La primera noche (33 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: La primera noche
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—Lo están destruyendo todo —dijo mientras se sentaba de nuevo, con la cara descompuesta.

Miré a mi vez y constaté el terrible espectáculo. Una decena de hombres vestidos con monos blancos volvía a cerrar las tumbas sumerias, no sin antes meter en ellas los cuerpos inertes de los hombres de Egorov, y otros empezaban ya a desmontar las tiendas. No existían palabras para consolar a Keira.

La tripulación del helicóptero estaba compuesta por seis personas, y ninguna de ellas nos dirigió la palabra. Nos ofrecieron bebidas calientes y bocadillos, pero no teníamos ni hambre ni sed. Tomé la mano de Keira y la retuve con fuerza entre las mías.

—No sé dónde nos llevan —me dijo ella—, pero me temo que esta vez sí que es el final de nuestra búsqueda.

La cogí del hombro y la atraje hacia mí para abrazarla, recordándole que estábamos vivos.

Tras dos horas de vuelo, el hombre sentado delante de nosotros nos pidió que nos abrocháramos el cinturón de seguridad. El aparato iniciaba el descenso. En cuanto las ruedas tocaron el suelo, la puerta se abrió. Nos encontrábamos delante de un hangar, en un rincón apartado dentro de un aeropuerto de tamaño mediano; en el interior había aparcado un birreactor de bandera rusa y sin matrícula de ninguna clase. Cuando nos acercamos a él, se desplegó la escalerilla para subir a bordo. En el interior de la cabina nos esperaban dos hombres vestidos con trajes azul marino. El menos corpulento se levantó y nos recibió con una gran sonrisa.

—Me alegro de que estén sanos y salvos —nos dijo en un inglés perfecto—. Deben de estar agotados, despegaremos inmediatamente.

Los reactores se pusieron en marcha. Unos instantes más tarde, el aparato se situó sobre la pista y despegó.

—Ekaterimburgo, una ciudad muy hermosa —nos dijo el hombre mientras el avión iba ganando altura—. Dentro de una hora y media aterrizaremos en Moscú. Desde allí los trasladaremos a un avión de pasajeros con destino a Londres. Tienen dos plazas reservadas en primera. No me den las gracias; con lo que han pasado estos días, era lo mínimo que podíamos hacer. Dos científicos de su valía merecen eso y mucho más. Mientras tanto, les voy a pedir que me entreguen sus pasaportes.

El hombre los guardó en el bolsillo de su chaqueta y abrió un compartimento que albergaba un minibar. Nos sirvió una copa de vodka; Keira apuró la suya del tirón y pidió que le sirvieran otra. Se tomó la segunda de la misma forma, sin decir una palabra.

—¿Podría darnos alguna explicación? —le pregunté al hombre que nos había recibido con tanta amabilidad.

Volvió a llenar nuestras copas y alzó la suya para brindar.

—Nos alegramos mucho de haber podido liberarlos de las garras de sus captores.

Keira escupió el vodka que estaba a punto de tragar.

—¿Nuestros captores? Pero ¿de qué captores habla?

—Han tenido suerte —prosiguió nuestro anfitrión a bordo del avión—, los hombres que los retenían tenían la reputación de ser extremadamente peligrosos; hemos intervenido a tiempo, tienen que estarles muy agradecidos a nuestras unidades, que se han expuesto a un grave riesgo por ustedes. Hemos tenido que lamentar dolorosas bajas en nuestras filas. Dos de nuestros mejores agentes han sacrificado sus vidas por salvar las suyas.

—¡Pero si nadie nos retenía! —protestó Keira airadamente—. Estábamos allí por nuestra propia voluntad y llevábamos a cabo unas prodigiosas excavaciones que sus hombres han echado a perder. Hemos asistido a una verdadera carnicería, una barbarie sin nombre, ¿cómo se atreven…?

—Sabemos que participaban en excavaciones ilegales, emprendidas por malhechores sin más fin que el saqueo sin escrúpulos de los tesoros de Siberia. Egorov pertenece a la mafia rusa, señorita, ¿o es que acaso lo ignoraba? Dos científicos de reputaciones tan honorables como las suyas no podían estar vinculados a tales actos criminales sin haber sido obligados por la fuerza, sin que sus captores los hubieran amenazado con ser ejecutados de manera sumaria al menor intento de rebelión. Sus visados dan fe de que han entrado en Rusia en calidad exclusiva de turistas, y nos halaga que hayan elegido nuestro país para su esparcimiento. Estoy seguro de que si hubieran tenido la más mínima intención de trabajar en nuestro suelo, por supuesto habrían actuado dentro del marco de la legalidad, ¿verdad? Conocen ustedes mejor que cualquiera los riesgos a los que se enfrentan los saqueadores que intentan atentar contra nuestro patrimonio nacional. Las penas van de diez a veinte años de reclusión, en función de la gravedad de los hechos. ¿Estamos de acuerdo sobre la versión que acabo de exponerles?

Sin vacilar un segundo, le confirmé que no teníamos nada que objetar. Keira se quedó callada, sólo un momento, pero luego no pudo evitar expresar su preocupación por la suerte que aguardaba a Egorov, lo que hizo sonreír a nuestro anfitrión.

—Eso, señorita, dependerá enteramente de su voluntad de colaborar en la investigación que llevaremos a cabo. Pero no se lamente de su suerte, puedo asegurarle que el personaje era muy poco recomendable.

El hombre se disculpó por no poder seguir charlando con nosotros, pero tenía trabajo. Sacó una carpeta de su maletín y se enfrascó en ella hasta que llegamos. El aparato inició el descenso hacia la capital. Una vez en tierra, el hombre nos llevó en coche hasta el pie de una pasarela que comunicaba con un avión de British Airways.

—Dos cosas antes de que se marchen. No vuelvan a Rusia, ya no podríamos garantizar su seguridad. Y ahora, escuchen bien lo que tengo que decirles pues al hacerlo infrinjo una norma, pero me caen ustedes simpáticos y aquel al que traiciono, mucho menos. Los esperan en Londres, y mucho me temo que el tipo de paseo que les ofrecerán una vez allí no tiene nada que ver con el viaje tan agradable que acabamos de hacer juntos. Por eso, yo de ustedes me abstendría de demorarme mucho tiempo en Heathrow; una vez pasada la aduana, me marcharía lo antes posible. De hecho, si encontraran la manera de no pasar por la aduana, sería mucho mejor para ustedes.

El hombre nos devolvió los pasaportes y nos invitó a recorrer la pasarela hasta el avión. Una azafata nos condujo hasta nuestros respectivos asientos. Su perfecto acento inglés se me antojaba divino, y le agradecí la amabilidad de su recibimiento a bordo.

—¿A qué esperas para pedirle su número de teléfono? —me preguntó Keira, molesta, abrochándose el cinturón.

—No me interesa, pero si pudieras convencer al tío sentado al otro lado del pasillo de que te preste su móvil, sería fantástico.

Keira me miró, extrañada y luego se volvió hacia su vecino, que estaba tecleando un mensaje de texto en su móvil. Se lo cameló de manera totalmente indecente y, dos minutos después, me tendió el artilugio en cuestión.

Londres

El Boeing 767 aterrizó en Heathrow cuatro horas después de salir de Moscú. Eran las 22.30, hora local, la noche quizá fuera nuestra aliada. El avión se situó en una zona del aparcamiento apartada de la terminal. Vi por la ventanilla dos autobuses que esperaban al pie de la escalerilla. Le dije a Keira que no se diera prisa, bajaríamos con la segunda oleada de pasajeros.

Subimos al autobús y le indiqué a Keira que se quedara cerca de la puerta: había metido el pie entre los fuelles para que no pudiera cerrarse del todo. El bus avanzaba por el asfalto y tomó por un túnel que se adentraba bajo las pistas. El conductor tuvo que parar un momento para dejar pasar a un carricoche que tiraba de una hilera de contenedores para equipaje. Era ahora o nunca. Empujé bruscamente la puerta de fuelle y arrastré a Keira conmigo. Una vez fuera, corrimos por la penumbra del túnel hacia el convoy que se alejaba y saltamos a uno de los contenedores de equipaje. Keira aterrizó entre dos grandes maletas, y yo, tendido sobre unos bolsones. En el autobús, los pasajeros que habían sido testigo de nuestra escapada se quedaron boquiabiertos. Supongo que trataron de avisar al conductor, pero nuestro trenecito se alejaba ya en dirección contraria y, unos instantes más tarde, entró en el sótano de la terminal. A esa hora tardía ya no se veía a casi nadie en la zona de descarga; sólo había dos equipos trabajando, pero estaban lejos de nosotros y no podían vernos. El carricoche serpenteaba entre las rampas de carga de las maletas.

Vi un ascensor a pocos metros de nosotros y elegí ese momento para abandonar nuestro escondite. Por desgracia, al llegar ante la puerta constaté que el botón de llamada tenía una cerradura; sin llave no era posible pulsarlo.

—¿Tienes alguna idea de cómo salir de aquí? —me preguntó Keira.

Miré a nuestro alrededor pero no vi más que una larga hilera de cintas transportadoras, la mayoría de las cuales estaba parada.

—¡Allí! —exclamó Keira, señalando una puerta—. Es una salida de socorro.

Temía que estuviera condenada, pero la suerte nos sonreía, y, tras abrirla, nos encontramos al pie de una escalera.

—Ya no corras —le dije a Keira—, Salgamos de aquí como si todo fuera normal.

—No llevamos una chapa con nuestro nombre —observó Keira—, si nos cruzamos con alguien, no pareceremos nada normales.

Consulté mi reloj, el autobús ya habría llegado a la terminal. A las once de la noche ya no habría mucha gente en la aduana, y el último pasajero de nuestro vuelo no tardaría en presentarse ante el control de pasaportes. Calculé que nos quedaba poco tiempo antes de que los que nos estaban esperando comprendieran que nos habíamos escapado.

En lo alto de la escalera, otra puerta nos impedía el paso; Keira presionó la barra transversal y, al hacerlo, se oyó una fuerte sirena.

Desembocamos en la terminal entre dos cintas de equipaje, de las cuales una giraba vacía. Un empleado nos vio y se quedó desconcertado. Antes de que pudiera dar la alerta, cogí a Keira de la mano y echamos a correr con todas nuestras fuerzas. Se oyó un silbato. Sobre todo no debíamos volvernos, había que seguir corriendo. Teníamos que llegar a las puertas correderas que daban a la calle. Keira tropezó y gritó, la ayudé a levantarse y tiré de ella. Más rápido, más rápido. Detrás de nosotros oíamos un ruido de pasos que corrían y silbatos que sonaban cada vez más cerca. No detenerse, no ceder ante el miedo, tan sólo nos separaban unos metros de la libertad. Keira estaba sin aliento. A la salida de la terminal había un taxi parado, subimos y le suplicamos al taxista que arrancara el motor.

—¿Dónde van? —preguntó, volviéndose hacia nosotros.

—¡Corra! Llegamos tarde —volvió a suplicar Keira entre jadeos.

El taxista arrancó el motor. Me prohibí volverme, imaginaba a los que nos perseguían muertos de rabia en la acera al ver alejarse nuestro
black cab.

—Todavía no podemos cantar victoria —le susurré a Keira.

—Vaya hacia la terminal dos —le indiqué al taxista.

Keira me miró, estupefacta.

—Confía en mí, sé lo que hago.

En la segunda glorieta le pedí al taxista por favor que se parara ahí. Pretexté que mi mujer estaba embarazada y que sufría unas terribles náuseas. Frenó en seguida. Le di un billete de veinte libras y le dije que íbamos a tomar un poco el aire en la cuneta. No hacía falta que nos esperara, estaba acostumbrado a ese tipo de indisposición, podía durar un buen rato, así que haríamos el resto del camino a pie.

—Es peligroso pasear por aquí —nos dijo—, tengan cuidado con los camiones, pasan por todos lados.

Se alejó despidiéndose con un gesto, encantado con lo que había ganado por una carrera tan corta.

—Y ahora que he dado a luz —me dijo Keira—, ¿qué hacemos?

—¡Esperar! —le contesté.

—¿Y a qué esperamos?

—¡Pronto lo verás!

Kent

—¿Cómo que se han escapado? ¿Sus hombres no estaban a la salida de ese avión?

—Sí, señor; los que no estaban eran sus dos científicos.

—Pero qué me está usted contando, si mi contacto me ha asegurado que él mismo los hizo embarcar a bordo de ese vuelo.

—No era en absoluto mi intención poner en duda su palabra, pero los dos sujetos que debíamos detener no se han presentado ante el control de la policía del aire. Éramos seis esperándolos, era imposible que se escabulleran.

—¿No me irá a decir que han saltado en paracaídas sobre el Canal de la Mancha? —gritó sir Ashton al teléfono.

—No, señor. Estaba previsto que el pasaje del avión desembarcara por una pasarela, sin embargo, en el último momento, dirigieron el aparato hacia un área de estacionamiento, pero nadie nos avisó. Los dos individuos se escaparon del autobús que conducía a los pasajeros hasta la terminal donde nosotros los estábamos esperando. No ha sido culpa nuestra, han huido por el sótano de la terminal.

—¡Pues ya puede ir avisando a los responsables de seguridad de Heathrow que van a rodar cabezas!

—No lo dudo, señor.

—¡Son ustedes unos cretinos! ¡Unos patéticos cretinos! Vayan inmediatamente a su domicilio en lugar de quedarse ahí papando moscas, peinen la ciudad de arriba abajo, búsquenlos en todos los hoteles, arréglenselas como quieran, pero deténganlos esta noche si quieren conservar su empleo. Tienen hasta mañana por la mañana para encontrarlos, ¿me oye?

El interlocutor de sir Ashton volvió a deshacerse en disculpas y prometió poner remedio inmediatamente al estrepitoso fracaso de la operación de la que estaba al mando.

Glorieta del Concorde, Heathrow

El Fiat 500 aparcó junto a la acera. El conductor se inclinó y abrió la puerta del pasajero.

—Llevo una hora dando vueltas y más vueltas —gruñó Walter mientras abatía el respaldo del asiento para que pudiera sentarme atrás.

—¿No había un coche más pequeño?

—Pero bueno, qué cara tienes. Me pides que venga a buscaros a una glorieta en medio de ninguna parte, a una hora absurda, ¿y encima te quejas?

—Sólo decía que menos mal que no traemos equipaje.

—¡Me imagino que si hubierais traído equipaje, me habríais citado delante de la terminal como hace la gente normal, en lugar de obligarme a dar diez vueltas alrededor mientras os espero!

—¿Pensáis pelearos mucho rato? —intervino Keira.

—Encantado de volver a verte —dijo Walter, tendiéndole la mano—. ¿Qué tal vuestro viajecito?

—¡Mal! —contestó ella—. Bueno, ¿qué?, ¿nos vamos?

—Yo encantado, pero ¿adónde?

Iba a decirle a Walter que nos llevara a mi casa, pero en ese momento dos coches de policía nos adelantaron con las sirenas a todo volumen, lo cual me hizo caer en la cuenta de que no era muy buena idea. Fueran quienes fueran nuestros enemigos, tenía buenos motivos para pensar que sabían muy bien dónde vivía.

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