—Bueno, nosotros sólo necesitamos una dirección, a lo mejor podríamos pedirle un servicio reducido.
Keira se volvió hacia la ventanilla del autobús y ya no me dirigió más la palabra en todo el trayecto.
…es una ciudad enteramente construida en madera, como muchos pueblos de Siberia; hasta la iglesia ortodoxa está hecha con troncos de abedul. La casa del chamán no contradecía la norma. No éramos los únicos que habían ido a visitarlo ese día. Yo había esperado no tener más que intercambiar unas palabras con él, como cuando se va a hablar con el alcalde de un pueblo sobre una familia de la región acerca de la que uno quiere saber algo, pero antes tuvimos que asistir a la ceremonia, que acababa de empezar.
Nos instalamos en una sala con otras cincuenta personas más que estaban sentadas en círculo sobre unas alfombras. Entró el chamán, vestido con su traje de ceremonia. La asamblea guardaba silencio. Tendida en una estera había una joven que apenas tendría veinte años. Se veía que la aquejaba un mal que le producía una fiebre muy alta. Tenía la frente empapada en sudor y gemía. El chamán cogió un tambor. Keira, que seguía enfadada conmigo, me explicó —aunque yo no se lo hubiera pedido— que el accesorio era indispensable para el ritual, y que el tambor tenía una doble identidad sexual: la piel representaba al varón, y el marco de madera, a la hembra. Cometí la tontería de echarme a reír y Keira me cortó en seguida propinándome una buena colleja.
El chamán empezó calentando la piel del tambor acariciándola con la llama de una antorcha.
—Tendrás que reconocer que es un poquito más complicado que llamar al número de información telefónica —le murmuré al oído a Keira.
El chamán alzó las manos y su cuerpo empezó a ondular al ritmo de los golpes del tambor. Su canto producía un efecto embrujador: se me habían quitado por completo las ganas de mostrarme irónico, y Keira estaba totalmente absorta en la escena que se desarrollaba ante nuestros ojos. El chamán entró en trance, su cuerpo era sacudido por violentos espasmos. Durante la ceremonia, el rostro de la joven se metamorfoseó, como si le hubiera bajado la fiebre, y sus mejillas volvieron a colorearse de rosa. Keira estaba fascinada, y yo también. El redoble de tambor cesó y el chamán se desplomó sobre el suelo. Nadie hablaba, ni un solo ruido rompió el silencio. Teníamos los ojos fijos en su cuerpo inerte, y así permanecimos largo rato. Cuando el hombre volvió en sí y se incorporó, se acercó a la joven, le impuso las manos en el rostro y le pidió que se levantara. Ya de pie, aunque tambaleante, parecía sanada del mal que la aquejaba hacía tan sólo un momento. La asamblea aclamó al chamán, la magia había obrado.
Nunca he sabido qué poderes reales tenía ese hombre, y lo que presencié aquel día en la casa del chamán de Listvianka para mí será siempre un misterio.
Una vez concluida la ceremonia, los asistentes se dispersaron. Keira abordó al chamán y le pidió audiencia; éste la invitó a sentarse y a hacerle las preguntas que la habían llevado hasta allí.
Nos dijo que la persona a la que buscábamos era un notable de la región. Un hombre generoso que donaba mucho dinero a los pobres para construir escuelas, hasta había financiado las obras de reforma de un dispensario que, desde entonces, se había convertido en un auténtico pequeño hospital. El chamán no se decidía a darnos su dirección, pues no tenía claras nuestras intenciones. Keira le prometió que sólo queríamos conseguir unas informaciones. Le explicó a qué se dedicaba y en qué podía sernos útil Egorov. Nuestra búsqueda era estrictamente científica.
El chamán miró con suma atención el colgante de Keira y le preguntó de dónde venía.
—Es un objeto muy antiguo —le confió ella sin la más mínima reserva—, un fragmento de un mapa celeste. Estamos buscando las partes que faltan para completarlo.
—¿Qué edad tiene este objeto? —preguntó el chamán, que le pidió también a Keira que se lo dejara ver más de cerca.
—Millones de años —respondió ella al tendérselo.
El chamán acarició el colgante con delicadeza y, al instante, su rostro se ensombreció.
—No deben proseguir su viaje —dijo con voz grave.
Keira se volvió hacia mí. ¿Qué preocupaba a este hombre de pronto?
—No lo lleve encima, no sabe lo que hace —añadió.
—¿Ya ha visto alguna vez un objeto así antes? —quiso saber Keira.
—¡No comprenden lo que implica! —exclamó el chamán.
Su mirada se había ensombrecido aún más.
—No sé a qué se refiere —respondió Keira, recuperando su colgante—, nosotros somos científicos…
—L. Unos ignorantes, eso es lo que son ustedes! ¿Saben siquiera qué es lo que mueve el mundo? ¿Quieren exponerse a alterar su equilibrio?
—Pero ¿de qué está usted hablando? —protestó Keira, molesta.
—¡Váyanse de aquí! El hombre al que quieren ver vive a dos kilómetros de aquí, en una dacha rosa con tres torrecillas, no puede pasarles inadvertida.
Unos jóvenes patinaban en el lago Baikal, lejos de la orilla donde las olas, sorprendidas por el invierno, se habían congelado, formando esculturas de aspecto más que inquietante. Prisionero del hielo, un viejo carguero de casco oxidado yacía tumbado de lado. Keira se había metido las manos en los bolsillos.
—¿Qué intentaba decirnos ese hombre? —me preguntó.
—No tengo ni la menor idea, tú eres la experta en chamanes. Yo creo que la ciencia lo inquieta, nada más.
—Su miedo no me parecía irracional, y parecía como si supiera de lo que hablaba… como si quisiera advertirnos de un peligro.
—Keira, no somos aprendices de brujo. En nuestras disciplinas no hay lugar para la magia ni el esoterismo. Ambos procedemos de manera totalmente científica. Disponemos de dos fragmentos de un mapa que buscamos completar, nada más.
—De un mapa que, según tú, se hizo hace cuatrocientos millones de años, y no sabemos nada de lo que nos revelaría si lo completáramos…
—Cuando lo hayamos completado, entonces podremos considerar de manera científica la posibilidad de que una civilización dada tuviera un conocimiento astronómico en tiempos en que, a nuestro juicio, no es posible que dicho conocimiento existiera en la Tierra. Un descubrimiento así cambiaría bastante la perspectiva que tenemos sobre la historia de la humanidad. ¿No es eso lo que te apasiona desde siempre?
—¿Y tú, qué esperas tú descubrir?
—Que este mapa me enseñe una estrella que aún no conozco ya me parecería fantástico. ¿Por qué pones esa cara?
—Tengo miedo, Adrian. Hasta ahora mis investigaciones nunca me habían hecho enfrentarme a la violencia de los hombres, y sigo sin comprender las motivaciones de esas personas que tanto se están ensañando con nosotros. Ese chamán no sabía nada de ti ni de mí, pero la manera en que ha reaccionado al tocar mi colgante me ha… asustado mucho.
—Pero ¿te das cuenta de lo que le has revelado y de lo que eso implica para él? Ese hombre es un oráculo, su poder y su aura dependen de su saber y de la ignorancia de quienes lo veneran. Irrumpimos en su casa y le plantamos delante de las narices el testigo de un conocimiento que supera con mucho los suyos. Lo pones a él en peligro. No espero una reacción mejor por parte de los miembros de la Academia si compartiésemos con ellos una revelación así. Si un médico va a un pueblo aislado del mundo, donde la modernidad aún no ha llegado, y sana a un enfermo con medicinas, los demás lo considerarían un brujo de infinitos poderes. El hombre venera a todo aquel cuyo saber es mayor que el suyo.
—Gracias por la lección, Adrian, pero es nuestra ignorancia lo que me asusta, no la de los autóctonos.
Llegamos delante de la dacha rosa. Era tal y como nos la había descrito el chamán, y tenía razón, era imposible confundirla con otra casa de los alrededores, tan ostentosa como era su arquitectura. El que allí vivía no había hecho nada por disimular su riqueza, al contrario, la exhibía, como testimonio de su poder y su éxito en la vida.
Dos hombres con un Kalashnikov en bandolera custodiaban la entrada de la propiedad. Me presenté y expresé mi deseo de ser recibido por el dueño del lugar. Veníamos de parte de Thornsten, un viejo amigo suyo, que nos enviaba para saldar una antigua deuda. El guardián nos ordenó que esperásemos en la puerta. Keira daba saltitos para entrar en calor ante la mirada divertida del otro tipo, que no le quitaba ojo de encima y tenía una expresión que no me gustaba en absoluto. La abracé y le froté la espalda con fuerza. El hombre volvió unos momentos más tarde, nos registró minuciosamente y por fin nos dejaron entrar en la fastuosa mansión de Egorov.
El suelo era de mármol de Carrara y las paredes estaban revestidas de madera importada de Inglaterra, nos explicó nuestro anfitrión al recibirnos en su salón. En cuanto a las alfombras, eran de Irán, piezas de gran valor, según afirmó.
—Creía que ese cabronazo de Thornsten hacía tiempo que había muerto —exclamó Egorov mientras nos servía vodka—. ¡Beban, así entrarán en calor! —dijo.
—Pues siento decepcionarlo —replicó Keira—, pero está vivito y coleando.
—Mejor para él —contestó Egorov—. ¿De modo que han venido a traerme el dinero que me debe?
Me saqué la cartera y le tendí el billete de cien dólares.
—Aquí tiene —dije, y dejé el único billete sobre la mesa—, puede contarlo si quiere.
Egorov miró con desprecio el billete verde.
—¡Será una broma, espero!
—Es la cantidad exacta que nos ha pedido que le entreguemos.
—¡Eso es lo que me debía hace treinta años! En moneda constante, y sin contar los intereses, habría que multiplicar por cien esa cantidad para que estuviéramos en paz. Les doy dos minutos para largarse de aquí si no quieren lamentar haber venido a burlarse de mí.
—Thornsten nos dijo que usted podría ayudarnos, soy arqueóloga y lo necesito.
—Lo siento, hace tiempo que ya no me ocupo de antigüedades, las materias primas son mucho más lucrativas. Si han hecho todo este viaje con la esperanza de comprarme algo, se han desplazado para nada. Thornsten se ha burlado de ustedes tanto como de mí. Guárdense ese billete y váyanse.
—No comprendo su animosidad por Thornsten, él hablaba de usted en términos muy respetuosos, y hasta parecía admirarlo.
—¿Ah, sí? —preguntó Egorov, a quien las palabras de Keira habían halagado.
—¿Por qué le debía dinero? Cien dólares era una cantidad considerable en esta región hace treinta años —añadió Keira.
—Thornsten no era más que un intermediario, actuaba en nombre de un comprador de París, un hombre que quería adquirir un manuscrito antiguo.
—¿Qué clase de manuscrito?
—Una piedra grabada que se encontró en una tumba sepultada bajo el hielo en Siberia. Sabrá tan bien como yo que en los años cincuenta se descubrieron numerosas sepulturas así, y todas estaban llenas de tesoros que el hielo había conservado perfectamente.
—Y todas fueron minuciosamente saqueadas.
—Por desgracia, sí, así fue —contestó Egorov, suspirando—, La codicia de los hombres es terrible, ¿verdad? En cuanto se trata de dinero, se pierde todo respeto a las bellezas del pasado.
—Y por supuesto, usted ocupaba su tiempo persiguiendo a esos saqueadores de tumbas, ¿verdad? —prosiguió Keira.
—Tiene usted un trasero muy bonito, señorita, y desde luego no le falta encanto, pero no abuse de mi hospitalidad.
—¿Le vendió esa piedra a Thornsten?
—¡Le entregué una copia! Su comprador no se dio cuenta de nada. Como sabía que no me iba a pagar, me contenté con darle una reproducción, pero de muy buena calidad. Cojan ese dinero, dense una buena comilona y díganle a Thornsten que estamos en paz.
—¿Y aún conserva el original? —preguntó Keira, sonriendo.
Egorov la miró de arriba abajo, demorándose en las curvas de su anatomía; sonrió a su vez y se levantó.
—Puesto que han venido hasta aquí, síganme; voy a enseñarles de qué se trataba.
Se dirigió a la biblioteca que decoraba las paredes de su salón. Cogió una caja forrada de piel fina, la abrió y la devolvió a su lugar.
—No está en ésta, ¿dónde la habré puesto?
Examinó otras tres cajitas parecidas, seguidas de una cuarta y una quinta, de la que sacó por fin un objeto envuelto en una fina tela de algodón. Desató la cinta que lo rodeaba y nos presentó una piedra de veinte centímetros cuadrados que dejó con cuidado sobre su escritorio antes de invitarnos a acercarnos. En la superficie patinada había un texto grabado con una escritura similar a la de los jeroglíficos.
—Está en lengua sumeria, esta piedra tiene más de seis mil años. El comprador de Thornsten debería haberla adquirido entonces, hace treinta años, cuando su precio era aún del todo asequible. En esa época habría vendido el féretro de Sargon por unos pocos cientos de dólares; hoy el valor de esta pieza es incalculable y, de hecho, paradójicamente, es invendible, salvo a un particular dispuesto a guardarla en secreto. Este tipo de objeto ya no puede circular libremente, los tiempos han cambiado, el tráfico de antigüedades se ha vuelto demasiado peligroso. Ya se lo he dicho, con el comercio de materias primas se gana mucho más y con muchos menos riesgos.
—¿Qué significan esos trazos grabados? —preguntó Keira, fascinada por la belleza de la piedra.
—Poca cosa, lo más probable es que se trate de un poema, o de una antigua leyenda, pero la persona que estaba interesada en comprarla parecía otorgarle mucha importancia. Debo de tener una traducción por alguna parte. ¡Sí, aquí está! —exclamó, tras rebuscar en la caja.
Le entregó a Keira una hoja de papel, que me leyó en voz alta:
Cuenta una leyenda que, en el vientre de su madre, el niño lo sabe todo del misterio de la creación, desde el origen del mundo hasta el final de los tiempos. Al nacer, un mensajero pasa por encima de su cuna y pone un dedo en sus labios para que no desvele jamás el secreto que le ha sido confiado, el secreto de la vida…
Cómo disimular mi asombro al oír esas palabras que resonaban en mi cabeza y traían a mi memoria recuerdos de un viaje truncado. Las últimas palabras que leí a bordo de un vuelo con destino a China antes de perder el conocimiento y que el avión tuviera que dar media vuelta. Keira interrumpió su lectura, preocupada al verme tan alterado. Me saqué la cartera del bolsillo, extraje la hoja de papel y la desdoblé delante de ella. A mi vez, leí en voz alta el final de ese extraño texto: