuadió.
—He dedicado la mayor parte de mi vida a excavaciones arqueológicas —continuó Egorov—, y lo he hecho en condiciones muy difíciles. Usted no se enfrentará en toda su vida a condiciones de trabajo tan terribles. He arriesgado mi vida, tanto física como políticamente, he salvado muchísimos tesoros, ya le he explicado en qué circunstancias, y el único reconocimiento que me atribuyen esos desgraciados de la Academia de las Ciencias es el de considerarme un vulgar traficante. ¡Como si las cosas hubieran cambiado mucho hoy en día! ¡Qué hipócritas! Hace ya tres decenios que manchan mi nombre. Si su proyecto llega a buen puerto, ganaré mucho más que dinero. El tiempo en que enterraban a los muertos con sus bienes hace mucho que quedó atrás, yo no me llevaré a la tumba ni estas alfombras persas, ni los cuadros del siglo xix que adornan las paredes de mi casa. Les hablo de devolverme cierta respetabilidad. Hace treinta años, si no hubiéramos temido tanto a nuestros superiores, la publicación de nuestras investigaciones, como usted bien decía antes, me habría valido para convertirme en un científico reconocido y respetado. No volveré a desperdiciar una oportunidad así. Por eso, si están de acuerdo, llevaremos a cabo juntos esta campaña de excavaciones y si encontramos las pruebas necesarias para corroborar sus teorías, si la suerte nos sonríe, entonces presentaremos a la comunidad científica el producto de nuestros descubrimientos. ¿Le conviene el trato, sí o no?
Keira vaciló. Era difícil, en la situación en la que estábamos, darle la espalda a un aliado de esa índole. Yo era del todo consciente del valor de la protección que nos ofrecería esa asociación. Si Egorov no tenía inconveniente en llevarse también a los dos gorilas armados que nos habían recibido en la puerta de su casa, tendríamos más fuerza la próxima vez que alguien buscara atentar contra nuestras vidas. Keira cambió muchas miradas conmigo. La decisión era de ambos, pero soy un hombre galante y quería que fuera la primera en pronunciarse.
Egorov le dedicó a Keira una sonrisa de oreja a oreja.
—Devuélvame esos cien dólares —le dijo en un tono muy serio.
Keira sacó el billete, y Egorov se lo echó en seguida al bolsillo.
—Ya está, han contribuido a la financiación del viaje, a partir de este momento somos socios. Ahora que están zanjadas las cuestiones de dinero que tanto parecían preocuparlos, ¿podemos, entre científicos, concentrarnos en los detalles de nuestra organización para que esta prodigiosa campaña de excavaciones sea un éxito?
Se instalaron alrededor de la mesa baja. Durante una hora entera hicieron una lista con todo el material que iban a necesitar. No me incluyo, porque me sentía fuera de su conversación. De hecho, aproveché que no me prestaban ninguna atención para echar un vistazo a los estantes de la biblioteca. Encontré numerosos libros sobre arqueología, un antiguo manual de alquimia del siglo xvn, otro de anatomía igual de antiguo, las obras completas de Alejandro Dumas y una edición original de
El rojo y el negro,
de Stendhal. La colección de volúmenes que barría con la mirada debía de valer una verdadera fortuna. Me entretuve con un curioso tratado de astronomía del siglo XIV mientras Egorov y Keira hacían los deberes.
Cuando se dio cuenta de mi ausencia —tuve que esperar hasta la una de la madrugada—, Keira fue a buscarme y tuvo la caradura de preguntarme qué estaba haciendo. Deduje que la pregunta equivalía a un reproche y me reuní con ella ante la chimenea.
—Es fabuloso, Adrian, dispondremos de todo el material necesario, vamos a poder realizar excavaciones de gran envergadura. No sé cuánto tiempo nos llevará, pero con este despliegue de medios, si el fragmento se encuentra de verdad en algún lugar entre esos menhires, tenemos muchas probabilidades de encontrarlo.
Ojeé la lista que había hecho con Egorov: paletas, espátulas, plomadas, pinceles, GPS, metros, estacas de cuadriculación, rejillas, tamices, pesos, aparatos de medición antropométrica, compresores, aspiradores, grupos electrógenos, antorchas y tederos para trabajar de noche, tiendas, rotuladores, cámaras de fotos; nada parecía faltar en ese fastuoso inventario digno de un almacén especializado. Egorov descolgó el teléfono que había en un velador. Unos instantes después, dos hombres entraron en su salón, el ruso les entregó la lista y se retiraron inmediatamente.
—Todo estará listo mañana antes de mediodía —dijo Egorov, desperezándose.
—¿Cómo va a lograr un prodigio así? —me aventuré a preguntar.
Keira se volvió hacia Egorov, que me miró con una expresión triunfal.
—Es una sorpresa. Bueno, es tarde, y necesitamos descansar, así que buenas noches, los veré para desayunar. Estén preparados, nos marcharemos al final de la mañana.
Un guardaespaldas nos llevó hasta nuestro dormitorio. La habitación de invitados era digna de un palacio. Nunca había estado en ninguno, pero me parecía que sólo en un palacio podría haber estancias tan grandes como aquella en la que íbamos a dormir esa noche. La cama era tan grande que uno podía tenderse atravesado. Keira saltó sobre el grueso edredón y me invitó a hacer lo mismo. No la había visto tan feliz desde… Pensándolo bien, nunca la había visto tan feliz. Había arriesgado mi vida varias veces y recorrido miles de kilómetros para reunirme con ella. ¡De haberlo sabido, me habría contentado con regalarle una pala y un tamiz! Después de todo, tenía que ser consciente de lo afortunado que era: no se necesitaba mucho para hacer feliz a la mujer a la que amaba. Se estiró cuan larga era, se quitó el jersey, se desabrochó el sujetador y, con una mirada coqueta, me dio a entender que no la hiciera esperar. Yo no tenía la más mínima intención de defraudarla.
El Jaguar recorría a toda velocidad la pequeña carretera que llevaba a la casa solariega. En el asiento de atrás, con la lucecita del techo, sir Ashton estudiaba un expediente. Cerró la carpeta bostezando. Entonces sonó el teléfono del coche y su chófer anunció una llamada de Moscú que le pasó.
—No hemos podido interceptar a sus amigos en la estación de Irkutsk, no sé cómo lo han hecho, pero han escapado a la vigilancia de nuestros hombres —explicó Moscú.
—¡Qué mala noticia! —se irritó Ashton.
—Están a orillas del lago Baikal, alojados en casa de un traficante de antigüedades —prosiguió Moscú.
—¿Y a qué espera para ir a por ellos?
—A que salgan de allí. Egorov tiene poder en la región, su dacha está protegida por un pequeño ejército, no tengo ganas de que una simple detención degenere en un baño de sangre.
—Lo he conocido menos cauto.
—Sé que le cuesta acostumbrarse, pero tenemos leyes en este país. Si mis hombres intervienen y los de Egorov repelen el ataque, será difícil explicarles a las autoridades federales las razones de un asalto así en mitad de la noche, sobre todo sin antes haber pedido una orden judicial. Después de todo, desde un punto de vista legal, no tenemos nada que reprocharles a estos dos científicos.
—¿Su presencia en la casa de un traficante de antigüedades no es suficiente?
—No, eso no es ningún delito. Tenga paciencia. En cuanto salgan de su madriguera iremos a por ellos, sin armar el menor escándalo. Le prometo que se los mandaré por avión mañana por la noche.
El Jaguar dio un fuerte bandazo, sir Ashton resbaló sobre el asiento y a punto estuvo de soltar el teléfono. Se agarró al reposabrazos, se incorporó y llamó con los nudillos en el cristal de separación para manifestarle su irritación al chófer.
—Una pregunta —añadió Moscú—: ¿Por casualidad no habrá intentado usted algo sin avisarme?
—¿A qué se refiere?
—A un pequeño incidente que se produjo en el Transiberiano. Una empleada de la compañía recibió un violento golpe en la cabeza. Sigue en el hospital, con un traumatismo cerebral grave.
—Sus noticias me afligen, mi querido amigo. Golpear a una mujer es un acto indigno.
—Si su arqueóloga y su amigo no hubieran estado a bordo de ese mismo tren, no dudaría de su sinceridad, pero da la casualidad de que esa agresión infame se produjo en el mismo vagón que ellos ocupaban. ¿Imagino que no debo ver más que una mera coincidencia? Nunca se habría permitido actuar a mis espaldas y menos aún en mi territorio, ¿verdad, sir Ashton?
—Por supuesto que no —contestó éste—, el simple hecho de que lo sugiera me ofende.
El coche dio un nuevo bandazo, tan violento como el anterior. Ashton se ajustó el nudo de su pajarita y volvió a llamar con los nudillos en la luna que lo separaba de su chófer. Cuando volvió a coger el teléfono, Moscú ya había colgado.
Ashton apretó un botón, y la luna de separación bajó.
—Ya está bien de estas sacudidas, ¿no le parece? ¿Y por qué conduce tan de prisa? ¡Esto no es un circuito de carreras que yo sepa!
—¡No, señor, pero bajamos una pendiente con bastante desnivel y no funcionan los frenos! Hago lo que puedo, pero le invito a abrocharse el cinturón, temo que tendré que saltar una zanja en cuanto me sea posible si quiero detener esta condenada berlina.
Ashton esbozó un gesto de irritación pero hizo lo que su chófer le había pedido. Éste consiguió tomar de manera razonable la siguiente curva, pero no tuvo más remedio que salirse de la carretera y meterse en un campo para evitar al camión que venía de frente.
Una vez detenida la berlina, el chófer abrió la puerta de sir Ashton y se disculpó por el contratiempo. No entendía nada, el coche acababa de pasar la revisión, había ido a recogerlo al taller justo antes de salir. Ashton le preguntó si tenía una linterna en el maletero, el chófer abrió la caja de herramientas y le tendió una en seguida.
—¡Pues ¿a qué espera para ir a comprobar bajo el chasis lo que ha pasado?! —le espetó sir Ashton.
El chófer se quitó la chaqueta y obedeció. No era fácil meterse por debajo del vehículo, pero lo consiguió desde la parte trasera. Reapareció unos instantes después, manchado de barro de los pies a la cabeza, y anunció, muy incómodo y nervioso, que el cárter del circuito de frenos había sido perforado.
Ashton vaciló un momento, era impensable que alguien quisiera atentar contra su vida de manera tan deliberada y tan burda. Pero entonces se acordó de la fotografía que le había enseñado su jefe de seguridad. Sentado en su banco, Ivory parecía mirar fijamente a la cámara y, por si eso fuera poco, también sonreía.
Ivory hojeaba por enésima vez el libro que le había regalado su difunto adversario de ajedrez. Volvió a la portadilla y leyó una y otra vez la dedicatoria:
Sé que esta obra le gustará, no le falta nada puesto que lo tiene todo, hasta la prueba de nuestra amistad.
Su más entregado adversario de ajedrez,
Vackeers.
Ivory no entendía nada. Consultó la hora en su reloj y sonrió. Se puso la gabardina, se cubrió el cuello con una bufanda y bajó a dar su paseo nocturno a orillas del Sena.
Cuando llegó al Pont-Marie, llamó a Walter.
—¿Ha intentado llamarme?
—Varias veces, pero sin éxito, ya pensaba que no iba a conseguir hablar con usted. Adrian me ha llamado desde Irkutsk, parece que han tenido algún contratiempo por el camino.