Me levanté, avancé hacia la reja, y tú también. Paso a paso, caminábamos el uno hacia el otro, en el silencio más total.
Los guardias estaban tan pasmados que ninguno se movió.
Los internos gritaron «Keira» al unísono, y las internas, también al unísono, les contestaron «Adrian».
Ya tan sólo me separaban unos pocos metros de ti. Estabas muy pálida, llorabas, y yo también. Nos acercamos a la reja, ese momento tan esperado nos daba tanta fuerza que ninguno de los dos se preocupaba de las porras, siempre al acecho. Nuestras manos se unieron a través de los barrotes, entrelazamos los dedos, acerqué la cara a la reja y tu boca se unió a la mía. Te dije «te quiero» en el comedor de una cárcel china, y tú murmuraste que también me querías. Y me preguntaste qué estaba haciendo ahí. Había venido a liberarte. «¿Desde dentro de la cárcel?», me contestaste. Es cierto que, con tanta emoción, no había pensado en ese detalle. Tampoco me dio tiempo a hacerlo entonces, un golpe en el muslo me hizo doblar las rodillas, y otro más me derribó al suelo. Te llevaron de allí a rastras mientras gritabas mi nombre; lo mismo hicieron conmigo mientras gritaba el tuyo.
Walter le pidió disculpas a Elena, las circunstancias eran especiales, nunca habría dejado el móvil encendido si no esperara noticias de China. Elena le rogó que contestara la llamada. Walter se levantó y se alejó de la terraza del restaurante, dirigiéndose hacia el puerto. Ivory le llamaba para que le diera noticias.
—No, señor, aún no se sabe nada. Su avión aterrizó en Pekín, ¡que no es poco! Si mis cálculos son exactos, a estas horas ya se habrá entrevistado con el juez y me imagino que irá de camino a la cárcel, puede incluso que ya estén juntos. Permitámosles disfrutar de una intimidad bien merecida. ¡Imagínese lo felices que estarán de reencontrarse! Le prometo que lo llamaré en cuanto Adrian se ponga en contacto conmigo.
Walter colgó y volvió a la mesa.
—Por desgracia no era más que un colega de la Academia que quería pedirme una información —le dijo a Elena.
Retomaron su conversación ante el postre que Elena había elegido para los dos.
Mi insolencia durante la comida me atrajo la simpatía de mis compañeros presos. Cuando volvía a mi celda, vigilado por dos guardias, algunos internos que volvían también a las suyas me dieron palmaditas amistosas. Mi compañero de celda me ofreció un cigarrillo, algo que, allí, debía de considerarse un regalo muy valioso. Lo encendí encantado, pero debido a mi infección pulmonar reciente al momento sufrí un violento ataque de tos, lo cual divirtió mucho a mi nuevo amigo.
La tabla de madera que hacía las veces de cama estaba cubierta por un jergón apenas más grueso que una manta. El dolor de los golpes de los guardias se reavivó en cuanto me tendí sobre ella, pero estaba tan cansado que me quedé dormido nada más acostarme. Había vuelto a ver a Keira, y su rostro me acompañó durante toda aquella sórdida noche.
A la mañana siguiente nos despertó un gong que resonó en toda la cárcel. Mi compañero de celda bajó de su litera. Se puso los pantalones y los calcetines, que había colgado de la cama.
Un guardia abrió la puerta de nuestra celda; el desdentado cogió su escudilla y salió al pasillo; el guardia me ordenó que no me moviera. Deduje que, como castigo por mi comportamiento del día anterior, no me estaba permitido bajar al comedor. Me invadió la tristeza, había contado las horas que me faltaban para volver a ver a Keira allí y ahora tendría que esperar.
Conforme iba pasando la mañana empecé a preocuparme por el castigo que le habría correspondido a Keira. Estaba ya tan pálida… y hete aquí que yo, el ateo, me arrodillé delante de mi cama y me puse a rezar como un niño, pidiéndole a Dios que Keira se librara de ir al calabozo.
Llegaban hasta mí las voces de los presos en el patio. Debía de ser la hora de salir a pasear. Todos menos yo. Me quedé en la celda, muerto de preocupación por Keira. Me subí a un taburete para alcanzar hasta el ventanuco, con la esperanza de poder verla. Los internos caminaban en hileras, avanzando hacia una zona cubierta del patio. En equilibrio de puntillas, resbalé y caí al suelo; cuando me levanté, el patio ya se había quedado vacío.
El sol estaba alto en el cielo, debía de ser mediodía. No pensaba que me fueran a dejar morir de hambre para enseñarme un poco de disciplina… No contaba mucho con que mi intérprete lograra sacarnos de allí. Pensé en Jeanne, la había llamado antes de despegar de Atenas y le había prometido que le daría noticias hoy. Quizá se imaginara que me había ocurrido algo, tal vez alertara a nuestras embajadas en pocos días.
Con el ánimo por los suelos, oí unos pasos en el corredor. Un guardia entró en mi celda y me obligó a acompañarlo. Cruzamos la pasarela, bajamos las escaleras metálicas y me encontré en el despacho donde, el día anterior, me habían confiscado mis efectos personales. Me los devolvieron, me hicieron firmar un formulario y, sin que acertara a comprender lo que estaba ocurriendo, me empujaron hasta el patio. Cinco minutos más tarde, las puertas del penal se cerraron detrás de mí: era libre. Había un coche en el aparcamiento de visitantes, se abrió la puerta, y mi intérprete avanzó hacia mí.
Le di las gracias por haber logrado liberarme y me disculpé por haber dudado de él.
—Yo no he hecho nada —me dijo—. Después de que los policías se lo llevaran, el juez salió de su despacho y me pidió que viniera a buscarlo aquí hoy a mediodía. También me pidió que le dijera que esperaba que una noche en la cárcel le hubiera enseñado un poco de buena educación. Me limito a traducirle sus palabras.
—¿Y Keira? —pregunté en seguida.
—Dese la vuelta —me contestó tranquilamente mi intérprete.
Vi abrirse las puertas de nuevo y entonces apareciste tú. Llevabas tu hatillo al hombro, lo dejaste en el suelo y corriste hacia mí.
Nunca olvidaré el momento en que nos abrazamos delante de la cárcel de Garther. Te estrechaba con tanta fuerza que casi te ahogaba, pero tú reías, y dábamos vueltas locos de alegría. Por mucho que el intérprete carraspeara, se impacientara y nos suplicara para llamarnos al orden, en ese momento nada habría podido separarnos.
Entre dos besos te pedí perdón, perdón por haberte arrastrado a esa loca aventura. Tú llevaste tu mano a mis labios para hacerme callar.
—Has venido, has venido a buscarme aquí —murmuraste.
—Te prometí que te llevaría de vuelta a Adís Abeba, ¿recuerdas?
—Yo te obligué a hacerme esa promesa, pero estoy feliz de que la hayas cumplido.
—¿Y tú, cómo has hecho para aguantar todo este tiempo?
—No lo sé, se me ha hecho largo, horriblemente largo, pero he aprovechado para pensar, no tenía otra cosa que hacer. No me lleves de vuelta a Etiopía en seguida porque creo saber dónde está el siguiente fragmento, y no es en África.
Subimos al coche del intérprete. Nos llevó a Chengdu, y allí tomamos un avión los tres.
En Pekín lo amenazaste con que no saldrías del país si no nos dejaba en un hotel donde pudieras darte una ducha. Consultó su reloj y nos otorgó una hora, una hora para nosotros solos.
Habitación 409. No presté ninguna atención a la vista desde la ventana, ya te lo dije, la felicidad te vuelve distraído. Sentado a este pequeño escritorio, frente a la ventana, Pekín se extiende ante mí, y a mí me trae sin cuidado, no quiero ver nada más que esta cama en la que descansas. De vez en cuando abres los ojos y te estiras, me dices que nunca habías sido consciente de lo maravilloso que es poder remolonear entre sábanas limpias. Te abrazas a la almohada y luego me la tiras a la cara; yo te deseo otra vez.
El intérprete debe de estar furioso, ya llevamos aquí mucho más de una hora. Te levantas, te observo caminar hacia el cuarto de baño, me tachas de
voyeur,
y yo no busco ninguna excusa. Me fijo en las cicatrices que marcan tu espalda y tus piernas. Te das la vuelta y comprendo por tu mirada que no quieres que hablemos de eso, al menos ahora no. Oigo el ruido de la ducha, el sonido del agua me devuelve fuerzas y no te dejo oír esta tos que vuelve a mí como un mal recuerdo. Algunas cosas ya no volverán a ser como antes, en China he perdido algo de esa indiferencia que tanto me tranquilizaba. Tengo miedo de estar solo en esta habitación, aunque sólo sea unos segundos, aunque de ti sólo me separe un simple tabique, pero ya no me da miedo reconocerlo, ya no me da miedo levantarme para ir junto a ti y ya no me da miedo contarte todo esto.
En el aeropuerto mantuve otra promesa; en cuanto nos entregaron las tarjetas de embarque, te llevé a una cabina telefónica y llamamos a Jeanne.
No sé cuál de las dos empezó, pero en mitad de esa gran terminal te echaste a llorar. Reías y llorabas a la vez.
El tiempo pasa, y tenemos que marcharnos. Le dices a Jeanne que la quieres, que la llamarás en cuanto llegues a Atenas.
Nada más colgar, volviste a echarte a llorar, y me costó mucho consolarte.
Nuestro intérprete parecía más agotado aún que nosotros. Pasamos el control de pasaportes, y sólo entonces lo vi aliviado. Debía de estar tan contento de haberse librado por fin de nosotros que no dejaba de despedirse, agitando la mano desde el otro lado del cristal.
Era de noche cuando subimos a bordo. Apoyaste la cabeza contra la ventanilla y te quedaste dormida antes incluso de que el avión despegara.
Cuando iniciábamos el descenso hacia el aeropuerto de Atenas cruzamos una zona de turbulencias. Me cogiste la mano y la apretaste con fuerza, como si ese aterrizaje te asustara. Entonces, para distraerte, saqué el fragmento que descubrimos en la isla de Narcondam, me incliné hacia ti y te lo enseñé.
—Me has dicho que tenías una idea de dónde podía encontrarse uno de los otros fragmentos.
—¿De verdad que los aviones están hechos para resistir esta clase de sacudidas?
—No tienes de qué preocuparte en absoluto. Bueno, ¿qué me dices de ese fragmento?
Con la mano que tenías libre —con la otra me apretabas la mano cada vez más fuerte— sacaste tu colgante. Vacilamos un momento antes de juntarlos, pero una fuerte sacudida nos quitó las ganas de hacerlo.
—Ya te lo contaré todo cuando estemos en tierra firme —me suplicaste.
—Dame al menos una pista…
—El Ártico, en algún lugar entre la bahía de Baffin y el mar de Beaufort, son varios miles de kilómetros que explorar, ya te explicaré por qué pienso que puede estar ahí precisamente. Pero antes de eso llévame a visitar tu isla.
En Atenas cogimos un taxi, y dos horas más tarde estábamos a bordo del ferry a Hydra. Tú te acomodaste en el camarote mientras yo me instalaba en la cubierta de popa.
—No me digas que te mareas…
—Me gusta disfrutar del aire y la brisa marina.
—¿Tiritas de frío y me dices que quieres disfrutar de la brisa marina? Reconoce que te mareas, ¿por qué no me dices la verdad?
—Porque no ser buen marinero es casi una tara para un griego, y yo no le veo la gracia.
—Sé de alguien que no hace mucho se burlaba de mí porque me mareo en los aviones…
—No me burlaba —contesté, inclinado sobre la borda.
—Estás lívido y tiemblas, vamos al camarote, si no vas a enfermar de verdad.
Sufrí un nuevo ataque de tos y dejé que me llevaras al interior del barco. Sentía que me había vuelto la fiebre, pero no me apetecía pensar en ello, estaba feliz de llevarte a mi casa y no quería que nada estropeara ese momento.
Había esperado hasta estar en el Pireo para avisar a mi madre; cuando el ferry arribaba a Hydra, me imaginaba ya sus reproches. Le había suplicado que no preparara ninguna fiesta, estábamos agotados y sólo soñábamos con una cosa: dormir, dormir y dormir.
Mi madre nos recibió en su casa. Era la primera vez que la veía intimidada. Decía que los dos teníamos muy mala cara. Nos preparó una comida ligera en la terraza. Mi tía Elena había preferido quedarse en el pueblo para dejarnos a solas a los tres. En la mesa, mi madre te acosó a preguntas, y por mucho que la mirara con reproche para que te dejara en paz, fue en vano. Tú te plegaste a sus exigencias y le contestaste de buena gana. Sufrí un nuevo ataque de tos que puso punto final a la velada. Mi madre nos llevó a mi habitación. Las sábanas olían a lavanda, nos dormimos escuchando las olas romper contra el acantilado.
A la mañana siguiente te levantaste muy temprano, sin hacer ruido. Tu estancia en la cárcel te había acostumbrado a madrugar. Te oí salir de la habitación, pero me sentía demasiado débil para acompañarte. Hablabas con mi madre en la cocina, parecíais llevaros bien, así que volví a dormirme en seguida.
Me enteré más tarde de que Walter había llegado a la isla a última hora de la mañana.
Elena lo había llamado el día anterior para avisarlo de nuestra llegada, y él había cogido un avión en seguida. Me confesó un día que, de tanto ir y venir de Londres a Hydra, mis peripecias se habían comido sus ahorros casi por completo.
A primera hora de la tarde, Walter, Elena, Keira y mi madre entraron en mi habitación. Tenían todos cara de espanto al verme postrado en la cama, ardiendo de fiebre. Mi madre me aplicó en la frente una compresa empapada en una infusión de hojas de eucalipto. Uno de sus viejos remedios que no bastaría para vencer el mal que se iba apoderando de mí. Unas horas más tarde recibí la visita de una mujer a la que no pensaba volver a ver, pero Walter tenía la costumbre de apuntarlo todo, y el número de teléfono de una doctora, también piloto de avioneta, había venido a añadirse a los que ya ocupaban las páginas de su libretita negra. La doctora Sophie Schwartz se sentó en mi cama y me cogió la mano.
—Esta vez, por desgracia, no está fingiendo, tiene usted una liebre de caballo.
Me escuchó los pulmones y diagnosticó en seguida una recaída de la infección pulmonar de la que le había hablado mi madre. Hubiera preferido que me evacuaran inmediatamente a Atenas, pero el tiempo no lo permitía. Se estaba levantando tormenta, el mar estaba muy agitado, y ni siquiera un avión tan pequeño como el suyo conseguiría despegar en esas condiciones. De todas formas, yo no me encontraba como para viajar.
—En la guerra como en la guerra —le dijo a Keira—, vamos a tener que apañarnos como podamos.
La tormenta duró tres días. Setenta y dos horas durante las cuales el meltem sopló en la isla. El potente viento de las Cícladas doblaba los árboles y hacía crujir todos los maderos de la casa; el tejado perdió algunas de sus tejas. Desde mi habitación oía las olas estrellarse contra el acantilado.