La primera noche (25 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: La primera noche
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En la garita central de seguridad de la estación, los empleados que controlaban las transacciones automáticas no prestarían ninguna atención a la que yo acababa de realizar.

—¿Qué vamos a hacer en Mongolia? —preguntó Keira, preocupada al ver el billete que le tendía.

—Vamos a tomar el Transiberiano como teníamos previsto y, una vez a bordo, le explicaré al revisor que nos hemos equivocado y si es necesario le pagaré la diferencia.

Pero todavía no podíamos cantar victoria, aún teníamos que acceder a los vagones. Los policías no debían de tener más que una simple descripción nuestra, como mucho una fotocopia de la foto de nuestros pasaportes, pero el cerco no tardaría en cerrarse en cuanto nos aproximáramos al tren. No debíamos atraer su atención, las fuerzas del orden buscaban a una pareja, de modo que Keira se separó de mí y echó a andar cincuenta metros por delante. El Transiberiano número 10 con destino a Irkutsk salía de la estación a las 23.24 horas, no nos quedaba mucho tiempo. La agitación confería al lugar un aspecto como de aldea campesina en un día de mercado. Jaulas con aves, puestos de quesos, de carne ahumada y de viandas de toda clase se mezclaban con las maletas, los paquetes y los bultos que atestaban el andén. Los viajeros del viejo tren que cruzaría el continente asiático en seis días trataban de abrirse camino entre el jaleo de vendedores ambulantes instalados en la estación. La multitud se peleaba y se insultaba en mil lenguas distintas, chino, ruso, manchuriano y mongol, entre otras muchas. Unos chiquillos vendían a escondidas lotes de artículos de primera necesidad: gorros, bufandas, maquinillas de afeitar, cepillos y pasta de dientes. Un policía se fijó en Keira y se acercó a ella, yo apreté el paso y lo empujé, disculpándome con mucha educación. El policía me regañó, pero cuando se volvió hacia la multitud Keira había desaparecido de su campo visual y, de hecho, también del mío.

La megafonía anunció la salida inminente del tren, los viajeros que seguían en el andén se apiñaron aún más. Los revisores estaban desbordados. Seguía sin ver a Keira. Me dejé llevar por la multitud hasta una cola ante el vagón número 7. Por las ventanillas veía el pasillo, abarrotado de gente, donde cada uno buscaba su asiento, pero seguía sin distinguir el rostro de Keira. Me tocaba ya subir al tren, eché un último vistazo al andén, pero ya no tenía más remedio que dejarme llevar por la corriente humana que se aglomeraba en el interior del vagón. Si Keira no iba a bordo del tren, me apearía en la estación siguiente y ya encontraría la manera de volver a Moscú. Lamenté que no hubiéramos convenido un lugar de encuentro por si nos perdíamos, y me puse a pensar en el que se le podría ocurrir a ella. Recorrí el pasillo, un policía venía a mi encuentro en sentido contrario. Me metí en un compartimento, pero no me prestó atención. Cada uno se iba acomodando a bordo del tren y los dos revisores del vagón estaban por ahora muy ocupados como para comprobar los billetes. Me instalé al lado de una pareja italiana, el compartimento contiguo estaba ocupado por franceses, y también habría de encontrarme con numerosos compatriotas a lo largo del viaje. Ese tren atraía durante todo el año a muchos turistas extranjeros, lo cual nos beneficiaba. El convoy echó a andar despacio, algunos policías recorrían aún el andén desierto. La estación de Moscú pronto quedó atrás, dejando paso a un paisaje de arrabal, siniestro y gris.

Mis vecinos me prometieron que vigilarían mi maleta, y me fui en busca de Keira. No la encontré ni en el vagón siguiente, ni en el de después. El arrabal había dejado paso a la llanura. El tren avanzaba de prisa. Tercer vagón, ni rastro de Keira. Recorrer los pasillos atestados de gente requería bastante paciencia. En los vagones de segunda, la fiesta era total, los rusos habían abierto botellas de cerveza y de vodka, y brindaban entre gritos y canciones. El vagón-restaurante estaba igual de animado.

Se había formado un corrillo de seis ucranianos fortachones como armarios roperos que alzaban su copa gritando: «¡Viva Francia!» Me acerqué y descubría Keira, bastante achispada.

—¡No me mires así! —protestó—. ¡Son muy simpáticos!

Se hizo a un lado para dejarme sitio alrededor de la mesa y me explicó que sus nuevos compañeros de viaje la habían ayudado a subir al tren, tapándola con sus cuerpos para protegerla de un policía que prestaba demasiado interés por su fisonomía. De no haber sido por ellos, la habrían detenido. Así que ¿cómo no agradecérselo invitándolos a una ronda? Nunca antes había visto a Keira así, les di las gracias a sus nuevos amigos y traté de convencerla de que se viniera conmigo.

—Tengo hambre, y estamos en el vagón-restaurante, ¡además, estoy harta de correr de aquí para allá, siéntate y come!

Pidió un plato de patatas y de salmón ahumado para los dos, se bebió dos vasos más de vodka y, un cuarto de hora más tarde, se quedó dormida sobre mi hombro.

Ayudado por uno de los tiarrones, la llevé hasta nuestro compartimento. A nuestros vecinos italianos les hizo gracia la situación. Tendida en su litera, Keira masculló algunas palabras inaudibles y no tardó en volver a dormirse.

Pasé parte de esa primera noche a bordo del Transiberiano mirando el cielo por la ventanilla. En cada extremo del vagón había un pequeño local a cargo de una
provonitsa.
La empleada responsable del vagón se pasaba el día delante de un samovar, ofreciendo agua caliente y té a los viajeros. Fui a servirme y aproveché para preguntarle cuánto duraba el viaje hasta Irkutsk. Tardaríamos tres días y cuatro noches, contando con ésa, en recorrer los cuatro mil quinientos kilómetros que nos separaban de nuestro destino.

Madrid

Sir Ashton dejó su móvil sobre la mesa del salón, se desató el cinturón del albornoz y volvió a la cama.

—¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó Isabel, cerrando el periódico.

—Los han visto en Moscú.

—¿En qué circunstancias?

—Han ido a la Academia de las Ciencias a informarse sobre un antiguo traficante de antigüedades. Al director le ha parecido sospechoso y ha avisado a la policía.

Isabel se incorporó en la cama y encendió un cigarrillo.

—¿Los han detenido?

—No. La policía ha seguido su pista hasta el hotel en el que se alojaban, pero ha llegado demasiado tarde.

—¿Les han perdido el rastro?

—Pues a decir verdad, no tengo ni idea, han tratado de subir a bordo del Transiberiano.

—¿Cómo que han tratado?

—Los rusos han detenido a un tipo que estaba sacando unos billetes a su nombre.

—¿Entonces están a bordo de ese tren?

—La estación estaba llena de policías, pero nadie los ha visto subir.

—Si se sienten perseguidos, quizá hayan desviado la atención de los policías hacia una pista falsa. La policía rusa no debe inmiscuirse en nuestros asuntos, eso no haría sino complicarnos la tarea.

—Dudo que nuestros científicos sean tan listos como supone usted, yo creo que van a bordo de ese tren, el tipo al que buscan vive a orillas del lago Baikal.

—¿Para qué quieren ver a ese traficante de antigüedades? Vaya una idea, ¿cree usted que…?

—¿… que posee alguno de los fragmentos? No, hace tiempo que nos habríamos enterado, pero si se toman tantas molestias en ir a verlo es porque ese tipo debe de tener alguna información muy valiosa para ellos.

—Pues entonces, querido, no le queda más opción que callarle la boca a ese tipo antes de que consigan llegar hasta él.

—No es tan sencillo; el individuo en cuestión es un antiguo miembro del Partido y, teniendo en cuenta sus antecedentes, si vive una jubilación dorada en una dacha a orillas de un lago es porque disfrutará de una sólida protección. A no ser que enviemos nosotros a alguien, no encontraremos a nadie allí que se atreva a intentar nada contra ese hombre.

Isabel aplastó la colilla en el cenicero de la mesita de noche, cogió la cajetilla de cigarrillos y encendió otro.

—¿Se le ocurre algún otro plan para impedir que tenga lugar el encuentro?

—Fuma demasiado, querida —contestó sir Ashton, abriendo la ventana—. Conoce mis proyectos mejor que nadie, Isabel, pero le ha propuesto al consejo una alternativa que nos hace perder tiempo.

—¿Podemos interceptarlos, sí o no?

—Moscú me lo ha prometido; hemos convenido que es mejor que nuestras presas no estén tan alerta. Intervenir a bordo de un tren no es tan sencillo como parece. Además, cuarenta y ocho horas de tregua deberían poder darles la impresión de que nos han despistado. Moscú enviará una unidad que se ocupará de ellos a su llegada a Irkutsk. Pero, habida cuenta de las decisiones tomadas por el consejo, sus hombres se contentarán con interceptarlos y meterlos en un avión con destino a Londres.

—Lo que le propuse al consejo tenía el mérito de inclinar la balanza a favor de poner punto final a las investigaciones, aparte de que, de paso, ello también nos dejaba libres de toda sospecha con respecto a Vackeers, pero una vez conseguido esto, las cosas no tienen por qué desarrollarse tal y como estaba previsto…

—¿Debo entender que no se mostraría usted reacia a medidas más radicales?

—Entienda lo que le dé la gana, pero deje de ir de un lado a otro de la habitación, me está usted mareando.

Ashton fue a cerrar la ventana, se quitó el albornoz y se metió en la cama.

—¿No va a ordenar a sus hombres que aborten su misión en Rusia?

—Es inútil, lo necesario está hecho, ya había tomado la decisión.

—¿A qué clase de decisión se refiere?

—A intervenir antes que nuestros amigos los rusos. El asunto estará zanjado mañana cuando el tren salga de Ekaterimburgo. Luego avisaré a Moscú por cortesía, para que no envíe a sus hombres inútilmente.

—El consejo se pondrá furioso cuando se entere de que no ha respetado las decisiones votadas esta noche.

—Dejo en sus manos cómo lidiar con el consejo, monte usted un numerito para la ocasión. Puede condenar mi sentido de la iniciativa o mi incapacidad de someterme a las normas. Me sermoneará usted un poco, yo me disculparé jurando que mis hombres actuaron motu proprio, y, créame, dentro de quince días ya nadie se acordará del tema. Su autoridad no se habrá visto menoscabada y nuestros problemas estarán resueltos, ¿qué más se puede pedir?

Ashton apagó la luz…

El Transiberiano

Keira se pasó el día tumbada en su litera, con una migraña espantosa. Me cuidé mucho de no hacerle ningún reproche por sus excesos del día anterior, incluso cuando me suplicó que la matara, que hiciera lo que fuera, con tal de no sentir más ese dolor. Cada media hora iba al extremo del vagón, donde la
provonitsa,
muy amable, me entregaba compresas de agua tibia, y yo volvía en seguida al compartimento para aplicárselas a Keira en la frente. En cuanto se quedaba dormida, me asomaba a la ventanilla y veía desfilar los campos rusos. De vez en cuando, el convoy pasaba por alguna aldea de casas construidas con troncos de abedul. Cuando se detenía en los apeaderos, los granjeros se apiñaban en el andén para vender a los viajeros productos locales tales como ensaladilla de patatas, crepes al
tvarok,
mermeladas y empanadillas de col o de carne. Esas paradas nunca duraban mucho tiempo, después el tren seguía su camino, atravesando las grandes llanuras desérticas de los Urales. Al final de la tarde, Keira empezó a encontrarse un poco mejor. Se tomó un té y un puñadito de frutos secos. Estábamos ya cerca de Ekaterimburgo, donde nuestros vecinos italianos nos dejarían para coger otro tren hacia Ulán Bator.

—Me hubiera encantado visitar esa ciudad —suspiró Keira—, sobre todo la iglesia de la Sangre derramada, tengo entendido que es preciosa.

Extraño nombre para una iglesia, pero dicen que fue construida sobre las ruinas de la villa Ipatiev, donde el zar Nicolás II, su mujer Alexandra Federova y sus cinco hijos fueron ejecutados en julio de 1918.

Por desgracia no tendríamos tiempo de hacer turismo, el tren sólo hacía una breve parada de media hora para cambiar de locomotora, me contó la responsable de nuestro vagón. Al menos sí podíamos bajar a estirar un poco las piernas y a comprar algo de comer, algo que a Keira le sentaría muy bien.

—No tengo hambre —gimió.

Ahí estaba el arrabal, semejante al de todas las grandes ciudades industrializadas. El tren se detuvo en la estación.

Keira aceptó dejar su litera para ir a pasear un poco. Había anochecido, en el andén las
babuchkas
vendían sus mercancías. Subieron a bordo caras nuevas. Dos policías patrullaban a pie por la estación, pero su actitud relajada me tranquilizó, parecía que habíamos dejado nuestros problemas en Moscú, a más de mil quinientos kilómetros de donde nos encontrábamos ahora.

Ningún silbato advertía de la salida del tren, tan sólo el movimiento de la multitud indicaba que era hora de volver al vagón. Compré una caja con botellas de agua mineral y unos
pirojkis
que Keira no quiso ni probar. Fue a tumbarse de nuevo en su litera y se quedó dormida. Cuando terminé de cenar, yo también me acosté. El balanceo del tren y el sonido regular de los carretones me sumieron en un profundo sueño.

Eran las dos de la mañana, hora de Moscú, cuando oí un ruido extraño en la puerta; alguien intentaba entrar en nuestro compartimento. Me levanté y descorrí la cortinilla, asomé la cabeza pero no había nadie, el pasillo estaba desierto, anormalmente desierto, hasta la
provonitsa
había abandonado su samovar.

Volví a cerrar el pestillo y decidí despertar a Keira, algo no marchaba bien. Se llevó un sobresalto: le tapé la boca con la mano para que no gritara y le indiqué con un gesto que se levantara.

—¿Qué pasa? —me preguntó en voz baja.

—Todavía no lo sé, pero vístete en seguida.

—¿Para ir dónde?

Su pregunta era acertada. Estábamos encerrados en un compartimento de seis metros cuadrados, seis vagones nos separaban del restaurante, y la idea de ir hasta allí no me tentaba en absoluto. Vacié mi maleta, puse nuestra ropa dentro de nuestras literas para simular dos cuerpos tumbados y la cubrí con las sábanas. Luego ayudé a Keira a trepar al portaequipajes, apagué la luz y subí junto a ella.

—¿Puedes decirme a qué estamos jugando?

—No hagas ruido, es todo lo que te pido.

Pasaron diez minutos y volví a oír el mismo ruido en la puerta. Ésta se abrió, resonaron cuatro disparos y se volvió a cerrar. Nos quedamos largo rato acurrucados el uno contra el otro, hasta que Keira me dijo que tenía un calambre terrible en la pierna que pronto le haría gritar de dolor. Salimos de nuestro escondite, Keira quiso encender la luz, pero yo no la dejé. Descorrí un poco la cortina para que entrara la luz de la luna. Ambos palidecimos al ver nuestras literas atravesadas por dos agujeros allí donde habrían estado nuestros cuerpos dormidos. Alguien se había introducido en nuestro compartimento para dispararnos. Keira se arrodilló delante de su litera y pasó el dedo por el agujero en la sábana.

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